«Irrational man»: Woody Allen ante el insondable abismo de la razón

Por José María Agüera Lorente 
Cuán estéril y arbitrario es el estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la naturaleza. (Friedrich  W. Nietzsche: Sobre verdad y mentira en sentido extramoral).

En la última película estrenada del prolífico Woody Allen, volvemos de su mano a vérnoslas con asuntos filosóficos de importante calado, que, como tales, forman parte esencial del cordón medular que vertebra la historia de la filosofía. Aunque no es la primera vez que el cineasta neoyorquino hace referencias filosóficas en sus filmes, casi siempre en tono humorístico, y que incluso ha planteado cuestiones de trascendencia, como en Delitos y faltas y Match Point (revisión en realidad de la anterior), en Irrational Man diríase que mira directamente a las entrañas de la filosofía y, hurgando en ellas, se cuestiona su utilidad vital. 
Quien la haya visto sabe que el personaje protagonista de la historia es un profesor de filosofía que, en plena fase de deriva existencial, llega a una universidad en la que dará clases a una tan hermosa como inteligente alumna que de la admiración que le profesa pasa al enamoramiento. Su relación con ella y el hallazgo de un propósito que dota de sentido  su existencia le salvarán del naufragio nihilista  en el que se mantenía a flote únicamente gracias a la ingesta persistente de alcohol. Es importante subrayar, porque así lo indica la caracterización del personaje, que Abe, este profesor de filosofía, además de carismático, es un brillante intelectual, así reconocido en el entorno académico; algo heterodoxo, eso sí, según se desprende de sus últimas publicaciones en las que critica la ética deontológica de Kant (de hecho, en una de las secuencias de la película en la que se muestra una clase impartida por el protagonista, éste se muestra muy crítico con las tesis del de Königsberg) por carecer de consistencia y utilidad como guía moral práctica. El profesor llega a tachar a estos productos de la razón de vacua palabrería por recrearse en el universo de las abstracciones ajenas a las inquietudes y turbias situaciones concretas, difícilmente encajables en las prístinas categorías pergeñadas por los filósofos.  Me parece obvio que Woody Allen está mostrando a través de su personaje las carencias del intelecto más sofisticado para dotar de sentido nuestras vidas, algo de elemental necesidad para vivir. Acudiendo a los tópicos de la historia de la filosofía podríamos resumirlo en términos competitivos así:  Kant, 0; Nietzsche: 1.
Frente al descreído profesor, la entusiasta y joven alumna, toda ingenuidad en el mejor sentido de la palabra, es decir, toda disposición a encontrar lo genuino en todo cuanto la vida presenta; abierta, por tanto, a dejarse deslumbrar por aquello que amplíe su horizonte de conocimiento y le proporcione sabrosas experiencias personales. Llena de potencialidades, no obstante, ni por edad ni por cultura, está al mismo nivel intelectual que el que, además de su maestro, será su amante. Atraída primero por su carisma, atrapada luego por su discurso cínico tras el que se oculta una dolorida sensibilidad lacerada por las grandes causas perdidas, la joven intima con su profesor y gana en importancia para sí misma postulándose como su salvadora. Y, en efecto, por pura carambola, va a darle la oportunidad de resucitar para los deleites de la vida.
Casualmente (determinismo y destino son cuestiones a las que ofrece guiños el cineasta en toda su filmografía)) la pareja tiene noticia de un palmario caso de injusticia cometida por un juez sin escrúpulos. He aquí el punto de inflexión de la historia  a partir del que se precipitarán  los hechos que desembocarán en un final trágico; porque el profesor decide reparar esa injusticia de la que tiene conocimiento matando al  que entiende su único causante, el juez, por lo demás un individuo a todas luces inmoral por lo que llega a averiguar. Y en efecto planea su asesinato y lo comete, siendo que la planificación y ejecución de la referida acción le insufla un aliento de ilusión que, por así decir, le reconcilia con la vida. A partir de ese momento su existencia encuentra a través del  homicidio la causa que la justifica y la dota de valor. Es como si Woody Allen nos mostrara un caso práctico de lo que sería un brote de emulación del superhombre nietzscheano. Porque nuestro profesor, de algún modo, se coloca más allá del bien y del mal; se erige en supremo juez depositario de la defensa de los intereses de la humanidad, y seguro del bien que realiza encuentra justificada racionalmente su conducta.
El asesinato del juez se convierte en noticia de interés local objeto de especulaciones por parte de la comunidad universitaria a la que pertenecen tanto el profesor como su alumna. Ésta, que ignora en principio quién es el asesino del juez sobre el que ella expresó su deseo de que desapareciera, irá atando cabos hasta terminar por saber quien e. Uno de los indicios que la conducen hasta su profesor es la referencia a Heidegger y su relación con el nazismo y el concepto de «banalidad del mal», acuñado por la que fuera -la realidad y la ficción se entretejen en la película- discípula y amante del filósofo alemán, el cual vio con buenos ojos el régimen nazi. Un caso histórico de monumental fracaso del juicio de un reputado filósofo que refuerza una de las tesis del filme; que la grandeza intelectual no siempre va acompañada de acierto en el juicio moral.
Cuando al fin a la joven no le queda otra que asumir la evidencia, o sea, que su maestro cometió el homicidio que se investiga, su sentimiento de amor y admiración hacia él se troca en horror. Ella percibe tan claramente la monstruosidad que ha cometido que queda sumida en el más absoluto desconcierto, no entendiendo cómo es posible que un hombre tan culto, inteligente y sensible llegara a perpetrar tamaña atrocidad; no obstante, guarda un silencio cómplice en principio. Sin embargo, pronto amenaza con hablar cuando se hace pública la detención de un individuo al que la policía acusa con firme convicción de haber cometido el asesinato. No contaremos más (y perdón, indulgente lector, si a ti te parece que ya he contado demasiado).

