San Manuel Bueno y Jebediah Springfield (Andrés Carmona)
Miguel
de Unamuno escribió en 1931 San Manuel
Bueno, mártir, una novela corta pero inmensa en contenido. En ella, Unamuno
presenta al personaje de Manuel Bueno, un sacerdote que ha perdido la fe pero
que sigue aparentándola delante de su parroquia. Otro personaje es Lázaro, que
durante la obra se transforma de crítico de la religión a seguidor de Manuel
Bueno. La novela, como digo, es inabarcable en todo su contenido, pero solo voy
a centrarme en el hecho de que el sacerdote es un hombre sin fe pero que la
finge para alimentar la de los demás, y que acaba convenciendo a Lázaro de que
esa actitud es la correcta. Lo que aquí ponemos en cuestión es precisamente eso
y nos servirá de excusa para todo lo que vamos a decir después.
Si observamos la historia de
occidente desde la edad media hasta ahora podemos apreciar claramente el
declive de la religión en nuestras sociedades modernas, lo que se conoce como
secularización. En la edad media el teocentrismo era absoluto, todo giraba en
torno a Dios y la religión: la astronomía, la política, la biología, la moral y
la vida cotidiana misma. Si eliminamos a Dios en la edad media, se nos hace
ininteligible. Pero, progresivamente, Dios ha ido desapareciendo de todos y
cada uno de esos ámbitos donde antes era dueño y señor. Copérnico, Galileo,
Kepler y Newton acabaron desplazándolo de la astronomía hasta tal punto que
Laplace pudo responder a Napoleón cuando le preguntó dónde estaba Dios en su Exposición del sistema del mundo: “No he
necesitado esa hipótesis”. Guillermo de Ockham, ya en el siglo XIV, había
reducido el poder temporal de la religión en política, y después Maquiavelo,
Spinoza, Hobbes, Locke y Bayle lo eliminaron completamente, fundamentando la
política sin recurrir a Dios para nada. En el siglo XIX, Darwin no solo
prescindió de la religión, sino que su teoría de la evolución biológica por
selección natural contradecía completamente la de la creación divina de cada
especie por separado y del mundo en seis días naturales. Poco a poco, Dios fue
decayendo de su lugar central para acabar postergado en el rincón deísta de ser
la causa primera o primer motor y el garante de la moral. Pero incluso allí
llegó la crítica. Hace poco, Stephen Hawking
dejaba bien claro su ateísmo y afirmaba que Dios no tiene lugar ni siquiera
como primera
causa del universo, excluyéndolo totalmente de la física y la cosmología. El
único sitio que le quedaba al otrora Señor del Universo parece ser la moral. Ya
Kant, en el siglo XVIII, lo había desterrado de la razón teórica y lo había
postulado como condición de posibilidad de la ética, lo que con otras palabras
expresó Dostoyevski en Los hermanos
Karamazov: “Si Dios no existe, todo está permitido”.
A día de hoy, en las sociedades
modernas, la religión solo ocupa ese lugar en la moral privada de algunos,
siendo Dios irrelevante en la vida cotidiana de la inmensa mayoría de la
población, incluso de la que se dice religiosa. La vida de la inmensa mayoría
de la población moderna no cambiaría apenas nada en su práctica cotidiana si se
demostrase fehacientemente la inexistencia de Dios. Quitando a sacerdotes,
monjas e integristas, la mayoría ni lo notaría en su vida diaria. Ya nadie
acude a Dios en asuntos científicos, políticos o de otra índole que no sea
moral, salvo los fundamentalistas. Ahora bien, ese último rinconcito en el que
se esconde lo poco que queda de Dios tampoco es seguro. La ética contemporánea
tampoco necesita a Dios. Durante un tiempo se pensaba que Dios era la única
garantía de la moral, que sin Dios no habría motivo para ser moral. Pero eso
tampoco es así. Es perfectamente posible ser moral y plenamente ateo sin
contradicción ninguna. Es más, tal vez sea más correcto lo contrario: que moral
y religión sean más incompatibles entre ellas que moral y ateísmo. Marc Hauser ha demostrado
en sus experimentos que el 90% de los individuos tiene las mismas intuiciones
morales independientemente de su cultura o religión, con lo que la religión no
es una variable relevante en la moral. Si lo fuera, las respuestas morales de
los religiosos y los no-religiosos serían significativamente diferentes. Por
otra parte, el argumento de que Dios es la garantía de la moral tiene un grave
inconveniente. Implica que, sin religión, “todo estaría permitido”, es decir,
que la gente no tendría motivos para ser morales y se comportaría de un modo
abyecto. La experiencia nos demuestra que no es así: los ateos no van por ahí
cometiendo crímenes horrendos por no tener religión. Más bien es al revés: los
peores crímenes los cometen personas guiadas por su religión: Cruzadas,
Inquisición o actualmente el terrorismo yihadista. Resulta significativo que
nunca jamás ha habido grupos terroristas matando a gente al grito de “¡Viva la
ciencia!” o “Ad maiorem E=mc2
gloriam!”. Por otra parte, el argumento moral a favor de Dios tiene una
implicación muy peligrosa para quienes lo defienden. Según ese argumento, si se
demostrara que Dios no existe, ¿están afirmando que ellos mismos se
comportarían de modo inmoral? Quiero decir, si quien me dice que Dios garantiza
la moral descubriera que Dios no existe, ¿no tendría motivos para no matarme, no
robarme o no secuestrarme? Porque si me dice que, aún así, seguiría respetando
mi vida y mis otros derechos, entonces Dios resulta irrelevante para su moral.
