Podemos, espiritualidad y laicismo (II) (Andrés Carmona)
La semana pasada escribía en este
mismo blog sobre Podemos,
espiritualidad y laicismo con motivo del I Encuentro de Espiritualidad
organizado por Podemos. En ese texto preguntaba qué aportaban los grupos de
espiritualidad dentro de los partidos que justificara su presencia. Y no
encontraba ninguna respuesta, argumentando en contra de ellos por considerar
que no tenían nada positivo que aportar. Poco después me encuentro con una
entrevista a José Antonio Vázquez y Estefanía Fernández, portavoces del
Círculo de Espiritualidad de Podemos. Lo leo con interés, esperando encontrar
alguna respuesta que me haga cambiar de opinión. Pero no, no solo no responden
satisfactoriamente sino que me reafirman en las tesis que mantenía en el primer
texto.
La decepción con la entrevista
comienza nada más empezar. Se les pregunta directamente por el título del
Encuentro: “¿Qué aporta la espiritualidad a la construcción de una sociedad
plenamente laica, justa y democrática?”. Pero no responden a la pregunta, la
evaden con divagaciones. Hablan de la espiritualidad pero nunca la definen. Y
eso que le atribuyen méritos inmensos. Por ejemplo, Fernández dice:
“realmente la espiritualidad aporta
muchas cosas. La vida se construye de otra manera cuando se tiene en cuenta lo
profundo. Incluso para construir lo político. Pensamos que una política que no
tenga espiritualidad, no tenga esa perspectiva en su base, no valdrá para
construir un mundo mejor”.
Después
de leer algo así, uno piensa: pues sí que es importante la espiritualidad esa,
o lo profundo, como también la llama de una forma un tanto esotérica. Pero,
exactamente, ¿qué es? Y no solo es que no la definan, es que cuando lo intentan
lo estropean más todavía. Dice Fernández:
“todas las personas, aunque no tengan
creencias, tienen una espiritualidad muy valiosa para construir sociedad”
Perdona: ¿cómo? O sea, que ¿yo
también tengo una espiritualidad pero lo que pasa es que no me he dado cuenta? Bueno,
no lo voy a negar de entrada, pero podrían decirme por lo menos qué es ¿no? Y
lo peor es cuando se deciden a intentar explicarlo. De eso se encarga J. A.
Vázquez:
“eso que llamamos espiritualidad. Hay
gente que a lo mejor lo llamaría ética, porque la espiritualidad son valores”.
¡Por ahí sí que no! Mi detector de
tramposos y farsantes ha saltado. La espiritualidad no es la ética ni son los
valores. Se pongan como se pongan. Ahora mismo tengo aquí a mano dos libros de
ética: la Ética a Nicómaco de
Aristóteles y Ética práctica de Peter
Singer. No puedo cambiarles el título por Espiritualidad
para Nicómaco o Espiritualidad
práctica sin falsificarlos totalmente. Esos libros hablan de ética, pero
para nada de espiritualidad. La ética y los valores son una cosa, y la
espiritualidad otra muy distinta.
El resto de la entrevista no vale
gran cosa: son divagaciones acerca de lo bueno que es el papa Francisco, la
meditación, la transcendencia, la espiritualidad del silencio y más palabrería
de ese tipo. Ya que ellos no se atreven a hablar claro, voy a hacerlo yo.
La espiritualidad no es la ética. Tal
vez pudiera admitirse que la creencia
en la espiritualidad pueda derivarse una
ética, pero para nada que sean la misma cosa. Ni mucho menos que todo el mundo
tenga una espiritualidad. Para nada. En mi caso particular, soy ateo y
materialista, y niego cualquier tipo de divinidad, espiritualidad o similar. Y
por supuesto que tengo ética y valores: una ética y unos valores ateos que no
necesitan para nada la espiritualidad.