Todo lo anterior nos conduce a la cuestión que probablemente es la que Woody Allen coloca en el centro de la reflexión que dota de significado a la historia que nos narra: dado que es posible que una persona como un filósofo, un profesor, un intelectual brillante, cometa un crimen al que justifica por considerarlo una conducta racional, cabe preguntarse si para garantizar el buen juicio, y en particular el juicio ético, basta con el mero conocimiento teórico de los principios y reglas morales. ¿Es el buen jucio asunto de la mera regla de la razón? ¿Hasta dónde llega el poder de ésta para sujetar la voluntad? Cuando se hace trampas la razón a sí misma, ¿cabe una instancia ajena a ella que la descubra? ¿Quién puede encontrar aún argumentos convincentes para sostener el intelectualismo moral?

La historia de Irrational man es un ejemplo de la fragilidad de la razón, la supuesta facultad humana que la filosofía ha llegado a idolatrar en ocasiones, como ya denunció Nietzsche con su vehemencia característica hace ya más de un siglo. Pero es innegable, «en honor a la verdadera filosofía» -Platón dixit-, que aún cabe mantener la vigencia del dilema: es la razón o la arbitrariedad, que esto en definitiva significa la irracionalidad. El hombre irracional, el personaje de la película que nos inspira esta reflexión, lo es porque rompe su sujeción a la normatividad que el ejercicio de la racionalidad presupone. Quiere decirse que el hombre no es racional por naturaleza. Esto forma parte del mito de la razón en el que -reconozcámoslo- la filosofía puede haber incurrido en ciertos momentos históricos y/o en ciertas propuestas de sus pensadores (empezando por el mismísimo Aristóteles). El maestro Bertrand Russell lo venía a reconocer en su Esbozo del disparte intelectual con las siguientes palabras:

