Confesionalismo y laicidad en las leyes fundamentales españolas (Andrés Carmona)





Comunicación presentada en las XV Jornadas de la Sociedad de Filosofía de Castilla-La Mancha: 1812-2012: De la hispanidad al europeísmo. Diferencias, paralelismos y continuidades. (26 y 27 de octubre de 2012).


El texto (con anexos) también está disponible en la web de ARP-SAPC y en la de Europa Laica, así como el vídeo de la exposición.

1. Los objetivos que nos hemos marcado en este texto son tres: 1. Investigar qué trato ha recibido la religión en las diferentes leyes fundamentales españolas desde la perspectiva del confesionalismo y la laicidad en los dos últimos siglos. 2. Analizar la actual Constitución de 1978 en su relación con la religión y la categoría de aconfesionalidad del Estado español. 3. Defender la laicidad del Estado como objetivo político y considerar críticamente las tesis de Gustavo Bueno sobre el laicismo.

2. El material empírico para el primer objetivo viene dado por las leyes fundamentales realmente existentes en los últimos 200 años y que fueron efectivas como tales normas fundamentales del sistema jurídico-político de su momento, lo que incluye tanto a las que fueron constituciones como a las que pueden considerarse cartas otorgadas. En este sentido ha habido siete constituciones: las de 1812, 1837, 1845, 1869, 1876, 1931 y 1978. Como cartas otorgadas podemos considerar al Estatuto de Bayona de 1808, el Estatuto Real de 1834 y las Leyes Fundamentales del franquismo[1] (Fuero del Trabajo, Fuero de los Españoles, Ley de Principios del Movimiento Nacional, etc.). Para completar el análisis, podemos incluir también el resto de constituciones non-natas que fueron redactadas pero finalmente no fueron promulgadas, como son las de 1856, 1873 y 1883.

3. En función del tratamiento que dé cada texto a la religión, lo clasificaremos en una de cuatro categorías que forman un continuum en función de la menor o mayor separación entre las confesiones religiosas y el Estado: teocracia, confesionalismo, tolerancia y laicidad. Consideraremos como teocracia al sistema político en el que haya confusión total entre religión y política, en el que las autoridades religiosas son también políticas y no es posible distinguirlas. Sería el caso del Estado Vaticano o las teocracias islámicas. Por confesionalismo entendemos el tipo de Estado en el que no hay confusión entre las autoridades políticas y religiosas pero en el que el Estado reconoce y asume una religión concreta como religión del Estado o la nación con exclusión de las demás. La categoría de tolerancia incluirá a aquellos Estado que aunque admitan una religión de Estado o privilegien a alguna confesión, permitan cierta libertad de conciencia y religiosa. Por último, reservamos la categoría de laicidad para los Estados que afirmen la libertad de conciencia y religiosa y consecuentemente separen de forma nítida religión y política, confesiones y Estado[2]. Dichas categorías son tipos puros y que, como hemos advertido, forman un continuum, es decir, que en la práctica, un Estado concreto puede tener aspectos confesionalistas y tolerantes, o tolerantes y laicos al mismo tiempo y en distintas proporciones.
           
            Para clasificar a cada texto en una categoría se han tenido en cuenta los siguientes indicadores: a. referencias en el propio texto a alguna divinidad o religión como fuente de legitimidad, derecho o autoridad; b. explicitación de alguna religión como religión de Estado; c. reconocimiento de la libertad de conciencia y religiosa; d. sostenimiento público de algún clero y/o culto; e. competencia religiosa o civil en el registro de nacimientos, matrimonios y defunciones; f. institución de una educación laica o confesional.