La espiritualidad remite al “espíritu” o “alma”, la psyché de los griegos o anima en latín. Y se enmarca dentro del
pensamiento dualista sobre el ser humano que lo concibe como una realidad dual
compuesta de dos principios: uno físico y material que sería el cuerpo, y otro
que no es ni físico ni material que sería el alma o espíritu. Esta antropología
dualista tiene su origen en el pensamiento primitivo: en el animismo de
nuestros antepasados. Gonzalo Puente Ojea ha realizado todo un análisis
pormenorizado de este animismo y a su obra remitimos (Puente Ojea, 2000 y 2005).
El animismo y el dualismo
están en el origen y la base de todas las religiones:
en sus creencias en almas individuales y en espíritus puros como los dioses,
ángeles o demonios. Por ejemplo, en el hinduismo y el budismo en sus nociones
de atman, karma y samsara
(reencarnación). Está presente en las (pseudo)medicinas orientales en las ideas
del chi, de los chakras o la energía vital. También en el judaísmo, el cristianismo
y el islam, por supuesto, así como cualquier religión monoteísta que lo que
hace es elevar un espíritu puro a la categoría de ser supremo. El animismo y el
dualismo antropológico llegan a la filosofía a través de las religiones
mistéricas como el orfismo y se introducen en Pitágoras, Platón y el
neoplatonismo. Evidentemente, en la filosofía medieval. También aparece después
en la filosofía moderna de Descartes y las dos sustancias (pensante y extensa)
que componen al ser humano. Y vuelve a estar presente en el idealismo alemán,
el romanticismo y en el vitalismo.
Pero aunque el espiritualismo está
presente en todas las religiones y en algunas filosofías, no es cierto que esté
en todas las filosofías. Ya desde sus
inicios existe una corriente de filosofía bastante plural pero con un elemento
en común que es precisamente la negación del espiritualismo: el materialismo y el ateísmo. El ateísmo niega la existencia de todo ser supremo, y el
materialismo da un paso más: no solo niega que haya un ser supremo espiritual
(Dios) sino que niega la espiritualidad misma. Rechaza el dualismo de creer en
dos realidades, una material y otra inmaterial (espiritual) y afirma la
materialidad de toda realidad como característica de todo ente o ser existente.
Ser o existir es ser material. Filosofías de este tipo las encontramos en
Grecia y Roma: los atomistas, como Leucipo y Demócrito, o los epicúreos como el
propio Epicuro o Lucrecio. También en la India antigua, destacando la filosofía
lokayata de Chárvaka en el siglo VII antes de nuestra era. Después de la edad
oscura que significó la edad media, el materialismo y el ateísmo resurgen con
fuerza a partir de la edad moderna, sobre todo con el ala más coherente de la
Ilustración (los que Onfray llama “los ultras de las Luces”): Meslier, La
Mettrie o Holbach. Y pasará a Feuerbach, Marx, Bakunin, Nietzsche, Freud…
Centrándonos en la edad contemporánea,
el espiritualismo y materialismo seguirán más o menos presentes en la filosofía,
aunque el materialismo produce filosofías mucho más fuertes (Mario Bunge, por ejemplo).
Pero donde el triunfo del materialismo será absoluto es en la ciencia: los
avances en física, química, biología, fisiología, medicina, etc., expulsarán
totalmente a la idea de alma o espíritu del ámbito científico. La teoría de la
evolución de las especies de Darwin le dará un golpe del que nunca se
recuperará. Desde el siglo XIX, al espiritualismo le quedaba poco espacio más
que el del espiritismo que habían inventado las hermanas Fox; además de la religión,
claro. En el siglo XX, el espiritualismo todavía colea en la reciente
psicología científica. De hecho, la propia palabra remite en su etimología al
alma o espíritu (psyché y lógos: estudio del alma). Pero con el
paso del tiempo también será desterrado de ahí. El debate cuerpo-espíritu
devendrá ahora mutado como el debate entre cerebro y mente. La mente y la
conciencia será el último reducto que le quede al mito del espíritu, pero
también de ahí será exorcizado progresivamente. La neurociencia va explicando
progresivamente el funcionamiento del cerebro y cuestionando cada vez a la
mente o conciencia como algo independiente o como una realidad inmaterial. La
neurofilosofía y la neuroética van conformándose en este joven siglo XXI al
calor de todas estas ciencias y progresando en el conocimiento del ser humano
como una realidad material en un mundo igualmente material, desterrando los
mitos animistas, religiosos y espiritualistas del pasado. Dawkins, Dennett o
Churchland van por ese camino.
