Laicidad, libertad de expresión y los puñetazos del papa (Andrés Carmona)
A raíz de los atentados de París se
han sucedido una serie de reflexiones respecto de la laicidad, la libertad de
expresión y sus límites, especialmente con respecto a las creencias religiosas.
En principio, todo el mundo ha condenado los atentados y se ha solidarizado con
las víctimas. Pero hay una diferencia entre unos y otros: mientras que unos se
han identificado con las víctimas y han caracterizado el atentado como un
ataque, no solo contra personas, sino también contra la libertad de expresión y
la laicidad, otros han añadido un pero
a su condena de los atentados, convirtiendo su discurso en una especie de excusatio non petita: advierten que condenan
la masacre, pero… No dicen que se
merecieran el atentado, pero sí que, de alguna forma, reprochan a Charlie Hebdo que lo han provocado.
Algunos han interpretado el ataque a Charlie Hebdo y el supermercado judío
como una respuesta cruenta e injustificada a otro tipo de violencia: la de las
potencias occidentales contra los pueblos árabes y mayoritariamente musulmanes.
Han acusado a Charlie Hebdo de que, bajo
la excusa de la libertad de expresión y la laicidad, hay una ideología racista
y colonialista, y que eso les impide identificarse con el lema “Je suis Charlie”. A mi modo de ver, ese
punto de vista es equivocado porque confunde la libertad de conciencia como derecho
con los contenidos particulares de la conciencia. He tratado de explicarlo en “Por
qué sí soy Charlie”.
Otros han ido por otros derroteros distintos
pero que también acaban diciendo que Charlie
Hebdo ha provocado de algún modo lo ocurrido: no acusan a Charlie Hebdo de complicidad con las
potencias occidentales en sus políticas asesinas hacia los países árabes, sino
que le reprochan que han sobrepasado los límites legítimos de la libertad de
expresión con sus viñetas. Afirman que han ofendido los sentimientos religiosos
de los musulmanes, y que si bien eso no justifica en ningún sentido el
asesinato, sí que lo “contextualiza” para “entenderlo”. Así pueden
interpretarse las
polémicas declaraciones de Jorge Mario Bergoglio, alias Francisco I y papa
de la iglesia católica cuando ha dicho:
“En cuanto a la libertad de expresión:
cada persona no solo tiene la libertad, sino la obligación de decir lo que
piensa para apoyar el bien común (…) Pero sin ofender, porque es cierto que no
se puede reaccionar con violencia, pero si el doctor Gasbarri [organizador de
los viajes papales], que es un gran amigo, dice una grosería contra mi mamá, le
espera un puñetazo. No se puede provocar, no se puede insultar la fe de los
demás (...) Hay mucha gente que habla mal, que se burla de la religión de los
demás. Estas personas provocan y puede suceder lo que le sucedería al doctor
Gasbarri si dijera algo contra mi mamá”.
Incurre el papa en lo mismo que
decíamos antes: introduce un pero que
es ahora el de la provocación contra la religión. Charlie Hebdo no se merecía el atentado, pero en cierto modo es
comprensible por sus provocaciones. Como diciendo: si no hubiera provocado, no
le habría pasado eso. Pero estas declaraciones son horribles. No ya porque
resulte cuanto menos sorprendente que el máximo líder de la iglesia católica
haya olvidado el pasaje de Mateo 5, 39 sobre poner la otra mejilla y haya reintroducido
el de ojo por ojo, sino porque su analogía es totalmente incorrecta y sus
consecuencias terribles.
Bergoglio compara el terrorismo
religioso ante unas viñetas ofensivas con la religión con un puñetazo contra
quien dice algo injurioso de la madre de otro. Pero la analogía no se sostiene
por ningún sitio. Bergoglio lleva razón en que, ante unos insultos a la propia
madre, es probable y normal una reacción airada como podría ser un puñetazo.
Pero dicha reacción es comprensible en tanto que espontánea, instintiva y
emocional, es una reacción del momento, irreflexiva, casi mecánica. Sin
embargo, el terrorismo religioso no es nada de eso. La comisión de un atentado
es algo premeditado, reflexionado, calculado fríamente, con plena consciencia
del daño, el dolor y el sufrimiento que se va a causar, y es más: queriéndolo
causar y cuanto más mejor.