4. Del análisis de los trece textos jurídicos mencionados (desde el Estatuto de Bayona de 1808 hasta la Constitución de 1978, incluyendo las non-natas) podemos extraer las siguientes conclusiones analíticas:

            Ninguna ley fundamental contemporánea ha sido teocrática.  La mayoría de leyes fundamentales han sido confesionales con religión de Estado católica. En concreto, han reconocido a la religión católica como religión del Estado el Estatuto de Bayona, las constituciones de 1812, 1837, 1845, 1876, la non-nata de 1856 y las Leyes Fundamentales de la dictadura franquista (por lo menos hasta 1967 que se reforma el Fuero de los Españoles y se reconoce cierta tolerancia religiosa). En total, de los 200 años de constitucionalismo (desde 1812), el confesionalismo católico ha estado vigente 141 años[3]. Las leyes fundamentales que han adoptado la tolerancia han sido las de 1869 y solo en cierta medida la de 1876 (aunque reconocía el catolicismo como religión de Estado) y el franquismo desde la reforma del Fuero de los Españoles en 1967[4]. La laicidad solo ha sido efectiva en la Constitución Republicana de 1931, aunque también fuera recogida en dos constituciones no-natas y también republicanas: la de 1873 y la de 1883. Es decir, la laicidad del Estado ha sido una excepción histórica de nuestro constitucionalismo y una aspiración de todos los proyectos constitucionales republicanos, lo que implica una relación entre laicismo y republicanismo que va más allá de la mera correlación entre ambos términos (y podríamos establecer otra correlación tampoco casual entre conservadurismo político y confesionalismo de Estado). Por último, cabría hablar de la Constitución de 1978 que, en tanto que aconfesional, plantea problemas para ubicarla, y cuyo sitio estaría a medias entre la laicidad y la tolerancia, y que examinaremos más adelante.

5. Desde un punto de vista dinámico, puede observarse una tendencia progresiva hacia un menor confesionalismo y una mayor tolerancia en nuestros textos fundamentales, con dos puntos de inflexión: en 1931 hacia la laicidad y en 1938 una vuelta de nuevo hacia la religión de Estado, para situarse después de nuevo en cierta tolerancia (1945) y desde 1978 en el estado actual de aconfesionalidad (con todo lo que eso signifique y que después veremos).

6. Hasta aquí los hechos, caben después distintas interpretaciones de los mismos y que dejamos para el debate, si bien apuntamos dos hipótesis posibles: una primera conservadora, según la cual nuestro constitucionalismo preponderantemente conservador, confesionalista y católico muestra la gran influencia de la religión católica en la sociedad española y el carácter aventurista de los proyectos republicanos y laicistas[5]; y otra segunda progresista por la que se entiende ese confesionalismo como producto de la connivencia entre políticos conservadores y la Iglesia Católica como poder fáctico, lobby o grupo de presión, dada esa tendencia hacia un menor confesionalismo progresivo y que tendría su fin lógico en la laicidad plena (un fin siempre abortado, incluso violentamente, por conservadores y confesionalistas).

7. La Constitución Española (CE) actual de 1978 es difícil de encuadrar en una u otra categoría. Si bien es claro que no es teocrática ni confesional (puesto que no reconoce una religión de Estado), más difícil es situarla en las de tolerancia o laicidad, y eso es así porque la CE no se autodefine como laica pero sí admite expresamente la libertad ideológica, religiosa y de culto (art. 16.1 CE), y aunque no reconoce ninguna religión oficial (art. 16.3 CE) inmediatamente después menciona expresamente a la Iglesia Católica (IC) para indicar que los poderes públicos mantendrán relaciones de cooperación con ella, relaciones que se han plasmado en los conocidos como Acuerdos con la Santa Sede[6], y que implican la presencia del clero en el ejército y la educación, y privilegios económicos y fiscales para la Iglesia Católica (que pueden entenderse como una forma de sostenimiento público del clero y el culto católicos).
           