Expulsados de todos los dominios de
la ciencia y del conocimiento, el animismo y la religión intentan refugiarse
ahora en el campo de la ética y la política camuflándose bajo un nuevo término:
espiritualidad. Aunque la estrategia no es nueva, se remonta por lo menos a
Kant. Con la revolución científica, Dios desapareció, paradójicamente, de los
cielos: Copérnico, Kepler y Newton unificaron la física que explicaba los
movimientos de los cuerpos y rompía con el universo dualista de Aristóteles. El
triunfo de la física llevó a Kant a sus aporías de la razón pura: determinó que
los objetos de la metafísica (Dios, el alma y la libertad) no eran
cognoscibles. Sin embargo, aunque expulsó a la metafísica por la puerta grande,
el pietista Kant los reintrodujo de contrabando por la puerta de atrás de la
razón práctica: Dios, alma y libertad aparecían ahora como postulados de su
moral deontologista. Kant reconocía no poder probar la existencia de Dios, ni
del alma ni de la libertad, pero necesitaba creer en ellos con fe “racional”
para mantener en pie su edificio ético.
Desde entonces, la religión y la
espiritualidad se han atrincherado en la moral, convirtiendo la ética en
moralina. Para Kant, la ética necesitaba de Dios, el alma y la libertad porque
no concebía la posibilidad de la ética sin ninguno de ellos. Si el ser humano
no es libre, si no tiene un espíritu inmortal más allá de su cuerpo físico, y
si no hay un Espíritu supremo que haga justicia en ese más allá, Kant pensaba
entonces que no era posible la moral. Venía a decir más o menos lo mismo que
Dostoyevki años después: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Se genera
así el falso prejuicio de que sin religión o espiritualidad no hay ética ni
valores, o que toda ética presupone alguna forma de espiritualidad.
Aparece entonces el peor enemigo de
la religión y la espiritualidad: el ateísmo materialista. Este ateo es peor
incluso que el hereje o el impío. El hereje cree en religiones falsas, pero
religiones también; y el impío no cumple con los mandatos de Dios, pero cree en
él aunque le desobedezca. El problema del ateo materialista es que no cree en
ningún dios ni en el espíritu. Solo admite la realidad del cuerpo físico y
material y su finitud. No cree en ninguna transcendencia: ni en el cielo, ni en
el nirvana, ni en la reencarnación, ni en nada que no sea esta vida única,
finita y personal. Como no cree en ninguna transcendencia, no teme ningún
castigo eterno, tampoco teme a ningún policía invisible y omnipresente que le
vigile cuando nadie le observa. Se hace por tanto sospechoso natural de
traidor, de libertino, de lascivo, de inmoral, de alguien sucio, mezquino y
egoísta, sin valores y sin remordimiento. Se inculcan así en el imaginario
colectivo las ecuaciones que igualan espiritualidad con valores y moral, y materialismo
con nihilismo y perversión. Los ateos y los materialistas son los proscritos,
los monstruos que quedan fuera del ámbito de la ética porque no tienen valores
y no son de fiar. El protestante Locke, tan loado por su Carta y su Ensayo sobre la
tolerancia, deja fuera a los ateos de esa misma tolerancia: porque no
tienen palabra ya que no temen ningún castigo divino.
