Racionalismo ilustrado e identidad comunitaria
“…no hay hombres en el mundo. Durante mi vida, he visto franceses, italianos,
rusos, etc.; sé incluso, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa: pero, en cuanto al hombre, declaro no haberlo encontrado en mi vida; si existe, es en mi
total ignorancia”[1].
La cita es de Joseph de Maistre, y al respecto hay que decir que tenía y no tenía
razón. Es cierto que no hay hombres (ni mujeres) así tal cuales que no sean
franceses, italianos, rusos, etc. La humanidad es una abstracción. Pero no es
menos cierto que tampoco hay nadie que haya visto franceses, sino a Philippe, a Pierre, a Jean, a Stephane... Y,
podríamos ir más allá y decir que ni siquiera hemos visto a Philippe, Pierre,
etc., sino a conjuntos de átomos. Todo depende de en qué nos fijemos y en qué
nivel. La falacia estaría en aplicar lo que corresponde a un nivel en otro donde
no es de recibo.
Tampoco es de extrañar que esa frase
sea del conde de Maistre, un contrarrevolucionario y enemigo tanto de la
Revolución Francesa como de su filosofía inspiradora: la Ilustración (le Siècle des
Lumières). Este movimiento fue crítico
y racionalista en tanto que tomó la
razón como criterio del conocimiento, la moral y la política. Una razón
autónoma y poco condescendiente con la tradición, la autoridad, los privilegios
y la religión. Racionalismo que lleva a la libertad, la igualdad, la democracia,
la ciencia y el universalismo. El ser humano que usa la razón se da sus propias
normas y es libre (“mayor de edad”, según Kant). En tanto que racionales,
capaces de usar la razón, todos somos iguales. Si somos libres e iguales, la
democracia viene de suyo. La ciencia no deja de ser la razón en su modo de
funcionamiento más riguroso, más preciso. A lo que se apela es, en definitiva,
a la universalidad de la razón, expresada en las teorías científicas o los
derechos humanos (del hombre y del ciudadano) de alcance universal. Todo esto
se opone a la falacia de autoridad, a los privilegios (o discriminación) por
nacimiento, etnia o cualquier otra circunstancia, al despotismo, a la
revelación o cualquier forma “privilegiada” de acceso a la verdad más allá de la ciencia, y a cualquier
otra forma de irracionalismo. De Maistre representa ese irracionalismo y por
eso se opone al universalismo de la Ilustración.
La oposición al universalismo pervive
después del conde de Maistre. Los comunitarismos,
identitarismos, nacionalismos, etnicismos, fundamentalismos y otros ismos
vuelven a repetir lo mismo: que el universalismo es una falacia que, al
abstraer lo que hay de particular, único y diferenciador, crea una abstracción
irreal que borra y destruye la identidad correspondiente (de las comunidades,
naciones, pueblos, religiones o lo que sea). Hoy en día este mantra vuelve una
y otra vez de diferentes formas: constantemente hay grupos exigiendo el
reconocimiento y los derechos que consideran propios de su identidad particular
(las mujeres, los indígenas, los pueblos, las naciones sin Estado…).
Pasa como lo que decíamos más arriba
de la cita de De Maistre: tienen y no tienen razón. Tienen razón porque, muchas
veces, el universalismo es solo aparente y no real, y lo que se hace es elevar
un particularismo concreto a la categoría de modelo universal (etnocentrismo). Así, por ejemplo, los
países más ricos y poderosos de hecho, han creído que su propio modelo
particular era el destino universal al que debían llegar todos los demás países
(imponiéndolo si hacía falta: imperialismo). O los grupos mayoritarios han
creído que por el simple hecho de ser mayoría debían imponerse sobre las
minorías tratando a estas como desviaciones (discriminándolas): los zurdos, los
homosexuales, los ateos… Pero no tienen razón cuando pretenden que cualquier
universalismo es, siempre y necesariamente, imperialista y etnocéntrico,
llegando a la conclusión del relativismo y a la afirmación de todos los
comunitarismos e identitarismos.
La identidad es importante. Reconozcámosle
a De Maistre que nadie es “humano” en abstracto. Pero nadie deja de ser humano
por eso, sino que vive su humanidad como católico, ateo, español, catalán o del
pueblecito más pequeño de la sierra de Madrid. Lo importante es la relación
entre universalidad y particularidad, uno de los temas
clásicos de la filosofía, la ciencia y el arte: si se excluyen o se
complementan, o cómo se expresa lo universal a través de lo particular;
Parménides vs. Heráclito, los dos
mundos de Platón, la dialéctica hegeliana o marxista, etc.
