Los menores y la religión (Andrés Carmona)
¿Pueden tener religión los menores? La
pregunta tiene sentido y, además, consecuencias, sobre todo después de la curiosa
sentencia de la jueza del Juzgado de Primera Instancia número 26 de Sevilla
que obliga a que un menor haga la primera comunión según el rito católico, pese
a la oposición de su madre y del propio menor.
La respuesta a la pregunta obliga a
elegir entre dos puntos de vista distintos: uno ilustrado y otro comunitarista.
Por el primero, la religión es una opción individual y personal que puede tomar
cada cual de forma libre y voluntaria si así lo desea. Por el segundo, la
religión es una pertenencia o identidad que no se elige sino en la que se nace
y que constituye a las personas. Desde luego, no da igual una que otra. La
primera es una perspectiva mucho más racionalista, liberal y respetuosa de la
autonomía personal y los derechos individuales, la otra es más romántica,
comunitarista y tendente a la heteronomía moral y la identidad colectiva.
Lo anterior podría expresarse de otra
forma preguntándonos si, respecto de la religión, uno nace o se hace: para el
comunitarista lo primero, para el ilustrado lo segundo. Este argumentará que la
libertad de conciencia y religiosa exige la libertad de elegir y cambiar de
religión para el sujeto del derecho. Aquel responderá que, sin negar ese
derecho, también es cierto que, de hecho, todo el mundo nace en el seno de una
comunidad (religiosa o no) aunque luego pueda cambiar de religión o ideología
abandonando esa comunidad por otra. El comunitarista dirá que el planteamiento
ilustrado presupone unos individuos ideológicamente neutros que, en algún
momento, se plantean las cuestiones metafísicas, transcendentes y de sentido, y
que luego eligen, objetando que eso no ocurre así de hecho: todos los
individuos nacen en una familia que les educa en un marco ideológico concreto
(religioso o no) y que luego de mayores eligen seguir en él o abandonarlo.
En cierto modo ambos llevan razón, y
por eso los dos se equivocan. Lo que pasa es que el ilustrado se mueve en el
ámbito normativo o del deber ser,
mientras que el comunitarista está en el plano del ser o lo que es de hecho. El comunitarista describe lo que
efectivamente ocurre, mientras que el ilustrado señala lo que debería ocurrir.
El comunitarista cae en la falacia
naturalista clásica: el paso del ser al deber ser, justificar lo que de
hecho ocurre simplemente porque ocurre. Claro que, por otra parte, el ilustrado
cae en el idealismo: pretender que
lo que debería ser puede darse en la realidad tal cual automáticamente y sin
problemas, lo que no está garantizado de ningún modo[1].
En este texto no somos neutrales:
estamos del lado ilustrado. Pero no queremos caer en el idealismo. De esta
forma, vamos a entender el ideal ilustrado como un ideal normativo o regulativo
que sirva como instancia crítica desde la que juzgar la realidad y pensar
formas realistas de acercarnos a ese ideal que siempre será asintótico,
tendencial, pero en cuyo intento progresaremos hacia algo mejor o por lo menos
nos alejaremos de algo peor.
El art. 18 de la Declaración
Universal de Derechos Humanos (DUDH) establece que “toda persona tiene
derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión” y que “este
derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia”. Este último
añadido es necesario para compensar una lectura meramente comunitarista del
artículo. El problema es hasta qué punto ese derecho puede ser efectivo si,
previamente, a los individuos se les educa o adoctrina en un marco de
pensamiento determinado. Es decir, si a alguien se le enseña que él ES ateo
porque ha nacido en una familia atea cuyos padres son ateos, y cuyos principios
ateos se los han enseñado desde pequeño por su bien y con todo el cariño y amor
del mundo, cuando sea mayor, difícilmente podrá no sentirse una especie de
traidor o desagradecido a sus amorosos padres si rechaza ese ateísmo que le
enseñaron y abraza la fe católica, por ejemplo. Es evidente que hay ahí un
chantaje emocional fuerte. Pero, por otra parte, también será difícil imaginar
a una familia totalmente neutra y aséptica hacia esas cuestiones últimas de la
existencia y que jamás hablen con sus hijos sobre ellas hasta que sean adultos
y ellos elijan por sí mismos; o que les expliquen todas las opciones con la
máxima neutralidad. Exigir esto de las familias sería pedir un imposible.