Pero esas ecuaciones son falsas. El
ateo materialista no solo puede tener valores, intramundanos y de la finitud,
pero valores, sino que además es el fundamento político de la república. En
este punto es imprescindible la reflexión republicana y laicista de Catherine
Kintzler (2005). La república libre se fundamenta en individuos que sean libres
ellos mismos. Para ser libres y fundar una república, debe cumplirse la
siguiente paradoja: que el lazo de
unión entre los individuos sea, precisamente, el previo desligamiento de todos ellos de cualquier otro lazo anterior. En la
república los individuos participan como tales individuos en su calidad de ciudadanos sin más que persiguen el bien
común, pero no en calidad de miembros de
una comunidad religiosa, étnica o tribal con la que puedan mantener otros
lazos de pertenencia y que tenga sus propios intereses particulares. El modelo
o prototipo de este individuo “desligado” que puede por eso mismo “ligarse” con
cualquier otro para formar república es el ateo: el infiel a toda religión o
pertenencia que, por eso mismo, no busca intereses particulares relativos a tal
o cual comunidad concreta. De ahí el imperativo laico de separación de las
esferas pública y privada. El individuo es libre de ligarse a cualquier
comunidad en su ámbito privado, pero cuando entra en el espacio público lo hace
como individuo desligado de todas ellas, para no perder de vista el bien común
y sacrificarlo en pos de los intereses particulares de su comunidad.
El universo de los valores y la
ética no es patrimonio de la espiritualidad. De hecho, la renuncia a la
espiritualidad es el prerrequisito para poder crear valores autónomos y escapar
de la heteronomía. Ya me gustaría a mí encontrarme con Vázquez y Fernández y
plantearles la siguiente hipótesis: imaginemos que se demuestra que no existe
el espíritu, que solo somos materia y que no queda duda de que así es. En ese
caso: ¿no tendrían ellos ningún motivo moral para respetarme y tratarme con
dignidad? ¿Debería temer, en ese caso que, desaparecida la espiritualidad, no
tendrían ningún reparo moral para robarme, secuestrarme o matarme? Espero que
no ocurriera eso, y eso demostraría que la ética es independiente de la
espiritualidad. Porque si me dicen otra cosa, entonces sí que no quiero ni
verlos, no sea que ese día precisamente se descubra la prueba definitiva de que
no existe ningún tipo de espiritualidad.
La ética del siglo XXI no puede menos
que asumir la “muerte de Dios” y pensar los valores desde el punto de vista
materialista de la corporeidad, la sensualidad, la finitud y el pluralismo. La
conciencia de la propia vida, única, finita e irrepetible no vacía la existencia
de valores sino que la llena. Valores como el respeto absoluto a esa vida en
tanto que única y específica, el valor igualitario e inconmensurable de todas y
cada una de las existencias particulares e irrepetibles, el valor del placer
hedonista y del goce sensual del propio cuerpo. Dignidad, igualdad, libertad,
placer…, valores que derivan de la consideración atea y materialista de la vida
humana. Valores que se oponen a los del desprecio del cuerpo basados en la
superioridad del espíritu o en que, en definitiva, qué más da esta vida si
luego hay otra mejor (que es lo que piensan los yihadistas o lo que pensaban
los cruzados en la edad media).
No podemos llamar “espiritualidad” a
esos valores porque son valores que niegan precisamente cualquier aspecto
espiritual, se basan en que no hay espíritu sino solo cuerpo, materia y
finitud. Asumir el materialismo ateo tiene implicaciones, y eso lo saben los
espiritualistas y por eso quieren evitarlo. Digámoslo a las claras: la
espiritualidad no es sino religión camuflada. Es a la ética lo que el Diseño
Inteligente a la teoría de la evolución: religión de contrabando. La ética y
los valores del materialismo ateo asumen el humanismo en toda su plenitud y,
como parte de ese humanismo, la razón como forma de conocimiento. Y la ciencia
como máxima expresión de la razón. Ante eso es ante lo que tiembla el
espiritualismo. La espiritualidad, como la religión, rechaza la razón porque
sabe que esta le muestra sus vergüenzas. La razón, cuando escucha los lenguajes
presuntamente profundos y transcendentales de las sabidurías ancestrales, de la
intuición, del sentimiento, de la armonía cósmica y de toda esa palabrería, es
como el niño que de repente se levanta y grita que ese emperador está desnudo. Que
no hay nada, que no hay significado, que no están diciendo nada. Por eso,
cuando aparece la razón, se les desdibuja esa sonrisa beaturrona que tienen y
sale su lado inquisitorial con el dedo acusador: ¡cientificismo, reduccionismo,
positivismo…”, gritan, ¡como si fueran insultos!