Por otra parte, al puñetazo
seguramente le seguiría el arrepentimiento inmediatamente. Quien se dejara
llevar por esa reacción, seguidamente se disculparía ante el agredido y le
pediría perdón, avergonzado por su arranque de ira. Sin embargo, los
terroristas no solo no se arrepienten ni piden perdón, sino que están orgullosos
y contentos de sus atentados en proporción directa a sus víctimas y al dolor
causado; de hecho sus atentados son celebrados por los suyos y ellos elevados a
la categoría de héroes o mártires con pasaporte directo al cielo.
Comparar un puñetazo con poner una
bomba es comparar a una persona normal, que se deja llevar por un arrebato de
ira momentáneo, con otra persona que viviera permanentemente en un estado de
ira constante. Un estado que le nublara el juicio moral de forma permanente y
le convirtiera en un disminuido moral. Lo cual es considerarlo como alguien
inferior al que, por eso mismo, podríamos exculparle o reducirle la culpa por
su acto, pero al precio de degradarlo por debajo de una persona. Al contrario,
si lo reconocemos como una persona, su acto es absolutamente aborrecible y
digno de la máxima condena, sin excusas ni eximentes que puedan llevarnos a “entender”
lo que ha hecho.
Además, la comparación de Bergoglio supone
una confusión entre la víctima y el verdugo, haciendo recaer la culpabilidad
del verdugo en la propia víctima como provocadora, pasando por alto la
desproporción entre lo que hace uno y otro. La ofensa puede vengarse con
ofensa, la caricatura con caricaturas, el insulto con otros insultos, pero nada
de eso puede vengarse con la violencia, ni ningún grado de violencia puede
excusarse por una provocación en forma de insulto o caricatura. Hay que dejar
claro que quien lo hace mal es el agresor, no el agredido. Recuerda todo esto a
esos machistas que culpan a las mujeres de ser violadas porque provocan con su
ropa o con su actitud a los hombres. De hecho, ya dijo el
obispo de Tenerife que a veces los menores provocaban a los sacerdotes para
que abusaran de ellos.
Por otra parte, la analogía de Bergoglio
es tramposa, pues identifica a la madre de uno con la religión de uno, lo que
no es válido. La madre de cada uno es una persona bellísima, amable, compasiva,
tierna, inteligente, que se sacrifica por sus hijos y lo da todo por ellos. De
ahí el amor y la fidelidad incondicional a la madre que podría justificar una
reacción violenta contra quien la insultara. Pero al identificarla con la
religión, Bergoglio intenta que pensemos que la religión tienen esas mismas
características que una madre con sus hijos. Traspasa de contrabando lo que es
cierto de las madres a lo que es dudoso de las religiones. O mejor dicho: el
creyente puede creer que es así, pero no todo el mundo tiene por qué creer que
es así. Que la religión sea algo tan sumamente bello y hermoso como lo es una
madre NO es un hecho, es una creencia: ante los hechos no me queda
más que aceptarlos, pero las creencias no tengo por qué creerlas necesariamente[1].
Que los creyentes exijan a los no creyentes a que respeten sus creencias lo
mismo que respetan a sus madres, es obligar a los no creyentes a aceptar una
idea de la religión que ellos no creen, lo que vulnera la libertad de
conciencia, base de la laicidad. ¿Y si yo no estoy de acuerdo en que la
religión sea algo tan bonito como creen los religiosos? Sigamos con la
analogía: supongamos que yo esté convencido de que la madre del otro no solo no
es una santa, sino todo lo contrario. ¿Debo callármelo so pena de que el otro
me agreda si expreso mi opinión? ¿Debe estar mi libertad de expresión limitada
por las creencias de los demás? Pensemos
por un momento en la película La caja de
música. La protagonista es una abogada que defiende a su amoroso padre de
la acusación de haber sido un criminal de guerra nazi en su juventud, algo que
ella cree imposible. Pero en el transcurso del juicio descubre las pruebas que
incriminan a su padre. ¿Qué debe hacer? Ella se debate en el dilema de
presentar esas pruebas en el juicio o eliminarlas para siempre. Podemos
comprender la dificultad de su dilema, pero ¿hay dilema para los demás?
