El laicismo como versión política del escepticismo
“Buen hombre, a muchos he oído decir que eres
muy sabio y muy versado en el conocimiento de las cosas de Dios, por lo que me
gustaría que me dijeras cuál de las tres religiones consideras que es la
verdadera: la judía, la mahometana o la cristiana” (El sultán Saladino al judío
Melquisedec, en el cuento “Los tres anillos” de Boccaccio).
El
escepticismo no es una tendencia natural del ser humano. Lo natural es la
credulidad. Tendemos a creer lo que nos dicen porque eso ha resultado
beneficioso en nuestra evolución para sobrevivir. En esta idea basa Richard
Dawkins su hipótesis darwinista sobre el origen de la religión:
Mi hipótesis específica tiene que ver con los
niños. Más que cualquier otra especie, sobrevivimos por la experiencia
acumulada de generaciones previas, y esa experiencia necesita trasladarse a los
niños para su protección y bienestar. Teóricamente, los niños deberían aprender
por experiencia personal a no acercarse al borde de un precipicio, a no comer
frutas rojas desconocidas, a no nadar en aguas infestadas de cocodrilos. Pero,
por no decir más, habrá cierta ventaja selectiva para aquellos cerebros
infantiles que tienen una regla de tres: creer, sin dudar, cualquier cosa que
tus mayores te digan. Obedecer a tus padres; obedecer a los ancianos de la
tribu, especialmente cuando adoptan un solemne y conminatorio tono de voz.
Confiar sin dudar en nuestros mayores (…) La selección natural construye
cerebros infantiles con una tendencia a creer cualquier cosa que les digan sus
padres y ancianos de la tribu. Esta confiada obediencia es muy valiosa para la
supervivencia… (Dawkins, 2007, 191-192).
Pero
por muy útil que sea esta tendencia humana a la credulidad, también tiene su
revés o lado menos agradable, y el propio Dawkins la menciona justo después:
Pero la cara opuesta de la obediencia
confiada es la credulidad servil (…) Una consecuencia automática es que quien
confía no tiene manera de distinguir un buen consejo de uno malo. El niño no
puede saber que “no chapotees en el Limpopo infestado de cocodrilos” es un buen
consejo, pero “debes sacrificar una cabra en luna llena, porque de otra forma
no lloverá” es, en el mejor de los casos, un desperdicio de tiempo y de cabras.
Ambas provienen de una fuente respetada y son emitidas con una solemne seriedad
que infunde respeto y demanda obediencia. Lo mismo vale para proposiciones
sobre el mundo, sobre el cosmos, sobre la moralidad y sobre la naturaleza
humana. (ibid, 192-193)[1].
Esta
tendencia a la credulidad es la que explica, en parte, la propagación y
persistencia de mitos y rituales en las culturas antiguas: de generación en
generación, y para sobrevivir, los ancianos y mayores transmitían a los más
jóvenes y niños sus conocimientos e interpretaciones del mundo que les rodeaba,
pero al mismo tiempo que les enseñaban técnicas de caza, orientación o navegación,
también les dejaban sus mitos y leyendas sobre el origen del mundo, sobre el
alma o sobre los dioses. Y mientras cada sociedad se mantuviera más o menos
cerrada y sin más contactos con el exterior que la guerra o el asalto, más
perdurarían estos mitos y leyendas. El problema aparece cuando diversas
sociedades, con sus diferentes costumbres y mitos, entran en contacto más
pacífico entre sí (por ejemplo, mediante el comercio). La apertura de unas
sociedades a otras, de unas culturas a otras, el pluralismo socio-cultural,
produce a su vez otro conflicto, esta vez de interpretaciones. La confrontación
de mitos, religiones y formas de entender la realidad de cada cultura, tuvo que
producir una especie de “shock” cognoscitivo, y la necesidad de preguntarse por
la verdad de cada una de esas interpretaciones. Una pregunta que presupone la
duda previa acerca de lo que antes se tenía por verdadero tan solo porque así
había sido recibido por la tradición y la autoridad. Es en este contexto en el
que tiene que surge la filosofía como reflexión acerca del propio conocimiento
y de su origen, límites y validez. No es casualidad, por tanto, que la
filosofía aparezca precisamente en las colonias griegas o que se desarrolle en
Atenas, centros todos ellos de pluralismo cultural, y es que el pluralismo es conditio sine qua non de la propia
filosofía: en una sociedad homogénea no hay filosofía, sino que perdura la
credulidad.