Se les ve el plumero: con poco que
rasques sale la sotana. Dice J. A. Vázquez:
“Porque lo importante son los valores.
Que aparezcan en las leyes, dentro de la educación y sean el elemento
fundamental de los demás ámbitos sociales, para que tuviéramos una sociedad en
la que fueran atendidas todas las dimensiones del ser humano, incluida la
espiritualidad. Esto es algo novedoso”.
¿Todas las dimensiones del ser
humano, incluida la espiritualidad? ¿En la educación, en las leyes? ¿Siglos de
lucha laicista para, al final, incluir la espiritualidad en la educación y en
las leyes? Lo que hace falta no es una educación ni unas leyes más
espirituales, ¡sino más laicas!
Espiritualidad, pero ¿qué
espiritualidad? ¿También la de los embriones? ¿Tienen alma o espíritu también
los embriones? Porque no da igual la respuesta. De ella depende que las mujeres
puedan disponer de su propio cuerpo y decidir si continúan o interrumpen un
embarazo libremente o si no pueden hacerlo. De la respuesta que demos depende
si se investiga con embriones y células madre o si se prohíbe. La razón, la
ciencia y el materialismo lo tiene muy claro: no hay ni rastro de alma ni
espíritu alguno en un embrión. De hecho, en el embrión, no hay más que células
y es imposible poder hablar con sentido de dignidad o derecho a la vida de las
células. La única forma de hacerlo sería haciendo trampas: diciendo que esa
espiritualidad del embrión solo puede captarse con la intuición, con el
sentimiento, con la comunión espiritual, y cosas así indemostradas e
indemostrables. En un contexto laico de separación del espacio público y
privado, ese discurso irracional de la espiritualidad quedaría fuera del público
y protegido en el privado. Pero la espiritualidad lo que quiere es introducir la
irracionalidad espiritualista dentro del espacio público y viciar el debate.
Viciarlo porque es imposible un debate racional con quien nos habla desde la
irracionalidad, desde su sentimiento de amor cósmico, desde la hondo de su ser,
desde la comunidad de las conciencias y sinsentidos de ese tipo. El único
debate es el que se fundamente en un discurso que cualquiera pueda entender,
sea creyente o no, basado en pruebas, experimentos y argumentaciones
racionales. Cualquier otra cosa no enriquece el debate, lo obstruye, porque impide
el entendimiento en base a razones. Eso procura la espiritualidad: reintroducir
la religión en el espacio público para tratar de imponer su punto de vista sin
argumentarla racionalmente. Antes decían que era porque Dios así lo quiere,
ahora dicen que es porque así lo sienten desde su interior. Y me parece
fenomenal que sientan eso, otra cosa o nada en absoluto, me da igual. Pero no
me da lo mismo si además quieren imponérnoslo a los demás.
Después de leer la entrevista de J.
A. Vázquez y E. Fernández he de reconocer que muchas palabras, muchos rodeos,
mucho diálogo, mucha colaboración, pero nada concreto. Eso se les da bien,
hablar y hablar sin decir nada. Por eso les reto a lo concreto: quiero saber su
opinión sobre la interrupción del embarazo, sobre la investigación con células
madre, sobre la eutanasia activa, sobre el matrimonio homosexual. No quiero oír
si hay que debatirlo o si hay que analizarlo más. Son conquistas de la
izquierda u objetivos a lograr, y quiero saber si quieren mantenerlos o conseguirlo,
o ir atrás en estas cuestiones. Igualmente, Europa Laica ha lanzado un “Contrato
electoral por la laicidad de la Escuela” y un “Compromiso
electoral por el Estado laico” de cara a los próximos procesos electorales:
¿Va a firmarlos Podemos y asumirlos para cumplirlos en caso de que esté en sus
manos? Todavía no lo ha hecho.
