Ruleta rusa y coronavirus: ¿hay una solución científica para la crisis sanitaria y económica?
Imagen del mago Manolo Talman y su efecto Ruleta Rusa.
14/05/2020
La
pandemia de coronavirus ha hecho que distintos países reaccionen de forma diferente,
sobre todo variando la intensidad de los mecanismos para frenar los contagios,
proteger a los grupos de riesgo, evitar los colapsos del sistema sanitario y no destruir la economía.
Entre los extremos de simplemente no hacer nada y dejar pasar, hasta los
confinamientos más largos y duros, hay un abanico de opciones intermedias más o
menos cercanas a cada lado. Suecia sería un ejemplo de medidas más suaves y
España de las más duras. A esto hay que añadir que unas medidas son más
liberales (apelan a la libertad y responsabilidad individual), y otras más
autoritarias (colectivas y sancionadoras), unas son más específicas
(confinamiento a ciertos grupos) y otras más generales (confinamiento a todo el
mundo). Pero ¿hay alguna forma de saber cuál es mejor?
La pregunta es difícil porque depende
de qué entendamos por “mejor”. Mejor ¿a corto, medio o largo plazo?, ¿reducir
el número de muertes inmediatamente o a la larga?, ¿salud o economía?... Vamos
a suponer que aquí “mejor” significa “óptimo” a la hora de equilibrar los
riesgos de la pandemia y los de la economía. Ahora queremos saber qué medida es
la mejor para lograrlo: no hacer nada, confinamiento voluntario u obligatorio,
selectivo o universal, etc. Lo que intentaré explicar es que no hay una respuesta científicamente satisfactoria. Simplemente porque la ciencia es
así: es sabia. Y la sabiduría ya la resumió el hombre más sabio de Atenas según
el oráculo de Delphos, o sea, Sócrates: “Solo sé que no sé nada”. Para quien
sea incapaz de aceptar esto, hay alternativas: la religión, la magia, el
espiritismo, la videncia, la astrología, las revelaciones marianas o
extraterrestres…, youtube… Y esto
vale también para quienes pretenden una solución científica para esta crisis
sanitaria y económica: no la hay. La solución será (y debe ser) necesariamente política. Veamos por qué.
Tenemos una pandemia y queremos acabar con
ella, sin perjudicar de paso a la economía. Para eso tomamos unas medidas.
Pero, ¿cómo saber que hemos tomado la mejor de todas? En principio, viendo si
funciona: si la pandemia remite y finalmente se acaba, y el país no se sume en
la ruina por el camino, es que hemos hecho bien. Pero científicamente eso es
insuficiente. Podríamos estar cayendo en una falacia post hoc, ergo propter hoc
de manual: hago A, ocurre B, por tanto, A es la causa de B. Es el error básico
de las supersticiones: tengo una pata de conejo, me toca la lotería, por tanto,
la causa de que me toque la lotería es mi pata de conejo. Para evitarlo, no
queda más remedio que aislar la variable y comparar. En ciencia, para saber si
una variable es la causa de un efecto se construye un experimento en el que se
comparan dos situaciones totalmente iguales excepto en la variable estudiada.
Si el resultado es igual en ambos casos, la variable es irrelevante, si no lo
es, entonces la variable es la causante de esa diferencia (y lo repetimos
muchas veces para saber también que no es puro azar). En el ejemplo mencionado,
dos personas compran lotería varias veces, una tiene una pata de conejo y la
otra no: se trata de ver si a una le tocaría la lotería muchas más veces que a
la otra.
