Y dijo Dios: “No matarás… salvo que yo te lo ordene” (Andrés Carmona)
Y la multitud de los que habían creído
era de un corazón y un alma; y ninguno decía ser suyo propio nada de lo que
poseía, sino que tenían todas las cosas en común (…) Así que no había entre
ellos ningún necesitado; porque todos los que poseían heredades o casas, las
vendían, y traían el precio de lo vendido, y lo ponían a los pies de los
apóstoles; y se repartía a cada uno según su necesidad. Entonces José, a quien
los apóstoles pusieron por sobrenombre Bernabé (que traducido es, Hijo de
consolación), levita, natural de Chipre, como tenía una heredad, la vendió y
trajo el precio y lo puso a los pies de los apóstoles. Pero cierto hombre
llamado Ananías, con Safira su mujer, vendió una heredad, y sustrajo del
precio, sabiéndolo también su mujer; y trayendo sólo una parte, la puso a los
pies de los apóstoles. Y dijo Pedro: “Ananías, ¿por qué llenó Satanás tu
corazón para que mintieses al Espíritu Santo, y sustrajeses del precio de la
heredad? Reteniéndola, ¿no se te quedaba a ti? y vendida, ¿no estaba en tu
poder? ¿Por qué pusiste esto en tu corazón? No has mentido a los hombres, sino
a Dios”. Al oír Ananías estas palabras, cayó y expiró. Y vino un gran temor
sobre todos los que lo oyeron. Y levantándose los jóvenes, lo envolvieron, y
sacándolo, lo sepultaron. Pasado un lapso como de tres horas, sucedió que entró
su mujer, no sabiendo lo que había acontecido. Entonces Pedro le dijo: “Dime,
¿vendisteis en tanto la heredad?” Y ella dijo: “Sí, en tanto”. Y Pedro le dijo:
“¿Por qué convinisteis en tentar al Espíritu del Señor? He aquí a la puerta los
pies de los que han sepultado a tu marido, y te sacarán a ti”. Al instante ella
cayó a los pies de él, y expiró; y cuando entraron los jóvenes, la hallaron
muerta; y la sacaron, y la sepultaron junto a su marido. Y vino gran temor
sobre toda la iglesia, y sobre todos los que oyeron estas cosas (Hechos
4,32-5,11).
El texto anterior es la historia de Ananías y Safira, y puede leerse en los
Hechos de los Apóstoles, en el Nuevo Testamento. Los primeros cristianos
después de la muerte de Jesús de Nazaret vivían comunitariamente y vendían los
bienes y pertenencias poniendo el dinero en común[1].
En el texto se contrapone el ejemplo de Bernabé, que hizo justo eso, con el de Ananías
y Safira que, también vendieron su heredad, pero no compartieron todo el dinero
sino solo una parte, guardándose la otra para ellos en secreto. Sin embargo, el
apóstol Pedro se da cuenta del engaño y se lo reprocha a Ananías, el cual cae
muerto inmediatamente. Tres horas después viene su esposa Safira, y Pedro la
pilla en la misma mentira, tras lo cual ella también muere ipso facto. Dicen los Hechos que después “vino gran temor sobre
toda la iglesia, y sobre todos los que oyeron estas cosas” (Hechos 5, 11). Y no
es de extrañar, desde luego, ya que el dios del Nuevo Testamento castiga con la
pena de muerte fulminante una mentira, pues el pecado de este matrimonio fue
ese: no mataron, ni violaron, ni robaron, sino que mintieron al decir que
entregaban todo su dinero a la iglesia cuando en realidad se quedaban con una
parte para ellos. Y dicha mentira les costó su propia vida.