El hombre es un animal racional o, por lo menos, así se me ha dicho. En el transcurso de una larga vida he buscado diligentemente pruebas a favor de esta afirmación, pero hasta ahora no he tenido la suerte de toparme con ellas, aunque las busqué en muchos países esparcidos en tres continentes. Por el contrario, he visto al mundo hundirse cada vez más en la locura.
Hay a este respecto una profunda cuestión que afecta al propio ser de la filosofía, cuestión a la que un viejo profesor mío, Domingo Blanco, denominaba «el insondable abismo de la razón», abismo al que se asomaba cada vez que se sumergía en las complejidades de la filosofía kantiana, en la que la razón era -en palabras del prusiano- «piedra de toque de la verdad», principio constitutivo del «pensar por sí mismo», tal como queda dicho en ¿Qué significa orientarse en el pensamiento?. Aquí mismo nos advierte Kant en relación con el librepensamiento lo que sigue:
...pero no disputéis a la razón lo que la convierte en el supremo bien sobre la tierra: el privilegio de ser la última piedra de toque de la verdad. En caso contrario, indignos de esa libertad, la perderéis también con toda seguridad y a esta desgracia arrastraréis además a la restante parte inocente, que de otro modo acaso se habría decidido a servirse de su libertad en conformidad a leyes y a servir así también convenientemente a lo mejor del mundo.
Los comportamientos de los seres humanos dependen de sus juicios y elecciones, que en la realidad empírica se ajustan a las leyes psíquicas espontáneas. De su mera prolongación ideal no surge la racionalidad en el juzgar y proceder de los individuos. Lo dice muy bien el profesor de ciencia cognitiva Massimo Piatelli Palmarini en su libro Los túneles de la mente:
Simplemente, «la» razón no es una «facultad» congénita, que actúa en nosotros de manera espontánea y sin esfuerzo. El juicio racional moviliza muchas facultades distintas, a veces en conflicto entre sí. La racionalidad no es, pues, un dato psicológico inmediato, sino más bien un complejo ejercicio que tiene que ser conquistado primero y mantenido después con un cierto coste psicológico. (…) la racionalidad ideal es ideal. El coste real (no sólo psicológico) de abandonarse a nuestras ilusiones cognitivas sería muy superior al coste psicológico de vencerlas.
Subrayémoslo; la razón no es una capacidad natural sin más, una disposición innata, sino un desideratum del que -esto sí- somos conscientes por nuestro natural equipamiento cognitivo, pues todo niño mentalmente sano puede ejercer el juicio racional propio de su etapa de desarrollo psiquico. Quiere decirse que no somos individuos racionales, pero que podemos llegar a serlo teniendo como horizonte ese ideal que constituye una teoría universal de la racionalidad, supuesto que la razón o es común o no es razón. Esta es la base sobre la que se asienta el ser razonable, tan imprescindible como el ser racional para empezar a satisfacer las exigencias de la razón (ideal). Aprovechemos estas palabras de Fernando Savater en Las preguntas de la vida para ilustrar lo dicho:
No basta con ser racional, es decir, aplicar argumentos racionales a cosas o hechos, sino que resulta no menos imprescindible ser razonable, o sea, acoger en nuestros razonamientos el peso argumental de otras subjetividades que también se expresan racionalmente. Desde la perspectiva racionalista, la verdad buscada es siempre resultado, no punto de partida: y esa búsqueda incluye la conversación entre iguales, la polémica, el debate, la controversia. No como afirmación de la propia subjetividad sino como vía para alcanzar una verdad objetiva a través de las múltiples subjetividades. Si sabemos argumentar pero no sabemos dejarnos persuadir hará falta un jefe, un Dios o un Gran Experto que finalmente decida qué es lo verdadero para todos.
Así pues, la razón se ha de ejercer desde la consciencia de su complejidad y sus límites, que son naturales al hallarse enterradas sus raíces en el tan poco racional humus de nuestra psique, ese su abismo insondable. Esto nos exige ser realistas; tiene que ser la realidad -parafraseando a Kant- piedra de toque de la razón, y tiene que ser el contraste de razones con los demás el que ayude a mantener la salud de su juicio, ya sea en su vertiente teórica como en su vertiente práctica. En esta última la correcta elección de los fines depende decisivamente de ese sano juicio, pues, como nos advierte Jesús Mosterín en su libro Lo mejor posible. Racionalidad y acción humana:
Los fines últimos pueden ser explorados y elevados a un plano de consciencia, pero en último término no pueden ser justificados -¿en función de qué lo serían?-, aunque a veces pueden ser explicados por los millones de años de evolución biológica que pesan sobre nosotros y que forman parte de nuestro destino.
El protagonista de la película de Woody Allen, el hombre irracional, lo es porque rompe amarras con la realidad y con la razón (universal, ideal) en la que cabe el encuentro con los demás, quedando su juicio a merced de las tumultuosas corrientes psíquicas de su atormentada alma, terminando por naufragar en el tenebroso piélago del delirio.

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