¿Deberían callar todos los demás para no ofender a la hija denunciando a su
padre? ¿Tendría que absolverse a su padre simplemente para no ofender los
sentimientos de su hija? ¿Debería evitar el fiscal la acusación por respeto a
la hija? Está claro que no.
Con lo anterior llegamos al meollo de
la cuestión: los límites de la libertad de expresión. Víctor
Lapuente no se ha atrevido a decir que no es Charlie, pero sí dice que no está seguro de si lo es. En su texto
llama a la autorregulación en materia de libertad de expresión, lo que yo
interpreto como una llamada a la censura o la autocensura. Lapuente asume que
hay agravios que pueden incitar a la violencia, incurriendo en el mismo error
que Bergoglio: excusar cierta violencia por la provocación previa de las
opiniones de los otros. Dice:
“En un mundo ideal (…) podríamos
establecer unos límites perfectos a la libertad de expresión. Unos límites que
permitieran la sátira, la mofa, pero que filtraran los desagravios que pudieran
directamente incitar a la violencia. Pero trazar la delgadísima línea que
separa lo tolerable de lo intolerable es una tarea hercúlea. Bueno, hasta que
alguien invente un medidor de ofensas, disponible en aplicación de móvil, que
salte cuando una persona (el Rey, fulanito de tal) o una comunidad (religiosa,
étnica) se sientan tan seriamente ofendidos que pudieran llevar a cabo una
acción desestabilizadora”.
Lapuente da por hecho como algo normal
que haya comunidades que puedan sentirse tan ofendidas por las opiniones o
críticas de los demás que excusara sus reacciones violentas. De nuevo la
confusión entre la víctima y el verdugo y la desproporción entre la supuesta provocación
y la reacción violenta. Lo que es censurable no es la libertad de opinión, sino
esa reacción violenta. Quien debe moderarse no es quien usa un legítimo derecho
sino quien tiene la sensibilidad tan a flor de piel que se lía a guantazos con
los demás. La culpa no es de la violada sino del violador, sin más, sin
excusas, sin peros que valgan.
Desde luego que ningún derecho es
absoluto y todo derecho tiene unos justos límites ya que puede haber conflictos
de derechos. Lapuente se queja de que la ley es demasiado lenta y suave cuando
alguien trasgrede los límites de la libertad de expresión, y propone la
autorregulación periodística para eso, pretendiendo sustituir (o añadir) límites
que él llama éticos a los estrictamente legales. Pero eso es una barbaridad.
Con los límites éticos pasa como con los límites de la sensibilidad, que son
demasiado subjetivos: para algunos, cierta viñeta puede ser ofensiva, pero para
otro puede no serlo, igual que una puede ser moral para unos e inmoral para
otros. Pero es que, sea ofensiva o no, de mejor o peor gusto, la cuestión no es
esa, la cuestión es si hay o no un derecho a expresarse libremente aunque lo
expresado no sea del gusto de todos, e incluso cuando para algunos sea ofensivo
a su modo de ver. Y la respuesta es que sí, aunque con unos límites: los
legales. Y no es tan hercúlea la tarea como supone Lapuente. Lo importante es
darse cuenta que los límites legítimos de los derechos solo pueden ser otros
derechos, y no otra cosa. Querer imponer unos límites más allá de los legales
es pretender algo así como una censura previa o posterior sujeta al juicio subjetivo
de quienes no son jueces. Supone reducir la amplitud de la libertad de
expresión con respecto a sus límites legales. Charlie Hebdo fue denunciada por las caricaturas de Mahoma pero
ganó el juicio en los tribunales. Si existiera algo así como esa
autorregulación que pide Lapuente ¿qué habría pasado?: o bien que el resultado
hubiera sido el mismo que el judicial, a favor de Charlie Hebdo, o bien en contra. Si fuera a favor, de nada serviría
esa autorregulación, pues no añadiría nada a lo que habrían dicho los jueces
(tan solo, si acaso, habría evitado el proceso judicial). Pero si fuera
negativo solo habría conseguido censurar a una revista por hacer lo que legalmente
sí que le habrían permitido hacer los jueces (de celebrarse el juicio). Por
tanto, esa regulación solo podría ser superflua en el mejor de los casos (por
coincidir con los tribunales ordinarios) o restrictiva en el peor (por
establecer límites más estrictos de los legales), pero en ningún caso podría
ser beneficiosa para la libertad de expresión, ya que jamás podría aumentar
ésta más allá de lo que hiciera un tribunal. En la práctica, solo serviría para
reducir la libertad de expresión en aras de un subjetivo “buen gusto” de la
mayoría y para incitar a la autocensura de quienes no compartieran ese “buen
gusto” por miedo a las represalias de los demás.