            Literalmente, el art. 16.3 CE establece: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. Sin la segunda frase, podría decirse que la CE es laica sin más. Sin embargo, ese añadido es el problemático por varias razones. Que los poderes públicos tengan en cuenta las creencias religiosas de la sociedad es contrario al principio laicista de separación de la religión y la política: este principio establece la irrelevancia política (pública) de las creencias particulares (privadas) de los individuos, garantizando la plena libertad de creencias y la no-intromisión del Estado en ese ámbito privado y la autonomía del ámbito público respecto de esas creencias particulares. Por otro lado, las relaciones de cooperación entre confesiones y Estado son también contrarias al laicismo por cuanto la separación confesiones-Estado supone que éste no puede sostener ni subvencionar a aquéllas. Por último, la mención expresa a la Iglesia Católica la sitúa en un plano preferente y privilegiado respecto de las demás confesiones después mencionadas a modo de coletilla de cortesía hacia ellas.
           
            No faltan las interpretaciones jurídicas, históricas y políticas de este artículo de la CE que lo consideran materialmente inconstitucional por las razones mencionadas y otras más, y que entienden que dicho art. 16.3 CE es el resultado de las negociaciones y los pactos políticos durante la Transición para lograr una Constitución más o menos aceptable por todos los grupos y sensibilidades políticas y sociales, y una solución de compromiso y de “ni para ti, ni para mí” propia de ese contexto. Y que, pasados ya más de 30 años desde entonces, implica una revisión y puesta al día en un sentido más coherentemente laicista y que sería el espíritu de la propia Constitución y de este artículo 16 en concreto, y que consistiría ni más ni menos que en suprimir la segunda frase del artículo. De cualquier forma, mientras no sea así y mientras se mantengan los Acuerdos con la Santa Sede, la CE quedaría situada en la categoría de tolerancia, es decir, que materialmente o en la práctica, la CE establece un estatuto privilegiado de la Iglesia Católica aunque admita bastante tolerancia e incluso comparta algunos de esos privilegios con otras confesiones, vulnerando así el propio art. 16.1 CE que establece la libertad ideológica y el art. 14 sobre la igualdad de todos los ciudadanos, bases fundamentales de la laicidad de un Estado. Podemos concluir con Gonzalo Puente Ojea en que lo que la CE hace es un paso hacia el consfesionalismo y que él muy acertadamente califica de criptoconfesionalismo[7] para indicar que bajo la apariencia de aconfesionalidad lo que hay es confesionalismo encubierto y hegemonía de la IC.

8. Llama la atención que la CE mande a los poderes públicos tener en cuenta las creencias de la sociedad española para justificar así “las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”, pues en cierto modo viene a ser el argumento de Gustavo Bueno para criticar al laicismo como ideología idealista. Dice en La fe del ateo:
Ninguna de las Constituciones españolas, salvo la de la Segunda República, desde la Constitución de 1812, deja de reconocer los componentes religiosos, y especialmente católicos, de la Nación Española. Incluso la Constitución de 1978 tiene en cuenta los componentes religiosos del nuevo Estado (…) el Estado sí necesita tener en cuenta a Dios, es decir, al Dios de las religiones positivas, para llevar a cabo sus cálculos políticos. La tesis “teórica” de un Estado laico o aconfesional, que se declara ignorante de todo componente religioso, es una de tantas ficciones de las constituciones laicas del presente. Pero no es una tesis real, ni defendible por tanto desde el punto de vista de una filosofía materialista no formalista”[8].
           
            Es difícil (e imposible en el espacio de este texto) explicar las tesis de Bueno sobre el laicismo, pero baste una cita amplia del Glosario del libro mencionado, en la entrada “Laico, laicismo”, en la que el propio Bueno expresa bastante bien su crítica al laicismo:
El Estado laico, en su situación más pura, ignora las religiones y ni siquiera las reconoce como una realidad social o institucional (como de algún modo las reconoce el llamado Estado aconfesional). Conviene subrayar la conexión efectiva (no ya jurídica, civil o canónica) entre el laicismo político y el formalismo constitucional del Estado de Derecho que se define como laico. El laicismo es, en efecto, un formalismo que toma en serio (con metodología idealista) la definición jurídico-constitucional del Estado laico como designación de un Estado político realmente existente. Ahora bien, desde una metodología materialista, el Estado carece de sentido al margen de su materia, representada entre otras cosas por la sociedad civil. Según esto, la definición laica del Estado no puede mostrarse como una definición real, sino puramente nominal e ideológica, porque si la sociedad civil es religiosa y vinculada a una religión que exige publicidad y propaganda fide, entonces el Estado laico sólo podrá ser reconocido, por el materialismo, como una superestructura jurídica, una ficción creada por el formalismo que supone la realidad de una sociedad política laica, aun cuando de hecho se manifiesta continuamente su condición religiosa en mil formas (templos, procesiones públicas, ritos de paso, establecimientos de enseñanza)[9].

