Veganismo, libertad religiosa y laicidad (y II)
09/01/2020
La justicia británica ha
reconocido al veganismo como “religión” para incluirlo como una
opción de conciencia frente a la discriminación, junto a otros motivos como el color de
piel o el sexo. Exactamente, lo que ha hecho ha sido equipararlo a una
religión, como si fuera una religión,
ampliando el concepto de libertad religiosa (lo hemos explicado aquí).
El caso es que dicho reconocimiento ha suscitado algunas críticas y dudas al
respecto que ya mencionábamos en ese texto. Vamos a intentar ahora profundizar
un poco más en ellos.
Por ejemplo, en el diario El País, varios
filósofos planteaban sus dudas sobre lo acertado de dicha decisión.
Uno de ellos, Germán Cano, decía: “Podemos llegar al absurdo de que cualquier
forma de vida se reivindique como un derecho; pero es un terreno peligroso. La
ofensa al veganismo no es tan grave como a la raza, la sexualidad o la
religión”.
En respuesta a Germán Cano
podemos decir dos cosas. Una, que efectivamente, sería un absurdo considerar
cualquier forma de vida como un derecho. Pero es que el veganismo no es
cualquier forma de vida: es una forma de vida basada en una conciencia ética. Remitimos
al otro texto en la diferencia entre preferencias, gustos y
opiniones por un lado, y conciencia (religiosa o no), por otro. Es importante
señalar aquí que lo que se protege no es el veganismo como tal, sino la
libertad de conciencia (cuyo contenido puede ser el veganismo, o el catolicismo
o el islam). Por tanto, no es que el veganismo sea equiparable al color de piel
o la sexualidad a la hora de la prohibir la discriminación, sino que lo que es
equiparable es la libertad de conciencia de quien decide vivir conforme a esa
ética.
Por conciencia entendemos
aquí unas creencias (religiosas o no) con implicaciones prácticas que dotan al
sujeto de cierta identidad, sentido y estima, cuyo incumplimiento le supondrían
el daño moral de sentirse sucio o traidor a sí mismo. No se trata de cualquier
tipo de creencia sino de convicciones fuertes y profundas, y por las que el
sujeto es capaz de ciertos sacrificios personales, lo que las distingue de las
meras preferencias, gustos u opiniones.
No obstante lo anterior,
la libertad de conciencia no es un derecho absoluto, como ninguno lo es. La
libertad de conciencia es un derecho más, pero que ha de compatibilizarse con
los demás derechos, con las leyes y con las demás instituciones que conforman
el sistema jurídico que posibilita a la propia libertad de conciencia y demás
derechos.
Por lo anterior, cualquier
conciencia no queda automáticamente protegida. Ciertas conciencias quedan
fuera, por ejemplo, las de contenido sexista, homófobo o xenófobo. Nadie duda
de que la convicción racista de un miembro del Ku Kux Klan sea tan fuerte y
profunda como la de un vegano o un testigo de Jehová. La diferencia es que el
marco jurídico-filosófico que protege la libertad de conciencia es compatible
con el vegano o testigo de Jehová, pero no con el racista del KKK. La laicidad,
esto es, el marco jurídico que posibilita y garantiza la libertad de
conciencia, no es relativista, sino que se fundamenta en valores y principios
fuertes como la dignidad, la autonomía, la igualdad o las libertades (de
expresión, de opinión, etc.) así como la democracia. Cualquier contenido de
conciencia contrario a esos valores y principios es incompatible con ese marco
porque imposibilitaría la libertad de conciencia, al ser esos principios y
valores su condición de posibilidad. Dicho para que se entienda: en una
democracia cabe votar casi todo, y una de esas excepciones es el hecho en sí de
si votar o no. Sería absurdo un referéndum sobre si tomar las decisiones por
votación o no. Quien votara que no, estaría diciendo que sí (algo así como
decir: “Ahora mismo estoy callado”). Por lo mismo, quien pretenda vivir de
acuerdo a una conciencia racista, sexista, homófoba, etc., estaría yendo en
contra de las condiciones de posibilidad de la libertad de conciencia, como son
la libertad, la igualdad y la no discriminación.