Un análisis del texto menos
condescendiente con sus aspectos sobrenaturales y más realista muestra mucho
mejor la crueldad del mismo. Si Dios no existe, y por lo tanto no puede matar a
nadie, y si tampoco aceptamos que las muertes de Ananías y Safira fueran
muertes naturales que casualmente coincidieron cada una justo después de que
Pedro les reprochara su mentira, solo queda la conclusión de que el propio
Pedro fuera el ejecutor de ambas muertes, seguramente convencido de que ese era
el deseo de Dios, y como aviso para navegantes: quien ose no compartir todo su
dinero con la iglesia, morirá. Ahora se entiende mucho mejor el gran temor que
sobrevino en toda la iglesia: si alguno había albergado la tentación de hacer
algo igual desde luego que se le iba a quitar. Además, no es extraño que sea
precisamente Pedro quien está presente cuando los dos mueren y que fuera él mismo
quien los matara, dado que en los evangelios se le presenta como alguien airado
y violento, que portaba una espada y que no dudaba en utilizarla, por ejemplo,
cuando Jesús de Nazaret es arrestado (Juan 18, 10).
Este texto es muy complicado para los
cristianos. Por un lado, porque presenta a un dios que castiga la mentira con
la pena de muerte. Un dios así todavía puede ser admitido en el Antiguo
Testamento, pero para los cristianos el Nuevo Testamento es como un “borrón y
cuenta nueva” con el que desaparece el dios airado, celoso y vengativo del
Antiguo y aparece el dios de amor del Nuevo. Sin embargo, el dios del Nuevo
Testamento es el mismo que el del Antiguo. Jesús mismo dijo claramente aquello
de: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido
para abrogar, sino para cumplir” (Mateo 5, 17). Y el caso de Ananías y Safira
lo confirma, el dios de Jesús y de Pedro actúa como el dios del Antiguo
Testamento: usando, una vez más, la pena de muerte contra el pecado[2].
Otra razón que hace complicado este
texto, y tantos otros, para los cristianos es que parecen contradecir al sexto
mandamiento[3]: “No
matarás” (Éxodo 20, 13 y Deuteronomio 5, 17). Aunque a primera vista no lo
parezca, el mandamiento no prohíbe matar sin más. Si fuera así, no habría
tantos homicidios, asesinatos, infanticidios, genocidios y masacres en la Biblia, muchos de ellos
ordenados por Dios mismo, como el genocidio
del pueblo de Amalec, incluyendo a los bebés y menores:
“Así ha dicho Jehová de los ejércitos:
Yo castigaré lo que hizo Amalec a Israel al oponérsele en el camino cuando
subía de Egipto. Ve, pues, y hiere a Amalec, y destruye todo lo que tiene, y no
te apiades de él; mata a hombres, mujeres, niños, y aun los de pecho, vacas,
ovejas, camellos y asnos.” (1 Samuel 15, 2-3).
Hay más ejemplos: la décima plaga que Dios envía a Faraón para obligarle a dejar
salir a su pueblo de Egipto[4]
es la del exterminio de los primogénitos.
“Dijo, pues, Moisés: “Jehová ha dicho
así: A la medianoche yo saldré por en medio de Egipto, y morirá todo
primogénito en tierra de Egipto, desde el primogénito de Faraón que se sienta
en su trono, hasta el primogénito de la sierva que está tras el molino, y todo
primogénito de las bestias. Y habrá gran clamor por toda la tierra de Egipto,
cual nunca hubo, ni jamás habrá. Pero contra todos los hijos de Israel, desde
el hombre hasta la bestia, ni un perro moverá su lengua, para que sepáis que
Jehová hace diferencia entre los egipcios y los israelitas” (Éxodo 11, 4-7).
El texto no puede ser más explícito:
Dios mismo va a matar en una noche a todos los primogénitos de Egipto, tanto
humanos como animales, tanto al primogénito del faraón (que por muy malvado que
fuera su padre, ninguna culpa tenía el niño) como al de la última sirvienta (que
a ver qué culpa tenían ni ella ni su hijo), pero ningún hebreo ni sus animales
serán tocados. Y la razón no deja lugar a dudas: “para que sepáis que Jehová
hace diferencia entre los egipcios y los israelitas”. Esto solo tiene un
nombre: racismo, y un apellido: cruel.
