Laicismo y nacionalismo (Andrés Carmona)
Viñeta de El Roto en El País |
31/01/2016.
En
varios artículos llevo llamando la atención sobre la necesidad de afrontar los nuevos
retos del laicismo. Por ejemplo, la relación laicismo
y feminismo o cuál deba ser la postura laica sobre la
prostitución. Otro tema en esta misma línea sería la del laicismo y el
nacionalismo. Empleando un lenguaje de otra época, podríamos decir que el
laicismo se mueve bien en lo que antes se llamaba la “cuestión religiosa”, pero
que todavía tiene pendiente la “cuestión nacional”.
He
encontrado pocos textos que aborden la relación laicismo-nacionalismo y cuál
deba ser, si es que tiene que haber alguna, la posición laicista al respecto.
Uno de ellos es de Fernando Savater, que se ocupa de la cuestión al final de su
artículo “La
laicidad explicada a los niños” (El
País, 05/11/2005):
“…el laicismo va más
allá de proponer una cierta solución a la cuestión de las relaciones entre la
Iglesia (o las iglesias) y el Estado. Es una determinada forma de entender la
política democrática y también una doctrina de la libertad civil. Consiste en
afirmar la condición igual de todos los miembros de la sociedad, definidos
exclusivamente por su capacidad similar de participar en la formación y
expresión de la voluntad general y cuyas características no políticas
(religiosas, étnicas, sexuales, genealógicas, etc...) no deben ser en principio
tomadas en consideración por el Estado. (…) Y por supuesto la perspectiva laica
choca con la concepción nacionalista, porque desde su punto de vista no hay
nación de naciones ni Estado de pueblos sino nación de ciudadanos, iguales en
derechos y obligaciones fundamentales más allá de cuál sea su lugar de
nacimiento o residencia. La justificada oposición a las pretensiones de los
nacionalistas que aspiran a disgregar el país o, más frecuentemente, a ocupar
dentro de él una posición de privilegio asimétrico se basa -desde el punto de vista
laico- no en la amenaza que suponen para la unidad de España como entidad
trascendental, sino en que implican la ruptura de la unidad y homogeneidad
legal del Estado de Derecho. No es lo mismo ser culturalmente distintos que
políticamente desiguales. Pues bien, quizá entre nosotros llevar el laicismo a
sus últimas consecuencias tan siquiera teóricas sea asunto difícil (…) Quizá el
primer mandamiento de la laicidad consista en romper la idolatría culturalista
y fomentar el espíritu crítico respecto a las tradiciones propias y ajenas” (Fernando
Savater,
A mi modo de entender el
laicismo, éste va unido al universalismo racionalista e igualitarista de la
Ilustración y la modernidad, en clara oposición al tradicionalismo, los
estamentos y los particularismos de épocas anteriores. Si es así, entiendo que
el ideal laicista debe ser el cosmopolitismo, y que su plasmación práctica pasa
por el federalismo y la noción de naciones políticas -de individuos o
ciudadanos-, rechazando los nacionalismos étnicos, culturalistas o
comunitaristas basados en la idea metafísica de “pueblo”. Intentaré
argumentarlo dando un rodeo por la concepción de la laicidad como “lazo del
desligamiento” de Kintzler.
Para Catherine Kintzler, la
aportación original del laicismo a la filosofía política moderna es haber
situado el fundamento de la unidad de la sociedad política en un plano transcendental desvinculado de lo empírico. Esto es, que dicha unidad ya
no se basa en las raíces históricas, étnicas, religiosas o de cualquier tipo
particular que pudieran existir o haber existido de hecho, sino en la voluntad
de los individuos, tomados como tales y desvinculados de cualesquiera esos
lazos empíricos anteriores, de querer constituirse como sociedad de individuos
libres e iguales entre sí. Para serlo, dejan de lado esos particularismos y
fijan su atención en las condiciones de posibilidad que deben establecer para
conseguirlo: por eso la perspectiva es transcendental. Para expresarlo,
Kintzler usa la paradójica expresión de “lazo del desligamiento”: los
individuos, en la sociedad laica, se desligan de sus anteriores pertenencias
particularistas para unirse en lo transcendental: en la igualdad de derechos.