Otra crítica distinta
venía expresada en otro
artículo también de El País.
Su autora, Patricia Tubella, se preguntaba: “Podría el cajero de un
supermercado, a partir de ahora, negarse a cobrar al cliente que lleva en la
bolsa de la compra productos cárnicos? (…) Tampoco puede descartarse que otros
empleados busquen el amparo legal de sus “creencias” de otra naturaleza, como
la necesidad de luchar contra el cambio climático”.
Para explicar la respuesta
a esta pregunta vamos a remitirnos a la Declaración
de Independencia de los EEUU
(1776). En ella leemos: “Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos
los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos
derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad” (cursiva
nuestra).
Hemos remarcado en cursiva
“la búsqueda de” para llamar la atención al hecho de que de no se habla del
derecho a la felicidad (como sí se dice el derecho a la vida y a la libertad)
sino del derecho a buscarla. La felicidad en sí no es un derecho, no existe el
derecho a ser feliz, sino el derecho a intentar serlo, a buscarla, a conseguírselo
uno mismo.
Esto es así porque todo
derecho es, a la vez, un derecho de alguien y una obligación para otro (ya sean
particulares, el Estado u otras personas jurídicas). El derecho del acreedor a
recuperar lo prestado (más el interés, si procede) es lo mismo que la obligación
del deudor de devolver ese préstamo (y el interés correspondiente, en su caso).
Sin esa obligación no hay derecho real. Mi derecho a la vida es la obligación
de cualquier otro (incluido el Estado) de no matarme, o mi derecho a la
libertad es la obligación de cualquiera a no secuestrarme, retenerme, etc. Pero
no hay derecho a la felicidad porque ¿quién estaría obligado a procurármela? No
se puede exigir a nadie que haga feliz a otra persona, lo más que podemos
obligar es a no interferir u obstaculizárselo indebidamente o innecesariamente.
Yo tengo derecho a intentar ser feliz a
mi manera en un mundo donde los demás también tienen el mismo derecho a ser
felices a su manera (y dichas maneras
pueden ser conflictivas), y donde nadie está obligado a hacerme feliz.
Pasa igual con la libertad
de conciencia. Mi derecho a la libertad de conciencia es a intentar vivir de
acuerdo a ella, teniendo en cuenta que no todo el mundo estará de acuerdo con
mi conciencia ni obligado a ayudarme, ni mucho menos procurarme ellos que yo
pueda llevarla a cabo tal y como yo la interpreto. La obligación del Estado
consiste principalmente en no prohibir las opciones de conciencia compatibles
con los valores democráticos y la propia laicidad (sus condiciones de
posibilidad), y a estar separado de, y ser neutral ante, esas opciones de
conciencia (religiosas o no). Las obligaciones de los demás se limitan a no
molestarme innecesariamente en asuntos de conciencia y, si acaso, en tanto que
se valora el pluralismo, intentar favorecer o facilitar la puesta en práctica
de las diferentes conciencias, lo que nos llevaría a las cuestiones (y
problemáticas) que plantean la objeción de conciencia y los acomodos razonables.
Pero, sea como sea, no hay
que perder de vista que la libertad de conciencia y su puesta en práctica
implica unos costes que quien debe asumirlos es el sujeto del derecho, y no los
demás. Volvamos al ejemplo del vegano. Este tiene derecho a ser vegano e
intentar vivir de acuerdo a esa conciencia. Pero le supondrá algunos costes
como, por ejemplo, pagar más por ciertos alimentos o productos elaborados sin
animales, o tener menos restaurantes disponibles entre los que elegir. Lo que
no sería de recibo es que pretendiera obligar a todo restaurante a tener menús
veganos o que el Estado asumiera el sobrecoste de su comida para igualar sus
precios a los de la comida con carne. Este vegano debe entender que los demás
no sean veganos y que no tienen por qué asumir los costes de su libre decisión.
