Laicismo, fútbol y el alcalde de Londres (Andrés Carmona)
03/06/2016.
El 28 de mayo de este año,
el Real Madrid ganó la Liga de Campeones de la UEFA de esta temporada frente al
Atlético de Madrid. Al día siguiente, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina
Cifuentes, se ponía una camiseta del equipo blanco y decía:
“Nunca he ocultado que soy uno de los vuestros, que soy madridista y tengo
el corazón blanco como vosotros. Y por eso os digo de corazón,
enhorabuena, campeones. Sois los mejores (…) ¡Hala Madrid!”.
Desde el punto de la vista
de la laicidad, ¿hay algo que decir? Es habitual relacionar la laicidad con la
religión, más concretamente, con los principios de separación política-religión
y de neutralidad política ante las religiones y otras opciones de conciencia. Pero
eso no es más que una dimensión del laicismo. La laicidad refiere, principalmente,
al art. 18 de la
Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH), esto es, a la libertad de
conciencia y a la igualdad sin discriminación por motivos de conciencia, así
como a la separación y la neutralidad del espacio público con respecto a todas
las opciones de conciencia (no solo las religiosas).
La laicidad busca la relación dialéctica entre unidad y diversidad. Su referente es la unidad del Λάος (láos, el pueblo indiferenciado en
Grecia) y la defensa de su diversidad interna sin menoscabo de esa unidad. La
clave la encuentra en la misma libertad
de conciencia para todos (y por extensión, la igualdad de libertades y derechos), independientemente de los
contenidos de cada conciencia particular (y de cualquier otra pertenencia
comunitaria que puedan tener los ciudadanos). Es por eso que se distinguen y se
establece la separación de los
planos de lo público (universal, de todos) y lo privado (particular, de muchos
o pocos pero no todos), y se mantiene la neutralidad
de lo público hacia las opciones de conciencia particulares (religiosas o no). La
idea básica es que cualquier ciudadano, todo ciudadano, se sienta miembro de la
misma sociedad política al compartir los mismos derechos y libertades, así como
las instituciones que los garantizan y que conforman el Estado laico. Y eso
exige de ese Estado, sus instituciones y cargos públicos que sepan mantener la
separación y neutralidad necesarias. Si el Estado o sus representantes se
alinearan con una opción de conciencia particular, quienes no la compartieran
no se sentirían representados ni incluidos sino todo lo contrario, excluidos o
como ciudadanos de segunda, si acaso tolerados pero no miembros de pleno
derecho de la sociedad.
La separación y
neutralidad en pro de la libertad de conciencia y la igualdad exigen de los representantes
públicos la virtud política de saber “desdoblarse” en su doble condición de individuos y de cargos públicos. Evidentemente, solo hay una persona física, pero que realiza dos roles sociales distintos: por un lado, es un individuo con sus
propias ideas, creencias, gustos, aficiones, etc.; por otra parte, ejerce un
cargo público que está destinado a funciones políticas, públicas, universales,
de todos. Y debe saber distinguir bien cuándo actúa en un rol y cuándo en el
otro, sin confundirlos ni mezclarlos.
Tal vez con unos ejemplos
se entienda mejor. La jueza que dicta sentencias en los juicios cumple dos
roles distintos. Supongamos que se llama Rosa. Pues Rosa tendrá sus propias
opiniones y creencias, pero como jueza las deja al margen y se somete a la
legalidad vigente, sin permitir que esas opiniones o creencias particulares le
afecten en su toma de decisiones. La profesora de filosofía que explica las
teorías de los diferentes filósofos hace lo mismo. Llamémosla Lucía: como
persona, Lucía tendrá sus filias y fobias hacia cada filósofo, pero como
profesora se ciñe al temario y explica a todos lo más neutral que puede sin
intentar influir en su alumnado hacia sus propias ideas.
La clave para entender lo
anterior es que en el juzgado o en el aula, no están Rosa o Lucía como tales,
sino una jueza y una profesora. Fuera del juzgado y del aula, son Rosa y Lucía
de nuevo. Si Lucía está con sus amigos tomando cañas, podrá decir
tranquilamente que Tomás de Aquino le parece el mejor filósofo del mundo o un
completo idiota (según lo que piense), pero jamás debería decir eso en clase. Porque
en clase, sus opiniones particulares son irrelevantes. El alumnado que está con
ella no está allí a escuchar a Lucía, sino a la profesora de filosofía, que es
distinto. Lo mismo le pasa a Rosa. En un caso particular, Rosa puede estar
convencida de la culpabilidad de los acusados, pero si las pruebas se han
obtenido ilegalmente, la jueza deberá absolverlos de acuerdo a la ley,
independientemente de que Rosa no tenga ninguna duda de que son culpables. Sus
opiniones o creencias no pueden interferir en la realización de las tareas
propias de su cargo público.