Igualdad básica que permite a cada uno ser diferente, o lo que es lo mismo, derecho a la diferencia sin diferencia de derechos.
El laicismo ha entendido y
aplicado bastante bien lo que significa lo anterior en relación a las
religiones. Que una sociedad haya sido o siga siendo mayoritariamente
religiosa, resulta irrelevante a la hora de decidir las políticas públicas y
establecer sus normas básicas o fundamentales de convivencia. Eso es así
porque, al ser el laicismo universalista por definición, elevar el ser de lo que hay de hecho, al deber ser de lo que sería justo, no solo
se incurriría en una clara falacia naturalista, sino que se cometería una
evidente discriminación hacia esa minoría que no se sometiera a la mayoría de
hecho. Su libertad de conciencia se vería pisoteada por el rodillo de la
mayoría, que le obligaría a vivir en contra de su conciencia. El plano
transcendental, al ser universal, evita ambos peligros. Su puesta en práctica
supone la introducción de la necesaria separación entre el ámbito público, universal, y el espacio privado o particular en el que se
protegen las creencias de cada cual.
Este planteamiento
transcendental y universal toma al individuo
como sujeto último y fundamento de la sociedad política, junto a su dignidad y autonomía. Se opone así al comunitarismo que toma como sujeto
político a la comunidad y no a sus
miembros que, como tales miembros, no son individuos sino órganos de ese
organismo mayor que es la comunidad de la que forman parte, y que les
transciende a ellos y les determina su deber ser.
El confesionalismo identifica a una religión concreta con una
comunidad o con la base de su unidad, de modo que no hay individuos en esa
comunidad, es decir, sujetos autónomos capaces de dirigirse con autonomía, sino
miembros y creyentes a la vez de esa comunidad religiosa constituida como
entidad política. Quien disienta de esa religión, simplemente, queda fuera de
la comunidad política-religiosa, lo que produce la exclusión y discriminación
de quien no comparte esa religión oficial.
El multiconfesionalismo toma a cada religión como una comunidad, y
para evitar la guerra de religiones, establece una tolerancia (que no laicidad)
basada en los distintos derechos particulares de cada comunidad religiosa. Solo
hay una sociedad política, pero no basada en individuos con los mismos
derechos, sino compuesta de diferentes comunidades religiosas con distintos
derechos y obligaciones cada una. En este modelo, no hay individuos iguales
entre sí, sino miembros de distintas comunidades con diferentes derechos unos
de otros en función de la religión particular de cada uno. La unidad de esta
sociedad multiconfesional no se basa en la igualdad
básica de sus individuos, sino en los pactos
de no agresión mutua entre las diversas comunidades religiosas.
El modelo multiconfesional
plantea el “problema del ateo”. Los ateos no pertenecen a ninguna comunidad
religiosa ni conforman ellos mismos una comunidad, ya que no tienen nada
positivo en común: su unidad es negativa, son ateos porque no son cristianos,
musulmanes, budistas… Son un “cajón de sastre” donde entra todo aquel que no
sea de ninguna religión. Este problema era el que llevó a John Locke a rechazar
la tolerancia para el ateísmo, aunque la extendía a todas las religiones.
El laicismo resuelve el
problema del ateo ¡tomando al ateo como unidad mínima de la sociedad política!
