Integrismo, escepticismo y laicismo (Andrés Carmona)
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Logotipo del Frente de Liberación Animal (según Wikipedia) |
03/10/2015.
Pensemos por un momento en el siguiente
ejemplo. Imaginemos que una noche, casualmente, usted ve cómo sus vecinos
preparan unas bombas en su garaje, al lado de su casa, y les oye claramente que
van a colocarlas en el colegio donde van sus hijos, y los hijos de sus mejores
amigos, para que exploten a media mañana. Inmediatamente usted acude a la
policía a denunciarlo, pero supongamos que la policía no le hace caso y cree
que son fabulaciones suyas. Después de mucho insistir acceden a acompañarle al
garaje de sus vecinos, pero al llegar allí ya no queda ninguna prueba de las
bombas: sus vecinos mienten vilmente, lo niegan todo y además son especialmente
amables y condescendientes con su locura. Así que la policía se marcha, pero al
irse escucha como sus vecinos terroristas se ríen y se burlan de usted,
bromeando sobre los pedacitos en que quedarán convertidos sus hijos mañana.
Sea sincero: ¿no estaría
usted en su legítimo derecho de atacar a esos monstruos, e incluso de matarlos
para evitar el atentado? Supongamos que no se atreve, pero ¿qué haría al día
siguiente? ¿Llevaría a sus hijos a la escuela? Seguro que no. Pero, es más: ¿no
iría a primera hora a la escuela a advertirles de la bomba que hay puesta? Y si
no le hacen caso, ¿estaría mal que obligara, a punta de pistola, a la dirección
del centro y al profesorado para que desalojaran el edificio, y así salvar a
los niños? A usted le llamarían loco, lo llamarían demente, pero ¿y cuando explotara
la bomba pero no hubiera víctimas gracias a usted? ¿No se tornarían todas las
burlas e insultos en aplausos y halagos? ¿No se reconocería que, quien pensaban
que estaba loco, no era sino un héroe? ¿No sería correcta su forma de actuar?
Pues
bien, esta forma de pensar es la misma que la del integrista. El fanático religioso piensa exactamente así. Está
convencido de ciertas verdades dogmáticas, y le indigna que, lo que para él es
tan claro y evidente por la gracia de Dios, para los demás no lo sea. Se siente
afortunado por conocer la verdad, pero triste porque los demás no pueden
reconocerla igual que él. Y sabe que él irá al cielo, por saberla y cumplirla,
pero que los demás se condenarán eternamente en el infierno, por su ignorancia
y por no seguir las leyes de Dios. Cree que Dios se enoja con el pecado, y
precisamente por eso se cree en el derecho de obligar a los demás a cumplir con
esa ley divina, aunque no quieran hacerlo. Está persuadido totalmente de que es
por su bien, de que a la larga se lo agradecerán, en esta vida o en la otra.
Igual que en el ejemplo, el integrista cree que hay un gran peligro del que hay
que salvar a los demás por su bien, en este caso, el infierno. Y si los demás
no quieren hacerle caso, él debe obligarles por caridad.
Volvamos al ejemplo
anterior: imagínese el lector su desesperación al estar seguro al 100% del
atentado, pero no poder demostrarlo. Ese convencimiento al 100% es lo que para
usted justificaría matar a los terroristas o entrar con una pistola a la
escuela si no le hicieran caso. Del mismo modo, el integrista está convencido
al 100% de sus dogmas, y aunque pueda reconocer que los demás no tengan su
misma fe, eso no le lleva a la tolerancia, sino a creer que debe salvarlos
aunque no quieran. ¿Se imagina usted a sí mismo diciéndole al director de la
escuela: “Si no me quiere creer, allá usted y los niños”? Si de verdad creyera que hay una bomba, le
obligaría a sacar a los niños a la fuerza, sin ninguna duda. Exactamente igual
hace el integrista cuando se empeña en que se cumpla la ley de Dios, aunque a
los demás les parezca cruel o simplemente absurda. El integrista no se conforma
con que a él le dejen creer y practicar su religión, además necesita que los
demás hagan igual por las buenas o por las malas.