Como Aristóteles ya nos enseñó que la
virtud está en el justo medio, tal vez sea ahí donde esté la clave. Las
familias pueden educar perfectamente a sus hijos en las ideas que consideren
mejores para ellos, entre otras cosas porque no pueden dejar de hacerlo. Para
un padre ateo de buena fe (curiosa expresión) enseñarle a su hijo que no
existen seres divinos y que lo que otros llaman Jesús, Alá o Vishnú es
exactamente lo mismo que hablar de Zeus, Atenea o el ratoncito Pérez, es una
responsabilidad amorosa hacia su hijo exactamente igual que la de enseñarle que
tiene que mirar a derecha e izquierda antes de cruzar la calle. Y su hijo le
escuchará y le hará caso, pero muy pronto, desde que entre en la escuela
pública, conocerá a otros niños que sí que dirán
que creen en Jesús, Alá o Vishnú con el mismo convencimiento con el que él dirá que no cree. Además, sus profesores
les enseñarán a todos ellos que unos creen en unas cosas, otros en otras, y
otros en ninguna, en qué consiste cada una, su desarrollo histórico, etc. Y
después, hacia la adolescencia o más tarde, tanto el hijo del ateo, como el del
cristiano y los demás, decidirán si siguen pensando lo mismo que sus padres o
prefieren pensar otra cosa, precisamente porque tendrán con qué comparar y una
formación crítica que les permitirá eso.
Ahora bien, hemos de advertir que lo
anterior es bastante idealista (aunque no totalmente, por eso es realista
pensar que es plenamente posible). Hemos descrito un contexto en el cual se
conjugan la libertad de conciencia del menor, la libertad de los padres para
educarlos en sus propias ideas, y la Educación Pública como formadora de
conciencias críticas e individuos autónomos. Unas instancias y otras se
conjugan y compensan. Y en todo momento hemos supuesto la educación. El problema es que en la realidad se confunde la
educación con el adoctrinamiento. Y
eso es lo que hay que evitar: los padres no pueden confundir educar a sus hijos
con adoctrinarlos. La educación implica la crítica: la posibilidad de que el
educado pueda recibir no solo una parte de la información, sino también la
contraria o crítica con ella. No necesariamente de parte de los propios padres
(que puede que ni la sepan) pero sí, por lo menos, de la sociedad y la
Educación Pública. Es con toda esa información de un lado y de otro con la que
el menor podrá, conforme crezca, ir formando su propio juicio de forma libre y
autónoma. Pero, para eso, las familias deben estar abiertas a la sociedad. Sin
embargo, y para desgracia de muchos menores, no todas las familias son así. Algunas
pretenden justo lo contrario: impedir que sus hijos conozcan toda la
información, precisamente para que no puedan elegir de modo libre sino condicionado
y sesgado. Sería el caso de unos padres ateos que no solo les enseñaran a sus
hijos el ateísmo en su casa y con su ejemplo, sino que, además, los llevaran a
colegios privados-concertados con ideario explícitamente ateo, o incluso que no
los llevaran a colegio alguno sino que los educaran en casa (homeschooling). Y, por si fuera poco,
que los llevaran a clases particulares de ateísmo desde los siete u ocho años y
los confirmaran como ateos poco antes de la mayoría de edad. Aquí ya no se
trata de que esos padres estén educando a sus hijos conforme a sus propias
ideas, es que estarían haciendo todo lo posible para que esos niños no pudieran
aprender ninguna otra cosa además de esas ideas. Y eso sí que vulneraría
claramente la libertad de conciencia de esos menores.
De todas formas, podemos estar
tranquilos porque ni hay colegios privados-concertados ateos, ni clases
particulares de ateísmo ni nada de eso; es más, los padres ateos no suelen
inculcar su ateísmo a sus hijos, por lo menos no explícitamente más allá de su
ejemplo de no practicar ninguna religión. Pero sí que hay padres religiosos que
hacen todo eso que hemos dicho: que les enseñan su religión a sus hijos, que
celebran con ellos sus ritos (ya sea la navidad, semana santa, ramadán o Yom Kipur…), que los apuntan a colegios
privados-concertados religiosos o a la asignatura de religión en la escuela
pública (o no los llevan a la escuela y los “educan” en casa), que los llevan a
la catequesis previa a la primera comunión y la confirmación (o equivalente en
otras religiones), que se los llevan a misa (o al culto, o a la mezquita o
sinagoga…), etc. Son estos niños quienes deben preocuparnos, bueno, no ellos,
sino sus padres, ya que están siendo víctimas de una violación de sus derechos
por parte de quienes deberían protegerles y evitar que les pasara eso.
Subyace en esos padres (si es que
merecen ese calificativo más allá de lo biológico) que confunden a las pequeñas
personas que son sus hijos con sus propiedades, y un hijo nunca puede ser una
propiedad. Desde luego que con mi casa, con mi coche o con mi colección de
sellos puedo hacer lo que yo quiera, pero no con mis hijos. Los niños son
sujetos de derechos y la educación de los hijos debe buscar su formación
integral como adultos libres, autónomos y responsables. A los padres les
corresponde gran parte de la responsabilidad de educarlos para que así sea.