La aparente contradicción se resuelve
solo si tenemos en cuenta que los mandamientos resumidos como “Amarás al
prójimo como a ti mismo” (Mateo 22, 40) no
son mandamientos universales, sino mandamientos que solo obligan a los
hebreos con los hebreos, pero no con los demás pueblos. La religión judía tal
como viene en el Antiguo Testamento es una religión sumamente racista y
xenófoba, y estos mandamientos están pensados para la conducta que los judíos
deben guardarse entre sí, pero no para con los demás. Este mandamiento prohíbe
que un judío pueda matar a otro judío, pero no que pueda matar a otra persona
que no sea judía. Pero es más, habría que añadir que prohíbe matar a cualquier
judío inocente, pues si un judío es
hallado culpable de alguna transgresión de la ley judía, su pena podía ser la
de muerte, ordenada también por Dios mismo. Así que, este mandamiento, lo que
significa en el contexto del resto de la ley judía, del Antiguo Testamento y de
la Biblia en
general, es: no matarás a ningún judío que cumpla con la ley de Dios. Eso es lo
que significa, y eso es lo que entendieron Jesús de Nazaret[5]
y los primeros cristianos: que la vida de los judíos temerosos de Dios y
practicantes de la ley divina es sagrada, pero la de los demás no vale absolutamente
nada (ya sean adultos, mayores, menores o incluso bebés).
Leyendo la Biblia resulta evidente que
este mandamiento no protege la vida de todos los seres humanos: tan solo la de
los judíos practicantes. Si no, ya hemos dicho que no se pueden entender todas
las muertes ordenadas por Dios mismo, como por ejemplo las que tuvieron lugar
con el diluvio universal. Según el
libro de Génesis (cap. 8), Dios se arrepintió de haber creado a la especie
humana y decidió acabar con ella, y para eso hizo que hubiera un diluvio que
anegó toda la tierra sumergiendo incluso las montañas más altas. Es evidente
que nunca jamás ha ocurrido tal diluvio, pues de haberlo habido quedarían las
pruebas de tal acontecimiento, las cuales no hay (pese a los intentos de los creacionistas
por querer verlas en cualquier sitio). Independientemente de esto, el mito del
diluvio universal nos da una pista importante de cómo interpretar el sexto
mandamiento. Suponiendo que alguna vez ocurriera ese diluvio, en él perecieron
todos los seres humanos que hubiera entonces (excepto Noé y su familia, dice la Biblia). Aparte de ser el
mayor genocidio de toda la historia si hubiera sido real, nótese que habría
implicado la muerte de todo tipo de personas, incluidas personas mayores, niños
y bebés (además de todas las formas de vida animales y vegetales excepto las
que milagrosamente entraron en el arca de Noé). Este y otros genocidios de la Biblia, ordenados o
permitidos por Dios, ofrecen la clave del “No matarás”. No quiere decir “no
matarás porque la vida de las personas es sagrada”. Lo que quiere decir es:
Dios es quien da la vida, y solo Dios puede quitarla. Es eso y no otra cosa lo
que significa. En la retorcida y fanática mente religiosa no hay contradicción
entre el sexto mandamiento y un genocidio religioso: la vida es propiedad de
Dios y él la concede a quien quiere y, con el mismo poder o derecho, se la
quita, sin que el sujeto de esa vida pueda objetarle nada a Dios. Dicho de otro
modo: la vida no es un derecho del
sujeto de esa vida, la vida no le pertenece al ser vivo, sino que la vida es algo de Dios y es Dios quien la
concede y quien la retira. Digamos que Dios le presta la vida al ser humano
y cuando quiera puede retirársela. De esta forma, podemos entender que Dios
ordene matar a alguien o que prohíba matar a quien él no ha decidido matar. La prohibición religiosa de matar no hace
referencia a ningún derecho a la vida, sino al derecho exclusivo de Dios sobre
la vida. En la lógica religiosa (valga el oxímoron), lo malo de matar no
está en que se le esté quitando algo (la vida) a un sujeto sino en que se le
