Histrionismo identitario (Andrés Carmona)
En Canadá, se permite a un niño
de 12 años acudir a clase con un puñal (kirpan)
en tanto que se lo considera un símbolo de su religión sij. En España, evangélicos
y judíos pueden hacer los exámenes de oposiciones en fechas distintas si la
convocatoria oficial coincide con su día sagrado. En las sociedades laicas y
secularizadas proliferan las kipás judías, los velos islámicos, los turbantes sij… Dejando de lado las religiones,
también abundan los símbolos, signos o conductas de quienes no quieren dejar
dudas a los demás de su orientación sexual, o los jóvenes que dejan bien clara
su pertenencia a tal o cual tribu urbana en su indumentaria. De una forma u
otra, unos y otros se esfuerzan de una forma consciente en mostrar su
identidad, su diferencia, su especificidad respecto del resto, en ser reconocidos
rápidamente y sin dudas en su identidad o pertenencia a un grupo concreto. De
hecho, cada vez es más común el sustantivo “comunidad” seguido de algún
adjetivo identitario respecto de su etnia, lengua, religión, etc.: comunidad
judía, comunidad musulmana, comunidad gay, comunidad gitana…
Esta tendencia cada vez mayor a
etiquetarse y mostrar de forma ostentosa y llamativa la que se considera la
propia identidad es a lo que me refiero con “histrionismo identitario”: el exhibicionismo cada vez más exagerado
de esa identidad. Y hablo de histrionismo y exhibicionismo para marcar ese
carácter exagerado y ostentoso de mostrar esa identidad. No se trata de tener
una identidad para uno mismo, sino que el acento parece estar en mostrárselo a
los demás, en que los demás se den cuenta de esa identidad: es una especie de
respuesta histriónica a una pregunta que nadie ha hecho: ¿y tú qué eres?
Este fenómeno parece ir en contra de
lo que podríamos decir que ha sido una de las características de la modernidad:
reducir la diferencia al ámbito de lo privado y construir un espacio público indiferenciado.
El modelo medieval y del antiguo régimen (por no hablar del de las castas
indias) era un modelo estamental claramente diferenciador, en el que cada grupo
o estamento tenía su lugar definido y su propia ley específica, y cada miembro
de esos grupos era claramente distinguible de los demás. Llegaba a haber
incluso leyes que obligaban o prohibían vestirse de determinadas formas, o con
ciertos signos distintivos, a cada uno según su grupo de pertenencia. La
tendencia moderna, sobre todo después de la Revolución Francesa, fue justamente
al revés: la igualdad ante la ley y
la construcción de un espacio público en el que, por ser común, venían a
participar todos los individuos, en cuanto tales individuos, totalmente iguales
e indiferenciados. Un espacio en el que no hay judíos, cristianos ni musulmanes
sino individuos, ciudadanos, iguales en derechos y obligaciones, y que se
reconocen entre sí como iguales precisamente porque no tienen en cuenta las
diferencias particulares de cada uno (que quedan en su ámbito privado, separado
e inaccesible desde lo público como garantía de la libertad dentro de ese
ámbito).
El corolario de esa igualdad ante la
ley es la prohibición de la discriminación
por cualquier diferencia: sexo, religión, etnia, capacidad física, orientación
sexual, etc. Si todos los individuos somos iguales en derechos y obligaciones,
no tiene sentido dar un trato distinto (ni mejor ni peor) a alguien por ningún
motivo de los que le distinguen de los demás. De ahí la tendencia a
invisibilizar la diferencia y el derecho a invisibilizarla. El art. 16.2 de la
Constitución Española, por ejemplo, recoge esta idea cuando prohíbe que a
alguien se le pueda obligar a declarar sobre sus ideas o creencias. El sentido
de este derecho está en impedir que a alguien se le pueda dar un trato peor por
motivo de sus ideas propias: por ejemplo, un jefe ateo podría discriminar a un
empleado musulmán o católico si llegara a descubrir que tiene esas creencias,
por eso se prohíbe que en un formulario, currículum o similar se pueda exigir
al candidato que explicite sus ideas religiosas, políticas o de cualquier otro
tipo.
Lo anterior implica que la identidad
propia es algo difícil de descubrir a primera vista. Que para saber la de otro
hay que preguntar necesariamente. Que no es evidente a primera vista. De esta
forma se trata de hacer efectivo uno de los principios del laicismo: el derecho a la diferencia. El derecho
a ser distinto sin que eso implique discriminación de ningún tipo. Se
garantiza, al mismo tiempo, la igualdad de todos y el derecho de cada uno a su
propia diferencia sin que eso influya es esa igualdad fundamental.
