Racismo, relativismo y yihad (Andrés Carmona)
Emblema
de la 13ª División de Montaña SS Handschar,
sección croata-musulmana de las SS nazis.
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Llamamos racismo a la creencia en que ciertas
características físicas (mal llamadas razas) confieren un estatus de
superioridad/inferioridad a diferentes personas en función de ellas. Su lado
práctico sería el privilegio y discriminación asociado a cada categoría racial.
Reprobamos el racismo por cuanto vulnera la igual dignidad básica de toda
persona, que no se ve afectada por esas características físicas, es decir, por
la irrelevancia que tienen con respecto a la dignidad y los derechos de las
personas. Por extensión, utilizaremos aquí la expresión racismo como metáfora
de la parte por el todo para referirnos a cualquier forma de pensamiento que
asuma (implícita o explícitamente, consciente o inconscientemente) alguna forma
de superioridad/inferioridad entre las personas en base a razones irrelevantes
o no justificadas. Señalamos lo de irrelevantes o no justificadas porque no
habrá racismo si la graduación o jerarquía sí está justificada. Por ejemplo,
cuando nos referimos a la superioridad deportiva de un equipo que le ha dado la
victoria en un partido. Evidentemente, no hay ninguna superioridad moral aunque
la haya deportiva. Tampoco habrá discriminación, por la misma razón, si
dividimos a los equipos deportivos en distintas categorías (primera división,
segunda división…) en función de esa desigualdad deportiva entre ellos. Aunque
suene a tópico, no deja de ser cierto lo siguiente como resumen: justicia es tratar
igual a los iguales y desigual a los desiguales.
El racista se coloca a sí
mismo en una posición de superioridad
desde la que se siente legitimado para tratar a los demás de un modo despectivo
o condescendiente. En el siglo XIX, cuando nació la Antropología como ciencia, esta
disciplina tenía un marcado sesgo racista y etnocéntrico. Los antropólogos
europeos consideraban inferiores a los grupos humanos del tercer mundo que les
servían de objeto de estudio. Entendían que la humanidad evolucionaba de un
modo lineal, y que los pueblos que calificaban de “salvajes” o “primitivos”, se
encontraban en los primeros pasos de ese desarrollo, mientras que los europeos
ya estaban en las últimas etapas. Era por eso que los observaban y los trataban
desde esa posición de superioridad que les daba el creerse más evolucionados o
desarrollados que los demás. Tal fue así, que algunos colaboraron, consciente o
inconscientemente, en todo el proceso colonizador que las potencias europeas
realizaron en aquel momento. En algunos casos, la aberración llegó al extremo
de tratar a aquellas gentes como poco más que animales, o incluso peor. Un
ejemplo fue el caso de Ota
Benga, que a principios del siglo XX estuvo expuesto en el zoológico del
Bronx junto a un orangután. Otro caso famoso es el del conocido como “bosquimano de
Bañolas”, un miembro de los san cuyo
cuerpo embalsamado estuvo expuesto en el museo de esa ciudad gerundense hasta
el año 2000 que se repatrió a Botsuana.
Pero la superioridad no
siempre tiene por qué adoptar una manifestación violenta. A veces, puede
mostrarse como condescendencia, en
el mismo sentido en el que un padre es condescendiente con su hijo ya que este
es un niño. La igualdad implica tratar a los demás suponiendo esa igualdad y dándoles
el trato digno que como iguales se merecen. Sería indigno e insultante tratar a
un adulto como a un niño, por ejemplo. De ahí que la condescendencia pueda ser
también un síntoma de prejuicio de superioridad.