            En esencia, Bueno viene a decir que la sociedad civil es parte de la materia del Estado, y que el Estado no puede ignorar que una buena parte de esa sociedad civil es predominantemente religiosa y más concretamente católica, y que por lo tanto sería puro formalismo que ese Estado ignorara esa religiosidad de su sociedad civil (de su materia) y gobernara como si de hecho la sociedad civil no fuera religiosa. Eso sería idealista e ideológico en tanto que ese Estado se estaría guiando por una idea falsa acerca de su propia materia. Y, en consecuencia, ese Estado idealista se buscaría su propia ruina al no lograr su objetivo de la eutaxia[10] o buen orden político, ya que al ignorar su propia realidad, su propia materia (la religiosidad de su mayoría social) su gobierno no sería eutáxico. La alternativa es, pues, que el Estado sí tenga en cuenta la religiosidad de la sociedad civil y eso afectará, por ejemplo, a su legislación en cuestiones como la interrupción del embarazo, la eutanasia, la educación, la investigación con células madres, el matrimonio homosexual, etc.

9. A la crítica de Bueno al laicismo como ideología idealista podemos responder de varias formas. En principio tiene todo el aspecto de una crítica conservadora que buscara justificar el confesionalismo de facto o criptoconfesionalismo del Estado y la actual CE. Parece decir que como la sociedad es mayoritariamente católica, el Estado debe legislar y gobernar de acuerdo a ese sentimiento católico mayoritario, y que una legislación laicista sería contra natura, entroncando en cierto modo con esa ideología conservadora que identifica de alguna forma el catolicismo con la esencia de España. Sin embargo, la falacia de esta crítica es precisamente su carácter conservador: viene a decir que como las cosas son así, así deben seguir siendo, como la sociedad es mayoritariamente católica, debe seguir siéndolo y la ley debe reflejar y reproducir ese catolicismo (pues los privilegios de la Iglesia Católica la perpetúan en la situación de poder e influencia de la que disfruta). De esta forma caemos en un círculo vicioso: como el catolicismo es mayoritario debe tener privilegios estatales, y esos privilegios le hacen ser mayoritario, y como es mayoritario…

            Desde una perspectiva más progresista, podríamos aceptar la crítica al laicismo y su acusación de idealista en el sentido de que Bueno tan solo estaría avisando del error estratégico en el que incurría un Gobierno si pretendiera implantar la laicidad en una sociedad predominantemente católica, por cuanto que esa laicidad no sería entendida ni compartida por la sociedad civil, con el consiguiente riesgo de que la ley no se cumpliera o incluso de rebelión. Si un Estado establece una ley que la sociedad no respeta, ese Estado o se desautoriza si lo consiente, o se ve obligado a usar un alto grado de represión para obligar al cumplimiento, lo que puede desembocar en rebelión. Más bien, ese Estado debería crear las condiciones previas para que la ley fuera aceptada por la mayoría (aunque fuera a regañadientes). Ayuda a esta interpretación tener en cuenta que Bueno tiene en mente la eutaxia y no la justicia, es decir, que la crítica al laicismo sería por sus consecuencias contrarias a la eutaxia y solo por eso. Recordemos la definición de eutaxia del Diccionario Filosófico de Pelayo García Sierra: “«Buen orden» dice en el contexto político, sobre todo, buen ordenamiento, en donde «bueno» significa capaz (en potencia o virtud) para mantenerse en el curso del tiempo. En este sentido, la eutaxia encuentra su mejor medida, si se trata como magnitud, en la duración. Cabe pensar en un sistema político dotado de un alto grado de eutaxia pero fundamentalmente injusto desde el punto de vista moral, si es que los súbditos se han identificado con el régimen, porque se les ha administrado algún «opio del pueblo» o por otros motivos”[11]. Es decir, que la crítica de Bueno sería un aviso a laicistas ingenuos: cómo lograr implantar una laicidad compatible con la eutaxia.