Sin embargo, la tendencia actual es la
contraria. Es la tendencia a exhibir la propia diferencia. Ya no hace falta
hacer una labor casi detectivesca o inquisitorial para saber o adivinar
fácilmente cuáles son las creencias o ideas propias de alguien: nos las deja
bien claras cada uno con su aspecto externo o su conducta, o con sus propias
exigencias o reivindicaciones. Puedo catalogar con un margen de error bastante
pequeño si la gente con la que me cruzo por la calle es católica, judía,
musulmana, homosexual o hipster solo con mirarla: la inmensa cruz que le hace
daño en las cervicales, por ejemplo, me lo está diciendo (o el velo, o la
kipá…).
¿Cuál es el problema? En principio,
ninguno. Es más, todo lo contrario. Es algo tremendamente positivo que cada
cual pueda mostrar su identidad públicamente y sin miedo a represalias,
marginación o discriminación. El derecho a la propia identidad es también el
derecho a expresarla y mostrarla. Se convierte en problema cuando esa expresión
es histriónica, cuando pasamos de mostrar a ostentar, y sobre todo cuando del
derecho a la diferencia se pasa a reivindicar diferencia de derechos. En otras palabras: cuando pasamos de los
derechos individuales (del derecho a la diferencia) al comunitarismo (la
diferencia de derechos).
Durante mucho tiempo, las sociedades
han sido homogéneas culturalmente, señalando y estigmatizando al que era
distinto para discriminarlo. Recordemos La
letra escarlata: la protagonista es obligada a llevar una letra “A” de
adúltera permanentemente pegada en su ropa para que todo el mundo la distinga y
sepa que es una adúltera. O los signos en la ropa de los prisioneros de los
campos de exterminio con los que los nazis señalaban a cada preso como judíos,
comunistas, homosexuales, etc. Ya desde el principio de los tiempos, el dios
Yavé hizo una marca a Caín con la misma intención para que fuera siempre
visible su pecado a los ojos de todo el mundo (Génesis 4, 15). Ser distinto a
los demás, tener ideas propias contrarias a las mayoritarias, siempre ha sido
arriesgado. El precio ha sido tan alto que muchas veces las minorías han
preferido pasar inadvertidas ocultando su identidad o fingiendo otra: los
judíos (marranos) y musulmanes (moriscos) falsamente convertidos al
cristianismo en España, por ejemplo. Por no hablar de los homosexuales que
durante tantísimo tiempo han tenido que esconder su orientación sexual e
incluso vivir con una fingida heterosexualidad en un contexto cruelmente
homófobo. Peor aún lo tiene quien no puede ocultar su diferencia de ninguna
forma porque está en su sexo o en el color de su piel: mujeres y minorías
raciales han sufrido la discriminación machista y racista durante siglos.
Frente a todas esas formas de
discriminación se alza el ideal laicista de la igualdad de derechos y la no
discriminación, separando tajantemente el ámbito privado del público: en el
privado se dejan todas las diferencias, las particularidades y las creencias, y
en el público todos los individuos participan libremente y en igualdad como
tales individuos, buscando la construcción del bien común de forma deliberativa,
haciendo uso de lo que todos los seres humanos compartimos en tanto que
humanos: la razón. El fundamento de
la democracia laica no es el origen étnico, el color de la piel, la religión ni
nada de eso: es la igual dignidad de todos los seres humanos en tanto que
agentes racionales que pueden dialogar y deliberar sobre el bien común, dejando
de lado sus diferencias particulares. Dejar de lado quiere decir que son
irrelevantes en el ámbito público, que no pueden invocarse como motivo de trato
diferente (ni mejor ni peor): nadie puede esperar privilegios, ni temer
perjuicios, en razón de su diferencia particular, ya sea su sexo, orientación
sexual, creencia religiosa o lo que sea.