En el caso de pandemia, un Estado podría estar
tomando medidas y acabar con ella. Pero, ¿cómo saber si la pandemia ha acabado
por esas medidas y no por otra cosa? ¿Y cómo saber si otras medidas distintas
no habrían acabado con la pandemia igualmente o incluso a un menor coste? La
primera pregunta requeriría comparar esa medida con simplemente no hacer nada. En
principio, cabe la hipótesis de que la pandemia remitiera por sí sola y que, se
hiciera lo que se hiciera, sus efectos fueran iguales (si acaso que ocurrieran
más tarde o más temprano). Incluso que no hacer nada tuviera mejores resultados
que hacer cualquier cosa. Esta opción no se ha ensayado, ni siquiera en Gran
Bretaña. Se estima que el coste humano en víctimas del propio virus y del
colapso de las UCI sería excesivo. Pero es una estimación, no es empírico
porque no se ha dejado que ocurra. No obstante, la probabilidad de esa
hipótesis es tan baja que por eso mismo ni se ha ensayado. Su probabilidad
viene a ser la misma que tomar la única medida de rezar a Dios o a la virgen
favorita de cada cual y no hacer ninguna otra cosa (una medida así no la ha
tomado ni siquiera la única teocracia que queda en Europa: el Vaticano).
Suponiendo que no hacer nada, o meramente rezar, no
son opciones, ¿qué medida es mejor que otra? Los medicamentos, por ejemplo, no
se comparan con no hacer nada, sino con otros medicamentos o con placebos,
asumiendo que hacer algo, o por lo menos simularlo, ya de por sí es mejor que
no hacer nada. Pero aquí es importante no perder de vista una condición
científica como es caeteris paribus: si
todo lo demás no cambia. Por ejemplo, para saber si un medicamento es efectivo,
se compara a dos grupos de pacientes con los mismos síntomas. A uno se le
administra un placebo y al otro el medicamento estudiado (sin que ellos sepan
cuál se les administra ni tampoco los médicos que los analizan: experimento
doble ciego). Si ambos mejoran igual, el medicamento no vale, pero si el del
medicamento mejora más que el del placebo entonces sí vale (si empeora respecto
del placebo lo que tendríamos ¡es un veneno!). Pero para eso es muy importante
que todo lo demás no cambie. Por ejemplo, si los pacientes de un grupo hacen
deporte y los del otro no, no podríamos saber si la mejoría se debe al
medicamento o al deporte.
En un laboratorio es relativamente fácil hacer estos
experimentos, donde se puede aislar cada variable y controlar que todo funcione
caeteris paribus. Fuera del
laboratorio es mucho más difícil, así como extrapolar los resultados obtenidos
en un laboratorio a fuera del mismo. Esto sucede sobre todo en las ciencias
humanas y sociales. ¿Cómo saber que una psicoterapia, una metodología docente,
una medida económica o una política social está siendo efectiva por sí misma y
no por otro factor?, ¿o que es mejor que nada?, ¿o que es mejor que otra medida
alternativa?
La dificultad es cómo comparar en condiciones caeteris paribus. No tenemos dos Españas
exactamente iguales en las que podamos hacer una cosa en una y otra en la otra
y ver qué pasa. Eso puede que esté pasando en las innumerables Españas de los innumerables
universos paralelos pero, como no podemos viajar de uno a otro, de nada nos
sirve. Y, además, necesitaríamos varias Españas iguales, para evitar el puro
azar.
Comparar con otros países tampoco vale y ya debería
ser evidente por qué: no se cumple la condición caeteris paribus. De hecho no se cumple ni siquiera dentro del
propio país entre sus regiones. Las diferencias demográficas, climáticas,
alimenticias, culturales, etc., de cada región o país son tantas que una medida
efectiva o más efectiva en un sitio podría ser nula o peor en otro lugar. Ese
es el error de compararnos con China o Corea del Sur, por ejemplo. Sus medidas
contra la pandemia han sido muy distintas, y parece ser que ambas efectivas,
pero no se puede saber si las medidas chinas hubieran valido en Corea del Sur o
las surcoreanas en China, ni tampoco si unas u otras son las mejores o no en
las condiciones españolas. Pasa igual con los resultados de las pruebas PISA:
Finlandia y Corea del Sur tienen los mejores resultados con metodologías
docentes totalmente opuestas. Y puede que lo que sirve en uno y otro no sirva
en los demás países.