10. De cualquier forma, la cuestión parece ser qué actitud debe tener el Estado ante la religión cuando se da el hecho de que parte de su población pertenece a una religión concreta de forma mayoritaria. El principio laicista simplemente ignora ese hecho: le resulta irrelevante si la mayoría o la minoría social creen o practican tal o cual religión, es decir, considera irrelevante a la hora de legislar, gobernar y juzgar cuáles son las creencias privadas de la ciudadanía igual que ignora cuál es la raza mayoritaria o el color de tinte del pelo predominante en la sociedad. Y lo considera irrelevante en tanto que es algo que pertenece al ámbito privado del individuo y no al ámbito público en donde no tiene función alguna precisamente por ese carácter privado o particular[12]. La CE y Gustavo Bueno, por el contrario, consideran que sí son relevantes esas creencias hasta el punto de que consienten en que el Estado debe tenerlas en cuenta en su acción política. Y aquí está la clave: ¿cómo entender lo de tener “en cuenta las creencias religiosas de la sociedad” y la “consiguiente cooperación”? Tanto Bueno como las diferentes confesiones lo interpretan de una forma demasiado optimista para ellas: consideran que el Estado debe establecer privilegios hacia ellas en razón de su influencia social. Sin embargo, no necesariamente debe ser así: el Estado podría tener en cuenta las creencias religiosas pero para acabar con ellas, por ejemplo, igual que el Estado tiene en cuenta los índices de delincuencia juvenil o de maltrato de género pero no para promocionarlos sino para eliminarlos. De esta forma, un gobierno podría tener en cuenta las creencias religiosas para que disminuyeran y establecer la consiguiente cooperación con las confesiones religiosas, esto es, ninguna. Dicha interpretación es desde luego radical, pero no descabellada desde otro punto de vista: si el Estado debe subvencionar y privilegiar a las confesiones (y especialmente a la IC) porque su influencia es grande o significativa en la sociedad, por la misma razón, si las creencias religiosas en España fueran decayendo progresivamente y cada vez más aumentara el número de ateos y agnósticos sobre el de creyentes, sería lógico que el Estado lo tuviera en cuenta y estableciera las consiguientes relaciones de cooperación, es decir, cada vez menos y, en el límite, ninguna. O pensemos el caso de que los testigos de Jehová aumentaran hasta la mayoría social: ¿debería entonces el Estado prohibir las transfusiones de sangre por eso? Más lógico, y más coherente con el principio de pluralidad y convivencia en la diferencia, parece el principio laicista de que el Estado se separe de las religiones y actúe ignorando las creencias religiosas de los ciudadanos, sin privilegios ni discriminación para ninguno por razón de esas creencias particulares.

11. Hasta ahora hemos asumido como un hecho que el catolicismo es la religión mayoritaria en la sociedad española y qué consecuencias debía tener ese hecho hacia el Estado. Para acabar, pondremos en cuestión precisamente ese supuesto hecho, afirmando que es falso: el catolicismo no es la religión mayoritaria en España, o dicho en palabras del presidente Azaña: “España ya no es católica”. De ser cierto, entonces el Estado debería tenerlo en cuenta para reducir consecuentemente su cooperación con la Iglesia católica, o, si quiere ser totalmente consecuente, respetar el principio laicista tal cual. Es decir, respetando el tenor literal de la CE o el planteamiento de Bueno podemos llegar curiosamente a la conclusión contraria a la que quieren llegar el propio Bueno y la IC.

