PRESUNCIÓN DE INOCENCIA Y JUICIOS PARALELOS (Andrés Carmona)
La presunción de inocencia es un
derecho básico en toda democracia que se precie. Lo reconoce el art. 11 de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos y el art. 24.2 de la Constitución
Española. Las personas disfrutan de la plenitud de sus derechos mientras son
inocentes, pues precisamente la condena por culpabilidad puede consistir en la
limitación de algunos de esos derechos (por ejemplo el de la libertad o la
propiedad en caso de cárcel o multa). Resultaría terriblemente injusto limitar
esos derechos a un inocente que fuera sospechoso y que después se demostrara su
inocencia. De ahí que el principio de presunción de inocencia establezca todo
lo contrario: se considerará inocente al sospechoso mientras no se demuestre su
culpabilidad. La carga de la prueba (onus
probandi) recae, entonces, en quien acusa, y no en quien se defiende.
La cara oscura de este derecho es el
abuso que puede hacerse de él: que el culpable se aproveche de esa presunción
de inocencia para seguir delinquiendo o beneficiándose en el tiempo que dure
esa presunción hasta que se demuestre su culpabilidad. Esta posibilidad está
prevista pero aún así se admite como un coste inevitable: la dignidad y
libertad del inocente es tan valiosa que, en caso de duda, es preferible que el
culpable se aproveche de esos beneficios a que se le limiten al inocente. Dicho
de otra forma: es preferible que haya culpables en las calles a que haya
inocentes en las cárceles. Se procura así evitar los abusos de otras épocas
inquisitoriales o dictatoriales en las que los inocentes tenían que demostrar
su inocencia y sufrían torturas, cárceles y humillaciones ante falsas
acusaciones o denuncias infundadas.
Este principio a la presunción de
inocencia, si bien está plenamente asumido e integrado en el Derecho, no pasa
lo mismo en la sociedad. Socialmente, no rige el principio de inocencia. Y más
en nuestros días dado el papel de los medios de comunicación. Cuando alguien
debe pasar por el calvario de un proceso judicial, es sometido a dos juicios paralelos: uno propiamente
judicial y otro social. El primero es totalmente formal y con garantías, el
segundo es informal y sin garantía ninguna. Mientras en el primero rige la
presunción de inocencia y la carga de la prueba está en quien acusa, en el
segundo no existe esa presunción y se invierte el onus probandi: es el acusado quien debe demostrar su inocencia ante
la opinión pública. En el primero, la sentencia se ajusta a los hechos probados
y a la ponderación racional de los discursos del fiscal y del abogado; en el
segundo, la sentencia es inmediata, se basa en intuiciones, impresiones y
prejuicios, se ignoran las pruebas y solo se busca la confirmación de la
sentencia ya establecida de antemano. Además, en el primero, la condena solo se
aplica después de probada la culpabilidad, en el segundo, la condena es tan
inmediata como la sentencia, en forma de escarnio público, insultos,
marginación y exclusión social del acusado, y muchas veces también llega hasta
a sus familiares y amistades: todo aquel que no le condene y excluya igualmente
resulta cómplice o culpable como él, y queda estigmatizado de esta forma.
Lo terriblemente grave de este juicio
social paralelo al judicial es su tremenda injusticia. Tanto si el acusado es
culpable como si es inocente. Si es culpable, porque supone una doble condena
por los mismos hechos delictivos. Si es inocente, porque sufre una condena
social que nunca debió padecer.
Es casi inevitable recordar en este
punto el caso Wanninkhof.
La principal sospechosa en su momento, Dolores Vázquez, sufrió ese doble juicio
(judicial y social) entre 1999 y 2001. Fue condenada por el asesinato de Rocío
Wanninkhof a 15 años de cárcel y 108.000 € de indemnización (18 millones de
pesetas). Pero antes de la condena judicial ya había sido condenada socialmente
desde los primeros días. Posteriormente se demostró su inocencia en 2003 al
resolverse otro caso de asesinato distinto. Sin embargo, Dolores Vázquez ya
había pasado 17 meses en la cárcel y cuatro años de linchamiento social y
mediático.