El límite a la libertad de expresión
no pueden ser las creencias ni la sensibilidad, ya sea religiosa, ética o de
otro tipo, de nadie. Los únicos límites deben ser los derechos que protegen a
las personas, pero no a las creencias, opiniones o ideas. La libertad de
opinión o expresión no protege el acusar a nadie en falso o propagar mentiras y
calumnias sobre personas, lo cual está condenado como delito de calumnia o
contra el honor. Mucho menos la incitación al odio o al crimen que es también
otro delito. Pero expresar el propio ateísmo o increencia, directamente o
indirectamente mediante el uso “irreverente” (para los creyentes) del arte o el
humor no es delito alguno ni debería serlo[2].
El uso de símbolos o imágenes religiosos con fines artísticos, lúdicos e
incluso burlescos y satíricos no atenta contra la libertad religiosa, sino que
es una mera manifestación del derecho a la libertad de expresión. El creyente
puede seguir practicando su religión aunque otras personas se mofen de sus
creencias. Igual que el creyente puede burlarse de la irreligiosidad del no
creyente. Recordemos que la propia Biblia llama necios a los ateos: “Dice el
necio en su corazón: No hay Dios” (Salmo 14, 1). ¿Acaso no se rasgarían las
vestiduras los católicos ante un slogan del tipo: “Dice el necio en su corazón:
Hay Dios”? De hecho ya ha pasado: en 2009, una campaña liderada por el ateo y
biólogo evolucionista Richard Dawkins llevó autobuses y anuncios a varias
ciudades, entre ellas algunas españolas, con el lema “Probablemente Dios no
existe, deja de preocuparte y disfruta de la vida”, campaña que provocó las
iras católicas y que hizo que el
cardenal Rouco Varela afirmara que dicha campaña “es un abuso que
condiciona injustamente el ejercicio de la libertad religiosa”.
De esta forma, los creyentes intentan
hacer pasar la censura por “respeto”, estableciendo como límite de la libertad
de expresión su propia sensibilidad religiosa. Pero ese respeto y esas
supuestas ofensas son solo eufemismos de censura y autocensura. Para Rouco Varela
es ofensiva la mera publicidad atea aunque no conlleve insulto ninguno, igual
que para el islam es ofensivo el mero dibujo de Mahoma aunque no sea insultante.
De hecho, nuevamente ha habido protestas en el mundo árabe contra la portada de
Charlie Hebdo tras el atentado, en la
que aparece Mahoma con el “Je suis
Charlie” bajo el título “Tout est
pardoné”. Difícilmente puede encontrarse insulto o escarnio de la religión
en esa portada, y aún así muchos musulmanes
han protestado por ella, con un balance de cuatro muertos, más de cuarenta
heridos y varias iglesias incendiadas. Estos
musulmanes no solo exigen no burlarse del profeta, sino ni tan siquiera
ridiculizarlo o representarlo por considerarlo ofensivo. Pero eso es porque
para ellos Mahoma es un profeta tan importante que algo así es blasfemia. Pero
para el resto de personas, Mahoma puede no ser tan importante, ni ser un
profeta ni nada por el estilo. Y por eso mismo pueden caricaturizarlo o incluso
burlarse de él como forma de expresar esa increencia en Mahoma. Prohibírselo
sería obligarles a reconocer de algún modo esa importancia en la que ellos no
creen. No se trata de falta de respeto: precisamente esa “falta de respeto” es
una manera de expresar que Mahoma no es digno de ese respeto en su opinión. Y
lo mismo para cualquier otra religión, dios, profeta, mesías o lo que sea:
quienes no creen en ellos no tienen porqué guardarles ningún respeto y
precisamente al no hacerlo están haciendo uso de sus libertades de opinión y
expresión.
