La libertad como excusa y la necesidad ética del Estado
José María Agüera Lorente
Una de las felices consecuencias heredadas de la revolución que supuso la Ilustración fue la exigencia de justificar las instituciones políticas en términos de racionalidad. Su utopía contemplaba que la existencia humana pudiera tener la felicidad terrenal como un horizonte próximo, si se hacía por establecer las condiciones propicias que allanaran la senda que conducía hasta él. Libertad, igualdad, fraternidad conformaron el enunciado de los principales valores políticos que, a partir de la modernidad, presidieron el frontispicio del nuevo edificio de la civilización europea. Teniéndolos a ellos como premisas debían transformarse los modos de hacer política, que hasta entonces habían sido legitimados en exclusiva mediante discursos que se nutrían de universos simbólicos sobrenaturales, cuya verdad tenía su asiento en la religión. Ésta, desde entonces y a su pesar a juzgar por su resistencia de siempre al progreso de la razón, no ha podido evitar la merma de su capacidad de influencia política en los países en los que la laicidad es un pilar sólido del Estado. Con todo, ni siquiera en tales sociedades verdaderamente laicas debe relajarse la vigilancia por parte del librepensamiento, pues cada tanto en tanto tenemos claras manifestaciones por parte de los dirigentes de las iglesias tradicionales de sus actitudes combativas contra lo que alguno de ellos ha llamado "fundamentalismo de las luces". Ya el profesor norteamericano de ciencia política Steven Bronner lo advertía en una carta dirigida al jubilado Papa Benedicto XVI: "el problema no es el enfrentamiento entre civilizaciones (cristianismo frente a Islam), sino entre partidarios de un Estado secular y partidarios de imponer las convicciones religiosas a los no creyentes". En este estado de cosas, "en que -como advertía Bertrand Russell en un antiguo ensayo suyo titulado Esbozo del disparate intelectual- la loa a la racionalidad se considera como señal de que un hombre es un viejo oscurantista", sería menester tomar muy en serio la preocupación del profesor Bronner de que hoy día es la razón la que está contra las cuerdas.
Esa corriente histórica que persiste en su resistencia al avance político del pensamiento crítico, la ciencia y la laicidad, recurre a menudo, por chocante que resulte, a la libertad como valor que ampara sus posiciones (como muestra tenemos el caso reciente de una funcionaria estadounidense con creencias religiosas y homófobas que esgrimió su derecho a la objeción de conciencia para legitimiar su negativa a dar licencia matrimonial a una pareja gay). En el ámbito económico, la libertad como excusa –tras la que se disimulan demasiadas veces intereses de dudosa catadura moral– se plasma en la doctrina del libre mercado global, que así encuentra justificación ética en el dicho valor; por eso, cuando aquél es criticado desde ciertas tesis políticas, a menudo se entiende que es un ataque contra la libertad, es decir, contra uno de los pilares de la civilización moderna. De modo que la libertad -también por ende el capitalismo de libre mercado- se convierte en dogma, pues admitir que una determinada concepción de la misma puede ser objeto de crítica sería abrir las puertas a la utopía totalitaria de izquierdas. Así, la perversión es completa: uno de los valores, la libertad, que había inspirado el movimiento de ruptura con las cadenas del Antiguo Régimen e inspirado la gran utopía que también fue la Ilustración, sirve de justificación dogmática a un statu quo político y económico que no puede ser criticado en lo esencial so pena de arrojarnos en brazos de la barbarie y la miseria; hablando en plata: desde este punto de vista, el fin de las políticas neoliberales supondría el fin de la civilización.
Forma parte de esta ideología de la libertad el supuesto de que ella implica necesariamente la democracia con el disfrute para los ciudadanos de todos sus derechos básicos. Esto es un error, porque la democracia supone la libertad, pero no a la inversa. Faltan los otros valores de la tríada republicana, ya que la libertad sin igualdad fomenta la existencia de privilegios dentro del Estado, dado que quienes tienen más poder que la mayoría pueden imponer su voluntad a los que se hallan en desventaja. Si no es entre iguales no puede haber libertad, y derechos fundamentales pueden quedar mermados; por ejemplo: ¿puede ejercer su derecho a huelga quien padece la amenaza latente del despido por hallarse jurídica y políticamente desprotegido merced a una legislación laboral tolerante con la arbitrariedad empresarial? ¿Puede la mujer optar libremente a la maternidad en el contexto de un mercado laboral carente de una regulación que permita la compatibilidad entre vida laboral y familiar, de modo que ser madre no la coloque en situación de desventaja en su carrera profesional?
La fraternidad, el tercer principio de la tríada republicana, equivale al concepto que hoy llamamos solidaridad. Sin ésta no hay libertad ni igualdad reales. Una sociedad civilizada no es un mero agregado de individuos. Existen vínculos entre ellos que trascienden los intereses particulares; esa philía (intención de promover el bien común cuando se trabaja en cooperación con otros) a la que aludía Aristóteles cuando reflexionaba sobre la polis, y que a su juicio hacía que una comunidad de muchos fuese algo con entidad propia, esto es, un todo más allá de la simple suma de sus partes. La libertad por sí sola no garantiza la solidaridad necesaria para hacer efectiva la justicia social. ¿Dejamos al libre albedrío de cada cual el pago de los impuestos necesarios para que esa philía se materialice?