            Si el Estado ha de tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española hay una pregunta que suele pasar desapercibida pese a su crucial importancia: ¿y cómo puede saber el Estado cuáles son esas creencias? Hace falta alguna forma empírica de saberlo: haciendo la analogía con la financiación de los partidos políticos, el Estado establece formas de medir la influencia de un partido a la hora de financiarlo en función de esa influencia, y para eso establece criterios empíricos como son el número de escaños y el número de votos (art. 3 de la Ley Orgánica 8/2007, de 4 de julio, sobre financiación de los partidos políticos)[13]. 

            En cuanto a las creencias religiosas, el Estado no puede conocerlas directamente, consultando a la población, precisamente porque lo impide el art. 16.2 CE cuando dice: “Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias”. No le queda a los poderes públicos otra opción que saberlo indirectamente, pero ¿cuáles serían entonces los indicadores para medir esas creencias en la población? Uno podría ser la encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) que año tras año repite algunas preguntas sobre la religión, sin embargo, caben aquí dos apreciaciones: una, el carácter siempre aproximativo y falible de toda encuesta, y dos, el hecho de que según esa encuesta la tendencia es a una mayor disminución de la religiosidad en general y del catolicismo en particular. Otra opción sería tomar nota del número de fieles de cada confesión, pero esos datos tampoco son fiables dado que, por ejemplo, la IC computa como miembros a todos los bautizados (en su inmensa mayoría cuando son niños) y además dificulta enormemente la apostasía para quienes no desean seguir siendo considerados católicos, con lo cual no refleja para nada la realidad de cuántos católicos hay. Por otro lado, hay gente con creencias religiosas que no pertenece formalmente a ninguna confesión, y gente que abandona o cambia de creencias pero tampoco se da de baja en su anterior confesión. Tampoco serían significativos otros indicadores como la asistencia a ciertos rituales religiosos (bautismos, bodas, funerales o procesiones) puesto que gran cantidad de personas los practica más por cuestiones tradicionales, culturales o estéticas que por convicción religiosa auténtica. Tal vez, el único indicador más o menos fiable fuera el de la asistencia dominical al culto (o el día sagrado que cada confesión establezca) pero entonces el dato confirmaría nuestra hipótesis: en el caso del catolicismo, tan solo el 13,9% de los que se dicen católicos asiste a misa los domingos y solo el 2,2% lo hace varias veces por semana, mientras que el 58,8% de quienes de declaran católicos afirma no ir casi nunca a misa[14].

            Y para terminar, una última prueba de que España no es católica, y que pasa por la propia definición de “católico”: ¿quién es católico? Ya hemos visto que no basta con estar inscrito en el registro de bautismos, ni con asistir a ciertos rituales (bodas, comuniones, procesiones…), pero es que tampoco basta ni siquiera con la respuesta directa de cada individuo. No ya porque nadie esté obligado a declarar si es o no católico, sino porque aunque lo hiciera, los datos así obtenidos nos mostrarían la perspectiva emic de la cuestión, pero dicha perspectiva debería ser completada por otra etic. Es como si el Estado pretendiera saber cuántos defraudadores hay a la Hacienda Pública simplemente preguntando uno a uno a los ciudadanos: el resultado sería que ninguno. Desde una perspectiva etic, católica será aquella persona que, en su vida diaria, se comporte de forma coherente y conforme a lo que la IC establece en el Catecismo, pues no se nos ocurre otro criterio para distinguir a quien realmente es católico de quien meramente dice que es católico. Igual que tampoco nos vale la distinción entre católico creyente y católico practicante, pues sería como si un partido político pretendiese una mayor subvención en base a los votantes no-practicantes que pese a estar de acuerdo con su Programa no le han votado en las últimas elecciones. Por lo tanto, desde el punto de vista etic, solo podemos considerar católica a aquella persona que acude a la misa dominical, no tiene sexo ni pre y extramatrimonial ni homosexual, no se masturba, no usa métodos anticonceptivos, etc. No hace falta en este caso mucha encuesta para concluir que, desde la perspectiva etic, los católicos no son la mayoría social. De cualquier forma, sería imposible también para un Estado saber esto.