Otro caso similar fue el de la falsa
violación en la feria de Málaga en 2014. Una joven tuvo relaciones sexuales
consentidas con varios chicos, después de las cuales les denunció por
violación. Finalmente reconoció los hechos cuando se demostró su falsedad. Sin
embargo, en el ínterin entre su falsa denuncia y el descubrimiento de la
verdad, las redes sociales se llenaron de condenas sociales hacia los jóvenes
inocentes e incluso
hacia la jueza que archivó la causa y puso en libertad a los jóvenes. Lejos
de esperar a la resolución judicial del caso, la sociedad ya tenía a su víctima
y sus culpables, cuando en la realidad era al revés.
Podemos decir lo mismo en otros casos
en los que los acusados resultan finalmente culpables. La sociedad les condena
mucho antes que los jueces, y eso es lo que está mal. Da igual en qué casos los
sospechosos sean inocentes o culpables realmente, lo que aquí queremos destacar
es la condena social a la que se ven expuestos tanto unos como otros antes de
que sea la Justicia la que acabe dictaminando si lo son o no. En este sentido,
llama la atención el hecho de que a los acusados se les califique como
culpables ya antes incluso del juicio. Así, podemos ver titulares del tipo
“Detenido el pederasta de…” o “Empieza el juicio del secuestrador de…”. Dichos
titulares ya están calificando de delincuentes y culpables a quienes todavía
son inocentes mientras no se demuestre lo contrario. Y de nada sirve añadir el
“presunto” delante, porque el daño es el mismo. Para más inri, los medios de
comunicación no escatiman esfuerzos en divulgar su nombre y apellidos
completos, su fotografía, su domicilio y el de sus familiares, alimentando así
las facilidades para el ostracismo social y el linchamiento público.
Todo lo anterior no es de recibo en
una democracia. El principio de presunción de inocencia debe extenderse en la
sociedad y los medios de comunicación más allá de los juzgados. El honor y el
buen nombre de una persona no puede verse perjudicado por rumores ni programas
“de investigación” televisivos que lo que buscan es audiencia para vender
publicidad entre medias y no otra cosa. El daño hecho a un inocente, o la doble
condena del culpable, deben ser desterrados de nuestra democracia.
Ante un crimen horroroso y aborrecible,
es lógico que la sociedad quiera culpables a los que condenar. Es comprensible
también que la lentitud de la Justicia exaspere los ánimos y crezca la
sensación de injusticia. El problema es que la rapidez en los juicios los
convierta en juicios sumarísimos, que la justicia se transmute en venganza, y
se genere una mentalidad social de caza de brujas donde se buscan culpables sea
donde sea, y donde cualquier indicio sospechoso se toma como prueba definitiva.
La genial película En
el nombre del padre, basada en hechos reales, nos muestra ese horror y
debería servirnos de aviso.
Cada cual debe asumir, entonces, su
responsabilidad. Los políticos, lograr que los juicios sean más rápidos sin que
por eso sean menos rigurosos y garantistas. Los medios de comunicación, evitar
el sensacionalismo y el fomento de los juicios paralelos. Y la ciudadanía de a
pie indignarse ante esos juicios paralelos, no participar en ellos, abstenerse
de juzgar antes que los jueces, y respetar el principio de inocencia hacia los
demás tanto como les gustaría que, de ser ellos los acusados, los demás se lo
respetaran a ellos mismos.
Aquí nos hemos centrado en la
presunción de inocencia en los casos de delitos comunes. La reflexión sobre los
casos de corrupción supone una complejidad suficiente que da para otro texto, y
lo dejamos pendiente para otra semana.
Andrés
Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y
Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de
Enseñanza Secundaria.
Sobre la condena social, hay una pelicula que me parece mas adecuada que en el Nombre del Padre (donde esto es parte de la pelicula, pero solo parcialmente). Se llama La Caza (Jagten 2012) y es una pelicula bastante dura en ese aspecto.
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