Coronavirus: cuando el enemigo está en casa (Andrés Carmona)




18/07/2020

La pandemia de COVID-19 es un fenómeno complejo que requiere de la complementariedad de puntos de vista muy distintos: médico, económico, político, etc., y también antropológico. Vamos a intentar aproximarnos aquí desde esta perspectiva.


A estas alturas, y aunque todavía (y siempre) nosfaltará mucho por conocer, ya sabemos bastantes aspectos importantes sobre el coronavirus y los factores de riesgo en su contagio. Se transmite por las gotículas que expulsamos al aire al respirar, hablar o toser, y nos infectamos por contacto directo con ellas al respirarlas o a través de las manos si nos tocamos los ojos, nariz o boca.

La probabilidad de contagio depende de muchos factores que pueden elevar o disminuir el riesgo de contagio. Este es menor en espacios abiertos que cerrados, porque el aire dispersa las gotículas, y por la misma razón, en espacios cerrados bien ventilados que mal ventilados. También es menor por contacto con superficies por la carga viral: que una superficie tenga coronavirus no implica que tenga suficiente virus como para provocar la enfermedad. Otros factores son la distancia (de ahí el 1,5 m de seguridad), el tiempo de exposición o la densidad de gente en un espacio. Lo anterior hace que la probabilidad de contagiarse en la calle o hablando un rato con alguien sea bastante pequeña. Si a esto añadimos el uso de mascarillas y el lavado de manos, la probabilidad se reduce mucho más (y más todavía si tenemos en cuenta a la población inmune y a la inmunizada).

Sin embargo sigue habiendo rebrotes. Estos se dan, principalmente, en espacios cerrados, con alta densidad, mucho tiempo de exposición y en donde no se guardan medidas de seguridad como la distancia social, las mascarillas o lavarse las manos. Uno de estos focos de alto riesgo son los espacios hacinados donde mal conviven trabajadores explotados como los temporeros. Ha sido el caso de Huesca. En parte pasa también en las residencias de mayores, repletas de población de riesgo por la edad y la comorbilidad con otras enfermedades.

Pero otro de estos focos son las reuniones con familiares y amigos alrededor de la comida y la bebida: bodas, comuniones, bautizos, cumpleaños o meras visitas para comer y beber juntos. Juntarse con familiares y amigos a comer y/o beber es una actividad de alto riesgo de contagio y propagación del coronavirus (o de otros virus, como el de la gripe común). Lo es porque, por su propia esencia y dinámica, estas reuniones son incompatibles con las medidas de seguridad: distancia de 1,5 m, mascarilla, etc. Y más si se hacen en espacios cerrados y pequeños (alta densidad). Imagine ir a comer con sus padres o hermanos sin besos, abrazos, sin tocarse, bajando la mascarilla solo para ingerir el bocado o sorbo y ponérsela justo después, a 1,5 m unos de otros, lavándose las manos cada dos por tres, etc. Es algo antinatural (además de incomodísimo). Como antinatural es no hacer este tipo de reuniones sociales.

Y aquí es donde está el elemento antropológico de la cuestión. Las reuniones familiares y con amigos, pese a ser de altísimo riesgo, no son percibidas así ni se toman las medidas de seguridad proporcionales a su riesgo. Lo que contrasta con la desproporción en las medidas de seguridad que tomamos en otras situaciones de riesgo mucho menor. Por ejemplo, somos capaces de estar mucho tiempo hablando y comiendo sin mascarilla y cerca de unos parientes en un espacio cerrado (altísimo riesgo de contagio) pero ponernos inmediatamente la mascarilla y guardar la distancia social con un extraño que se nos acerque por la calle y con el que intercambiemos unas pocas palabras (muy bajo riesgo). Es algo así como ponerme el cinturón de seguridad para aparcar el coche y quitármelo cuando voy a 200 km/h por una carretera secundaria de doble sentido y adelantando en las curvas por el carril izquierdo.

Esa paradoja tiene que ver con lo que en Antropología se conoce como “Nosotros y Ellos” (mejor: nosotros versus ellos). Es la conciencia, que se remonta a nuestro pasado paleolítico cazador-recolector, por la que nuestro grupo de referencia es bueno y seguro, mientras que los demás, los extraños, los de fuera, son malos y peligrosos. Esta conciencia explica nuestra tendencia (o prejuicio) al racismo o la xenofobia, o simplemente a desconfiar de los desconocidos, pero también nos sirve para entender cómo resuelve nuestra mente la disonancia cognitiva en la que consiste la paradoja anterior.

Sabemos que las reuniones con familiares o amigos son muy peligrosas porque en ellas se juntan todos los factores objetivos de riesgo. Pero nuestra mente, simplemente, ignora eso o minusvalora ese riesgo a la vez que sobrevalora el riesgo (objetivamente mucho menor) de contagio con extraños. Se produce así una (falsa) sensación de seguridad al estar con los “nuestros” que se compensa con otra (falsa) sensación de inseguridad al estar con los “otros”. Esto se refuerza con el sobresfuerzo que hacemos para protegernos de un posible (y más improbable) contagio exterior (mascarilla, guantes, limpiar las suelas de los zapatos…) y que nos tranquiliza pensando que ya hemos hecho bastante y que con los “nuestros” podemos relajarnos (pese a que el riesgo de contagio es mayor).