Esa es la razón por la que
a los antiabortistas no les basta
con que la ley no les obligue a ellos a abortar: además, exigen que la ley lo
prohíba a todo el mundo. Para ellos, el aborto es un asesinato, lo consideran
un genocidio, y se ven a sí mismos como héroes salvando vidas. Incluso aunque
eso implique saltarse la ley y los derechos de los demás. De hecho, algunos
antiabortistas llegan a poner bombas en las clínicas que interrumpen
embarazos, las
atacan o se colocan a sus puertas a amedrentar a las mujeres que acuden
allí. Scott Roeder, el
fanático que asesinó a un médico abortista en EEUU, declaró haberlo hecho:
“para que no siguiera matando niños”.
La única alternativa al
fundamentalismo y el integrismo es un sano escepticismo.
El principio escéptico es la duda o sospecha como su raíz etimológica sugiere.
Tener conciencia de que la realidad es mucho mayor que nuestra humana capacidad
de comprenderla, que toda verdad es siempre asintótica y provisional hasta que
nuevas investigaciones la maticen, o incluso la sustituyan por otra mejor pero
igualmente provisional. Este reconocimiento del carácter limitado, falible y
siempre perfectible del conocimiento es la base del antidogmatismo y del
pensamiento científico y lo que lo hace progresar: no tendría sentido para la
ciencia seguir investigando si tuviera certeza de haber encontrado una verdad
100% infalible. Pero este escepticismo es la antítesis de la religión en
general y del fundamentalismo en particular. La religión se basa en la fe, y el
fundamentalismo en tomarse esa fe en serio, esto es, en la fe ciega. En creer
aunque no haya pruebas, o las que haya sean en sentido contrario, y no en
sospechar o tener una actitud crítica. No hay que confundir esto con el
nihilismo que niega la posibilidad de todo conocimiento o con el relativismo
que iguala lo mismo a la ciencia que a las pseudociencias o supersticiones. El
reconocimiento del carácter limitado y falible del conocimiento junto con su
perfectibilidad es lo que conduce al establecimiento de un método que nos
permita ampliar ese conocimiento con la menor probabilidad de error, y ese
método es el método científico.
La versión política de
este escepticismo es el laicismo,
que al defender la libertad de conciencia y establecer el principio de separación
público-privado, establece dos ámbitos distintos: el privado, donde se
garantiza esa libertad de creer, pensar y opinar lo que cada cual quiera, y el
público, en donde se toman las decisiones comunes con criterios de
racionalidad, universalidad y consenso en base a razones. El antiabortista
tiene perfecto derecho a considerar el aborto como un pecado o una inmoralidad,
pero no a convertirlo en delito, pues entonces estaría saltándose el muro de
separación público-privado. Ahora mismo no existe consenso racional acerca del
estatuto moral del nasciturus, por lo
que el Estado no puede asumir una opinión concreta de las varias que hay en ese
debate y elevarla a ley general. A falta de consenso, se impone la libertad
para que cada cual actúe de acuerdo a su moral: unos, rechazarán el aborto y
nunca lo practicarán, y otros no lo reprobarán moralmente y deberán tener
derecho a la interrupción del embarazo.