Lo
mismo vale para la experiencia acumulada de anteriores pandemias (como la gripe
española, por ejemplo). La distancia temporal y los grandes cambios habidos
desde entonces afectan negativamente a la condición caeteris
paribus.
Podría aplicarse aquí la conocida en Psicología
como letanía de Paul, que indica: “¿Qué
tratamiento, realizado por quién, es el
más efectivo para esta persona, con este problema concreto, y bajo qué conjunto de circunstancias?”. Algo
así como que cada paciente requiere un tratamiento distinto y particularizado y
que no valen las soluciones generales para todos. Del mismo modo, cada país (o
región) requeriría una solución específica en función de sus características.
Parafraseando: “¿Qué medidas, realizadas
por qué gobierno, son las más
efectivas para esta sociedad, con este problema concreto, y bajo qué conjunto de circunstancias?”. Pero,
¿cómo saberlo?
Lo anterior no significa que no pueda hacerse nada.
De hecho está haciéndose, y mucho. La ciencia lo que hace es recoger muchos
datos y construir modelos. Pero son eso, modelos, y ya se sabe que un modelo es
como un mapa: andamos sobre el terreno, no sobre el mapa. Los modelos son
aproximaciones, pero no son verdades absolutas (como nada lo es en ciencia). El
modelo geocéntrico estuvo vigente y fue sumamente práctico durante mucho
tiempo, pese a estar equivocado. O el de la física newtoniana hasta Einstein. Con
esos modelos podemos estimar qué podría pasar teniendo en cuenta esto y esto (lo
que sabemos por ahora y sin olvidar lo mucho más que no sabemos) y suponiendo
que todo lo demás es irrelevante (que ya es suponer mucho). Dicho sea de paso,
eso explica por qué parece que a veces la ciencia va dando bandazos, y que unas
veces dice una cosa y otras veces otras: porque conforme aumenta lo que sabe y
va descubriendo, van cambiando las conclusiones siempre provisionales. La
ciencia se corrige a sí misma interminablemente, para disgusto de quienes “necesitan”
verdades inamovibles. En estas circunstancias esto se agrava porque la sed de
información nueva está llevando a que se publiquen y difundan estudios
preliminares como si ya fueran concluyentes. De ahí que sea posible encontrar
un estudio que “demuestra” casi cualquier conclusión que queramos.
Pero entonces, ¿qué nos ofrece la ciencia? Pues
datos, hipótesis, modelos, teorías, experimentos, y sobre todo probabilidades…
Ni más, ni menos: no nos ofrece respuestas definitivas, absolutas, ni tampoco
ocurrencias ni charlatanería. Y esto que nos ofrece la ciencia es lo mejor que
tenemos disponible. No puede ofrecernos más (certezas, dogmas) porque sería
imposible; conformarnos con menos (charlatanería, pseudociencia, religión,
cuñadismo…) sería irresponsable.
Es importante remarcar que la ciencia ofrece sobre
todo probabilidades, no certezas. Y, normalmente, ofrece varias y entre las que
hay que elegir. Y esto es importante: la ciencia no ofrece criterios
científicos para elegir entre ellas. Esa decisión ya no le compete a la
ciencia, ahí es donde entra la política
basada en ciencia. Veamos un ejemplo sencillo para entenderlo. La ciencia
puede calcular la probabilidad de las diferentes opciones en un juego de azar. Por
ejemplo, la ruleta rusa. Imagine el escenario. Una pistola de seis balas
cargada con solo una y cuyo cargador se gira una sola vez. Puedes jugar hasta
cinco veces seguidas o hasta que te toque la bala, claro. Si no juegas, no
ganas nada. Si juegas una vez (y no mueres) tienes un premio, y si sigues
jugando (sin morir) el premio se incrementa exponencialmente o más: si llegas a
dispararte cinco veces sin morir ganas un premio desorbitante (puedes jugar una
sexta vez si quieres, pero entonces el premio seguro es el cielo de tu religión
favorita, o el infierno, depende de si tu religión castiga allí a los muy
tontos). ¿Qué puede decirnos la ciencia al respecto? La ciencia puede calcular
las probabilidades de cada una de las opciones. No jugar no tiene premio, jugar
una sola vez tiene 5/6 de probabilidades de ganar (pero 1/6 de probabilidades de
morir), jugar dos veces tiene una probabilidad mucho menor pero un premio mucho
mayor… y jugar cinco veces tiene una probabilidad ínfima pero un premio
increíble. También puede detectar errores de razonamiento, por ejemplo, pensar
que si antes que yo ha jugado otro, y ha muerto a la primera, la probabilidad
de que yo muera a la primera es menor (falacia del jugador: el azar no
“recuerda” los resultados anteriores; si la moneda sale cara una vez, no es más
probable que salga cruz la siguiente).