También contribuye la presión social: intente mantener medidas de seguridad en una comida con amigos y cuente cuántos minutos pasan hasta que uno de ellos le diga: “¿Es que no te vas a quitar la mascarilla?”. Tiene su lógica (antropológica): nuestra mente ve normal protegerse de los “otros” pero no de los “nuestros”. Es más, es insultante: es una muestra de desconfianza o una forma de tratarles como sospechosos o sucios: ¡como si fueran extraños! Haga este experimento: invite a familiares a su casa y establezca y haga cumplir las medidas de seguridad. Su casa será un lugar muy seguro… pero recibirá pocas visitas, ¡qué ironía!

Nuestra mente coloca el peligro en el exterior, en los de fuera, los otros, mientras que se tranquiliza cuando estamos con los “nuestros”. Es lo mismo que le sucede a la mente del racista o el xenófobo: su mente solo registra (y se escandaliza) ante delitos cometidos por extranjeros y desatiende los cometidos por compatriotas (incluso aunque se le muestren los datos objetivos sobre número de delitos, proporciones y otros datos contextuales y estadísticos sobre la cuestión).

Compare usted mismo lo que hace al ir a trabajar y cuando se junta a comer con familiares o amigos. Medido objetivamente, los factores de riesgo son mayores en esa comida que en el trabajo, pero seguro que usted toma más precauciones en el trabajo que en esa comida. Si le pasa algo similar cuando tiene que tratar con un compatriota que con un extranjero, hágaselo mirar.

Sucede algo parecido con las violaciones y abusos sexuales. Objetivamente, según los datos, la gran mayoría se producen en entornos cercanos y por personas conocidas (parientes o amigos). La típica escena del extraño que viola a alguien por la calle es mucho menos probable a que lo haga un amigo o pariente. Pero las medidas de seguridad se hacen más pensando en el violador que es un extraño que en el que es alguien cercano. Los padres educan a sus hijas diciéndoles que no vayan solas por calles desiertas ni oscuras, pero no les advierten de que tengan cuidado con sus tíos, por ejemplo. Paradójicamente, decirle a la hija que no venga sola por la calle y que procure que la acompañe un amigo, la puede estar lanzando dentro de la boca del lobo. Es curioso, por ejemplo, que entre católicos haya tan poco miedo a que curas o catequistas violen a sus hijos (pese a los datos disponibles) en contraste con el miedo a que los viole un extraño o una “manada” de “menas” inmigrantes y musulmanes (más improbable comparado con la probabilidad de que lo haga un sacerdote si atendemos al número de abusos cometidos por unos y otros).

Si seguimos a este ritmo de rebrotes, dentro de poco se descontrolarán los contagios de nuevo. Otro confinamiento masivo sería una medida eficaz (tal como lo ha demostrado). Pero tal vez sería más eficiente (igual de eficaz pero a menor coste) prohibir las comidas sociales: cumpleaños, bodas y celebraciones así, incluidas las comidas familiares (especialmente con abuelos). Pero ¿qué gobierno se atrevería a hacer algo así? Nuestra mente moldeada durante miles de años en el esquema “Nosotros vs. ellos” no lo admitiría. ¿Cómo voy a pensar que mi familia es más peligrosa que los extraños? ¿Cómo va a ser más peligroso comer en una habitación cerrada con mis padres durante dos horas que hablar con un desconocido en la calle durante unos minutos? Al final no quedará otra que el confinamiento masivo, que no es sino una forma encubierta de matar moscas a cañonazos: prohibir los focos de más riesgo (como las comidas familiares) prohibiendo todo tipo de contacto independientemente de su riesgo (y de las consecuencias económicas). Otra paradoja: nos es más fácil no hacer esas reuniones familiares de alto riesgo si nos confinan a cada uno en su casa que si simplemente nos prohibieran hacerlas permitiéndonos lo demás.

¡Ojo!, no estoy pidiendo la prohibición de comidas familiares o entre amigos. Aunque solo sea porque no se cumpliría. Pero es que somos humanos y nuestra mente funciona así. Si fuésemos robots seguramente haríamos las cosas de otra manera. ¿Acaso cree que los sanitarios que han sufrido en primera línea no hacen lo mismo que usted cuando visitan a sus padres, hermanos o amigos? También son humanos.

Por otra parte, acabar con el coronavirus es urgente, pero la vida social y familiar también es importante, y ambos objetivos debemos ponderarlos y asumir los riesgos de tal ponderación. Sin comidas familiares tal vez estuviéramos más seguros, pero ¿queremos vivir así (aunque solo sea hasta que haya vacuna)?

No obstante, tampoco estaría de más pensar que, cuando se nos pide responsabilidad individual, no solo se refiere a medidas ante extraños sino también (y sobre todo) hacia conocidos y familiares, por contraintuitivo que nos parezca.

Mientras tanto, siempre podemos consolarnos comiendo y bebiendo sin mascarilla ni distancia de seguridad en una habitación cerrada, mientras despotricamos de los chavales que hacen botellón al aire libre y que, por supuesto, son los “verdaderos” culpables de los rebrotes. Especialmente los hijos de los demás, por supuesto. Ah, y los inmigrantes, claro.

Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria. Coautor del libro Profesor de Secundaria, y colaborador en la obra colectiva Elogio del Cientificismo junto a Mario Bunge et al

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