Toros, tradición y culturas (Andrés Carmona)
Aborígenes australianos
24/10/2015.
Uno de los peores
argumentos a favor de las corridas de toros, los toros embolados, o el toro de
la Vega, es el de la tradición. Nunca he entendido a quien se apoya en él para
defender esas formas de maltrato animal o cualquier otra cosa. Me parece
imbatible el contraargumento de que la esclavitud, las luchas a muerte entre
gladiadores, o el maltrato a las mujeres, también han sido costumbres o
tradiciones muy arraigadas, y no por eso son justificables. Cuando se responde
que son cosas distintas, quien lo dice se rebate a sí mismo, porque entonces la
justificación de las corridas de toros, o lo que sea, no depende de la
tradición, sino de esa otra cosa que hace distintas a las corridas y a la esclavitud.
Es como si alguien dijera que Chaplin y Wittgenstein fueron unas bellísimas
personas porque nacieron en 1889. Bueno, Adolf Hitler también nació ese año. Si
alguien dijera que son casos distintos, entonces está reconociendo que el año
de nacimiento es irrelevante a efectos de ser una bellísima persona y que, si
Chaplin o Wittgenstein lo eran, no se debía a eso sino a otra cosa.
Lo anterior no quiere
decir que la costumbre o la tradición no sean valiosas. En ciertos contextos,
son formas de hacer las cosas que ahorran el esfuerzo de pensarlo todo y
ofrecen la mejor solución ya probada por la experiencia, lo que nos permite
usar el pensamiento para otras cosas. Podríamos decir que las costumbres o
tradiciones son las respuestas más adaptativas que, en un proceso de ensayo y
error, han resultado mejores. Al haber pasado la prueba de fuego de la
experiencia reiterada, nos ahorran tener que pasar por el mismo proceso,
valiéndonos la misma repetición o imitación. Las formas tradicionales de hacer
las cosas, normalmente, son las más eficaces en sus contextos, y lo son porque
antaño (en un pasado remoto que se pierde en el tiempo) vencieron a sus
alternativas menos efectivas. Formas de cazar, hacer canoas, construir casas o
tejer la ropa pasaron así a las tradiciones de muchos pueblos. Eso no quiere
decir que toda costumbre o tradición haya pasado esa experiencia de selección
natural. Algunas puede que no sean las mejores de todas las alternativas, pero
sí lo suficientemente buenas para lograr sus objetivos dentro de su contexto. Y
otras puede que, simplemente, se hayan imitado porque sí, porque fueron las
primeras que se probaron y, por lo menos, no darían tan mal resultado como para
probar otra cosa, o el coste de intentarlo podría parecer más alto que los
beneficios de quedarse como estaban. Un ejemplo es el teclado qwerty. Según Jared Diamond (2008:
285-6), este teclado se diseñó en 1873 precisamente para escribir despacio, ya
que las máquinas de entonces se atascaban si teclas contiguas se apretaban
rápidamente una después de otra. La disposición de las letras no es eficiente
para evitar esos atascos: por ejemplo, muchas de las más usadas están en la
lado izquierdo, donde la mayoría de personas, diestras, tienen mayor
dificultad. Hoy día, el problema técnico de los atascos está arreglado, pero la
distribución qwerty de las letras
está tan extendido que la tradición pesa más que una distribución más eficiente
de las letras en el teclado: diseños más eficientes permitirían duplicar la
velocidad al escribir y reducirían el esfuerzo en un 95% (Diamond, ibid).
Aquí es importante
resaltar la palabra contexto. Toda
costumbre o tradición debe ser la mejor, menos mala, o suficientemente buena (o
poco mala) dentro de su contexto para poder reproducirse e imitarse de generación
en generación. Eso explica que ningún pueblo tenga la costumbre de suicidarse
después de copular, por ejemplo, o de comerse al cónyuge después de contraer
matrimonio. Ahora bien, si el valor de una costumbre depende de su contexto, si
cambia ese contexto, la costumbre puede volverse un estorbo o incluso un factor
negativo o regresivo para esa cultura. Es la mera ley de la evolución por
adaptación: si cambia el medio, o cambias tú también y te adaptas, o
desapareces. Muchos rasgos culturales han desaparecido por esto mismo, igual
que la misma razón, pero a la inversa, otros se han asumido: resultaban
mejores.