¿Qué opción es la mejor? No hay respuesta
científica a esta pregunta. No entra en su ámbito. Como mucho la economía estándar
podría darnos modelos basados en decisiones racionales con cálculo de costes y
beneficios esperados realizados por un homo
oeconomicus que tiene información completa, y la teoría de juegos o la
economía conductual podrían hablarnos de estrategias (minimax, maximin…), de la
psicología sobre toma de decisiones en situaciones de riesgo e incertidumbre
(maximizadores, satisfacedores…), etc. Pero no hay una opción que sea
científicamente mejor que las demás. Porque eso depende de criterios no
científicos. Depende de en qué grado intermedio me encuentre entre los extremos
de si quiero conservar mi vida a toda costa (sin hacerme rico) o si deseo a
toda costa hacerme rico (aun a riesgo de mi vida). Si un matemático dijera que
la mejor opción es jugar hasta tres veces, esa opinión no sería científica y
tendría el mismo valor que la de cualquier otra persona, porque ahora ya no
opina como matemático sino como cualquier hijo de vecino. Pero entonces nos
salimos del ámbito estrictamente científico y entramos en otros, como los de
los valores (axiología) o la ética. Si extendemos el ejemplo a sociedades
enteras entramos en la política.
Sucede algo así en los debates sobre la
legalización de las drogas, por ejemplo. No se trata solo de una cuestión
médica o relativa a la salud, sino también a la libertad, la economía, la
ética, etc. Legalizarla o no legalizarla no es una cuestión científica, sino
política. La ciencia puede aportar la información disponible sobre las drogas,
sus efectos, etc., e incluso modelos de lo que podría pasar suponiendo tales o
cuales variables. Pero la decisión definitiva ya no es científica, sino
política, y así debe ser.
En el caso que nos ocupa, la pandemia y la crisis
económica, la situación es de mayor incertidumbre que el ejemplo de la ruleta
rusa. En este, las matemáticas pueden calcular con precisión todas las opciones
y sus probabilidades. En el otro caso no. Las diferentes opciones disponibles
(confinamiento suave o duro, selectivo o universal…) y sus consecuencias (según
los modelos) no pueden calcularse con la misma precisión ni pueden compararse (a
la perfección) empíricamente con nada (por lo de caeteris paribus). Y aunque mejorara la precisión de los modelos
(que va mejorando conforme aumentan los datos y las investigaciones), aun así
sigue habiendo un abanico de opciones con probabilidades entre las que hay que
elegir con criterios no científicos sino políticos (valorativos).
La toma de decisiones políticas de este tipo son
sumamente difíciles, de las más difíciles de todas: información incompleta,
incertidumbre y riesgo, efectos colaterales impredecibles…, alternativas
difíciles (salud o economía, resultados a corto y a la largo plazo…). Y todo
con estimaciones y probabilidades. Simplifiquemos a efectos didácticos:
|
Probabilidad de
beneficios/perjuicios sanitarios
|
Probabilidad de
beneficios/perjuicios a la economía
|
Opción A
|
80-20
|
90-10
|
Opción B
|
70-30
|
20-80
|
Opción C
|
40-60
|
65-35
|
Opción D
|
15-85
|
25-75
|
Supongamos que tenemos solo cuatro opciones
disponibles cuya probabilidad de afectar positiva o negativamente a la sanidad
y la economía fuera la de esa tabla. Parece claro que la mejor opción es la A:
hay un 80% de probabilidad de beneficiar a la sanidad y solo un 10% de
perjudicar la economía. La opción D es la peor de todas. Con todo, hay que
recordar que son probabilidades: podríamos tomar la opción A y que de hecho se
cumpliera el peor escenario. Pero parece un riesgo asumible, sobre todo
comparado con las demás opciones. Y sin olvidar que el aumento de la
información fiable disponible podría modificar esas probabilidades (¡incluso
que las de alguna opción se invirtiesen!).