Y
es aquí donde aparece también el escepticismo, también de forma natural: donde
hay pluralismo cultural tiene que haber escepticismo, es decir, “duda” o “sospecha”[2]
acerca de lo que antes se tomaba por verdadero y que ahora ya no parece tan
claro ni evidente al tener constancia de otras formas alternativas de entender
la realidad. En una sociedad cerrada en sí misma, homogénea, no tiene sentido
cuestionarse la verdad de la tradición recibida, es más, puede ser perjudicial
para la supervivencia de esa sociedad problematizar sus mitos y costumbres, de
ahí que sean sociedades tendentes a castigar la diferencia, la disidencia o el
espíritu crítico, y reacias a mantener contactos con otras, para no
“contaminarse”, o lo que es lo mismo, para que el conocimiento de alternativas
no amenace la perdurabilidad de esa sociedad basada en esos mitos y tradiciones
heredados. Pero en sociedades plurales y heterogéneas, de la propia diversidad
surge el escepticismo como duda acerca de la verdad de cada una de las
interpretaciones presentes. Es este el momento negativo o destructivo del
escepticismo: la puesta en duda de lo recibido, de la tradición, de la
autoridad. Este momento negativo puede percibirse ya en los primeros filósofos,
los presocráticos, y su escepticismo y negación de las explicaciones míticas
acerca de la realidad, o en los sofistas, y su caracterización de la cultura
(con sus valores, leyes, dioses, etc.), como algo convencional. Este
escepticismo negativo tendría una de sus máximas expresiones en la filosofía
antigua llamada “escéptica” y fundada por Pirrón.
Pero
el escepticismo tiene también un segundo momento positivo o constructivo, pues
el estancamiento en el momento puramente negativo daría lugar al
convencionalismo, el relativismo y/o el pragmatismo (el “todo vale” porque
“nada vale”): la verdad no existe o es imposible de conocer. Es el camino que
siguió la filosofía presocrática: de la crítica al mito, a la construcción de
alternativas racionales; o los grandes filósofos de la antigüedad, Sócrates,
Platón y Aristóteles: todos ellos partieron de la puesta en duda de las teorías
anteriores y contemporáneas a ellos, para construir después sus alternativas.
De un modo más o menos similar, toda la filosofía ha venido siguiendo esta
misma dialéctica[3].
Pues
bien, el “escepticismo científico” también sigue este recorrido. Y la expresión
me parece acertada: “escepticismo” y “científico”, pues pone de manifiesto las
dos caras del escepticismo antes mencionadas: la negativa o de duda y sospecha,
y la positiva o constructiva. El escepticismo científico parte de la pluralidad
de explicaciones posibles para los fenómenos (conditio sine qua non), y duda, en principio, de todas ellas,
(momento negativo) para después optar por la explicación científica como la más
verosímil o aceptable (aunque no segura de un modo absoluto), dejando las demás
alternativas como meras creencias o incluso rechazando otras (las
pseudocientíficas o anti-científicas). La cuestión que surge es: ¿y por qué la
opción por la explicación científica y no otra? Considero que la clave está en
el pluralismo y en las ganas o no que tengamos de entendernos. Intentaré
explicarlo:
Imaginemos
a un sujeto hipotético que se encuentre ante un fenómeno cualquiera. Y
supongamos que ese sujeto tiene una “explicación” recibida que lo explica de
alguna forma, “explicación” que luego trasmitirá a su vez a la siguiente
generación. Mientras esa “explicación” le “funcione”, no la pondrá en duda y la
aceptará como verdadera (no la pondrá en duda porque no tiene motivos para
hacerlo: “funciona” y además no conoce ni se imagina que pueda haber otra
explicación distinta). Entrecomillamos porque la “explicación” no tiene porqué
ser cierta y porque puede “funcionar” por lo menos en apariencia: por ejemplo,
puede que su “explicación” para los días de sol sea que los dioses están
alegres y para los de lluvia que están tristes; la “explicación” sí que le “funciona”,
aunque desde nuestras coordenadas sabemos que ni es cierta ni funciona[4] (pasa
igual con las “explicaciones” homeopáticas: parecen funcionar, aunque la
explicación sabemos que no es la “memoria” del agua sino el efecto placebo). Pero
supongamos que este sujeto se encuentra con otro que tenga otra “explicación”
distinta para el mismo fenómeno y que también “funcione”. Y para enredarlo más,
imaginemos a un tercero que también aporte la suya. Es decir, pasemos de una
sociedad cerrada, homogénea o monocultural, a otra abierta, heterogénea y
multicultural.