Porque ser vegano es una decisión (como lo es ser cristiano o musulmán),
distinto de una discapacidad, por ejemplo (que no es elegida). La sociedad
puede asumir costes en relación a las personas con discapacidad, como pueden
ser los costes de eliminar barreras arquitectónicas. Pero no el coste del sobreprecio
de un menú vegano o de construir una iglesia o mezquita, por ejemplo.
En el ejemplo concreto que
se planteaba, el cajero vegano de un supermercado no tendría derecho a no
cobrar a un cliente que comprara carne, puesto que comprar carne no está prohibido
y ese empleo implica venderla. Si no quiere hacerlo, deberá asumir él el coste
de elegir entre trabajar ahí cobrando productos cárnicos o rechazar ese
trabajo. Lo que no quita que entre empresa y trabajador se pueda llegar a un
acomodo razonable, de tal forma que se le procure, si es posible, tareas no
relacionadas con la carne. Pero no sería como derecho por ser vegano, sino como acomodo razonable con todo lo que implica: carácter individual (no
colectivo ni universal), si es posible, mutuo acuerdo de las partes, etc.
Otra cosa es que, en casos
especiales o extremos, la sociedad o el Estado (es decir los demás), no
pongamos obstáculos de más a las distintas opciones de conciencia. E incluso que
pongamos facilidades en pro del pluralismo y en tanto que valoramos el
pluralismo en sí (el pluralismo, que no todas y cada una de las plurales
opciones en sí mismas). Por ejemplo, sí podría tener sentido que en una cárcel
se ofrecieran menús veganos, halal o kósher, dado que veganos, musulmanes o
judíos no tienen libertad para elegir distintos restaurantes dentro de la
cárcel. Lo contrario les pondría en la difícil elección entre morir de hambre o
ir contra su conciencia, lo que sería excesivo pudiendo evitarse.
Lo anterior no implica la
llamada “laicidad positiva”, esto es, asumir el principio de colaboración entre
Estado y religiones (u otras opciones de conciencia, en su caso). No, porque
sería imposible colaborar con todas por igual y al final resultaría una
situación de privilegios y/o discriminaciones de facto entre unas y otras. De
hecho, en España, hay Ley de Libertad Religiosa que protege a las conciencias
religiosas pero no a las no-religiosas, y el Estado tiene Acuerdos de
Colaboración distintos con la iglesia católica y otras religiones, pero no con
todas ni con otras opciones no-religiosas. Mucho más coherente con la laicidad
es el principio de neutralidad, por el que el Estado no colabora con ninguna
religión ni opción de conciencia, con las únicas excepciones que las que sean
razonables en pro del pluralismo o en los casos extremos mencionados antes. Por
ejemplo, puede ser razonable que haya capillas multiconfesionales en hospitales
para facilitar que pacientes y familiares que le acompañan puedan realizar sus
servicios religiosos sin alejarse del hospital. Pero no es razonable que el
Estado incorpore una asignatura de religión confesional en el sistema educativo
y pague a esos catequistas habiendo iglesias, mezquitas, sinagogas o salones
del reino donde cada religión puede hacer eso mismo cargando con ese coste.
Remitimos a este otro texto sobre
acomodos razonables para no extendernos más en este.
Primera parte: Veganismo, libertad religios y laicidad.
Andrés
Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de
Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.
hay audio de las publicaciones?
ResponderEliminarhay audios de las publicaciones?
ResponderEliminarMuy buen artículo! Yo, ahora me pregunto, si voy a la residencia de la universidad, ¿tengo derecho a que me hagan un menú vegano? Porque las demás personas que práctican su libertad de conciencia religiosa (por ejemplo musulamanes) si que tienen opciones que no sean cerdo y ellos han asumido los riesgos de su libertad de conciencia al igual que yo. Estoy en mi derecho a pedir un menú vegano?
ResponderEliminarMuy buen artículo! Yo, ahora me pregunto, si voy a la residencia de la universidad, ¿tengo derecho a que me hagan un menú vegano? Porque las demás personas que práctican su libertad de conciencia religiosa (por ejemplo musulamanes) si que tienen opciones que no sean cerdo y ellos han asumido los riesgos de su libertad de conciencia al igual que yo. Estoy en mi derecho a pedir un menú vegano?
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