Pues exactamente igual le
pasa a los cargos políticos: presidentes, ministros, alcaldes, etc. También
ellos deben distinguir su propia persona del cargo que ocupan. Cuando Cristina
Cifuentes actúa como presidenta de la Comunidad de Madrid, no es Cristina como
persona particular, con su idiosincrasia propia, la que actúa, sino el cargo público
de presidenta que en ese momento ostenta. Y como tal, debe abstenerse de meter
por medio esa idiosincrasia y de comportarse como la Cristina que se toma cañas
con sus amigos. Que Cristina sea del Madrid, del Atleti o del Barça es
irrelevante para la presidenta de la Comunidad de Madrid. Tan irrelevante como
las opiniones de Lucía cuando da clases de filosofía o las de Rosa cuando está
juzgando un caso.
En el caso concreto del fútbol,
y por extensión del deporte, la
presidenta de la Comunidad de Madrid se debe a todos los madrileños, sean del
Real Madrid, del Atleti o de otro equipo. Como presidenta está bien que se
alegre del triunfo de un equipo de esa Comunidad y lo felicite. Eso es así
porque, como presidenta, debe fomentar la práctica del deporte y sus valores,
pues son objeto de consenso en la sociedad. De hecho, el art. 43.3 de la
Constitución insta a fomentar el deporte, así como el art. 44 CE exige a los
poderes públicos la promoción de la cultura y de la ciencia. El deporte (o la
cultura o la ciencia) no son objeto de controversia social como tales. Gustarán
más o menos a unos y otros, pero nadie sensato cuestiona su valor y ventajas
sociales. Lo que no dice la CE es que los cargos públicos deban identificarse a
sí mismos como tales cargos con tal o cual equipo, porque a ningún ciudadano en tanto que ciudadano le importa de qué
equipo es la persona Cristina
Cifuentes (a sus amigos personales
claro que sí, pero como presidenta no lo es solo de sus amigos). Así, pues, en
nuestra opinión, Cristina Cifuentes no hizo nada bien es identificarse de forma
casi histérica con un equipo determinado en vez de limitarse a actuar como
presidenta de todos los madrileños y en apoyo y fomento de la práctica del
deporte. Todo lo cual no obsta para que, una vez concluidas sus funciones de
presidenta, y ya como mera ciudadana particular, Cristina celebrara por todo lo
alto la victoria del Real Madrid. La clave está en que hubiera sabido
distinguir los diferentes planos en cada caso.
Distinto es el caso de las
religiones, donde la separación y
neutralidad deben ser más estrictas si cabe (para expresar lo cual Thomas
Jefferson utilizó la metáfora de “muro
de separación”). Si bien el deporte, la ciencia y la cultura son valores
compartidos que justifican su promoción pública y la presencia de cargos públicos
para apoyarlos, no pasa lo mismo con la religión. La religión no es un valor
compartido en la sociedad. Ya no solo porque haya diferentes religiones, sino
porque una buena parte de la sociedad cuestiona a la propia religión en sí (lo
que pasa con el deporte, la ciencia o la cultura). Dicho en lenguaje económico:
el deporte, la ciencia y la cultura generan externalidades positivas de las que
se beneficia toda la sociedad, incluso para quienes no se dedican a esas
actividades. Pero no así la religión. Lo mismo que alguien podría indicar la
obra social de algunas religiones como externalidad positiva, otros podrían
señalar el dogmatismo y el fanatismo que también pueden producir como
externalidades negativas. Es por eso que desde el ámbito público se impone la más
estricta separación y neutralidad al respecto, sin que quepa ninguna presencia
de cargos públicos en actos religiosos (o irreligiosos) ni de símbolos
religiosos (o irreligiosos) en las instituciones públicas.
Cae de suyo que un
presidente, alcalde o ministro no debería acudir a actos religiosos (tipo
procesiones o misas) en calidad de tal cargo público. La analogía religión-deporte
no vale aquí. Un cargo público puede acudir a felicitar a un equipo que gana
una Copa manteniendo su neutralidad y como apoyo público al deporte en general expresado en la
victoria particular de ese equipo, igual que lo haría si hubiera ganado otro
equipo distinto. Aquí lo importante desde la perspectiva pública no es tanto el
equipo concreto sino el deporte en general, que goza de consenso. Pero con la
religión no pasa igual. No es de recibo que un alcalde acuda a todos los actos
religiosos de todas las religiones porque, incluso si así lo hiciera, estaría apoyando
con su presencia a la propia religión, que no es un valor compartido en la
sociedad. En este caso, debe abstenerse de participar como cargo público en
cualquier acto religioso. Mucho peor sería si encima solo acudiera a los actos
de unas religiones sí y otras no, claro está. Pero insistimos, la solución no
está en ir a los de todas, sino a ninguna.