Es por lo anterior que la postura de
Manuel Bueno en la novela de Unamuno me resulta un tanto hipócrita. Él ha
descubierto que Dios no existe pero se empeña en fingir que sí cree en Dios por
el bien de sus feligreses. Considera que, si les dijera la verdad, que Dios no
existe, sería mucho peor para ellos. Que perderían la esperanza, el sentido, la
felicidad y las razones para ser morales. Por eso piensa que es mejor
mantenerles en una mentira piadosa. Pero ese razonamiento es claramente
insultante para ellos. Los considera una especie de niños o disminuidos morales
que, sin esa mentira, no podrían comportarse de un modo ético ni ser felices.
Lo cual llama la atención, porque surge la pregunta de: si de hecho hay gente
plenamente moral y feliz sin religión, ¿por qué vamos a pensar que hay otras
personas que no puedan hacer igual? Si toda
persona que descubriera que Dios no existe sucumbiera en una especie de
depresión moral y existencial que le quitara las ganas de vivir y respetar a
los demás, tal vez podría justificarse la mentira de que Dios existe. Pero no
es así. Sthepen Hawking, pese a su esclerosis lateral amiotrófica avanzadísima
es capaz de asumir el ateísmo, ser feliz y contribuir al conocimiento y el
bienestar de la humanidad con sus investigaciones científicas. Millones de
ateos en todo el mundo viven vidas plenas y felices. Que Manuel Bueno (alter ego del propio Unamuno) no pudiera
aguantar su conflicto interno entre su ateísmo intelectual y su religiosidad
emocional no quiere decir que los demás tampoco puedan. Tratar a los demás como
decíamos, como niños o disminuidos morales o intelectuales, incapaces de asumir
la verdad, no es la mejor forma de mostrarles respeto ni trato digno.
Siendo honestos, la religión no
tiene absolutamente ningún sitio en la cabeza de una persona sensata. Seamos
serios: ¿alguien se imagina a un creyente diciendo en público que él está
absolutamente convencido de que hace unos 2.000 años una joven virgen de
Palestina se quedó embarazada sin intervención de varón? ¿Que de verdad cree
que, si pudiéramos observar a esa joven en aquel momento con tecnología
moderna, podríamos ver cómo en un momento determinado uno de sus óvulos quedó
concebido milagrosamente? Ni por asomo me imagino que pueda ocurrir tal cosa, y
si pasara, seguramente se crearía un silencio incómodo y alguien diría: “Bueno,
pasemos a otra cosa”.
Como dice Dawkins en sus libros, la
religión goza de un prestigio y un aura de respetabilidad totalmente
inmerecidos. Es como si hubiera una especie de pacto de no agresión por el que
los no religiosos se callan sus críticas a la religión siempre y cuando los
religiosos se mantengan dentro de ciertos márgenes. Algo así intentó hacer
Sthepen Jay Gould con su propuesta de “magisterios separados” que no acabó de
convencer a nadie. Para Gould, la ciencia y la religión tienen sus respectivos
ámbitos y no tiene que haber conflicto siempre y cuando cada una no se salga
del suyo. El ámbito de la religión venía a ser el de las cuestiones metafísicas.