12. En conclusión, no tiene ningún sentido que la CE mande tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad puesto que es una tarea imposible: no hay ninguna forma en la que el Estado pueda conocer cuáles son esas creencias ni cuáles son mayoritarias ni minoritarias. Cualquier forma es defectuosa y problemática cuando no tramposa. Más lógico y más coherente sería que el Estado renunciara a saber de esas creencias y optara por no inmiscuirse en ese ámbito, separándose tajantemente de la religión y cumpliendo así con el principio laicista de separación de lo público y lo privado, de la política y la religión.

Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.

BIBLIOGRAFÍA
-Acuerdos entre el Estado Español y el Estado Vaticano.
-Gustavo BUENO (2007) La fe del ateo. Las verdaderas razones del enfrentamiento de la Iglesia con el Gobierno socialista, Ediciones Temas de Hoy S.A.
-Gustavo BUENO (1991), Primer ensayo sobre las categorías de las 'ciencias políticas', Cultural Riojana, Logroño. Disponible en internet.
-Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), abril de 2012, Barómetro de Abril, Estudio nº 2.941.
-Pelayo GARCÍA SIERRA (2000), Diccionario filosófico. Manual de materialismo filosófico. Una introducción analítica, Pentalfa, Oviedo. Disponible en internet.
-Ley Orgánica 8/2007, de 4 de julio, sobre financiación de los partidos políticos.
-R. LEDESMA Ramos (1933), “Qué son las JONS”, El Fascio, nº 1, 16 de marzo de 1933, pág. 15. Disponible en internet.
-Henri PEÑA-RUIZ (2001) La emancipación laica. Filosofía de la laicidad, Ediciones del Laberinto S.L.
-Gonzalo PUENTE OJEA (2007) Elogio del ateísmo. Los espejos de una ilusión, Siglo XXI de España Editores S.A.