Decíamos
que la clave estaba en el pluralismo y en las ganas o no de entenderse. Hemos
llegado al pluralismo, veamos ahora lo de querer entenderse o no. Estos tres
sujetos, al ver que hay otras “explicaciones” alternativas a la de cada uno,
padecerá el “shock” cognoscitivo: por lo menos por un rato se le pasará por la
cabeza la duda, la sospecha de que podría ser que su “explicación” no fuera
correcta y que fuera la de alguno de los otros[5]. Y
para salir de este impasse podrían
hacer varias cosas ante su conflicto cognitivo. Una opción podría ser que quien
fuera más fuerte de los tres obligara a los demás a aceptar su propia
“explicación” y que se olvidaran de las suyas, por el simple motivo de que es más
fuerte que ellos y puede amenazar y forzarles. Otra opción, en caso de igualdad
de poder entre ellos o desinterés en la fuerza bruta, sería ignorar las demás
“explicaciones” y mantener cada uno la suya propia sin prestar más atención a
las de los demás. Estas opciones serían respectivamente las del dogmatismo
intolerante (valga la redundancia) y las de la tolerancia mutua (por igualdad
de poderes) y el relativismo (cada “explicación” es “verdadera” solo para cada
sujeto que la acepta como tal). En ninguno de estos casos hay interés en los
sujetos por llegar a entenderse. Pero supongamos que sí tuvieran esa intención,
que quisieran entenderse, o dicho de otra forma, que cada uno dudara de su
propia “explicación” y quisiera llegar, conjuntamente con los demás, no ya a
otra “explicación” más, sino a una explicación (sin comillas). ¿Qué tendrían
que hacer?
Pues,
para empezar, mantener la propia duda sobre sus “explicaciones” y abrirse a la
posibilidad de que hubiera otra mejor. Esta actitud de sospecha y apertura es
consustancial al escepticismo. Y después, establecer unas reglas que fueran
aceptadas por todos para que, siguiéndolas, pudieran llegar entre los tres a
una explicación que debería ser admitida por todos ellos. Maticemos un poco más
esto último en dos aspectos. Nuestros tres amigos han de establecer unas
reglas, un método, que les permita llegar a una conclusión en común. Pero no
vale cualquier método. De hecho, ni siquiera vale el simple acuerdo o consenso
en que sea tal o cual método. Dicho de otra forma: no es suficiente que los
tres estén de acuerdo en que el método sea este o este otro, sino que el método
debe ser válido no solo para ellos tres, sino para cualquier sujeto, y esto es
así porque buscan una explicación admisible no solo para ellos, sino para
cualquier sujeto. Por poner un ejemplo: supongamos a tres hombres blancos
estableciendo las reglas para elegir un gobierno, y que establezcan como una de
ellas que los votantes sean hombres y blancos. Los tres están de acuerdo, pero
este consenso no es válido, pues aunque los tres sujetos (hombres y blancos)
están de acuerdo, no todo sujeto (no cualquier sujeto) estaría de acuerdo
(cualquier mujer o una persona negra no lo estaría)[6]. Y
además, la explicación obtenida debe tener siempre, pese a su admisibilidad, el
carácter de provisional mientras que
no se descubra otra explicación mejor. Es decir, que cualquier conclusión a la
que se llegue debe dejar abierta la posibilidad a que nueva información o
investigaciones puedan dar lugar a una explicación mejor aún que esa (pero que,
con todo, tampoco sería definitiva), pues si no, se volvería al punto de
partida en el que todo es cerrado y dogmático.