Para que sean personas libres y no copias o clones suyos. El padre (o la madre)
debe estar orgulloso y sentirse plenamente satisfecho viendo cómo su hijo crece
siendo él mismo, gracias a él, y no viendo cómo se desarrolla una copia suya
más o menos perfecta. Richard Dawkins le agradece eso mismo a sus padres:
“Agradezco a mis propios padres que tuvieran la idea de que a los niños no
había que enseñarles tanto qué
pensar, sino cómo pensar”[2].
Aclaremos en este punto algo que hemos
dejado caer antes de pasada, pero que es importante. Hemos dicho que los niños
en la escuela conocerán a otros niños que dicen
ser católicos, protestantes o ateos. El matiz es importante: que dicen que son, no que sean. Y es que un niño puede decir que
es católico o musulmán, pero solo es eso, que lo dice, otra cosa es que lo sea
o que tengamos que comportarnos con él como si de verdad lo fuera. De nuevo,
todo depende de si entendemos la religión de modo ilustrado o comunitarista. Si
pensamos que la religión es algo que se elige o que de forma voluntaria y
autónoma se acepta, es evidente que los niños no pueden tener religión
exactamente por la misma razón que no pueden tener ideología política: porque
no pueden entender lo que eso significa. Richard Dawkins lo expresa así:
“Creo que todos
deberíamos hacer una mueca de dolor cuando oímos que un niño pequeño es
etiquetado como perteneciente a una religión particular o a otra. Los niños
pequeños son demasiado jóvenes como para decidir sus puntos de vista sobre los
orígenes del Cosmos, sobre la vida y sobre la moral. El propio sonido de la
frase “niño cristiano” o “niño musulmán” nos debería dar tanta dentera como las
uñas arañando una pizarra (…) Nuestra sociedad, incluido el sector no
religioso, ha aceptado la ridícula idea de que es normal y correcto adoctrinar
a niños pequeños en la religión de sus padres, y colocarles etiquetas
religiosas –“niño católico”, “niño protestante”, “niño judío”, “niño musulmán”,
etc.-, aunque no acepta otras etiquetas comparables: no se dice niño
conservador, niño liberal, niño republicano, niño demócrata. Por favor, por
favor, mejoren su conciencia acerca de esto y súbanse por las paredes cuando lo
escuchen. Un niño no es un niño cristiano, ni un niño musulmán, sino un niño de
padres cristianos o un niño de padres musulmanes. Esta última nomenclatura, por
cierto, sería una pieza excelente para la mejora de la conciencia de los
propios niños. Una niña de quien se dice que es “hija de padres musulmanes”
inmediatamente se dará cuenta de que la religión es algo que ella puede elegir
–o rechazar- cuando sea lo suficientemente mayor como para hacerlo”[3].
Para un comunitarista no es así: para
él, los niños tienen religión igual que tienen un color de piel o una
nacionalidad. Ya nacen en esa religión y pertenecen a ella, aunque puedan
abandonarla después. Para ellos, la religión no es una cuestión ni individual
ni intelectual, sino comunitaria y emocional. No es algo que se piensa sino que
se vive, no es algo que se adquiere sino en lo que se está. Es algo que
constituye y hace a la persona. Es tal esa identificación que parece que
transciende al individuo y sobre lo que él no tiene autoridad. De ahí que abandonar
la religión de los padres sea algo así como una traición por parte de los
hijos.
Desde luego que cada adulto puede
entender la religión como quiera, al modo ilustrado o al comunitarista, pero la
cuestión no es esa, sino cómo debe entenderla el Estado y las leyes. Y aquí sí
soy radical: debe hacerlo de un modo ilustrado, sin ninguna duda. El Estado de
Derecho no debe considerar la religión al modo comunitarista, o por lo menos no
si lo que quiere es ser un Estado de Derecho moderno que garantice la libertad
de conciencia y los derechos individuales. A efectos del Estado, la religión
debería ser una cuestión de elección puramente individual, producto de la
propia decisión y, en ese sentido, un acto de libertad, no de pertenencia ni
adscripción involuntaria. Siendo así, el Estado no debería reconocer ninguna
identidad religiosa a los menores, precisamente porque son incapaces de poder
formarse un juicio autónomo e informado sobre la trinidad, la divinidad de
Cristo, la virginidad de María o las relaciones entre Brahma, Shiva y Vishnú. O
dicho de otra forma: por los mismos motivos por los que no se les permite
votar: porque todavía no pueden comprender las diferencias entre conservadores,
liberales, socialdemócratas, comunistas… Y a nadie se le ocurriría reivindicar
el derecho de su hijo menor de edad a votar a tal partido porque en esa familia
han sido de ese partido de toda la vida. El Estado debe distinguir entre el
derecho de los padres a tener una religión, en tanto que adultos, y el derecho
de sus hijos menores a su libertad de conciencia y a no ser identificados con
una religión a efectos legales. Podrán ser educados (que no adoctrinados) en
esa religión, pero no ser considerados de ella a ojos de la ley hasta que sean
adultos. Por la misma razón, todos los ritos religiosos en los que intervengan
menores (y en los cuales no se les mutile ni haga ningún daño) deben ser
ignorados totalmente por la ley, irrelevantes a efectos legales. El bautismo de
un menor no puede tener ningún valor a ojos del Estado, y en ningún sentido
podría “medirse” el número de católicos en función del número de bautizados. Si
así fuera, los jueces no habrían tenido ninguna duda en el caso del menor que
se negaba a recibir una transfusión de sangre porque decía ser testigo de Jehová
igual que sus padres. El caso es que si no la recibía moriría, que fue lo que
pasó finalmente. Que un adulto se niegue a un tratamiento médico después de ser
debidamente informado, es su derecho, que un menor se niegue por motivos
religiosos debería ser irrelevante a efectos legales y primar su derecho a la
vida[4].