Para acabar, vamos a recordar las
reflexiones de Gonzalo Puente Ojea sobre el término “espiritual”, al calor del
debate sobre el Tratado Constitucional Europeo. En 2004 se enfrentaron los
países de la Unión que querían incluir en su Preámbulo un reconocimiento
explícito a la “herencia cristiana” de Europa (España, Italia, Portugal,
Alemania, Polonia…) y los que se negaban a esa referencia concreta al
cristianismo (Francia, Bélgica, Dinamarca, Grecia, etc.). Finalmente, el texto
no mencionó al cristianismo sino que recogió “la herencia cultural, religiosa y
humanista de Europa”. En medio del debate, el presidente francés propuso
sustituir el término “herencia religiosa” por “herencia espiritual”. Puente
Ojea le critica que el término “espiritual” tampoco es válido, por cuanto que
remite a “la tradición mítica de la antropología animista y su contraposición
ontológica cuerpo-alma espiritual, fundamento de todas las religiones” (2011,
255). En su lugar, Puente Ojea propone que lo que sería más acertado de acuerdo
al laicismo sería “herencia humanista”:
“Herencia humanista”, la única
coherente con la universalidad de esos derechos y con el pensamiento laicista,
es decir, el sistema de principios radicalmente respetuoso con la conciencia
individual y que protege la esfera de la privacidad y, por consiguiente, tanto
la conciencia religiosa como la conciencia irreligiosa. Es la conciencia
europea (2011, 255).
Andrés
Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural.
Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.
Bibliografía:
Kintzler,
Catherine (2005). La República en
preguntas. Buenos Aires: Ediciones del Signo.
Onfray,
Michel (2010) Los ultras de las luces:
Contrahistoria de la filosofía, IV. Barcelona: Anagrama.
Puente
Ojea, Gonzalo (2000). El mito del alma:
Ciencia y religión. Madrid: Siglo XXI.
Puente
Ojea, Gonzalo (2005). Animismo: El umbral
de la religiosidad. Madrid: Siglo XXI.
Puente
Ojea, Gonzalo (2011). La Cruz y la
Corona: Las dos hipotecas de la historia de España. Navarra: Txalaparta.
En mi opinión, el concepto de espiritualidad está o debería estar en proceso de redefinición, ya que creo que en realidad el denominador común a las tradiciones espirituales es algo más bien emocional y por lo tanto subjetivo, y las creencias no son la base, sino la consecuencia. Es decir, para mí el orígen está en el cerebro, hay personas con una mayor tendencia a sentir un determinado tipo de emociones que se pueden etiquetar de espiritual, lo que pasa es que luego cada uno lo interpreta como quiere, unos pensarán que es dios o lo que sea. Es decir, es cierto que la moral no es patrimonio de la religión, pero es que las experiencias espirituales tampoco, más bien lo contrario quizás, aunque no siempre. Existe una espiritualidad atea que no cree en ninguna deidad ni vida posterior, quizás hay que inventar otro nombre para eso, no lo sé, pero que comparte una serie de emociones como son el formar parte de un todo, el sobrecogimiento ante la belleza o la grandeza del cosmos, la búsqueda de uno mismo, el placer por la soledad y el autoconocimiento, la necesidad de dotar a la vida de sentido, es decir, crear tu propio sentido. Yo veía la serie de Cosmos y a mí Carl Sagan me transmitía ese tipo de emoción, sé que es algo personal, algo subjetivo. Las neurociencias están estudiando el proceso mental de la meditación para ver qué puede aportar a mejorar nuestra calidad de vida. La filosofía oriental se mezcla mucho con la espiritualidad, si uno lee a Alan Watts no existe dios por ninguna parte y sí que te hace replantear nuestra propia subjetividad, yo lo recomiendo, porque luego me pongo a leer de neurociencias y resulta que la conciencia como tal es más ilusión que real y eso ya lo había leído de Alan Watts. Con tanta introspección han ido descubriendo mecanismos de gestionar mejor las emociones, y de cómo funciona la mente egoica y romper con ello. Bueno, creo que la ciencia ahora está aprovechando y entresacando lo que las tradiciones espirituales (o filosóficas orientales) pueden aportar al bienestar humano. Yo también rechazo la espiritualidad de creencias, pero como leí una vez, intento no tirar el bebé con el agua sucia del baño. Un saludo
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