Cuál
es ese método ya debería estar claro a estas alturas, pues es conocido y
practicado desde hace siglos: la metodología científica. De ahí que el
escepticismo sea también científico. Y es que no todo escepticismo tiene porqué
ser científico (pues puede ser relativista o nihilista), pero las ciencias sí
que son escépticas por definición: una ciencia crédula, acrítica o dogmática
sería como un hierro de madera o un círculo cuadrado. La metodología científica
es el mejor conjunto de reglas que la humanidad ha sabido darse para progresar
en el conocimiento de la realidad (o el menos malo y que tiene menor probabilidad
de errores en comparación con otros, si se prefiere así). Sus características
(pluralidad de hipótesis, cuantificación, experimentación, contrastabilidad,
falsabilidad, replicabilidad, etc.) garantizan que sus conclusiones (las
verdades científicas) puedan ser admitidas como explicaciones por cualquier
sujeto. Así como sus valores, los valores implicados y practicados por la
comunidad científica y sin los cuales no puede haber ciencia: el pluralismo, la
libertad de pensamiento, expresión e investigación, la honestidad, la
constancia, la veracidad, etc. Características y valores que no se dan en las
“explicaciones” alternativas de la realidad que puedan llegar desde las
pseudociencias, anti-ciencias o incluso desde el llamado “sentido común” o una
visión ingenua de las cosas.
Alguien
podría decir que la opción por el método científico es arbitraria y prejuiciosa,
y que porqué no otro método (la meditación, la introspección, la intuición o la
revelación divina, por ejemplo). La respuesta está en una de las matizaciones
que hacíamos dos párrafos más arriba, y que podemos resumir en la
intersubjetividad: no se trata de que el método sea válido o aceptable por un
sujeto o por muchos sujetos, sino que lo sea para cualquier sujeto. Y para eso, ese método ha de basarse en algo que
sea común a todo sujeto y eficaz para el conocimiento de todo sujeto, y ese
algo no puede ser otra cosa que la razón, la capacidad humana de pensar y
actuar racionalmente, y la máxima expresión de la razón humana no es sino la ciencia.
Podría objetarse que la razón es común a todo sujeto, pero que la capacidad de
meditar o intuir también (o incluso la de aceptar la revelación divina), pero
entonces se olvida algo importante: dijimos que debe ser algo común a todo sujeto pero también eficaz para el conocimiento de todo sujeto. Podría ser (siendo muy
generosos en concesiones) que cualquiera pueda meditar o intuir o aceptar una
revelación de los dioses, pero nada de eso es eficaz a todo sujeto: podrá ser “eficaz”
para algunos sujetos, pero no para todo sujeto. La ciencia es eficaz para todo
sujeto porque de hecho da lugar a conocimientos
y que como tales se pueden comprobar y se pueden repetir por cualquier sujeto
(contrastabilidad y replicabilidad), pero las otras alternativas no: varios
sujetos meditando, intuyendo o captando revelaciones sobre lo mismo llegarán a
conclusiones distintas, es decir, solo tienen creencias distintas (válidas privadamente, para cada uno pero no
para todos) mientras que dos laboratorios experimentando sobre lo mismo,
llegarán de forma independiente a los mismos resultados, resultados que podrán
ser repetidos y comprobados a su vez posteriormente por otros laboratorios.
De
lo anterior podemos extraer una consecuencia importante: en sus ganas de
entenderse, nuestros tres amigos hipotéticos deberán haber llegado a ser
conscientes de una diferencia fundamental: la diferencia entre su ámbito privado de creencias y el ámbito público
del conocimiento. Cada uno tenía una
“explicación” de las cosas que le “funcionaba” (una creencia), pero en su ánimo
de entenderse y convivir, las pusieron en suspenso y consensuaron un método que fuera válido para los tres y
para cualquier otro sujeto, y que no era otro que el método científico. Pero
que pusieran en suspenso sus creencias previas no quiere decir que las
rechazaran definitivamente. Para cada uno, su “explicación” puede seguir siendo
válida para él mismo, lo que pasa es que reconoce que no es universalizable,
que los demás no tienen porqué aceptarla, mientras que la explicación obtenida
por el método científico sí que es común para todos y cada uno de ellos (es
conocimiento y no mera creencia[7], por
lo anteriormente dicho).
