Ética y política: ¿excesiva ética? (Andrés Carmona)
31/10/2015.
La
relación entre ética y política es un tópico de la filosofía desde hace siglos:
ya los antiguos griegos discutían sobre el tema. Tradicionalmente, se ha
pensado que la política necesita de una ética. Sin embargo, a partir de
Maquiavelo, la política de separa de la ética y se constituye en un ámbito
autónomo (con sus propias reglas). Lo que da lugar a dilemas sobre si una
acción puede ser, a la vez, correcta políticamente, aunque inmoral desde el
punto de vista ético. O al revés: si una acción puede ser éticamente correcta e
incluso obligatoria, aunque políticamente ilegal. Y nos lleva, también, al
debate sobre cuál es el fundamento de la política, si remite a algún tipo de
ética o si es propiamente político e independiente de toda ética.
La
asunción del laicismo implica la total separación de la religión y la política.
Ninguna moral religiosa puede ser el fundamento de una sociedad moderna, ni
servir de legitimación de la autoridad política. Cabe la duda sobre si alguna
ética secular es necesaria para esa labor de fundamentación o legitimización de
la política, o si toda ética cae del lado de la conciencia particular y por
tanto queda en el ámbito exclusivamente privado, igual que la religión.
Para
el pensamiento liberal, la separación de ética y política es radical: la
política debe estar separada de toda ética. El discurso sobre los valores queda
totalmente fuera del espacio público. El problema es que, de esta forma, se
legitima un poder político irrestricto e ilimitado que, a la larga, se acaba
alineando con los mercados y que los justifica por el mero recurso a los hechos
consumados: es lo que hay y no queda ninguna instancia pública desde la que
criticarlo.
Desde
otras perspectivas, sobre todo republicanas, puede responderse que, si bien la
política es un ámbito autónomo, sí tiene un fundamento ético. Pero no uno
basado en ninguna moral particular sino en otra pública. Se distingue, así,
entre ética pública y moral privada. La ética pública es aquel conjunto de
valores públicos que soportan y fundamentan la organización política, y que son
valores de consenso en la sociedad, lo que le da cohesión. Valores como los de
la dignidad humana, la autonomía, la libertad, la igualdad o la justicia. Como
es de entender, se trata de una moral pública de mínimos y consensuada, y que
funciona en el plano transcendental de ser condición de posibilidad de la
propia democracia: si no hay esos valores, no hay democracia. Dicho de otro
modo, si queremos una democracia, necesariamente estamos realizando esos
valores. Estos valores, a su vez, sirven de fundamento y de límite a la
política: las decisiones políticas, por mayoritarias que fueran, y también las
económicas, tendrían su límite en esos valores.
Las
demás éticas particulares sí que quedan en el ámbito privado de la ciudadanía.
Se trata de éticas de máximos que no tienen por qué ser de consenso, y que
obligan en conciencia a quienes las acepten para sí mismos, pero que no pueden
servir de base ética para la convivencia ni la política. Pretender imponer una
ética secular de este tipo en el ámbito público, significaría una vulneración
del principio laico de separación público-privado, en el mismo sentido en el
que lo sería la imposición de una religión en ese espacio público. Lo que viene
a significar que, en el espacio público, que es el ámbito en el que la
ciudadanía dialoga y se exponen y critican argumentos y pruebas, no hay sitio
para los argumentos morales puramente particulares (exactamente igual que no
hay lugar para las justificaciones religiosas), sino que toda intervención que
pretenda el consenso en este espacio ha de apelar, necesariamente, a esa moral
pública.
El
papel de la moral pública en la política es importantísimo, no ya solo porque
le da su fundamento y legitimidad, sino porque sirve a los efectos de la
motivación política. Una sociedad democrática saludable no puede contentarse
con que la ciudadanía cumpla con la ley (lo que podría lograrse mediante la
mera coerción o por pura pasividad de la ciudadanía) sino que además la asuma
críticamente como algo suyo, como el producto o resultado del diálogo político.
No quiere decir que toda la ciudadanía comparta al cien por ciento todas las
leyes, pero sí que, por lo menos, reconozca su legitimidad en algún grado
(aunque considere que podrían ser mejores y luche por ello). La asunción y la
práctica de esos valores públicos (o republicanos) son las virtudes cívicas (o
republicanas) que el ciudadano de una democracia avanzada (de una República)
necesita para mantenerla viva y vigorosa. En ausencia de ellos, el ciudadano se
convierte en mero y acrítico consumidor, atómico, aislado y competitivo, sin
lazos con sus semejantes, al no reconocerse en ellos en base a ningunos valores
comunes. Los valores públicos son los que impulsan la participación política,
el civismo político de estar al tanto del debate político, participar en la
elaboración de las leyes y criticarlas (así como obedecerlas, una vez aprobadas
definitivamente, incluso aunque se luche por su derogación futura).
Sin
embargo, el liberalismo imperante, que privatiza toda forma de moral, sin
distinguir la pública de la privada, elimina la virtud cívica y seca las raíces
de la participación política y de la ciudadanía crítica. En ausencia de valores
públicos, asume por pasiva los valores del mercado, y convierte al ciudadano en
consumidor, reduciendo la participación política al voto cada cuatro años,
reconduciendo a los partidos desde elementos de participación ciudadana a maquinaria
de marketing para lograr votos.
Aprovechándose
de esta situación, el conservadurismo moral y las religiones señalan el fallo
liberal de la ausencia de valores públicos, pero intentan sustituirlos por
valores de éticas privadas (conservadoras) o religiosas (también
conservadoras). Al contrario del republicanismo, no pretenden una moral pública
sino una reconquista del espacio público con sus valores privados (ya sean
seculares o religiosos). Así, por ejemplo, las religiones no se cansan de
denunciar el nihilismo y el relativismo moral como causas de los males
políticas, ofreciendo sus valores religiosos como alternativa.
