Investigación espacial contra el hambre (Andrés Carmona)
Hace tiempo pululan viralmente por
internet imágenes de niños del tercer mundo desnutridos y bebiendo como
animales bajo la leyenda: “Sabías que… el ser humano no tiene dinero para
abastecer de agua zonas pobres pero sí tiene dinero para buscar agua en Marte.
La pregunta es: ¿hay vida inteligente en la tierra?”. Cuando veo cosas como
estas siento una sensación intermedia entre no saber si quien hace y comparte
eso es un alma cándida y bonachona pero un poco ignorante, o si simplemente es
un tecnófobo consciente de estar empleando una falacia emocional aprovechándose
de la indignación que nos produce ver a esos niños en esas circunstancias tan
inhumanas.
Carlos Chordá ha
contestado en su blog con buenos argumentos a esta falacia de atacar a la
investigación espacial acusándola de derroche que podría utilizarse para paliar
el hambre en el mundo. Al final de su texto remite a la
carta con la que un científico de la NASA, Ernst Stuhlinger, respondía en
1970 a una monja misionera en África que le hacía la misma pregunta, y que
recomiendo encarecidamente.
Falacias similares a esta contra la
investigación espacial se oyen o leen a menudo contra otros avances científicos
y tecnológicos como el Gran Colisionador de Hadrones (LHC) del CERN o contra la
ciencia y la tecnología en general. El fallo de estas falacias es que no se dan
cuenta de que la ciencia y la tecnología son precisamente motores del progreso
humano, del bienestar social y de la reducción de la pobreza y la desigualdad
social. Desviar dinero de la investigación científica y tecnológica hacia
proyectos de solidaridad es, pese a su buena intención, pan para hoy y
muchísimo hambre para mañana. Es gracias a la revolución científica desde el
siglo XVI y a las revoluciones tecnológicas de los siglos siguientes, que la
humanidad ha podido aumentar exponencialmente hasta los 7.000 millones de
habitantes hoy día (más que todos los humanos que ha habido antes desde que el sapiens es sapiens), y que ha doblado la esperanza de vida de los 40 a los 80
años. Y aunque parezca extraño a primera vista, muchos de los avances
científicos y tecnológicos que lo han posibilitado han surgido de la aplicación
práctica de descubrimientos logrados en áreas científicas que aparentemente no
tenían nada que ver, como la investigación espacial o del núcleo atómico (cuyos
lugares privilegiados serían la NASA y el CERN). Los hornos microondas, los
satélites meteorológicos, los navegadores de GPS, los rayos X de las
radiografías o la propia internet han surgido a partir de ese tipo de
investigación que no estaba pensada en principio para calentar la comida, ver
cómo estaban los huesos o enviar información instantánea por internet. En
lenguaje económico, se puede decir que la investigación científica, incluso la
que parece más pura o sin aplicaciones prácticas ni inmediatas ni remotas a
primera vista, genera externalidades
positivas que resultan beneficiosas para toda la humanidad. En lenguaje
biológico, podemos decir que la investigación científica está repleta de exaptaciones: descubrimientos en un
campo de estudio que resultan tener utilidad en otros campos totalmente
alejados del original.
En este punto, y dado que es un hecho
contrastado la correlación entre ciencia-tecnología y progreso económico y
social, podemos preguntarnos qué va primero: si las sociedades prósperas
invierten en ciencia y tecnología porque son ricas, o si las sociedades que
invierten en ciencia y tecnología prosperan precisamente por eso. En este caso
no es como el dilema del huevo y la gallina, aquí sí hay solución: la inversión
en ciencia y tecnología produce crecimiento económico y bienestar social. En
lenguaje marxista, diríamos que la ciencia y la tecnología son parte de la
infraestructura económica, y si las relaciones sociales de producción y la
superestructura política e ideológica no lo impiden, hacen avanzar a las
naciones que invierten en ellas: y si lo impiden, lo suyo es una revolución,
como hizo la burguesía a partir de la edad moderna. O como resumió Lenin en su
famosa frase: “La revolución son los sóviets más la electricidad”. Mantener un
horno viejo para fabricar pan y gastar todo el dinero en repararlo
constantemente para seguir haciendo pan puede dar de comer a poca gente
mientras muere la que queda cuando sale la última barra, pero invertir en
ciencia y tecnología para lograr un horno mejor y más potente puede hacer que
tengamos pan de sobra para mucha más gente y de paso hornear magdalenas, croissants y otras formas de bollería. Y
el ejemplo es inexacto, porque seguramente la novedad para perfeccionar el
horno saldría de alguna otra investigación científica que no tuviera nada que
ver ni con hornos ni con panes, posiblemente del estudio de las lunas de algún
planeta o de las órbitas de los electrones alrededor del núcleo del átomo.