Una respuesta afirmativa lleva inexorablemente a la sustitución de la solidaridad por la generosidad, de la fiscalidad por la caridad. Pero el carácter voluntario de la generosidad –virtud moral– explica justamente su rareza, mientras que la solidaridad asumida como virtud política exige la socialización y regulación de los egoísmos por parte del Estado. Esto es lo que, desde la perspectiva neoliberal, implica una merma de libertad, de modo que desde esta premisa es lógico que su eslogan reivindicativo sea el de menos Estado y más libre mercado. Ahora bien, la imparable desregulación de los mercados financieros desde la década de los ochenta del siglo pasado no ha hecho sino incrementar las cotas de desigualdad, tal como demuestran los datos recogidos en los más recientes informes de la OCDE y ha puesto en evidencia el economista Thomas Piketty a través de los datos empíricos analizados en su ambicioso libro El capital en el siglo XXI.
No podía ser de otra manera; como dice concisa pero contundentemente el filósofo André Comte-Sponville en su delicioso librito titulado Invitación a la filosofía: “El mercado sólo vale para las mercancías. Pero el mundo no es una mercancía. La justicia no es una mercancía. La libertad no es una mercancía”. Quiere decirse entonces que hay que regular la libertad para que sea buena, es decir, para que cada cual pueda disfrutar de su vida como lo desee, al tiempo que contribuye a que los demás hagan lo propio; para eso es precisamente para lo que sirve la política. Si no, ¿cómo se harán efectivos los derechos, sin el cumplimiento de los deberes que los unos tenemos para con los otros? El derecho a la libertad de expresión implica necesariamente el deber de respetar a quienes opinan diferente de nosotros, pongamos por caso. Así pues, se nos antoja de difícil aceptación la concepción neoliberal de un Estado que sacrifique los derechos humanos ante el altar de la sacrosanta libertad individual.
Una respuesta afirmativa lleva inexorablemente a la sustitución de la solidaridad por la generosidad, de la fiscalidad por la caridad. Pero el carácter voluntario de la generosidad –virtud moral– explica justamente su rareza, mientras que la solidaridad asumida como virtud política exige la socialización y regulación de los egoísmos por parte del Estado. Esto es lo que, desde la perspectiva neoliberal, implica una merma de libertad, de modo que desde esta premisa es lógico que su eslogan reivindicativo sea el de menos Estado y más libre mercado. Ahora bien, la imparable desregulación de los mercados financieros desde la década de los ochenta del siglo pasado no ha hecho sino incrementar las cotas de desigualdad, tal como demuestran los datos recogidos en los más recientes informes de la OCDE y ha puesto en evidencia el economista Thomas Piketty a través de los datos empíricos analizados en su ambicioso libro El capital en el siglo XXI.
No podía ser de otra manera; como dice concisa pero contundentemente el filósofo André Comte-Sponville en su delicioso librito titulado Invitación a la filosofía: “El mercado sólo vale para las mercancías. Pero el mundo no es una mercancía. La justicia no es una mercancía. La libertad no es una mercancía”. Quiere decirse entonces que hay que regular la libertad para que sea buena, es decir, para que cada cual pueda disfrutar de su vida como lo desee, al tiempo que contribuye a que los demás hagan lo propio; para eso es precisamente para lo que sirve la política. Si no, ¿cómo se harán efectivos los derechos, sin el cumplimiento de los deberes que los unos tenemos para con los otros? El derecho a la libertad de expresión implica necesariamente el deber de respetar a quienes opinan diferente de nosotros, pongamos por caso. Así pues, se nos antoja de difícil aceptación la concepción neoliberal de un Estado que sacrifique los derechos humanos ante el altar de la sacrosanta libertad individual.
No tengo muy claro qué o quiénes son los neoliberales pero sí tengo muy claro que no tienen nada que ver con los liberales que conozco. Respecto al caso de la funcionaria un liberal diría que no hay derecho a exigir una licencia por cerrar un contrato voluntario.
ResponderEliminarEn cuanto a la necesidad ética del Estado dirían ( y aquí coincido) que un Estado que redistribuya de acuerdo a una idea de bien común es aún más raro que la generosidad individual. La renta capturada se usa para crear redes clientelares y va de grupos desorganizados a grupos organizados por eso es un problema que las rentas bajas no participen en la vida politica publica. La redistribución por el bien común o que fomente la igualdad es marginal.
Al margen de disquisiciones terminológicas considero que la convivencia de muchos exige la administración de intereses y de conflictos. Para que ello se haga de acuerdo con un sentido de justicia es menester regular la ibertad de los individuos que forman parte de la comunidad. No se me ocurre otra manera que mediante una institución legitimada éticamente para ello. En efecto, si la institución fomenta los privilegios en vez de la protección de los derechos de los miembros de la comunidad deberá ser objeto de las reformas precisas. Donde no existe esa institución (Estado,tribu, llámese como se quiera) el hombre se encuentra en ese estado de naturaleza del que hablaba Hobbes. Las inmoralidades del Estado tendrán que ser señaladas y expuestas públicamente, claro. Pero no creo que sea inteligente tomarlas como justificación de políticas que debiliten las instituciones cuya función es hacer efectiva la solidaridad entre los miembros de la comunidad. Considero que tales políticas llevan a la desintegración social, pues dejan el campo libre a la lucha de intereses y al solo imperio de la ley del más fuerte.
EliminarGracias por su esrimulante comentario