La amarga experiencia del colonialismo, con todo su racismo y
etnocentrismo aparejado, dejó traumatizadas y atormentadas a las mejores
conciencias occidentales. El sentimiento de culpabilidad hizo que buena parte
de Occidente quisiera reparar los agravios cometidos. Eso ha llevado a grandes
logros como la ayuda al desarrollo, la cooperación internacional o el
voluntariado social en los países del tercer mundo. Pero también ha dado lugar
a otra forma de superioridad en forma de condescendencia. Es la que tiene lugar
cuando el occidental biempensante comprende y casi justifica cualquier
barbaridad procedente de los países ex coloniales. El deseo de no incurrir de
nuevo en racismo o etnocentrismo ha conducido al relativismo cultural y moral de equivalorar cualquier práctica –sea
la que sea- con tal de que sea una práctica cultural. Lo mismo da que sea una
forma de cocinar, vestir, danzar como si se trata de torturar, mutilar o
asesinar. Dicha costumbre parecerá brutal y aborrecible en occidente, pero debe
respetarse como parte de otra cultura distinta a la nuestra. Juzgarla desde
nuestros parámetros morales occidentales sería racismo o etnocentrismo.
Sin embargo, es justamente
al revés. Al comportarse así, el occidental biempensante está siendo
condescendiente. Está permitiendo algo a alguien que, de ser de su propia cultura,
no se lo permitiría. Exactamente igual que el padre consiente que su hijo haga
cosas que no admitiría en un adulto: “Entiéndelo, es un niño”. De la misma
forma, es como si dijera: “Entiéndelo, son de otra cultura”. Al comportarse así,
el occidental se comporta de un modo racista, pues es como si pensara: “Yo,
desde mi posición superior, entiendo que esa práctica es aborrecible, pero
ellos, pobrecitos, desde su inferioridad, no alcanzan a comprenderlo”. Trata
como inferior a alguien por un elemento irrelevante como es su cultura, como si
pertenecer a una cultura nublara el juicio moral sobre lo que es aberrante o
aborrecible (lo mismo que si fuera su color de piel).
La crítica total y
absoluta de ciertas prácticas culturales, sean de la cultura que sean (en eso
consiste su irrelevancia moral), es precisamente lo que nos hace no ser
racista. Denunciar la inmoralidad de cualquier vulneración de los derechos
humanos, ocurra donde ocurra, supone tratar a sus responsables como iguales,
independiente de su cultura. Al indicar que la ablación del clítoris, ciertos
ritos de iniciación sexual o la lapidación, por ejemplo, son actos aberrantes
que deben desaparecer de cualquier rincón del planeta, estamos reconociendo a
quienes los practican como capaces de comprender la maldad de esas acciones
tanto como nosotros mismos, y su cultura no supone un obstáculo insalvable para
comprenderlo, igual que no lo es su color de piel. Los reconocemos como
iguales, y por eso les responsabilizamos y culpamos por sus actos. Excusarles o
justificarles es como decir que no saben muy bien lo que hacen, que están en un
estadio de inferioridad cultural que no les permite darse cuenta de la maldad
de sus acciones.
Eso no quiere decir que la
moralidad imperante de occidente deba ser el canon de la moral universal. La moral universal no es ni occidental ni oriental, ni del norte ni
del sur, sino de la humanidad, en tanto que es resultado de la racionalidad
humana. Y es precisamente esa moral la que permite la autocrítica. Es la que ha
hecho que occidente reniegue de prácticas como la hoguera, la prueba del
caldero o lanzar animales desde los campanarios para celebrar las fiestas. El
reconocimiento de la dignidad
humana, de la autonomía moral, y de
los derechos humanos (y,
progresivamente, de los demás animales también) es una conquista de la
humanidad en su conjunto. Pensar que otros pueblos no son capaces de hacer una
autocrítica similar y comprender las ideas de dignidad, autonomía y derechos
humanos, es situarse a sí mismo en una posición racista de superioridad
cultural, aunque se disfrace de relativismo.
Un ejemplo práctico de
todo lo anterior está en la actitud de ciertos biempensantes en relación al terrorismo yihadista. Son todos
aquellos que se empeñan en que “yo
no soy Charlie” o que se niegan a condenar los atentados, bajo la excusa de
que occidente, en cierto modo, se lo merece. Señalan las maldades de las
potencias occidentales en el tercer mundo como causas profundas del terror
islamista, dando a entender que se trata de una respuesta reprobable pero, en
cierto modo, comprensible a modo de reacción ante la violencia imperialista. Pero
pensar así es una forma de racismo en el sentido en el que aquí lo hemos
descrito.