Pero la ciencia y la tecnología no
solo sirven a propósitos sociales y solidarios de forma indirecta. El
conocimiento científico de las causas de la pobreza y los desastres naturales
nos ayudará a encontrar la mejor manera de acabar con esa pobreza y paliar los
efectos de esos desastres de forma más directa. Gracias a la ciencia y la
tecnología podemos lograr formas más eficientes de utilización y
aprovechamiento sostenibles de los recursos naturales, la agricultura y la
producción, así como de la gestión de los residuos. Con una población creciente
exponencialmente, invertir en ciencia y tecnología para eso no es una opción,
es una necesidad. No podemos esperar a que retrocedamos a los niveles
demográficos de hace dos o tres décadas pero sí debemos estar preparados para frenar
ese crecimiento y lograr agua, alimento y calidad de vida para los 7.000
millones de humanos que habitamos la tierra, la inmensa mayoría en países del
tercer mundo. La solución no pasa por desviar el “chocolate del loro” de la
investigación científica al tercer mundo, sino exportar precisamente esa
investigación formando a sus jóvenes en la ciencia y la tecnología para que
puedan desarrollarla de forma autóctona, autónoma y colaborativa a la vez con
la que se desarrolla en el primer mundo. El tercer mundo no necesita misioneros
sino científicos. Y desde luego, lo que no necesita son los contraproducentes
consejos del papa Francisco clamando contra la contracepción en los países
del sur cuando gran parte del problema es, precisamente, el crecimiento
demográfico. Igual que tampoco necesita de las recetas de los neoluditas y
tecnófobos del primer mundo que, mientras viven sanos y protegidos gracias a la
ciencia y la tecnología que les rodea (aun sin darse cuenta) les incitan a
rechazar esa misma ciencia y la tecnología, y con ellas las vacunas y los
avances biotecnológicos (como los organismos modificados genéticamente), y les
animan a mantener formas de producción “tradicionales” (donde por
“tradicionales” debemos leer apropiadas para épocas pasadas en las que bastaba
una producción modesta para una población reducida y estancada, pero obsoletas,
ineficientes y mortales cuando la población crece exponencialmente).
Para acabar, quiero mencionar
brevemente el último capítulo de El ladrón de cerebros (2012,
Debolsillo) de Pere Estupinyà, llamado precisamente “Ciencia contra la pobreza”,
otra lectura totalmente recomendada junto con el resto del libro y todos los
demás del autor. No voy a desgranar todo lo que dice el capítulo, pero sí quiero
resaltar algo que dice, parafraseando: si tu objetivo es mejorar algo en el
tercer mundo con un presupuesto limitado, tienes que tener muy, muy clara, la
forma más eficiente de invertirlo. Y ahí la ciencia y la tecnología es donde
resultan imprescindibles. Estupinyà comenta en ese sentido los proyectos del D-Lab (Laboratorio del Desarrollo) del MIT (Massachusetts
Institute of Technology). Cito al autor:
“El objetivo del D-Lab (…) sólo pretende aprovechar las ingeniosas
mentes de los estudiantes del MIT para solucionar problemas concretos en países
en vías de desarrollo, que no es poco. Hay una única condición: hacerlo de
manera sencilla y barata para que pueda ser implantada fácilmente por la
comunidad que la reciba. La transferencia de tecnología que ellos impulsan no
consiste en regalarles molinos eléctricos para triturar el grano y producir
harina, sino ayudarles a diseñar un aparato que ellos mismos puedan construir,
difundir, y consiga reducir la enorme cantidad de mujeres que pasan largas
horas haciendo este proceso de forma manual” (pág. 418).