Donde sí se cumple la
analogía es en el derecho que la persona concreta (que ocupa el cargo público)
tiene de identificarse, celebrar e ir a los actos religiosos que quiera en
tanto que persona particular y no como ese cargo público, y sin recibir, por
tanto, ninguna distinción ni trato especial en ese acto (no más que cualquier
otro ciudadano). De la misma manera que deberá abstenerse de hacer gala de su
religión (o ateísmo) en tanto que cargo público. Resulta de esta forma curiosa
la polémica que se ha levantado por el hecho de que Sadiq Khan, el
actual alcalde de Londres, sea musulmán. En términos laicos, quien es musulmán
es Sadiq Khan, no el alcalde de Londres. El alcalde, como tal, no tiene religión,
como no tiene gustos musicales o películas favoritas: es la persona Sadiq Khan
la que prefiere tal música o tal cine, y la que creerá o no en Alá o en el dios
que sea o en ninguno. Lo importante es que lo que crea o le guste a esa persona
particular es irrelevante para el cargo de alcalde de Londres. Y por eso mismo
no debe influir en su actividad como alcalde. O no debería, porque si
influyera, estaríamos ante la enésima vulneración de la libertad de conciencia
y la laicidad. ¿Alguien se imagina a este alcalde diciendo durante el ramadán
algo así?:
“Nunca he ocultado que soy uno de los vuestros, que soy musulmán y tengo
el corazón islámico como vosotros. Y por eso os digo de
corazón, enhorabuena, campeones. Sois los mejores (…) ¡Alá es grande y Mahoma
su profeta!”.
Pues que tome nota la
presidenta de Madrid.
Andrés
Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y
Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.
No estoy muy convencido de que la neutralidad de las instituciones se extienda al gusto deportivo de sus representantes que nada tiene que ver con la conciencia de los ciudadanos. En lugar de preguntar pondré contraejemplos a ver si así me lo aclara. Rosa fallando contra la legalidad vigente no atenta contra el laicismo sino que comete un delito de prevaricación, atenta contra su propia legitimidad y quiebra la separación de poderes y el Estado de Derecho. El equivalente sería que Cristina Cifuentes prevaricara y solo contratara obra pública con socios del Madrid. Siendo una estupidez, su confesión pro-Madrid se parece más a que en los actos oficiales siempre lleve ropa de Ángel Schlesser o a que Rosa vaya exclusivamente a la peluquería de X.
ResponderEliminarNo hace falta moverse por las altas esferas políticas para ver las incongruencias que hay en nuestra sociedad. En los colegios públicos aún se pueden ver las marcas de los crucifijos sobre las paredes que han sido retiradas por una educación laica, abierta y tolerante hacia otros colectivos religiosos, muy presentes en nuestros centros escolares, como la musulmana, con el fin de no herir sensibilidades. Sin embargo, cuando llegan las fiestas navideñas, los colegios se llenan de niños y niñas vestidos de pastorcillos, cantando villancicos y representando el nacimiento de Jesús en el portal de Belén con todos sus séquitos, mientras los padres graban el espectáculo con una sonrisa de par en par, esos mismos padres que decidieron quitar los crucifijos en pro de una cultura religiosa más amplia respetando así otras religiones. Son esos mismos padres que imponen a sus hijos a hacer la Primera Comunión, que cantan villancicos en los colegios y retiran los símbolos religiosos de los colegios, exigiendo a su vez, por el voto político, que la Religión como asignatura se elimine de los colegios. Ahora, ha comenzado el mes del Ramadán, y muchos niños y niñas musulmanes van al colegio, como otro día más, no tienen vacaciones escolares por su fe religiosa, al igual que sus padres, que tienen que completar una jornada laboral bajo las condiciones del Ramadán. Por otro lado, muchas familias musulmanas han tenido sus hijos en España, profesan su religión de manera pacífica y trabajan honradamente en nuestro país, pero al realizar la declaración de la renta sólo tienen dos opciones: marcar con un X la Iglesia Católica u otros fines sociales, sin tener posibilidad de marcar su propia religión. No sé cómo podríamos llamar a este movimiento social-religioso-laico que estamos viviendo, sembrando semillas de café y girasol en el mismo terreno
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