está quitando algo a otro sujeto, esto es a Dios: su propiedad exclusiva sobre
la vida de todos los seres vivos. Quien quita la vida a otro está haciendo algo
que solo Dios puede hacer u ordenar: matar. Matar de motu proprio está mal no porque matar esté mal en sí mismo, sino
porque es algo que solo Dios puede hacer u ordenar que otro haga. Si uno mata a
otro porque así lo decide él mismo, está mal, pero si lo hace porque Dios lo
ordena, entonces está bien. La clave de cuándo se cumple o se incumple este
mandamiento está en si Dios ha ordenado matar o no matar: esa es la diferencia
entre Caín (Génesis 4, 11-12) y Abraham (Génesis 22). El pecado de Caín fue que
mató a Abel sin mediar orden divina para eso. Sin embargo, Abraham no tuvo
ningún reparo cuando Dios le ordenó sacrificar a su hijo Isaac, porque a él sí
se lo había ordenado. Por eso mismo Moisés no tuvo ninguna objeción a la hora
de matar a 3.000 judíos que habían adorado al becerro de oro justo después de
bajar él mismo con el sexto mandamiento escrito por el propio Dios en una de
las dos tablas de la ley (Éxodo 32, 25-33). Resumiendo: matar está bien si Dios
lo ordena, matar está mal si no lo ordena.
Lo anterior es totalmente contrario
a una ética laica y racional (valga
la redundancia). Para esta ética, la vida es un derecho propio, personal e
inalienable del ser humano. Las teorías éticas luego discuten si ese derecho
puede ser, además, extensible a algunos animales no humanos o a todos, según el
criterio para determinar quién es sujeto del derecho a la vida. Sea como sea,
todas estas teorías incluyen como sujetos del derecho a la vida, como mínimo, a
todos los seres humanos por el mero hecho de haber nacido. La gran diferencia
con el punto de vista cristiano es que para las éticas laicas la vida es un derecho del sujeto, mientras que para
los cristianismos la vida es un don o
concesión de Dios que puede retirar cuando él considere conveniente. Desde
luego, la diferencia es importante: para la ética laica, nadie puede perder su
derecho a la vida, independientemente de cualquier circunstancia, pero, para
los cristianos, Dios puede retirar la vida de los sujetos, directamente o a
través de sus fieles. De ahí que para la ética laica cualquier homicidio o
asesinato sea reprobable, mientras que para el cristianismo no: si Dios ordena
esa muerte, no hay problema porque es la voluntad de Dios. A la luz de esta
concepción cristiana de la vida ahora sí es comprensible su punto de vista sobre
cuestiones morales como la guerra, el genocidio, el terrorismo, la pena de
muerte, la interrupción del embarazo, la eutanasia y otras: todo depende de si
Dios lo ha ordenado o si no. Es esta “lógica” la que “explica” el terrorismo
religioso: para el terrorista religioso (cristiano, musulmán o como sea) su
acción no es reprobable sino piadosa: simplemente, cumple con la voluntad de su
dios.
Andrés
Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y
Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.
[1] Hay quien
interpreta, erróneamente, que esos primeros cristianos eran una especie de
protocomunistas. No es así: el motivo era su creencia escatológica en la
inminencia de la segunda venida de Jesús y el fin de los tiempos. Lo que
significaba que Jesús destruiría todo lo existente y reinstauraría la teocracia
judía reordenándolo todo, por lo que no tenía sentido apegarse al orden de cosas
ya que no iba a durar mucho.
[2] El capítulo
20 de Levítico hace un listado de todos los pecados que deben castigarse con la
pena de muerte: sacrificar un hijo a Moloc, consultar a encantadores o
adivinos, maldecir a los padres, cometer adulterio, homosexualidad, zoofilia,
incesto, acostarse con mujer menstruosa y practicar espiritismo. Para completar
este cuadro de horrores, solo faltaría añadir las formas de ejecución que la Biblia establece,
principalmente apedreamiento y hoguera.