Pero seamos sinceros, eso es como decir de una forma “políticamente correcta”:
mientras la religión esté en sus tonterías y no entre en las cosas serias de
verdad, allá ella. En la práctica, se trata a los religiosos como a lunáticos a
los que es mejor darles la razón simplemente para que no den problemas, aunque
por dentro estemos pensando que están locos de remate. Cuando alguien nos dice
que cree que Jesús de Nazaret murió literalmente y resucitó literalmente tres
días después, lo miramos así como fingiendo interés y después le decimos: “Yo
no lo creo, pero te respeto si tú lo crees”, cuya traducción del lenguaje
eufemístico al lenguaje real sería algo así como: “Vaya pedazo de tontería
acabas de decir, pero paso de tener problemas contigo si te lo digo así de
claro”. ¿Por qué este “respeto”? ¿Por qué no hablar claramente, directamente?
¿No será ese “respeto”, en realidad, un insulto al creyente? ¿Y si,
precisamente, lo respetuoso fuera criticarle y pedirle pruebas de su creencia?
En uno de los episodios[1]
de la serie de Los Simpsons, Lisa
descubre la verdad sobre el fundador de su ciudad, Jebediah Springfield, al que
todos admiran como ejemplo de virtud: realmente fue un pirata sin escrúpulos. Decide
decir la verdad a todo el pueblo en el mismo día en que se celebra el bicentenario
de la fundación de la ciudad, cuando todo el mundo lo festeja con desfiles de
carrozas. Sin embargo, en el último momento, al ver la emoción de sus vecinos
al pensar en Jebediah, se echa para atrás y finge sentir el mismo entusiasmo
que ellos. En cierto modo, hace lo mismo que Manuel Bueno: cree que decir la
verdad será algo insoportable para sus vecinos. Pero, al hacer eso, los trata
como a disminuidos morales igualmente: se autositúa a ella misma en una posición
de superioridad moral e intelectual capaz de vivir perfectamente sabiendo esa
verdad, pero observando desde su altura la inferioridad de quienes no podrían
soportarlo y a quienes trata condescendientemente mintiéndoles “por su bien”.
El auténtico respeto a las creencias
de los demás pasa por la crítica. Peor aún es la indiferencia, que es lo que
tantos ateos sienten hacia las creencias religiosas: les parecen tan absurdas
que no les merecen ni el esfuerzo de la crítica. Criticar una creencia es darle
el reconocimiento a esa creencia, considerarla lo suficientemente significativa
para tenerla en cuenta, aunque solo sea para negarla. El problema con el
creyente es que quiere ser tenido en cuenta pero esquivando la crítica. Se
ofende cuando se le critica, y exige que se le trate con el mismo respeto que a
las teorías que ofrecen pruebas pero sin ofrecerlas él mismo. Tal es su actitud
que, los no-creyentes, acaban simplemente ignorándolo fingiendo respeto. Les
dicen “Sí, sí” amablemente, dándoles la razón como a los tontos, mientras
piensan: “¡Qué estúpido!”. El problema es que, mientras tanto, los cleros
organizados se aprovechan de la situación para seguir exprimiendo a los
creyentes y exigiendo privilegios económicos y políticos, vulnerando la
laicidad.
Se hace por eso necesario seguir el
ejemplo de Richard Dawkins, Daniel Dennett o Sam Harris y pasar a la acción. Tomarnos
a la religión en serio y someterla a la misma crítica a la que sometemos a
cualquier otra teoría que quiera ser respetada en público. Y perder el miedo a
decir la verdad a los cuatro vientos de las religiones: “O nos presentáis las
pruebas de la razonabilidad de lo que creéis u os diremos a la cara lo que
pensamos de vosotras. Vamos a trataos como a adultos, y esperamos de vosotras
que os comportéis igualmente como adultas; si queréis que os tomemos en serio,
argumentad en serio, en vez de coger pataletas infantiles cada vez que os
mostremos una y otra vez todas las contradicciones, falacias y falta de pruebas o
pruebas en contrario respecto de vuestras creencias religiosas. Comportaos como
adultos y os trataremos como tales, y si no, seguid en vuestro mundo de
fantasía, pero por lo menos no nos matéis por blasfemos”.
Andrés
Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y
Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.
Comentarios
Publicar un comentario