Por último, aunque no menos
importante, son las consecuencias que la percepción ilustrada de la religión
como elección personal tiene para otros casos conflictivos. Nos referimos a
cuestiones que están en el fondo de otros debates como los del “acomodo
razonable” y que tienen que ver con los costes de la religión: ¿quién debe
asumir esos costes? Aunque este será tema de otra entrada en el blog,
adelantamos ya un poco: si la religión es una cuestión de elección personal,
parece claro que sus costes lo serán para quien la elige, no para el conjunto
de la sociedad. Pero si la religión no es eso sino algo identitario y
comunitario, más parecido al color de la piel con la que nacemos que a la ropa que
nos ponemos, los costes no deberían recaer en el creyente, ya que, en cierto
modo, no elige su religión como no elige el color de su piel. Así, por ejemplo,
si en un colegio se ofrece un menú estándar, pero los padres de un menor
solicitan uno especial por motivos religiosos (kosher o halal) que
resulte más caro que el estándar, ¿debe prorratearse la demasía y ofrecer todos
los menús al mismo precio (encareciendo un poco más el estándar y reduciendo
los religiosos hasta igualarlos) o deben ofrecerse sin más los menús religiosos
más caros que el estándar? ¿Deberían los padres elegir entre hacer cumplir a su hijo con
su religión y pagar más por eso, o que no cumpla y pagar menos? ¿Sería un caso
de discriminación que los padres religiosos pagaran más por el menú de su hijo
ya que es más caro? ¿Debería igualarse el precio de todos los menús para que
todos los padres pudieran elegir el de sus hijos solo en función de su
conciencia sin interferencia del precio (pero cargando el sobrecoste en el menú
estándar que comen los no-religiosos)?. A efectos jurídicos, ¿la religión es una
preferencia, totalmente respetable, pero preferencia al fin y al cabo, cuyo
coste recae en quien la elige, o es otra cosa, una identidad que, en cierto
modo al menos, no se elige sino que se tiene o a la que se pertenece de una
forma esencial y constitutiva de la propia persona? Dejémoslo aquí y luego
seguiremos.
Bibliografía:
Dawkins,
Richard (2007). El espejismo de Dios.
Madrid: Espasa-Calpe.
Andrés
Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y
Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de
Enseñanza Secundaria.
[1] E incluso
puede ser fuente de horrores: los monstruos que produce el sueño de la razón.
Las utopías, en tanto que ideales, son utópicas mientras son ideales, pero se
convierten en distopías cada vez que intentan llevarse a cabo tal cuales.
[2] Dawkins,
2007: 348. Cursiva en el original.
[3] Dawkins,
2007: 361-362.
[4] Diez años después
de la muerte de ese menor, en 2012, la Fiscalía General del Estado dio
instrucciones a los fiscales sobre cómo actuar en esos casos, distinguiendo
supuestos pero sin dejarlo claro del todo a favor del derecho a la vida del
menor independientemente de la religión de sus padres o de la diga él tener.
"Y su hijo le escuchará y le hará caso" Mi hijo no me hace caso. Ya era un cabezota desde pequeñito, y ahora le encanta llevarme la contraria. Ha decidido ir a catecumenado para la confirmación, aunque dice que es un rollo, pero allí tiene amigos. El ya sabe que yo soy ateo y que todo el resto de la familia es católica. Y él será lo que sea. Es mi hijo y no pretendo cambiarlo. Pero no, no hace caso... Esto de ser padre es enormemente frustrante a veces, aunque no hay otra cosa mejor que hacer con el tiempo, dinero y energía que uno tiene.
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