El peso de la tradición es fuerte, y
la mayoría cultural puede utilizarlo para discriminar directa o indirectamente
a la minoría. Si no tenemos cuidado, la igualdad o indiferenciación puede ser
la excusa para hacer pasar a la cultura mayoritaria o dominante como la cultura
común. De esa forma se pervierte la igualdad como asimilación, a veces bajo el
nombre de “integración”. De una forma u otra, se obliga a las minorías a
aceptar la cultura dominante y renegar de la suya propia. En ese contexto,
visibilizar la propia diferencia puede ser, a la vez, una forma de mostrar el
orgullo por la propia identidad y de reivindicar la igualdad de derechos. Es el
sentido que tiene el feminismo o el “orgullo gay”: en una sociedad machista u
homófoba es necesario romper esa tendencia, incluso provocando con las formas,
para mostrar que las mujeres o los homosexuales no solo existen, sino que están
orgullosos de serlo: que no son “hombres fallidos” (“errores de la naturaleza”
como las consideraban Aristóteles o Tomás de Aquino) ni enfermos o desviados
(como durante mucho tiempo se ha catalogado a los homosexuales, incluso en el
DSM hasta 1973).
El movimiento por los derechos civiles
de las personas negras es otro ejemplo y muy ilustrativo: no pedían derechos específicos
para las personas negras, sino precisamente que las personas negras tuvieran
los mismos derechos que las blancas: no pedían derechos negros, sino derechos humanos.
El feminismo o el movimiento LGTB reivindican lo mismo: que mujeres y
homosexuales puedan tener los mismos derechos que hombres y heterosexuales. Unos
y otros ejercitan el ideal laicista de igualdad de derechos y derecho a la
diferencia sin discriminación.
Uno de los aspectos más importantes a
destacar en los ejemplos anteriores es el de que la diferencia se concibe como
un aspecto particular del que su portavoz se siente orgulloso, pero por el cual
no quiere que se le dé un trato diferente. Reclama su derecho a ser distinto de
los demás (a ser mujer, homosexual o negro) sin tener por eso menos derechos.
Ni menos, ni más, ni otros distintos.
Su reivindicación del derecho a la diferencia no conlleva una diferencia de
derechos. Sin embargo, eso es a lo que conduce el histrionismo de la identidad:
a un comunitarismo histriónico (valga la redundancia).
Ese histrionismo identitario conduce a
la formación de grupos o comunidades cuyo nexo de unión entre ellos, y de
separación con los demás, es su diferencia específica (color de piel, sexo, orientación
sexual, religión, nacionalidad, idioma, etc.). Hacen de esa diferencia una esencia que predomina y colorea a todo
lo demás. Al hacer eso se desplaza el centro de gravedad desde la dignidad común hacia esa esencia particular. El negro, la mujer, el
homosexual, el musulmán o el catalán que reivindican la no discriminación ponen
el acento en la igual dignidad de todas las personas, la cual no se ve afectada
por ese color de piel, sexo, orientación sexual, religión o idioma,
reivindicando el mismo trato sin tener el cuenta esa diferencia de la que ellos
están orgullosos. Por el contrario, el comunitarismo negro, feminista, gay, religioso
o nacionalista lo que señala es esa diferencia como el aspecto esencial y
central del que emanan los derechos de negros, mujeres, homosexuales, musulmanes o catalanes, y no en la igual
dignidad. Es esto lo que, según ellos, les permite exigir derechos diferentes
en tanto que negros, mujeres, homosexuales, musulmanes o catalanes. Se pasa así
del derecho a la diferencia a la diferencia de derechos.
Por otra parte, los movimientos de
liberación de mujeres, negros, etc., lo que buscaban era la liberación individual de cada mujer, de cada negro…
Pero los comunitarismos respectivos no toman como sujeto al individuo que
es diferente sino a la comunidad, que
no deja de ser una abstracción, un sujeto colectivo imaginario pero que produce
daños reales a los auténticos y únicos seres reales: los individuos. Los
derechos solo pueden ser individuales (aunque se puedan ejercer colectivamente,
pero en todo caso son derechos de los individuos): los entes colectivos solo
tienen existencia imaginaria, como ficción jurídica, por ejemplo (como en el
caso de las empresas o sociedades mercantiles). El problema de estas
comunidades es que reproducen en su interior la misma opresión que la cultura
mayoritaria puede ejercer sobre las minorías: la opresión que, en una sociedad,
el grupo mayoritario ejerce sobre el minoritario, se reproduce de la misma
forma por parte de la mayoría del grupo minoritario respecto de los individuos
de ese grupo, esto es, de los que no quieran cumplir con los estándares
homogéneos que se espera de cada uno de ellos.