Y
otro aspecto muy importante es el carácter principalmente metodológico de la
ciencia[8].
Llamamos ciencia a la teoría de la evolución, a la teoría de la gravitación
universal, o a la teoría del movimiento de las placas tectónicas. Estas teorías
podemos decir que son ciencia en sentido sustantivo o ciencia como resultado de
la aplicación del método científico. Pero el propio método científico es eso,
un método, una metodología que lo que permite es obtener esas teorías
científicas. El método es el medio por el que se obtienen esas teorías como
resultados sustantivos. De acuerdo con esto, el escepticismo científico lo que
defiende es el uso del método científico como forma de distinguir los
conocimientos públicos (resultado del método científico que actúa a modo de
“filtro”) de las creencias privadas (que no pasan ese “filtro”), pero el propio
escepticismo científico no es una teoría sustantiva, el escepticismo científico
más que sustantivo es metodológico: es una actitud previa y un conjunto de
valores a la hora de intentar llegar a consensos acerca de lo que pueda ser
(provisionalmente) la verdad más probable y válida para todo el mundo (la
verdad científica). Esto quiere decir que el método científico no es una forma
más de obtener conocimiento al lado de otras (como el sentido común, la
intuición, la percepción extrasensorial o la revelación divina), sino que es el
método que cualquiera debe seguir si pretende exponer un contenido con validez
(provisional) universal (para todo sujeto).
De
todas formas, y dado que la ciencia no es solo el método científico sino
también el resultado de la aplicación de ese método, como hemos dicho, a veces
puede ocurrir que la ciencia dé resultados que sean incompatibles o
contradictorios con algunas creencias. En ese caso, el escepticismo científico
apuesta por la ciencia y considera falsos (siempre provisionalmente) a esas
creencias contrarias a los resultados científicos. Por ejemplo, ante diferentes
hipótesis sobre la explicación de un fenómeno, y mientras no haya resultados
concluyentes, diferentes científicos pueden “apostar” por la hipótesis o teoría
que les parezca más plausible, apelando si acaso a la “navaja de Ockham” o a
otros criterios de elección. Sería el caso de las diferentes teorías acerca de
una posible teoría unificada para la física teórica, por ejemplo, o las
diferentes teorías para explicar la evolución de las especies (neodarwinismo,
simbiogénesis, saltacionismo, etc.). Pero cuando la ciencia ya ha dado una
teoría aceptada para un fenómeno y se le oponen creencias que la niegan o
contradicen, entonces el escepticismo científico se posiciona a favor de la
ciencia y en contra de esa creencia: sería el caso de la homeopatía, pues la
hipótesis homeopática de la “memoria del agua” contradice lo que la física y la
química establecen ahora mismo al respecto. Otra cosa distinta es el derecho
del homeópata (o cualquiera que contradiga a la ciencia) a creer en sus propias
creencias. No hay problema alguno si un creyente
en la homeopatía reconoce que tiene fe
en la homeopatía y que por eso confía (tiene fe[9]) en
que a la larga la hipótesis homeopática será confirmada (a pesar de que no haya
pruebas a su favor por ahora y las que haya sean más bien contrarias[10]).
Distinto sería si ese creyente homeópata pretendiera que lo suyo no es una
creencia sino ciencia, y que tan cierta y tan científica es su creencia
homeopática como la teoría heliocéntrica o la de la relatividad general. Algo
así es lo que sucede a los creyentes en el creacionismo puro y duro o en su
versión moderada del Diseño Inteligente. El creacionismo no pasa el “filtro”
del método científico y no es ciencia, sino creencia, y si acaso como tal puede
ser enseñado en donde corresponda (en la iglesia o parroquia de la comunidad
religiosa que lo acepte), pero ni es una teoría científica ni puede enseñarse
como si lo fuera de forma alternativa a otras teorías científicas que sí que lo
son realmente como son las evolucionistas[11].