[1] Se consideran Leyes Fundamentales del Franquismo al conjunto de leyes principales del Estado franquista y que, en ausencia de una Constitución, sostenían jurídicamente a la dictadura, y son las siguientes: Fuero del Trabajo (1938), Ley Constitutiva de las Cortes (1942), Fuero de los Españoles (1945), Ley del Referéndum Nacional (1945), Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado (1947), Ley de Principios del Movimiento Nacional (1958) y Ley Orgánica del Estado (1967). Conjuntamente se las puede considerar como una Carta Otorgada.
[2] No distinguimos aquí laicidad de laicismo como si fueran dos alternativas opuestas, ni damos un matiz positivo a la primera (laicidad abierta o plural) y peyorativo al segundo (laicismo cerrado o excluyente), como sí que hacen otros autores con intenciones criptoconfesionalistas. Por nuestra parte, y en línea con Henri Peña-Ruíz, entendemos la laicidad como la cualidad del Estado que es laico (que separa público de privado, política de religión) y el laicismo como el movimiento político tendente a conseguir ese estado laico: Peña-Ruiz (2001), pág. 36-38.
[3] Desde 1812 hasta 1869, desde 1876 a 1931 y desde 1938 (Fuero del Trabajo) hasta 1967 (reforma del Fuero de los Españoles de 1945).
[4] Las Leyes Fundamentales franquistas siempre afirmaron el confesionalismo de Estado, si bien la reforma de 1967 del Fuero de los Españoles admite cierta tolerancia hacia otras religiones pero con “desgana” como se desprende de su propio texto al excusarse a sí mismo de hacerlo por cumplimiento de los imperativos del Concilio Vaticano II.
[5] Esta interpretación tendría su máxima expresión en las tesis falangistas y jonsistas según las cuales el catolicismo expresa la esencia española más allá de la raza o la lengua, y por supuesto en el nacional-catolicismo. Basten unas palabras de Ledesma Ramos al respecto: “¿Cómo no vamos a ser católicos? Pues ¿no nos decimos titulares del alma nacional española, que ha dado precisamente al catolicismo lo más entrañable de ella: su salvación histórica y su imperio? La historia de la fe católica en Occidente, su esplendor y sus fatigas, se ha realizado con alma misma de España; es la historia de España” (Ledesma Ramos, 1933).
[6] Se conoce como Acuerdos con la Santa Sede a los Acuerdos entre el Estado Español y el Estado Vaticano firmados el 3 de enero de 1979 y son cuatro: sobre asuntos jurídicos, sobre enseñanza y asuntos culturales, sobre la asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas y el servicio militar de clérigos y religiosos, y sobre asuntos económicos. 
[7] Gonzalo Puente Ojea: “La llamada <<transición a la democracia>> en España. Del confesionalismo al criptoconfesionalismo. Una nueva forma de hegemonía de la Iglesia”, en Puente Ojea (2007), pág. 293-349.
[8] Bueno (2007), pág. 129-130.
[9] Bueno (2007), pág. 372.
[10] La eutaxia es el “buen orden” que debe conseguir el gobierno de un Estado para mantenerse en el tiempo, siendo capaz de hacer converger a las distintas partes gobernadas y en principio divergentes. Es importante señalar que la eutaxia no implica la justicia: un Estado puede ser eutáxico y al mismo tiempo injusto (e incluso mantener su orden precisamente por esa injusticia).
[11] García Sierra, Pelayo (2000), pág. 561. También en internet.
Sobre la eutaxia, véase también Bueno (1991), pág. 362.
[12] El principio laicista distingue público de privado, entendiendo lo público como el ámbito de todos sin exclusión que se rige, y en el que se determinan, las normas de convivencia que afectan a todos por igual y que todos aceptan. Es un ámbito, por tanto, de diálogo racional donde no caben las “razones” privadas. El ámbito privado es aquel donde se encuentran las creencias, gustos o preferencias de los individuos y que resultan válidos o valiosos para él pero que no tienen porqué serlo necesariamente por los demás. De ahí que el Estado garantice la libertad en ese ámbito privado absteniéndose de intervenir en él, y a su vez impida injerencias desde ese ámbito privado en el público, para evitar que los contenidos privados y particulares de alguien o un grupo puedan imponerse a todos los demás como si fueran universales cuando no lo son. De ahí que el Estado laico separe tajantemente religión y política.
[13] “Uno. El Estado otorgará a los partidos políticos con representación en el Congreso de los Diputados, subvenciones anuales no condicionadas, con cargo a los Presupuestos Generales del Estado, para atender sus gastos de funcionamiento.
Igualmente, podrá incluirse en los Presupuestos Generales del Estado una asignación anual para sufragar los gastos de seguridad en los que incurran los partidos políticos para mantener su actividad política e institucional.
Dos. Dichas subvenciones se distribuirán en función del número de escaños y de votos obtenidos por cada partido político en las últimas elecciones a la indicada Cámara.
Para la asignación de tales subvenciones se dividirá la correspondiente consignación presupuestaria en tres cantidades iguales. Una de ellas se distribuirá en proporción al número de escaños obtenidos por cada partido político en las últimas elecciones al Congreso de los Diputados y las dos restantes proporcionalmente a todos los votos obtenidos por cada partido en dichas elecciones.
Tres. Igualmente, las Comunidades Autónomas podrán otorgar a los partidos políticos con representación en sus respectivas Asambleas Legislativas, subvenciones anuales no condicionadas, con cargo a los Presupuestos autonómicos correspondientes, para atender sus gastos de funcionamiento.
Dichas subvenciones se distribuirán en función del número de escaños y de votos obtenidos por cada partido político en las últimas elecciones a las indicadas Asambleas Legislativas, en proporción y de acuerdo con los criterios que establezca la correspondiente normativa autonómica.” (art. 3 de la LOFPP).
[14] Datos del barómetro de abril de 2012 del CIS (estudio nº 2.941), preguntas 28 y 28a.

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