Es perfectamente lógico que cualquier
creyente en su religión particular se prohíba a sí mismo la blasfemia y tomar
el nombre de su dios en vano, pero no es de recibo que pretenda obligar a los
demás a hacer lo mismo. Esa pretensión integrista es contraria totalmente a las
libertades públicas, a la propia democracia y a la laicidad. La esencia de la
libertad de opinión y expresión es que no hay espacios inmunes a la crítica,
pero eso es precisamente lo que quieren evitar los integristas: quieren blindar
sus creencias de las críticas de quienes no creen lo mismo que ellos, a veces
con amenazas (ya sean bombas o simples puñetazos) y otras veces con el
eufemismo del respeto. Sin embargo, el respeto no es eso. El respeto es a las
personas, no a sus ideas. El respeto impide humillar, vejar o agredir a alguien
por el motivo que sea, pero no impide decir la propia opinión aunque esa opinión
no le guste a otras personas. El progreso en el mundo de las ideas supone la
crítica entre ideas, y sin esa crítica se produce el estancamiento o el
retroceso ideológico. La falta o la merma en la libertad de expresión impiden
el desarrollo científico e ideológico, y el mantenimiento de esquemas y formas
de pensar erróneos u obsoletos. Los creyentes, los ateos y los agnósticos
tienen que estar dispuestos a recibir críticas (y algunas de ellas en forma de
burla o sátira) y a convivir con ello si quieren que todos disfrutemos de una
sociedad libre y democrática. Lo contrario no es sino integrismo de la peor
calaña.
De todas formas, menos mal que Bergoglio
solo ha amenazado con dar un puñetazo, sus antecesores lo hacían con la
hoguera. Si han tardado varios siglos en sustituir las hogueras por puñetazos,
posiblemente dentro de varios siglos más consigan darse cuenta de que la
violencia nunca es la respuesta y que ya está: sin nada más, sin peros, sin
excusas.
Andrés
Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y
Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.
[1] Esta
diferencia entre hechos y creencias marca una diferencia muy importante entre
las caricaturas de Mahoma y las
caricaturas que Irán promovió para burlarse del Holocausto judío. El
Holocausto es un hecho científico, constatado y documentado. Negarlo constituye
pseudociencia, y burlarse de él sí que es mofarse de víctimas reales y de una
tragedia auténtica. Sin embargo, las creencias religiosas no son hechos, y no
puede identificarse una burla hacia algo real (el Holocausto) que una burla
hacia algo que alguien considera irreal, como puede ser Yavé, Alá, el dios
cristiano, Zeus o Thor.
[2] Y añadimos lo
de “ni debería serlo” porque de hecho sí lo es. Incomprensiblemente, en un
Estado como el español, que dice no tener ninguna religión oficial (art. 16.1
de la Constitución Española), sin embargo todavía existe el delito de blasfemia
en el art. 525.1 del Código Penal: “Incurrirán en la pena de multa de ocho a
doce meses los que, para ofender los sentimientos de los miembros de una
confesión religiosa, hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante
cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o
ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan o practican”.
Qué puedo decir... Totalmente de acuerdo y además perfectamente argumentado y razonado. Parece que hay una guerra entre quienes se acogen al pensamiento y quienes a la verdad sagrada impuesta a la fuerza. No tengo nada claro que la vayamos a ganar los seres humanos libres, cuando nosotros mismos preferimos la vía más fácil de la autocensura y la falta de criterio... Lo malo de la corrección política es que le deja todo el trabajo a los dibujantes satíricos, y no llama a las cosas por su nombre. Gracias por poner las ideas una tras la otra, para así ayudarnos a ver más claramente cuales son las prioridades.
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