[4] Esta historia
es mucho más compleja: Faraón no permite dejar salir al pueblo hebreo de Egipto
y por eso Dios castiga a Egipto con diez plagas terribles. Sin embargo, Pablo
de Tarso aclara que el motivo de que Faraón no cediera no era la voluntad libre
del propio Faraón sino que Dios le había endurecido para mostrar su poder (Romanos
9, 15-18). Es decir, Dios podría haberle hecho ceder a la primera, pero no, le
endureció para mostrar su poder destructivo y sangriento con las diez plagas.
[5] Para entender
completamente este párrafo hay que indicar que aquí asumimos las tesis de Puente
Ojea según las cuales Jesús no fue un mesías espiritual sino un mesías militar
e integrista judío que pretendía liderar una revuelta judía contra Roma para
reinstaurar la teocracia judía. Sería posteriormente Pablo de Tarso quien
tergiversara a ese mesías militar en otro espiritual, dando el paso del Jesús
histórico al Cristo de la fe.
"La gran diferencia con el punto de vista cristiano es que para las éticas laicas la vida es un derecho del sujeto, mientras que para los cristianismos la vida es un don o concesión de Dios que puede retirar cuando él considere conveniente". Efectivamente, por eso los cristianos decimos que Dios es "el Señor": el amo, el dueño. Él puede exigirnos todo y nosotros no le podemos exigir nada. Además estamos dramáticamente separados de Él por el pecado original, y en justicia no merecemos otra cosa que sufrimiento y muerte. No hay nada que por nosotros mismos podamos merecer ante Él. Nada que nos haga acreedores de mejor trato. Por lo tanto no nos parece tan chocante que Dios disponga para uno la muerte ahogado en el Mar Rojo y para otro la muerte de un infarto mientras siega el jardín. Todo lo bueno que recibimos de Dios es gracia y la gracia es gratis.
ResponderEliminarDespués de leer varios de sus artículos tengo la impresión de que no usted no comprende el cristianismo. Sus reflexiones parecen sacadas de libros de Pepe Rodriguez. Se acerca a las escrituras y todo le parece estrafalario. Dios le parece un inmoral, los israelitas unos maniáticos y los apóstoles obtusos. Lo encuentra todo tan absurdo que cree que la única explicación de que haya creyentes es que no se lee la Biblia. Además tiene una pataleta con la Iglesia Católica porque no le enseñaron los mandamientos con la numeración del Pentateuco.
Siga acercándose a la Biblia, pero al igual que los discípulos de Emaús nosotros solos somos " hombres sin inteligencia y tardos de corazón para creer todo lo que han dicho los profetas"(Lucas 24,25), así que necesitamos asistencia. Sea humilde, haga como el eunuco etíope de Hechos 8,31 y déjese enseñar por los apóstoles.
Un católico de Santander.
Señores: es increíble como las religiones y las ideologías cierran los ojos de las personas hasta el punto de cegarlas y no poder distinguir entre lo bueno y lo malo..... hasta el punto de justificar lo injustificable, como es posible que solo xq "Dios" mata, asesina, roba y comete toda clase de iniquidades se justifique como algo bueno...... lo que sucede es que no se han dado cuenta que Jehová no es el dios creador del universo sino un dios menor. Les pido por favor, leer Deuteronomio 32-9, allí se expresa que el Altísimo heredó a jehová a Jacob que luego se convirtió en Israel. Que significa esto? que el Altísimo es el verdadero Dios y Jehová un dios menor, dios de solo esa parte del mundo....de esa familia y ni siquiera un pueblo sino una familia. Luego vino Jesús y jamás dijo que su padre era Jehová... jamás lo dijo. Me perdona el autor de semejante barbaridad.... pero a como el piensa asi piensan los dictadores de este mundo como Cuba, Venezuela y Nicaragua, que por sus ideología ellos son los ungidos y pueden matar en nombre de Dios.....y del pueblo..... pasando por encima de todos. Creo que el autor de ese artículo está ciego.
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