Y más adelante comenta algunos de los
resultados, cita con la que termino pues ejemplifica lo que la ciencia y la
tecnología pueden por el desarrollo y la solidaridad:
“El D-Lab ya ha implantado los molinos
antes citados en comunidades de Senegal, prótesis más baratas y fáciles de
ajustar en la India, un sistema de cloración del agua que se está extendiendo
por Honduras, generadores para cocinar con energía solar en Losotho (África),
una desgranadora manual de cacahuetes, incubadoras que no requieren
electricidad para realizar análisis bacteriológicos del agua… y muchos otros
proyectos que en países pobres no saben cómo abordar, ni hay empresas con
interés comercial suficiente para desarrollarlos” (pág. 419).
Andrés
Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y
Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.
Al leer el artículo, no me queda claro si un país subsahariano debe destinar fondos a la investigación de cosmogonía, por ejemplo (investigar los orígenes del universo difícilmente ayudará, en el corto plazo, a un país como Congo). Entiendo que la investigación en la ciencia ciertamente es una oportunidad para salir de la pobreza. Pero, ¿deben investigarse sólo cosas que atiendan la pobreza, o podrían permitirse intereses científicos más amplios? ¿Es inmoral para un país como Sierra Leona, dirigir recursos a la investigación de, supongamos, la inteligencia artificial, en vez de la cura al ébola? Chávez en Venezuela siempre hizo mucho énfasis en que él financiaría proyectos científicos, pero sólo aquellos que tuvieran "pertinencia social" para nuestro país. Eso dejó por fuera a muchos astrónomos venezolanos brillantes. ¿Tú cómo lo ves?
ResponderEliminarYo pensaba en los países del primer mundo, que son los que pueden utilizar más eficientemente las economías de escala de la investigación espacial o atómica. Al investigar esos asuntos, resultan externalidades positivas en otros ámbitos que pueden aprovechar precisamente porque tienen las infraestructuras y los medios para aprovecharlas. En los países más pobres, posiblemente dedicar recursos a ciertas áreas científicas sí que sea para ellos un “lujo” inasumible porque no podrían sacarle provecho ni directo ni indirecto: aunque descubrieran algo beneficioso no podrían ponerlo en marcha por falta de otros recursos para ello. A mi modo de ver, en contextos de pobreza extrema, esos países hacen muy bien en invertir lo poco que tengan en las necesidades más inmediatas. Pero conforme vayan saliendo de la pobreza más extrema, harían bien en ir invirtiendo en las infraestructuras que les permitan salir de la pobreza definitivamente, y entre ellas están la educación, la ciencia y la tecnología. De lo contrario, podrían entrar en un círculo vicioso de pobreza: no invierten porque son pobres, como son pobres no invierten, etc.
ResponderEliminarDe todas formas, el texto no va por ahí sino hacia el prejuicio de que los países más ricos deberían abandonar los megaproyectos científicos del tipo investigación espacial y atómica y desviar toda esa inversión hacia el tercer mundo. Creo que es un grandísimo error porque el tercer mundo se puede beneficiar de esa investigación también, y porque, además, se trata de un falso dilema: los países ricos pueden dedicar parte de su riqueza a esa investigación y otra parte a la solidaridad con el tercer mundo sin necesidad de elegir o a una o a otra.
Destinar recursos a la investigacion cientifica del Espacio, seria lo normal en una Sociedad mundial civilizada, pero en nuestro caso, esa investigacion cientifica no se utiliza para los fines que mencionan en el articulo, se utiliza con fines militares, militarizar el espacio, escuchando las declaraciones de H. Clinton, sobre que en 4 minutos los E.E.U.U. desataria un ataque nuclear con destrucción mutua asegurada, para todos los pueblos de la tierra, el espacio es sagrado y querer exportar a otros planetas las guerras y los vicios que estan propagados por toda la faz de la tierra es una blasfemia, por esa misma razón toda la humanidad esta condenada a un tragico fin...
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