Pensemos en el conflicto palestino-israelí. Palestina
sufre la violencia del Estado de Israel de innumerables formas. Y hay diversos
grupos armados de resistencia ante Israel. Ahora bien, de todo ellos, solo los
yihadistas realizan ciertas formas de violencia contra Israel en forma de
atentados contra la población civil, especialmente los atentados suicidas. A
los palestinos cristianos, ateos o agnósticos, que sufren la injusticia israelí
exactamente igual que los palestinos musulmanes, no se les ocurre reaccionar
contra Israel de la misma forma que los hacen los yihadistas, aun cuando usen
otras formas de resistencia armada. Digamos que, aun dentro del horror de la violencia,
los que no son yihadistas comprenden que hay ciertas formas de violencia que no
son aceptables de ninguna forma.
Otro ejemplo es el Sáhara Occidental. Durante cuarenta
años, desde que el Estado español les abandonó a su suerte, el pueblo saharaui
vive colonizado por Marruecos y en campos de refugiados. El Frente Polisario ha
mantenido una lucha armada contra Marruecos. Pero, a pesar de la injusticia, el
Polisario no ha recurrido a las formas violentas de los yihadistas: a los
saharauis ni se les pasa por la cabeza acribillar a balazos a marroquíes que
están oyendo música en Casablanca ni a dibujantes de Rabat.
La condena total, sin
peros, sin excusas, del terrorismo yihadista, no implica ninguna forma de
aceptación o justificación del imperialismo. Simplemente es la condena del
terrorismo yihadista, que no es incompatible con la condena, igualmente total,
del imperialismo. Respecto del yihadismo no cabe ninguna comprensión. Como no
la cabe respecto del Holocausto judío.
Ni la derrota en la Primera Guerra Mundial ni las condiciones de paz de
Versalles justifican el intento de genocidio del pueblo judío en los campos de exterminio
nazis. Alemania podría tener buenas razones (o no, no lo sé) para sentirse
humillada y ultrajada con los vencedores de la guerra, pero todo eso no
justificaba el exterminio. De la misma forma, los bombardeos imperialistas en
Siria, Irak y otros pueblos no justifican de ninguna forma, ni deben hacer más
comprensibles los atentados yihadistas. Tampoco vale lo de “Es comprensible
pero no justificable”. No, ni una cosa ni otra, como no es comprensible ni
justificable el Holocausto, se mire como se mire. Muchos alemanes, pese a
sentirse igual de humillados y ultrajados, no solo no hicieron ningún daño a
ningún judío sino que hasta los defendieron con riesgo de su propia vida. Millones
de musulmanes (y de otras religiones o ninguna), sometidos a la opresión y
explotación del imperialismo en Siria, Irak y tantos sitios, no se inmolan con
bombas ni tirotean a la población civil. Quienes sí lo hacen son culpables y
responsables de su maldad absolutamente, y solo ellos, sin excusas. Querer
verlo de otra forma es tratarlos como inferiores, como seres incapaces de comprender
la maldad de sus actos, como “menores morales” hacia los que hay que ser
condescendientes. Y eso, lo miremos como lo miremos, es racismo.
Andrés
Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y
Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.
Una vez más un texto que merece la pena leer. Totalmente de acuerdo en todo. Y como añadido el orden de la reflexión aclara los conflictos que a menudo no sabemos resolver en falsas dicotomías que desenmascaras de forma contundente e irrefutable. Gracias Andrés por compartir tu reflexión.
ResponderEliminarUn articulo muy pobre. La gente que dice "Yo no soy Charlie" no esta diciendo que eso ocurra en consecuencia de los bombardeos de occidente en Siria, al menos la consecuente. Es que el terrorismo yihadista en Siria ha surgido por interes directo de occidente y aliados en tirar abajo el gobierno de SIria, y cuando occidente dice que bombardea a los yihadistas bombardea, no los bombardea realmente. Occidente no ha enviado mercenarios adoctrinados/forzados con dondenas de decapitación de carceles sauditas al sahara, forzandolos a la Yihad.
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