En realidad, no hay contradicción
entre ser ilustrado (crítico, racionalista) y sentirse miembro de una comunidad
cualquiera. Un ilustrado puede ser tan español, vasco o bantú como ciudadano
del mundo. No es obligatorio renunciar a la propia identidad comunitaria y
romper los lazos con toda tradición o nacionalidad. Aquí lo importante es cómo
se establece la relación entre la universalidad que implica la Ilustración y la
particularidad irremediable en la que cada uno vive. De nuevo, la clave está en
la razón como criterio ilustrado. Es
la razón la que nos permite mantener una distancia
crítica con esa comunidad, que permite saberse y sentirse miembro de ella pero
de forma autónoma y no como mera pertenencia obligada o determinista. Esa
distancia crítica solo puede darse a través del conocimiento y el contacto con
otras comunidades (otros pueblos, otras religiones o formas de pensar…). Ese
conocimiento del otro (y no solo de la propia cultura, tradición…) es lo que
permite tomar esa distancia crítica y cuestionarse la propia cultura o
pertenencia comunitaria. Y esa interculturalidad
es la que permite, además, captar lo que de universal pueda haber en la propia
particularidad, y valorar esa particularidad como símbolo o ejemplo de lo
universal.
La distancia crítica hacia la propia
cultura, religión, nación…, permite entender nuestra identidad no como un factum, como algo ya dado, inamovible y
terminado, sino como un proceso que
se va haciendo y que vamos construyendo cada vez que la reinterpretamos. Se
trata de una especie de diálogo
racional del presente con el pasado y mirando hacia el futuro: vamos
construyendo la identidad reinterpretando el pasado con claves del presente y
pensando en el futuro que queremos. El fundamentalismo, el nacionalismo, el comunitarismo en suma, se aparta de
este universalismo y se queda en una identidad estática, pétrea, “perfecta” en
su modelo original mítico, una identidad que no se construye ni reinterpreta
sino que tan solo puede repetirse y reproducirse tal cual, sin cambios (pues si
es perfecta, todo cambio solo puede ser a peor: impuro, degradación, perversión).
Celebra lo particular en lo particular y diferente y no quiere (ni puede) ver
rastro alguno de universalidad en su tradición.
Henri
Peña-Ruiz distingue
dos formas de identidad: la ipseidad y la mismidad[2].
La ipseidad es esa forma de
identidad crítica, desde la razón, desde la cual el individuo construye su
identidad sin sacrificar su autonomía ni renunciar a la universalidad. Es la
identidad que permite distanciarse de sí misma y descubrir los valores
universales de la propia comunidad al tiempo que puede denunciar los errores y
horrores de la propia cultura, religión o nación, a la vez que reconocer y
solidarizarse con otras. La mismidad
es la identidad del comunitarismo, del fundamentalismo, del nacionalismo que
absorbe y disuelve al individuo y su autonomía en la comunidad y la
heteronomía; que anula su razón y su diferencia y lo hace engranaje de un todo
que le transciende, al que solo puede obedecer creyendo sus mitos y cumpliendo
sus tradiciones. La ipseidad lleva a la igualdad
de derechos y al derecho a la
diferencia, la mismidad exige diferencia
de derechos, que no es lo mismo, como recuerda Peña-Ruiz. La identidad en
sentido ilustrado permite reconocernos y estar orgullosos de nuestra cultura,
tradiciones o símbolos propios, y sentirnos por eso mismo iguales y a la vez
diferentes, pero la mismidad busca en la diferencia el privilegio, el trato
especial, en definitiva, lo que quería De Maistre: la diferenciación de
estamentos, la autoridad y la tradición frente a la igualdad, la democracia y
la razón.
Algunos ejemplos: los judíos celebran
la fiesta de Purim. Esa fiesta remite
al Libro de Ester de la Biblia. Allí se cuenta cómo los judíos se liberan de
los persas, que querían exterminarles, y su venganza matando ellos a miles de
persas. La historia, tomada literalmente, es horrible. Pero tiene un mensaje
que es universal: el valor de la lucha por la liberación de los pueblos contra
sus opresores. Ese contenido universal está en otras historias semejantes, y
puede rastrearse en la lucha de los guerrilleros españoles contra Napoleón, u
hoy día en la lucha de Palestina contra Israel (curiosamente, aunque hay que
matizar: Palestina, que no Hamás). Es
la comparación de esos hitos culturales, religiosos, nacionales, lo que puede
llevarnos a distanciarnos del caso concreto de nuestra cultura para descubrir
que es un ejemplar más del valor universal correspondiente: la libertad, la
justicia, la liberación… Es como el arte: cada obra de arte es concreta, pero
expresan valores estéticos que son universales (la belleza, el ritmo, la
armonía…). Y esa distancia crítica es lo que hace que podamos valorar mucho más
todavía nuestra tradición desde la perspectiva de la universalidad que
representa. Cuando un español festeja el aniversario de la batalla de Bailén,
si lo hace de forma crítica, no festeja que hace 200 años los españoles mataran
franceses, ni quiere decir que los franceses de hoy día sean malvados por lo
que sus antepasados hicieron hace dos siglos. Festeja lo mismo que los
norteamericanos el 4 de julio: el valor de la independencia y el autogobierno
de los pueblos. ¡Pero no por eso los norteamericanos de hoy odian a los
ingleses de hoy! Es de esta forma que un judío racionalista que festeja Purim y que siente su identidad como
judío (como ipseidad) puede comprender y denunciar el genocidio que su gobierno
está haciendo con los palestinos: Israel es ahora el persa de la leyenda
(insisto: eso no convierte a los fanáticos de Hamás en los buenos de la historia). La identidad como mismidad es
la que hace que al otro judío, al fanático, el libro de Ester solo le diga que
debe matar a los enemigos y a cuantos más mejor, tal como hicieron sus
antepasados, porque él siempre es el bueno, el “pueblo elegido de Yavé”, antes,
ahora y siempre. El otro (el amorreo, el jebuseo, el filisteo, y ahora el
palestino) son enemigos para siempre y hay que exterminarlos de la “tierra
prometida”. Su lectura de la tradición y sus símbolos es literal, lineal,
plana: no hay lugar para la interpretación racional, para el contenido
universal.
