Exocerebro o el dualismo enmascarado

Reseña de Antropología del cerebro, de Roger Bartra.

No soy psicólogo, tampoco neurocientífico. Ni siquiera puedo considerarme un filósofo de la mente. Solo soy un apasionado por los problemas extraños y fascinantes, como la mente. Poseo un fuerte deseo de sentirme maravillado, pero a la vez mantengo siempre mi distancia de aquellas teorías que parecen ser demasiado maravillosas para ser verdad, lo que no quita mi curiosidad por tratar de comprenderlas y averiguar qué tan acertadas son. Cuando hace aproximadamente un año y medio descubrí el libro titulado Antropología del cerebro. Conciencia, cultura y libre albedrío del sociólogo y antropólogo mexicano Roger Bartra, no pude quitarme de la cabeza la idea de comprar ese libro y leerlo. ¿Qué es lo que un antropólogo puede decirle a los psicólogos, los neurocientíficos y los filósofos que no sepan ya sobre la mente? Y así después de un año y medio  de saber de su existencia, leí esta obra. El librito es fácil de conseguir, sobre todo la versión del Fondo de Cultura Económica, la cual es bonita y barata (en comparación con la anticuada y bastante cara edición de Pre-Textos). Con 267 páginas de contenido, Bartra hace de esta obra un disfrutable libro de divulgación, pero con una inquietante hipótesis: el exocerebro.

Para Bartra hay un hecho evidente: los fenómenos mentales tienen una clara relación con el entorno social y cultural, algo que probablemente ningún neurocientífico o neurofilósofo contemporáneo puede negar. Es cierto que la mente posee una matriz social. Desde que somos niños, aprendemos de costumbres, conductas, lenguajes, ideas, conocimientos y creencias que moldean las conexiones neuronales. La plasticidad cerebral pues, y el futuro de nuestras capacidades o aptitudes se ve claramente influenciado por el entorno social: la conducta, la inteligencia, la memoria, la ética, etc, en tanto que funciones o procesos especiales del sistema nervioso central, no pueden desarrollarse sin un entorno social que ayude a moldear las redes neuronales que hacen posibles cada una de éstas.

Hasta aquí no parece haber gran controversia, pero Bartra no solo está pensando en la matriz social de la mente, sino que parece ser que para este antropólogo cultural, la cultura no solo sirve para moldear el cerebro y sus funciones especiales, sino que la cultura es una clase de "prótesis" o "circuito simbólico" que se "conecta" con los circuitos neuronales. Así la mente, y más en específico, la consciencia, no son "algo" que está encerrado en el cerebro, sino que el cerebro no es capaz de realizar dichas funciones por sí solo (como la de ser autoconciente o tener libre libre albedrío), ya que necesita de prótesis culturales que se conectan al cerebro de manera innata. Ciertas regiones del cerebro pues, de acuerdo a esta idea, "adquieren  genéticamente una dependencia neurofisiológica del sistema simbólico de sustitución." Y continúa: "Este sistema, obviamente, se transmite por mecanismos culturales y sociales. Es como si el cerebro necesitase la energía de circuitos externos para sintetizar y degradar sustancias simbólicas e imaginarias, en un peculiar proceso anabólico y catabólico."

Desde el inicio del libro saltan las preguntas sobre esta extraña hipótesis del exocerebro. ¿Qué significa exactamente que la cultura es una prótesis exocerebral, análoga a las redes neuronales? ¿Significa que el exocerebro es un órgano igual que el cerebro? Si es así, ¿dónde está exactamente? ¿De qué está hecho? ¿Posee propiedades como la plasticidad, igual que el cerebro? ¿No es acaso solo una metáfora? Y si es así, ¿qué utilidad tiene para explicar la conciencia? El término "exocerebro" no es nuevo. Fue usado con anterioridad por Colin McGinn, un filósofo de la mente famoso por defender la idea de que la conciencia no se puede explicar solo como un proceso mental especial del cerebro, pues ésta es un misterio que nunca podrá explicarse en términos científicos (corriente conocida como "nuevo misterianismo"). Bartra parte así desde dos supuestos filosóficamente erróneos: el primero, creer que el conocido "problema difícil de la conciencia" es un problema real; y el segundo, suponer que para dicho problema hace falta "sacar" a la mente del cerebro.