El ateo, al no pertenecer a ninguna comunidad, se convierte en la célula básica
de la sociedad política laica. Esto no quiere decir que la sociedad básica esté
compuesta solamente por ateos, sino que en la sociedad laica solo cuentan los
individuos como tales, independientemente de su religión o pertenencia
comunitaria previa a constituirse como tal sociedad política. Es decir, en
ella, todos los individuos son “como si” fueran ateos, lo que permite fijarnos
en ellos como tales individuos y no como miembros de tal o cual comunidad
religiosa. Y es desde esa perspectiva de igualdad básica, individual y no
comunitaria, sobre la que se construyen, de forma transcendental, las normas de
convivencia de la sociedad laica.
Lo dicho para el
confesionalismo y el multiconfesionalismo vale igual para el culturalismo y el multiculturalismo, pues la pertenencia étnica o cultural no deja de
ser otro rasgo comunitarista tanto como la religiosa. La solución es, por tanto,
la misma: una sociedad laica no puede ser multiculturalista (ni mucho menos
etnocentrista) sino que debe tomar como célula básica al “ateo cultural”, a
quien no se identifique con ningún grupo étnico, cultural o comunitarista
concreto, ni sienta el peso de tradiciones, costumbres o lenguas que deba
mantener por haber nacido en tal o cual etnia o cultura.
Cabe la pregunta por el nacionalismo, que se responde
igualmente: el laicismo, en tanto que universalista, solo puede optar por la nación política, basada en la igualdad
de su ciudadanía, e independiente de cualquier particularismo y pertenencia
religiosa, cultural o étnica. El “pueblo soberano” de la nación política no es
un pueblo empírico con sus herencias religiosas, étnicas ni culturales, sino el
resultado de las decisiones libres, voluntaristas, de los individuos, tomadas
en el plano transcendental de querer constituirse como nación de individuos
libres e iguales. Es un pueblo de “ateos” con respecto a las religiones, las
etnias o las culturas, porque sus individuos forman una nación en tanto que
desligados de esas pertenencias comunitaristas. Es un pueblo sin derechos como
tal pueblo, porque todos los derechos son de los individuos que juntos forman
esa abstracción llamada “pueblo” pero que, como tal abstracción, no tiene
derechos. Porque, si no, se constituiría en una comunidad y caeríamos en comunitarismo, situando a la comunidad por
encima de sus miembros, y podría haber conflictos entre los derechos de los
individuos realmente existentes y los supuestos derechos de esa entidad
metafísica llamada “pueblo”.
De ahí también que el laicismo
tienda, por definición, a otro de los ideales universalistas ilustrados: el cosmopolitismo. La nación política laica
siempre será un mal menor, porque siendo todos los seres humanos básicamente
iguales, la ciudadanía laica es también universal, y no tiene sentido
restringirla a los límites territoriales interiores de una frontera, excluyendo
de dicha ciudadanía a quien quede más allá de esa frontera. El individuo laico
reconoce como un igual a quien tiene creencias cristianas como al que las tiene
musulmanas o es ateo, al que tiene la piel más clara o más oscura, a quien es
hombre o mujer, hetero u homosexual, pues todas esas diferencias particulares
le resultan irrelevantes políticamente y son formas del derecho a la diferencia pero jamás justifican diferencias de derechos. Por la misma razón, el individuo laico
reconoce a un igual en aquel que se dice español, francés, vasco, catalán, ruso
o australiano, porque le resulta indiferente su lengua, sus tradiciones o su
historia, a las que no reconoce como causas que justifiquen diferencias de
derechos tampoco ni de generación de fronteras.
De aquí la vocación
cosmopolita del laicismo, su ánimo de extender la ciudadanía laica, y la
contradicción manifiesta de querer crear fronteras interiores a esa ciudadanía,
y mucho más si éstas se quieren justificar históricamente, en tradiciones,
lenguas, culturas, etnias, religiones o cualquier otro particularismo.