Un
ejemplo de lo anterior está en la tendencia cada vez más acusada de apelar a
una ética más allá de la política. Los partidos políticos, por ejemplo,
redactan códigos éticos para sus dirigentes que les obligan más allá de lo que
les exigen las leyes. Otro ejemplo sería la frase, cada vez más repetida, de
acusar a algún político de que lo que ha hecho “es legal pero no es ético”. Ahora
bien, esos códigos éticos o esa ética a la que se apela, ¿de qué tipo son? Porque
si se trata de éticas particulares (y de hecho, lo son) estamos dando pasos
atrás en la laicidad. La gran ventaja del laicismo republicano es que señala a
la ética pública como fundamento de la política, salvando así el vacío que
dejaba el liberalismo y que acaba ocupando el mercado. Pero la ética de los
códigos de los partidos no es la ética pública, sino éticas ad hoc improvisadas al calor de la
indignación por las noticias sobre corrupción. Ante la impunidad en la que se
mueven los corruptos, la desconfianza en la ley hace que la ciudadanía se gire
hacia algún otro sitio, y ese sitio suele ser una ética privada o religiosa.
El problema es que ninguna
de ellas puede servir de fundamento común de la convivencia. Y no pueden
porque, por su improvisación y apasionamiento indignado, no son suficientemente
reflexivas. Si nos fijamos bien, son éticas de máximos que toman como modelo de
político ideal no al que es honrado, ¡sino al que es santo! Se exigen salarios
de miseria para los políticos, controles de gasto que ahogan y ralentizan la
acción política, requisitos de acción inmaculada que separan del cargo público
a cualquiera por la mínima sospecha (invirtiendo el principio de presunción de
inocencia por el de obligación de demostrar la propia inocencia). El resultado
es la desincentivación política, el desinterés por participar en política, y el
retiro a la vida privada, donde se gana más dinero y nadie se fija en lo que haces.
Así, las personas más honradas e inteligentes no tienen ningún incentivo para
dedicarse a la res publica, pues automáticamente
pasan a ser sospechosos de corrupción, amiguismo y nepotismo ante los demás (de
hecho, eso significa “todos los políticos son iguales”). Y, en su lugar, el
espacio político pasa a ser ocupado por los trepas, los fracasados y los
buscavidas. Un simple ejemplo: si el salario de un político por ocuparse de la res publica es de tres veces el SMI
(unos 2.000 euros/mes), nadie que cobre en su vida privada más de 2.000 euros
querrá ser político, pues no solo perdería dinero, sino que encima tendría que
soportar el sambenito de corrupto porque sí (sambenito que, inmediatamente, se
extenderá a su círculo familiar y de amistades solo por serlo). Resultado: el
sueldo de político de tres veces el SMI solo resulta atractivo para quien no
llegue a esa cantidad por su cuenta (y ya se encargará él de aumentarlo con
dinero negro, o de formas legales como escribir best-sellers). Tiene lugar, así, una paradoja: el pueblo, queriendo
evitar la corrupción, exige medidas que lo que consiguen, en la práctica, es
estimular a los corruptos y echar de la política a los honrados. Es como el
profesor superestricto que, lejos de lograr que su alumnado aprenda más, solo
consigue que aprendan a mejorar sus técnicas para copiar y hacer trampas en los
exámenes. Llevado al extremo, el pueblo acaba desconfiando de la democracia
como sistema político porque piensa que solo sirve para que gobiernen los más
ineptos y corruptos. En ese momento todo está preparado para que el demagogo de
turno sea elevado a tirano por parte del propio pueblo: porque aparece ante
ellos como el santo o mesías que estaban esperando. Un proceso que no es nada
nuevo: ya Platón en su Leyes y Aristóteles
en su Política explican el paso
natural de la democracia a la demagogia y de esta a la tiranía. Sin golpe de
Estado: simplemente, es el pueblo el que la pide a gritos.
La
alternativa pasa por recuperar y rediseñar la ética pública, los valores
cívicos, la política republicana que mantenga la separación público-privado y
el fundamento ético público de la convivencia política. Consiste en el
reforzamiento de la virtud política, de la ciudadanía activa y la democracia
participativa contra contrapeso tanto del liberalismo y del conservadurismo
político-moral y religioso, como de la democracia asamblearista y la demagogia
superética.
Andrés Carmona Campo. Licenciado
en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un
Instituto de Enseñanza Secundaria.
Para ser justos los valores que cita, o su mayor parte, son originalmente liberales y la democracia a la que se refiere el post la conocemos como democracia liberal.
ResponderEliminarUn añadido, esta mezcla de ética profesional (pública) y privada (individual) de la política se da también en todos los demás ámbitos de la actividad humana. Se piden empresarios éticos, científicos éticos, economistas éticos... pidiendo que sean "buenas personas" que ejercen una buena profesión y no "buenos empresarios, científicos o economistas". Buenos profesionales.
Disiento, por último, de que la ciudadanía deba participar más que con un voto cada cuatro años, lo que no quiere decir que deba hacerlo, pero en una democracia institucionalmente buen diseñada es suficiente. En realidad, ni siquiera eso, mientras otros lo hagan en porcentaje suficiente. Lo que si es necesario es una ciudadanía vigilante y responsable, que acepte el resultado electoral.
Donde dice "...lo que no quiere decir que deba hacerlo..." debía de decir "...lo que no quiere decir que no deba hacerlo..." . Perdón
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