En la práctica política, el modelo
entre naciones sería el federalismo.
No se trata de borrar las identidades nacionales (críticamente asumidas) ni de
ir convirtiendo cada cultura, cada lengua, cada pueblo, aldea y barrio en un Estado
independiente solo porque tienen alguna diferencia o particularidad. Entre un
centralismo que no reconoce las diferencias específicas y unos nacionalismos
que solo ven lo que separa y lo que distingue, queda espacio para el pacto entre pueblos y naciones, para la
convivencia en el reconocimiento de la diferencia. El pacto remite a la
voluntad libre y autónoma de, sabiéndose diferentes, querer convivir juntos en
base a lo que une. Pacto es foedus en latín, de donde procede
“federal”, “federación”, “federalismo”; es el pacto entre naciones y pueblos para
reconocerse y convivir respetando las diferencias y buscando lo que las une, lo
que de universal hay en todos ellos. La historia del progreso de la humanidad
es la historia de unos pactos o federaciones cada vez más amplios que suponen
igualdad pero no uniformidad, sino riqueza en la diversidad y la igualdad de
derechos. Pero todo esto también puede ser tema para otro texto.
Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de
Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.
1. En Venezuela, y hasta cierto punto en toda Hispanoamérica, sí hay un recelo contra la España contemporánea al celebrar las fechas patrias. El enfrentamiento entre Chávez y Juan Carlos I puso de relieve esto.
ResponderEliminarGracias, Gabriel.
ResponderEliminarHasta cierto punto es comprensible ese recelo. Y el distanciamiento crítico del que hablaba puede comprenderlo si bien también hay que superarlo por ambas partes. Los españoles no podemos seguir hablando de “Descubrimiento” como si los pueblos de allí, hasta entonces, no hubieran hecho otra cosa que estar esperando a que los “descubrieran”, e ignorando toda la carga de horror y violencia con que España trató a los americanos. Pero los americanos actuales tampoco pueden renegar de todo lo que proceda de España solo por eso.
En cierto modo también es importante el factor tiempo para ese distanciamiento crítico. Quiero decir que es difícil distanciarse críticamente si los hechos están muy recientes. Han pasado 500 años desde 1492 pero el trato horrible hacia América duró muchos siglos (Cuba no logró su independencia hasta 1898, y si no me equivoco, la esclavitud en Cuba no se abolió hasta 1868). Sin embargo, España también fue invadida por el Imperio romano y sometida durante siglos. Ahora bien, en España no hay ningún recelo ni rencor hacia los italianos actuales por eso. Más bien al revés: la época romana de España jamás se representa con ningún tinte negativo. Y seguramente que costó ríos de sangre y mucho dolor.
Pienso que es ese distanciamiento crítico el que permite distinguir y reconocer lo que de provechoso y de deleznable haya en las contingencias históricas: la invasión romana de España tuvo que ser muy cruel, horrible. Pero los efectos civilizatorios de esa conquista y romanización fueron un beneficio objetivo que sería absurdo ignorar solo porque procedían de la potencia imperialista y conquistadora del momento. Lo mismo podría decirse de la islamización posterior de España. O incluso de la conquista por Napoleón: seguramente, si hubiera prosperado, las cosas serían ahora muy distintas, puede que incluso mejores: de hecho, ya entonces había afrancesados que veían con buenos ojos esa conquista.
El distanciamiento crítico permite reconocer los propios errores y aprender de ellos. Hay algunos errores que son tan absolutos que no admiten disculpa ni reinterpretación por mucho que se quiera. El ejemplo perfecto es el Tercer Reich y el Holocausto. Pero un alemán de hoy no tiene por qué avergonzarse de ser alemán por eso. Debe estar orgulloso de que su pueblo haya podido reconocer y superar ese error absoluto. Esa terrible experiencia permitió que Alemania y el mundo entero aprendieran y tomaran medidas para que nunca jamás se repita. Eso, por ejemplo, no ha pasado todavía en España. En el caso de la dictadura franquista todavía hay revisionistas que quieren justificarla, que sienten herido su orgullo patrio si reconocen que fue un error absoluto, algo que nunca debió ocurrir. Sin embargo, otros, como yo, nos sentimos perfectamente españoles reconociendo esa abominable dictadura como lo que fue, y más españoles que ellos precisamente por eso.