Partiendo
de la base de lo anterior, consideramos posible establecer una analogía con el
laicismo[12]. Según esta analogía, el
laicismo sería a la filosofía política como el escepticismo científico a la
teoría del conocimiento. Si en una sociedad plural y heterogénea los sujetos
han de recurrir al escepticismo científico a la hora de consensuar qué
conocimientos son (provisionalmente) válidos para todos (los procedentes de las
ciencias) y cuáles se quedan en el ámbito privado de cada cual, en esa misma
sociedad plural y heterogénea los sujetos deberán recurrir al laicismo como
forma de establecer qué normas son universales, aplicables y obligatorias para
todos y cuáles solo son válidas para algunos sujetos pero no para todos. Nótese
ya de entrada que entonces el laicismo no es una teoría más entre otras, igual
que no lo era el escepticismo científico, sino que de la misma forma será un
presupuesto o condición previa para la propia convivencia en una sociedad ideológicamente
plural.
El
laicismo parte un juicio de hecho, de un juicio de valor y de un presupuesto
epistémico (y que son comunes en esencia al escepticismo científico: cf. nota 13 al pie). Veamos cada uno de
ellos:
El
juicio de hecho del que parte el laicismo es el pluralismo ideológico en las
sociedades modernas actuales, la diversidad de cosmovisiones y formas de
entender y vivir la propia existencia, y que pueden basarse en presupuestos
distintos (materialistas, humanistas, religiosos, etc.).
El
juicio de valor que también asume el laicismo es que ese pluralismo ideológico
es bueno, y que es mucho mejor que el dogmatismo o el pensamiento único, de ahí
su defensa de la libertad de conciencia, de opinión y expresión, y su esencial
condición democrática[13].
Aparentemente, es mucho más difícil organizar la convivencia en una sociedad
pluralista que en otra homogénea, sin embargo, para el laicismo es compatible y
positivo que haya pluralismo y convivencia, eso sí, siempre que los miembros de
la sociedad quieran convivir y a la vez mantener esa pluralidad. Irremediablemente,
el laicismo se opone, por lo tanto, a quien no quiera convivir con los demás o
pretenda eliminar esa pluralidad, se opone a la exclusión y a cualquier forma
de discriminación: el excluyente no tiene sitio en la sociedad laica[14].
La
estrategia laicista para coordinar convivencia y pluralismo es precisamente la
distinción (y separación) básica entre lo que es público y lo que es privado,
lo que pertenece al ámbito público o común y lo que pertenece al ámbito privado
o particular de cada uno pero que no es universalizable a los demás (que es la
misma distinción básica del escepticismo científico: distinguir aquellos
conocimientos procedentes de las ciencias y válidos para todos, de aquellas creencias
que si acaso solo pueden ser creídos por algunos pero no por todos).
¿Qué
es lo público? Lo que todos tenemos en común, lo que compartimos, lo que a
todos nos afecta, con lo que todos nos identificamos, lo que hace posible que
estemos juntos todos. Público es con lo que todos estamos cómodos, con lo que cualquiera
estaría de acuerdo si quiere que estemos juntos y convivamos (recordando que
‘todos’ quiere decir ‘cualquier sujeto’ como también matizábamos antes, y no
solo la mayoría ni tan siquiera todos en sentido contingente[15]).
En
este sentido, la política es el ámbito público, donde se hacen las leyes, donde
todos debatimos y decidimos sobre lo que es común y a todos nos afecta. La
política (politeia, en griego) es la
cosa pública (la res publica, en
latín: la República).
Y este es a su vez el límite de la política y las leyes: solo se legisla desde
la política lo que es público, lo que a todos concierne, pero no lo que
pertenece al ámbito privado y particular de cada cual: la Ley, el Estado, la República, no pueden
entrometerse ni legislar lo que es privado sino todo lo contrario, debe
protegerlo de cualquier intromisión en ese ámbito; la protección de la libertad
de conciencia, pensamiento, opinión, etc., es un deber que tiene que garantizar
el Estado precisamente para evitar el totalitarismo que supondría un Estado que
dictara a los individuos qué deben creer o pensar incluso privadamente[16].