El problema difícil de la conciencia es una clase de reto dirigido a los neuropsicólogos y los psicobiólogos. Se supone que estos especialistas son incapaces (por ahora) de decirnos cómo es posible que materia orgánica (como el cerebro) es capaz de generar la conciencia. El problema fue bautizado y planteado tal cual por David Chalmers, un filósofo de la mente que defiende la idea de que dicho problema no puede resolverse en términos puramente neurológicos. El dualismo de Chalmers es bien conocido en el mundo académico, con frecuencia identificado como pampsiquismo. Los filósofos y científicos que creyeron en las elocuentes palabras de Chalmers han buscado los "correlatos neuronales" con los que la conciencia se conecta o es producida por el cerebro. Estos investigadores han sido engañados por los sofismas de Chalmers, pues no se dan cuenta que hablar de "correlatos" o de cómo el cerebro "produce" la mente, no es más que volver hablar del dualismo, de la idea que cuerpo (o cerebro) es una sustancia distinta que la mente. El problema difícil de la conciencia es un pseudoproblema que ha obstaculizado bastante a la filosofía de la mente, la neurofilosofía e incluso a buena parte de la neurociencia. Chalmers no hizo otra cosa más que regresar a los académicos a discutir sobre lo que ya hace siglos se le discutía a las tesis metafísicas de Descartes. En vez de mirar a la mente como un proceso, se mira como una cosa. Esto sería similar a ver la digestión como "algo" que posee un correlato (una clase de conexión entre dos cosas) con el sistema digestivo, o pensar que la historia es una cosa separada de la sociedad, cuando en realidad el primero es un proceso emergente del sistema digestivo y el segundo es un proceso emergente de los cambios sociales. Ninguno de los dos puede ser considerado como "cosas" que pueden "correlacionarse" con otras cosas distintas. Bartra se traga por completo este pseudoproblema y el exocerebro viene a ser la solución que él propone. Lo que es más, Bartra asegura que el dualismo es una "alternativa ineludible".

A lo largo del libro (compuesto por dos partes: la primera, donde muestra y justifica su hipótesis, y la segunda donde la utiliza para explicar el libre albedrío), Bartra analiza algunos de los temas y problemas más fascinantes en los estudios actuales de la conciencia, como son el lenguaje, la neurobiología evolutiva, la plasticidad neuronal, la percepción y la memoria, pero en cada uno, y de manera bastante forzada, intenta introducir su idea del exocerebro para tratar de explicar cualquier posible hueco en el conocimiento neurocientífico, o verlo como una alternativa a algunas posturas como la del materialismo eliminativo (al estilo de los Churchland) o el innatismo universal (al estilo Chomsky y Pinker). Bartra de hecho, hay que reconocerlo, hace excelentes críticas a corrientes como el computacionalismo, el cognitivismo y las teorías de modularidad del cerebro, como las de Fodor, Chomsky o Hauser. Es bastante común que ante una explicación neurocientífica, Bartra salga con algo como  "yo creo que el exocerebro lo explica mejor x", en vez de decirnos "el exocerebro no solo explica mejor x, sino que además existe evidencia que corrobora dicha explicación como la más atinada." Para peor, se hace un flaco favor al comparar su hipótesis con la de reconocidos sofistas, e incluso con pseudocientíficos.

El adoptar el término exocerebro de un misterista como McGinn es una cosa, pero compararse con hipótesis claramente pseudocientíficas es otra. Bartra compara su postura con la espiritista propuesta de los tres mundos de Karl Popper y John Eccles. Nos recuerda las intuiciones dualistas de la tradición filosófica comenzando con Spinoza y continuando con Paul Ricoeur, Jakob von Uexküll, Ludwig Wittgenstein, Henry y William James, Ernst Cassirer, Martin Heidegger y Friedrich von Hayek. Para peor, Bartra cita al chiflado de Rupert Sheldrake, asegurando que el exocerebro bien puede ser análogo a la hipótesis del campo mórfico de Sheldrake, solo que menos universal, menos esotérica y más materialista, al ser la cultura la "prótesis" que hace que la conciencia no se quede solo en el cerebro, al "conectarse" con éste último.

La exposición sobre el libre albedrío, pienso, es la parte más aburrida por ser la más predecible. Después de haber pasado por poco menos de 169 páginas buscando demostrar cómo su hipótesis encaja en todo aquello que para la neurociencia le sigue siendo problemático (desde nuestro gusto por el arte hasta casos conmovedores como el de Helen Keller), Bartra nos narra un poco sobre el debate clásico del libre albedrío entre aquellos que creen que existe y aquellos que piensan que todo está rígidamente determinado. Una excepción interesante es la historia detrás de los experimentos realizados por Benjamin Libet, los cuales demostraban que las acciones intencionales, que se creían que desde su origen en el cerebro eran totalmente concientes, resultan ser iniciadas de manera inconciente. Los deterministas duros continúan citando hasta nuestros días los experimentos de Libet como prueba de que el libre albedrío es una ilusión, ya que la acción voluntaria en realidad obedece a mecanismos inconcientes determinados. Los deterministas a menudo olvidan que Libet concluía que, si bien las acciones voluntarias son originadas de manera inconciente, también es cierto que la conciencia puede controlar el resultado del proceso mediante una especie de "poder de veto". Se observó que es posible inhibir los mecanismos que llevan a la acción, aun cuando ya se hubiesen iniciado inconscientemente. Libet era un firme defensor del libre albedrío (aunque coqueteaba con hipótesis disparatadas como las de Popper).