El problema es que ahora mismo no parece que
ninguna opción real sea del tipo A, es decir, medidas que gocen de un amplio
consenso científico sobre sus probabilidades de éxito en todos los sentidos
(nos acercaremos a ella cuando tengamos la vacuna). Si acaso, las
recomendaciones sobre higiene y distanciamiento social. Pero las demás (tipos
de confinamiento, etc.) son más bien del tipo B y C (también hay medidas del tipo
D, pero esas no las consideramos, por ejemplo: no hacer nada, las “coronafiestas”,
las antivacunas o las de tipo conspiranoico que ahora pululan por la red).
Cualquier decisión que tome un gobierno es probable
que parecerá desacertada comparada con el juicio al respecto que pueda hacerse a posteriori, con más información y
sabiendo el resultado. Así como puede descalificarse en el mismo momento
ofreciendo una alternativa igualmente hipotética (sobre todo si no tengo la
responsabilidad de ponerla en práctica y asumir sus consecuencias si luego sale
mal). De ahí que gobierno y oposición estén condenados a no entenderse (sobre
todo si, además, no quieren hacerlo de antemano). Una medida del gobierno del
tipo que hemos llamado B en la tabla podría ser criticada por la oposición
ofreciendo una alternativa de tipo C (o a la inversa). Volviendo al ejemplo de
la ruleta rusa: quien decida no jugar puede ser criticado de cobarde, pero
quien juegue una vez y muera puede ser criticado de imprudente. Y puede usarse
la misma evidencia científica a favor de cada opción. ¿Es mejor un
confinamiento masivo o solo confinar a los grupos de riesgo? Ambos tienen
(probables) beneficios y perjuicios así como efectos secundarios y otros
impredecibles. Añadamos los problemas que plantean otras opciones que implican
dilemas sobre inteligencia artificial (IA) y otras tecnologías y las libertades
individuales, etc. Y, en cualquier caso, se haga lo que se haga, siempre
quedará la duda de qué habría pasado si se hubiera hecho otra cosa.
En conclusión, la toma de decisiones sobre cómo
actuar en esta crisis sanitaria y económica no es puramente científica sino, en
última instancia, política. Y así debe ser si esto es una democracia. En
democracia, los científicos tienen autoridad
pero no poder. En democracia, las
decisiones deben tomarse con razones y argumentos que tengan su base en la
información científica, pero la base o cimiento no es el edificio. Sobre el
mismo cimiento (información científica) pueden construirse varios edificios
distintos (las distintas opciones políticas entre las que hay que elegir),
igual que hay edificios que no son aptos sobre ese cimiento (las opciones
pseudocientíficas o sin base científica alguna). En democracia, el pueblo tiene
el poder y lo ejerce a través de sus representantes (por lo menos en teoría), y
dichos representantes tienen la obligación de debatir y dialogar entre ellos
sobre las diferentes opciones con base científica que tienen disponibles. Y, para
disgusto de dogmáticos, no hay una única opción disponible, por lo menos, por
ahora, y puede que nunca la haya y no nos quede más que el diálogo. Sea como
sea, la ciencia seguirá siendo necesaria
(aunque no suficiente).
Para ampliar: Andrés Carmona: “Cientificismo
político”, en Bunge, Mario et
al. (2017), Elogio del cientificismo,
Pamplona: Laetoli.
Andrés
Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de
Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.
Excelente trabajo. Te felicito.
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