Si
eso es lo público o político, el ámbito privado o lo privado es todo aquello
que pertenece a cada uno o con lo que cada uno se identifica pero que no es
universalizable, que es válido para él o ella pero no para cualquiera o para
todo el mundo. Es el ámbito de lo civil y la conciencia individual, y que como
decíamos debe estar protegido de cualquier intromisión desde lo público: el
Estado no puede legislar en este ámbito más allá que para protegerlo y
garantizar las condiciones que permiten la libertad en este ámbito[17].
Pero
lo anterior es cierto también a la inversa: no debe haber interferencia tampoco
desde lo privado hacia lo público. El ámbito público debe estar a su vez
protegido de lo privado. Dicho de otra forma: en el ámbito público no valen las
“razones” privadas, precisamente porque en el ámbito público se busca lo que es
universal, común a todas las personas y válido para todos, mientras que lo
privado, por definición, es lo que vale para unos pero no para todos. Quien
argumenta en el espacio público debe abstenerse de hablar desde sus
convicciones privadas, precisamente porque son privadas, válidas para él pero
no necesariamente para los demás. Sería también totalitaria cualquier propuesta
que, perteneciendo al ámbito privado, pretendiera imponerse públicamente. En el
ámbito público solo valen las razones que de verdad lo son, es decir, las que
sean susceptibles de universalidad y aceptación por cualquier sujeto. En esta
línea se han propuesto varias formas de concretar esta distinción[18]. Por
citar solo alguna, podemos recurrir a la “posición original” de John Rawls[19]. Simplificando
mucho esta propuesta rawlsiana, podemos decir que para Rawls, una norma será justa
si se establece desde una hipotética “posición original”, que consiste en
decidir sobre esa norma pero con un “velo de ignorancia”. Este “velo” consiste
en tomar la decisión pero sin tener en cuenta nuestras circunstancias
particulares y contingentes (posición socio-económica, capacidades
individuales, etc.). Pongamos un ejemplo simple a efectos didácticos: imaginemos
a tres sujetos A, B y C, que tienen que tomar una decisión sobre la limpieza de
un espacio común que comparten. Y se les plantean dos opciones: 1. que la
limpieza la haga cada día uno de ellos en orden rotatorio. 2. que todos los
días limpie el sujeto C. Si esta decisión se toma sabiendo cada sujeto quién es
A, B y C, el resultado de la votación podría ser que A y B votarían la opción 2
y solo C la opción 1, lo que es claramente injusto aunque se haya decidido por
mayoría[20]. Sin
embargo, si decidieran con el “velo de ignorancia”, deberían hacerlo sin saber
(sin tener en cuenta) quién es A, quién es B y quién es C, con lo cual el
resultado seguro sería que los tres votarían la opción 1. La diferencia de
votos está en que en el primer caso todos se han dejado llevar por su egoísmo,
mientras que en el segundo caso, con el “velo de ignorancia”, todos han
adoptado un punto de vista universal, público, y han decidido lo que es justo
(según Rawls), o dicho en nuestros términos, han tomado una decisión pública
porque es universalizable y válida para todo sujeto, pero para poder hacerlo
han tenido que dejar de lado lo que es particular y privado, han tenido que
saber distinguir el ámbito público del privado.
En
el caso de la ética y la moral, es claro que pertenecen al ámbito privado. La
ética de cada cual o la moral de un grupo son particulares, son válidas para
quien las acepte en su propia vida, pero no son universalizables: diferentes
personas pueden tener diferentes normas éticas o morales (eudemonistas o
formales, utilitaristas o deontológicas…) pero pertenecen a su ámbito privado y
no pueden pretender validez universal para ellas. Otra cosa es que podamos
hablar de una ética o moral públicas entendidas como el conjunto de valores que
inspiran lo público, y que serían la libertad, la igualdad, la justicia, etc.[21], y
que son condiciones de posibilidad (y solo en este sentido transcendentales)
para que podamos hablar de lo público. Pero más allá de esta moral pública así
entendida, las demás éticas y morales pertenecen al ámbito privado. No hay una
“moral natural” salvo que por esa expresión entendamos la moral pública que
decíamos: cualquier otra pretendida “moral natural” no deja de ser una moral
concreta (particular) camuflada de “universal” sin serlo (y que es la falacia a
la que se agarran, por ejemplo, algunas confesiones religiosas a la hora de
oponerse a cuestiones como el matrimonio homosexual o la interrupción del
embarazo: su “moral natural” no es sino su particular moral religiosa; la
“moral natural” solo es una moral religiosa vergonzante o que se avergüenza de
presentarse directamente tal cual). Aplicando lo dicho, no hay ningún problema a
la hora de que en una asignatura como la Educación para la Ciudadanía y los
Derechos Humanos (ECDH) que incorpora la nueva Ley Orgánica de Educación (LOE[22]) al
currículo escolar se enseñen valores, puesto que los que se enseñan son
precisamente los de esa moral pública y no los de ninguna moral privada. Son
valores válidos para cualquier sujeto independientemente de los valores particulares
de su moral privada.