Al esencializar la diferencia
específica, esta se convierte en una norma obligatoria para los miembros de ese
grupo, que deben cumplir para ser considerados del mismo. Se acaban
estableciendo normas de conducta que supuestamente realizan esa esencia. Incumplirlas
implicaría rechazar la esencia y la pertenencia al grupo: ser la minoría de la minoría. Con lo cual
esa diferencia esencializada se convierte en un peso, en una carga opresiva
sobre los individuos que no quieran cumplir con esas normas. Por ejemplo, la
musulmana que no quiera llevar velo, la mujer que quiera ser modelo o prostituta,
el catalán que quiere expresarse en castellano, el español al que no le gustan
los toros, o el negro o el gitano que quiera hacer actividades consideradas de
blancos o payos entre los propios negros o gitanos. De esta forma, la identidad
se convierte en una cárcel de la que los individuos no pueden escapar: se ven
obligados a comportarse como buenos
musulmanes, como auténticos negros, verdaderos españoles... Se pierde la
libertad de vivir la diferencia individualmente, como cada uno quiera, sin
someterse a una normatividad que a saber quién la ha establecido y por qué. Sería
el caso del homosexual que considera que su sexualidad se queda en la cama y
que no quiere ostentarla ni mostrarla en público (que quiere ser indistinguible
de un heterosexual ante los demás), y que es considerado por los demás como un
homosexual frustrado o vergonzante que no quiere “salir del armario”, y que
siente presiones para hacer “cosas de homosexual”: como si ser homosexual fuera
necesariamente mucho más que sentir
atracción por el mismo sexo.
Unido a lo anterior está el tema de la
portavocía. ¿Cuál es la legítima voz de la comunidad? ¿Quién conoce y sabe
interpretar lo que los negros, o las mujeres, o los homosexuales, o los
musulmanes, o los inmigrantes, o los vascos, o quien sea, quieren, piensan o
sienten? Como si todos los negros, mujeres, inmigrantes, etc., tuvieran que,
por esas características, querer, pensar o sentir exactamente lo mismo. Acaba
ocurriendo que son grupos de poder internos los que se hacen con la
representación del conjunto, elevando su propia perspectiva a la de única
perspectiva de todo el grupo comunitario, siendo después recibidos por los
poderes públicos como únicas voces autorizadas de su conjunto respectivo. Así,
por ejemplo, se habla en nombre de los inmigrantes, de los gitanos o de las
mujeres como si todos ellos tuvieran la misma opinión en los mismos temas.
Es desde esta perspectiva que pueden
entenderse las formas histriónicas de vivir la propia identidad en nuestras
sociedades actuales. En vez de vivirse la identidad y la diferencia como un
derecho individual en la vida privada pero irrelevante en la vida pública, se
reivindica esa misma identidad y diferencia en el espacio público, y se exige
diferencia de trato y de derechos por eso mismo. Y para eso se hace hincapié en
mostrar esa diferencia, en exagerarla, en que quede bien clara. Los símbolos
identitarios ya no solo se muestran: se ostentan. Ya no se trata de una pequeña
cruz casi invisible a los demás, o que queda oculta bajo la camisa y que sirve
principalmente al propio creyente de recordatorio de su fe para sí mismo, ahora
se trata de una cruz grande, ostentosa, que pueda ser vista por cualquiera que
tenga ojos en la cara.
Esta tendencia puede minar la igualdad
de derechos y ante la ley con base en la igual dignidad humana, resumen de lo
que es el laicismo, y conducirnos hacia otro modelo pre-moderno de distinción
de derechos, de trato diferente, de fuerza política de las comunidades y no de
los individuos. Las consecuencias en el pasado son bien conocidas: guerras de
religión, persecución religiosa e ideológica, limpieza étnica, marginación
social. Sin llegar a esos extremos, estas reflexiones son importantes a la hora
de acercarnos a polémicas actuales como pueden ser las del velo islámico en los
colegios, las peticiones de los llamados “acomodos razonables”, las cuotas para
minorías en puestos de trabajo, oposiciones o listas electorales, etc.
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ilustrado e identidad comunitaria.
Andrés
Carmona Campo. Licenciado en
Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un
Instituto de Enseñanza Secundaria.
Magnífico. Es un gran aporte ver la psicopolítica de nuestro tiempo bajo la categoría de "histrionismo", y está muy claramente expuesto todo.
ResponderEliminarMe he acordado de la película Joker mientras leia.
Enhorabuena y gracias.