Cosa distinta es que
algunos individuos, empíricamente marcados porque comparten una religión, una
etnia, una cultura, una lengua o lo que sea, sean víctimas de discriminación,
opresión o explotación por parte de otros individuos de otra religión, etnia,
etc. Evidentemente, esos individuos tienen derecho, cada uno de ellos (y no un “pueblo” metafísico) a no sufrir dicha
injusticia y liberarse de ella hasta lograr la igualdad de derechos. Y si para
eso no queda más remedio que separarse físicamente de quienes les oprimen y
conformarse como nación política (que
no nación étnica) con una frontera que les proteja, están en su derecho.
Así entiendo yo el derecho de autodeterminación, pero como
derecho de los propios individuos y no de ningún “pueblo” metafísico. No se
trata de crear naciones étnicas, religiosas o monoculturales, donde la
ciudadanía esté condicionada a una pertenencia comunitaria, a un rasgo
religioso, étnico o cultural, sino de crear naciones políticas, de individuos o
ciudadanos, libres e iguales. Más concretamente, de aquellos individuos que no
pueden serlo en condiciones de igualdad con otros individuos que los oprimen
por ser aquéllos minoría entre los otros. No tendría sentido el derecho de
autodeterminación así entendido si su intención fuera crear naciones étnicas
que excluyeran de la ciudadanía a quienes no compartieran ciertos rasgos
particulares o comunitaristas.
La expresión “un pueblo,
un Estado” no es laica, salvo que por pueblo se entienda toda la humanidad y
por Estado uno universal. Desde la perspectiva laica no tiene sentido alguno
que haya un Estado solo de judíos, otro de musulmanes, otro de cristianos, otro
de quienes hablan castellano, otro de quienes hablan catalán, otro de gitanos… Para
el laicismo tiene sentido un Estado con vocación cosmopolita (que no
imperialista, evidentemente) compuesto de ciudadanos libres e iguales, con
derecho a creer en unos dioses, en otros o en ninguno, a hablar castellano,
catalán o romaní, a identificarse con tales o cuales tradiciones o culturas, y
donde a ninguno se le discrimine ni oprima por ninguna de esas razones.
Por razones de eficiencia
de gobierno y control democrático, un gobierno universal podría ser ineficiente
y poco democrático, de ahí que una ciudadanía universal requiriera en la
práctica del reparto del poder político en unidades menores autogobernadas para
ciertas competencias sobre la base de un Derecho laico universal común. El
cosmopolitismo laico sería un federalismo universal: Estados federados,
eficientes en su autogobierno y controlados democráticamente de cerca por la
ciudadanía que cayera bajo los límites territoriales de cada uno de ellos, pero
unidos en una Constitución laica universal de toda la federación, cuya
ciudadanía federal se extendería a todos los seres humanos del planeta. Es a
ese objetivo universalista, federalista y cosmopolita al que debe tender el
laicismo, y no hacia los nacionalismos ni los comunitarismos de ningún tipo.
Andrés
Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y
Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.
La conclusión de el artículo era casi la única coherente e inevitable. Aunque parcialmente no la comparto. Si aceptamos pulpo como animal de compañía (llámense EEUU, China, Rusia, India...) no me parece argumentado ni justificado que haya razones de eficiencia que impidan la existencia del gobierno universal. Más cuándo vemos la universalidad de la economía financiera y del modo de operar de muchas corporaciones. Antes estaba reservado a las denominadas multinacionales, pero es que la modernas tecnologías han hecho que cualquier empresa media aspire a ser una multinacional. Y las antiguas se han hecho mundiales. Y creo que va por ahí la evolución mundial en base a la evolución de las tecnologías.
ResponderEliminarPero mi anterior comentario solo es sobre un aspecto. Este artículo da mucho más para pensar y polemizar desde el principio hasta el final. Desde el principio cuando arrancas con la opinión de un conocido Jacobino y usando unos argumentos que llevan derechitos al centralismo, y en los que introduces el federalismo sin mayores ni mejores recursos que una mera yuxtaposición.