Todo lo dicho es también
extensible más allá de las religiones a cualquier tipo de ideología, especialmente las políticas. También existe el
fundamentalismo y el integrismo políticos de quienes tienen su fe ciega en
ciertas ideologías, y se creen en el derecho de imponer sus ideas a los demás,
incluso por la fuerza y la violencia, sin respetar la legalidad ni el orden
democrático. Pueden estar plenamente convencidos de la verdad de su ideario
nacionalista, fascista, comunista, ecologista o animalista y, al igual que el
fanático religioso, o en el ejemplo que poníamos de las bombas en el colegio,
están dispuestos a usar la violencia para imponer esas ideas en la sociedad. Aunque
los demás no las compartan, e incluso creyendo que lo hacen por su bien, aunque
ahora mismo no puedan comprenderlo. Se consideran iluminados, elegidos o
privilegiados con un acceso a una verdad política que los demás no pueden
entender porque están cegados por la ideología dominante, los aparatos
represivos del Estado y su propaganda (de la que ellos, misteriosamente, han
sabido escapar). Eso les convierte en mesías, salvadores de esos pobres
sojuzgados que, una vez alcanzada la victoria, reconocerán su heroísmo que
ahora no alcanzan ni a vislumbrar. En los casos más graves, eso explica el
terrorismo y la violencia de grupos nacionalistas como ETA o el IRA, fascistas
como los skin-heads, comunistas como
los GRAPO, o ataques y actos de sabotaje de grupos ecologistas a plantaciones
de cultivos trasgénicos, o de animalistas a granjas industriales. Y, en menor
medida, para cualquiera que quiera imponer su propia moral (antiabortista o
animalista, por ejemplo) en forma de ley a los otros para prohibirles lo que
para él es inmoral (o pecado) pero que los demás no lo consideran así.
Sin llegar a esos
extremos, el fanatismo político puede llegar a instalarse en la lógica
prohibicionista de querer imponer la propia ideología o moral particular al
conjunto de la sociedad por la fuerza de la ley. Igual que el antiabortista
quiere que nadie aborte, y le parece insuficiente que la ley solo garantice su
derecho a no hacerlo, al animalista, por ejemplo, no le basta con que a él no
le obliguen a ver corridas de toros o comer carne, quiere prohibir las corridas
y la producción industrial de carne. De la misma forma que el antiabortista se
ve salvando niños no nacidos (según él), el animalista se ve salvando animales
que tienen derecho a la vida y a no sufrir (también según él). Ninguno de los
dos entiende que, por lo menos a día de hoy, no hay consenso suficiente sobre
ninguno de los dos temas (el estatuto moral del nasciturus ni de los animales). Y mientras no lo haya, pretender
imponer la propia moral (antiaborista o animalista) en forma de ley
prohibicionista, o tomarse la justicia por su mano (atacando clínicas o granjas
industriales, o impidiendo corridas de toros) les pone en el bando integrista.
Andrés
Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y
Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.
Creo que la pregunta no sería "¿no estaría usted en su legítimo derecho de atacar a esos monstruos, e incluso de matarlos para evitar el atentado? " sino ¿no tendría usted el deber de atacar a esos monstruos .... para evitar el atentado? El derecho a proteger es el derecho a la vida de los niños, fuertemente protegido moral y legalmente. Ese derecho genera el deber de actuar. Moral si no se consigue una demostración jurídicamente valida, legal si se consigue o se puede conseguir. No hay una correspondencia tal respecto al derecho a no ir al infierno. En realidad creo que es la argumentación del post.
ResponderEliminarEn cuanto a la traslación de consensos morales a legislación positiva creo que se olvida del tiempo de retraso. Es decir, primero nace un nuevo problema, con el tiempo la sociedad discute sobre él pero mientras se crea una opinión mayoritaria los jueces tienen que juzgar casos con ese problema como protagonista. Finalmente hay una legislación positiva. Digamos veinte años después.
Entendiendo los ejemplos que usted indica. Y estando de acuerdo con ellos. Veo una diferencia. Si yo veo a mis vecinos fabricar una bomba y los escucho hablar de ponerla en un colegio, estoy antes un echo real y tangible. Pero creer en la ordenes de un supuesto Dios que me llegan a través de alguien que se otorga el derecho de hablar en su nombre y por lo tanto de decirme que tengo que matar. Es diferente.
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