Por eso la defensa
acrítica de las tradiciones me parece tan absurda. Cuando alguien dice que tal
cosa es de una tradición milenaria, ¿qué está diciendo? ¿Que sigue siendo tan
valioso ahora como hace miles de años? O sea, ¿que el contexto en el que esa
tradición era valiosa no ha cambiado, sustancialmente, lo suficiente como para
seguir siendo igual de valiosa? Pues, o una de dos: o ese contexto era ya
perfecto hace miles de años, o simplemente es que la sociedad de referencia (que
hace de ese contexto) está estancada y sin progresar desde hace esos miles de
años. Es lo que se me viene automáticamente a la cabeza cada vez que alguien
quiere convencerme de las propiedades milagrosas de las “medicinas”
alternativas y (supuestamente) milenarias de China o la India, tipo acupuntura
o ayurvédicas. A lo que hay que añadir que, curiosamente, las cifras de
mortalidad y longevidad en esas sociedades se han invertido, precisamente, con
la introducción de la medicina científica.
Mi conclusión es que el
valor de las corridas de toros o similares no depende de la cantidad de años
que puedan demostrar que tienen a sus espaldas, sino de otra cosa. Y esa otra
cosa, para mí, es la racionalidad que puedan sustentarlas y los beneficios que
aporten a las personas de carne y hueso (y no a los antepasados, ancestros o
dioses) e incluso a los animales no humanos (aunque solo sea en forma de
reducción de su sufrimiento más innecesario). Los derechos humanos, por
ejemplo, llevan ya camino de convertirse en tradicionales, si los remontamos a,
por lo menos, la Declaración de 1789, o incluso al Bill of Rights de 1689. Ahora bien, su valor no está en ese
carácter tradicional (ni ahora, ni dentro de 500 años). Su valor está en la
racionalidad que los sustentan, en los beneficios que, en bienestar, felicidad
y prosperidad aportan a los seres humanos, y en los valores que realizan:
libertad, igualdad, justicia, etc. Si dentro de dos mil años aparecieran otra
cosa (que ni puedo imaginar qué podría ser) que fuese más racional, más
beneficioso y realizara mejor esos y otros valores (que tampoco puedo
imaginar), espero que la gente de entonces tire a la basura sin ningún
miramiento los derechos humanos y los sustituyan por esa otra cosa, y que para
nada les importe su carácter tradicional.
Pienso lo mismo de muchas
de las normas ortográficas que, de modo absurdo, nos empeñamos en mantener en
castellano: la pervivencia de la B y la V en vez de usar solo una de las dos,
la H, o el caótico uso de la C, K y QU, o de la C y Z, para representar el
mismo fonema correspondiente. Jamás he oído ningún argumento racional para
defender estas normas ortográficas más allá de la mera tradición. Si siguen es
por lo mismo que el teclado qwerty,
pero no hay racionalidad ninguna. Aquí remito a la propuesta de reforma
fonémica de Jesús Mosterín y de la que ya me ocupé en otro
texto.
Mantener el teclado qwerty, las ortografía sin sentido o las
corridas de toros solo porque son tradiciones, es lo mismo que oponerse al
sistema métrico decimal solo para defender las formas tradicionales de pesos y
medidas (pies, codos, galones, etc.). Es cierto que, al irse sustituyendo esas
medidas por las decimales, se perderían usos y costumbres tradicionales, y
otros se conservarán en los museos etnográficos y en los libros de Antropología
e Historia. Pero el resultado global de unificar racionalmente los pesos y
medidas creo que supera en beneficios a esas “pérdidas”. Pienso lo mismo de la
sustitución de los pergaminos por la imprenta, y de la imprenta tradicional por
las industriales, o del ábaco con respecto a las calculadoras y de estas frente
a los ordenadores.
Por otra parte, el
argumentario tradicionalista me parece que peca de arbitrariedad. Y lo hace
porque ninguna cultura es monolítica ni monádica. Toda cultura se relaciona con
su medio y con otras culturas, y así cambia y evoluciona. No existe ninguna
cultura estática, por “milenaria” que sea. Cualquier cultura, tomada en dos
puntos cualesquiera de su historia, presenta múltiples diferencias. Algunas
tantas que, incluso, podríamos decir que son dos culturas distintas si no fuera
porque sabemos que una procede de la otra. Pasa como con las especies: si
cogemos dos especies animales de puntos distintos de su línea evolutiva común,
a simple vista pudiera parecer que no tienen nada que ver una con otra. Por
ejemplo, los pájaros y los dinosaurios. Cualquier cultura que quisiera
mantenerse tal cual, sin ningún cambio, pecaría de arbitrariedad porque: ¿por
qué precisamente en ese momento? Pensemos en España, sin ir más lejos: un
viajero en el tiempo que viniera desde la Tarraconense hasta la Castilla y León
actual, ¿reconocería estar en la misma cultura? Entonces, ¿cuál es la
“verdadera” cultura española?: ¿La de hoy día, que incluye hamburguesas,
pizzas, televisiones, guitarras eléctricas y ordenadores? ¿La de hace un siglo,
en la que los hombres iban con sombrero de copa (por lo menos los más pudientes)?