ResponderEliminarComo no voy a rebatirlo punto por punto (no es el sitio para unos comentarios) me voy a lo que considero más obvio. Para mí el problema más obvio y dando por sentado que no hablamos del gobierno universal, sino de una nación que ocupa solo una parte del globo; que por ser así necesariamente deja a otras partes del globo fuera y participando de otra legilitimidad y otros derechos, esquiva entonces el problema fundamental del nacionalismo: el de sus fronteras.
Dice bien cuál no debe ser la razón para un estado: la segregación cultural de cualquier tipo, sea religiosa, como ocurre en la realidad, sea de cualquier otro tipo como puede ser la lengua. Pero esquiva el problema de donde poner racionalmente y sin concurso del nacionalismo una frontera.
Este problema separa fuertemente el problema del nacionalismo del problema religioso. En el problema religioso el problema de existencia de la comunidad de iguales se considera establecido; pero en el momento en el que entramos en el problema nacionalista son los límites de esta comunidad de iguales los que están en cuestión. Y desde el momento en que consideras que el gobierno universal debe estar mediatizado por fronteras más pequeñas que después se federalizan el problema sobreviviría incluso a la creación del gobierno mundial.
El problema me recuerda a los problemas de indecibilidad de Göedel. Al igual que en Matemáticas no es posible construir un sistema lógico sin aximas, verdades indemostradas sobre las que el propio sistema lógico no puede afirmar su veracidad, si no tenemos establecida la comunidad de iguales, acudir a ella para justificar la postura laica parece conducir a una vía sin salida. Precisamente es la comunidad de iguales es la que es impugnada por unos nacionalistas y discutida por otros que sí aceptan la existente por status quo.
El artículo plantea un desideratum bastante poco práctico el desligamiento ¿supone un momento histórico para crear fronteras? Evidentemente no ¿Un cuestionamiento permanente de las fronteras? Para los nacionalistas disconformes con las fronteras actuales la respuesta sería sí; pero en cuanto estuvieran conformes con las nuevas cambiaría de postura, es evidente, no es una suposición; es resultado manifiesto de su postura ideológica.
De modo que el problema que laicismo tiene que resolver: ¿cómo trazar esas fronteras de estados federados? Aún asumiendo un hipotética realidad de ciudadanía univesal y gobierno mundial que en realidad no están en el horizonte más optimista que uno se pueda plantear.
Hasta que no tengamos esta respuesta estamos dando vueltas, pero los nacionalistas van por delante. Ellos sí tienen la respuesta: todas las fronteras actuales, todas se han forjado en guerras nacionalistas.
Como digo al principio, mucho para pensar y mucho para debatir. Aunque no quede tan redondo como los relacionados con temas de igualdad dentro de la nación legalmente constituida, con leyes dadas y aceptadas por sus ciudadanos. Aquí el problema es esa aceptación de los ciudadanos y la alternativa que se pueda ofrecer.
A mi más que laicismo me parece una teoría contractualista sobre el fundamento de la legitimidad del poder del estado en una democracia liberal. Nos guste o no, detrás subyace la idea de comunidad, de nosotros y no ellos. Delimitación. No es lo mismo "reconocerse iguales" que pensar que "todos los hombres somos iguales"
ResponderEliminarEl laicismo es una exigencia al Estado, no a la sociedad que, seguro, será plural,habrá laicistas, totalitarios, derechas, izquierdas... Por eso la virtud del ciudadano correlativa a la laicidad del Estado es la tolerancia.
La relación de la filosofía política con la extensión del demos es una preocupación moderna y, a mi entender, imposible. La filosofía política nace con el demos delimitado históricamente, nace con la polis. Obligarla a hablar sobre temas que quedan fuera de su ámbito es forzarla al fracaso. En último término la relación laicismo y nacionalismo posiblemente sea una cuestión de grado, los Estados siempre son nacionalizadores, la pregunta es ¿hasta qué punto es admisible y cuándo es coacción e invasión de la intimidad?