Para Bartra existen ciertas actividades humanas que, si bien son culturales y cuentan con sus reglas que las delimitan, son en realidad actividades que escapan del determinismo gracias a la creatividad y la libertad misma que ellas otorgan. El ejemplo paradigmático de esta posición es la del juego. El juego es un comportamiento estimulado por la "incompletud" del cerebro humano, que lo vuelve dependiente de las estructuras sociales y culturales. Esta dependencia, dice, paradójicamente abre una rendija por la que entra el libre albedrío, el cual es una "singularidad" de la conexión cerebro-exocerebro. Ya que solo los humanos poseemos dicha conexión, solo nosotros poseemos libre albedrío. Después de leer las tesis dualistas de Bartra, ¿alguien podría esperar de él una explicación distinta sobre el libre albedrío?

Lo cierto es que el tema del libre albedrío es bastante espinoso, sobre todo por la vaguedad y oscuridad con que se llega a usar dicho término. Hoy utilizamos otros conceptos que al menos en apariencia nos ayudan a despejar esa "aura"que trae detrás de sí el término libre albedrío: libertad de acción o agencia moral, suelen ser los sinónimos seculares más usados hoy en día. En psicobiología y psicología axiomática, el libre albedrío se encuentra claramente definid.

Tal enfoque es explicitado por Mario Bunge en El problema mente-cerebro, libro donde nos define que "un animal actúa por su libre albedrío si y solo si:
1) Su acción es voluntaria, y
2) Elige libremente su(s) objetivo(s), (esto es, no se encuentra bajo ninguna compulsión programada o externa que le fuerce a alcanzar el objetivo elegido)."

Los deterministas desechan el libre albedrío por pensar que se trata de una idea contraria al materialismo y al naturalismo, y por tanto imposible de estudiar científicamente, y los dualistas espirituales lo aceptan por la supuesta imposibilidad de que la agencia esté regulada por leyes susceptibles de estudio científico. La propuesta de Bartra no ofrece solución a este dilema sin contradecir conocimientos bien establecidos, mientras que la psicobiología con la hipótesis de que el libre albedrío es un proceso mental (y como se maneja la hipótesis de la identidad psiconeural, es decir, un proceso mental es equivalente o lo mismo que un proceso neuronal, el cual es un proceso del sistema nervioso central) no tiene problema alguno en abrazar un compatibilismo que demuestra consistencia interna y coherencia con el grueso del conocimiento científico.

Y eso es justamente lo que Bartra no parece observar: el exocerebro, aunque claramente es una hipótesis atractiva, que le da igual primacía a los procesos neurobiológicos como a los sociales en la explicación de la conciencia, es una hipótesis de complica más el asunto. No posee un valor heurístico auténtico. El que las neurociencias actuales aún posean problemas por resolver no significa que sea necesario invocar un órgano ficticio o metafórico como el exocerebro. Aunque la cultura y la sociedad sí ejercen una enorme influencia en el desarrollo del cerebro y de las capacidades mentales, de ahí no se sigue que existan circuitos simbólicos directamente conectados con los circuitos neuronales. El dualismo de Bartra no es uno que defienda la existencia del alma como hace siglos lo hizo el dualismo cartesiano. Es un dualismo de procesos, no de sustancias. Reconoce a la conciencia como la función especial de un sistema, pero este sistema es aquel compuesto por la conexión de un órgano material,el cerebro, con un órgano simbólico, más bien metafórico, el exocerebro.

Todo esto tal vez ayude a explicar por qué la propuesta de Bartra ha pasado casi totalmente desapercibida por los neurocientíficos y los filósofos científicos. La hipótesis de Bartra, a mi parecer, está condenada a pasar al baúl de los recuerdos junto con otras hipótesis y metáforas que no explican nada, tales como la meditación cartesiana, los arquetipos, la hipótesis de los tres mundos, los psicones, los campos mórficos, los memes o la metáfora informaticista.

 El libro de Bartra es un interesante ensayo que plantea interesantes incógnitas al monismo emergentista que dan por hecho tanto las neurociencias y la psicobiología como la psicología social, pero nos muestra cómo el dualismo, sin importar la máscara que se ponga, sigue presentando más inconvenientes que soluciones a los problemas realmente importantes sobre la mente.

Entonces, volviendo a mi pregunta inicial: ¿qué es lo que un antropólogo puede decirle a los psicólogos, los neurocientíficos y los filósofos que no sepan ya sobre la mente? En mi humilde opinión, no mucho. Bartra tal vez hizo un ensayo estimulante para los debates filosóficos de salón y los cursos introductorios de filosofía de la mente, pero es una obra irrelevante para los estudios científicos de la mente y la conciencia.

Por Daniel Galarza Santiago.

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