¿La de los reyes de la edad moderna, que se vestían con medias? ¿La de
Cervantes, que escribía “vuesa merced”? ¿La de los siglos VIII al XIII, que
adoraba a Alá y reconocía a Mahoma como su profeta? ¿La que hablaba latín en
los tiempos de Jesús de Nazaret? ¿La que adoraba a dioses paganos antes
todavía? ¿O la que devoraba a sus congéneres en las cuevas de Atapuerca? ¿Deberíamos
desterrar de nuestra cultura lo que no sea “genuinamente” español: la filosofía
griega, los números arábigos, el latín vulgar que llamamos castellano o,
incluso, el cristianismo que no existía antes del siglo I en la península? Entonces:
¿por qué rechazar ahora los préstamos del inglés, el sushi o el hip hop?
¿Quién sabe si, dentro de 200 años, no serán tan “españoles” como la tortilla
“española” hecha con ese alimento de América que son las patatas?
Si entendemos lo anterior,
debería ser fácil cuestionar la defensa dura del indigenismo y las culturas
tradicionales de los otros pueblos. Muchos occidentales bienintencionados se
escandalizan de la pérdida cultural que significa que, en pueblos del llamado
“tercer mundo”, se estén incorporando elementos occidentales foráneos como son
las nuevas tecnologías, la medicina científica, los pantalones vaqueros o el
idioma inglés, y que sustituyen a su agricultura tradicional, sus remedios
chamánicos, sus formas de vestir típicas o sus lenguas ancestrales. Pero, es
que esas culturas no siempre han sido como eran justo antes de todo eso. En su
historia, han ido tomando y prestando elementos con otras culturas. A veces de
forma pacífica, a veces de forma violenta. El castellano actual deriva de
elementos del latín y el árabe procedentes de invasiones de Roma y el islam. ¿Deberíamos
depurar nuestro lenguaje de esos elementos “imperialistas”? Por la misma razón:
¿deberían los pueblos del “tercer mundo” seguir produciendo sus alimentos de
forma ineficiente y limitando su población con el hambre y las enfermedades,
cuando podrían producir más y mejor con nuevas biotecnologías y sobrevivir más
años con medicina científica (de esa a la que acuden los defensores del
indigenismo en occidente cuando sus hijos se ponen enfermemos en vez de ir a un
chamán)?
¿Son valiosas las culturas
indígenas y, supuestamente, ancestrales? En parte sí y en parte no. En lo que
tengan de racionales, beneficiosas, justas, etc., claro que sí, en lo que no,
pues no, independientemente de su antigüedad. Defender acríticamente una
cultura tal cual, en su estado actual, y preservada de todo elemento occidental
y moderno es, muchas veces, condenar a seres humanos concretos, de carne y
hueso, a no disfrutar de avances de la humanidad.
No de avances de occidente o de tal o cual país, sino de la humanidad en su conjunto.
A la cual, por cierto, ellos también pertenecen, y a cuyos beneficios tienen igual
derecho como cualquier otro. Exactamente igual que, si una cultura lejana para
nosotros (de Oceanía, por ejemplo), descubriera una planta exclusiva de esas
tierras que curara el cáncer o el Alzheimer, habría logrado un avance para la
humanidad al que todos los seres humanos, y no solo los de Oceanía, tendríamos
derecho. Lo contrario, se mire como se mire, o se le llame como se le llame
(nacionalismo, indigenismo, pueblos autóctonos, etnicismo, culturas ancestrales, o lo que
sea) no deja de ser, ni más ni menos, que racismo
con otros nombres.
Bibliografía:
Diamond, Jared (2008). Armas, gérmenes y acero: Breve historia de
la humanidad en los últimos 13.000 años. Barcelona: Debolsillo.
Mosterín, Jesús (1993). Teoría de la escritura. Barcelona:
Icaria Editorial.
Andrés
Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y
Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.
Completamente de acuerdo con el articulo.
ResponderEliminarSegún esta misma premisa, es absurdo emplear dinero público en preservar culturas o lenguas minoritarias, aparte de su estudio y documentación por historiadores, antropólogos y lingüistas.
Lo contrario sería intentar mantener artificial e inútilmente congelado el estado actual cultural, cuando este es siempre dinámico y producto de los diversos sucesos históricos.
El pseudo-argumento pro-tauromaquia se refuta muy simple, es una falacia de apelación a la tradición. Y no olvidemos que una de las características del pensamiento mágico es recurrir a las tradiciones.
ResponderEliminar¿Se puede cambiar una tradición sin consecuencias indeseadas que lleven a situaciones como la de los maoríes en Nueva Zelanda? No digo inexorablemente pero ¿se puede calcular? ¿La transición no puede tener un precio demasiado alto?
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