La
religión también pertenece al ámbito privado[23], y a
estas alturas ya debería estar claro porqué. Las religiones son válidas para
quien quiera creerlas, pero no son válidas para cualquier sujeto. De aquí que
el ámbito público deba estar separado del religioso y su influencia. En el
ámbito público, el “velo de ignorancia” nos hace desconocer nuestra propia
religiosidad o falta de ella: una decisión en el ámbito público no puede
tomarse teniendo en cuenta la religiosidad. Modificando el ejemplo anterior:
imaginemos tres sujetos A, B y C tal que A es cristiano, B es musulmán y C es
ateo y que tuvieran que decidir si con el dinero de los tres se debe
subvencionar la religión, y supongamos estas opciones:
1)
Con el dinero de todos se subvenciona a la religión cristiana.
2)
Con el dinero de todos se subvenciona a la religión musulmana.
3)
Con el dinero de todos no se subvenciona a ninguna religión y que se
autofinancien ellas.
Sin
“velo de ignorancia”, A votaría la opción 1, B la 2, y C la 3, con lo que el
acuerdo sería difícil. Pero con “velo de ignorancia”, si los sujetos no saben
si ellos son cristianos, musulmanes o ateos, los tres votarían la opción C,
pues ninguno querría que con el dinero de todos (y por lo tanto también el
suyo) luego resultara que se va a financiar a una religión que resultara no ser
la suya.
Nótese
de paso que el laicismo así entendido implica la imposibilidad de un Estado
teocrático o confesional pero también de otro ateo o anti-religioso: los
sujetos de antes, ante las siguientes posibilidades, y con un “velo de
ignorancia”, elegirían la opción 4:
1) Estado
confesional cristiano.
2) Estado
confesional islámico.
3) Estado
ateo.
4) Estado
laico.
Y
elegirían el Estado laico puesto que supone un Estado que al distinguir lo
público de lo privado garantiza la protección de la libertad de conciencia y de
pensamiento (y por ende, de religión) a la vez que es neutral en cuestiones
relativas a las religiones y no se identifica con ninguna ni contra ninguna, es
decir, es un Estado cuyo ámbito público (lo que pertenece a todos y con lo que
todos se identifican) está separado del ámbito privado (con lo que solo algunos
–pocos o la mayoría, da igual) se identifican. De aquí que también sea una
falacia en estos asuntos apelar a la mayoría (cf. nota 15 al pie): con el “velo de ignorancia” da igual que haya
una mayoría contingente a favor de cierto contenido particular del ámbito
privado, es decir, da igual que una mayoría de la población acepte algo en sus
conciencias privadas, pues lo importante no es si mucha gente acepta algo que
es válido para ellos pero no para todos, sino que lo relevante es precisamente
si es o no válido para todos y cualquier sujeto, no para algunos o la mayoría. Por
esto es indiferente si la mayoría de una sociedad acepta una religión concreta
en su ámbito privado; el Estado (lo público) ha de ser neutral igualmente, del
mismo modo que no importaría si la mayoría de la sociedad fuese atea: eso no
justificaría prohibir la religión de la minoría restante ni identificar lo
público con el ateísmo de esa mayoría. A partir de aquí, es fácil extraer las
consecuencias pertinentes a polémicas como la de los símbolos religiosos (o en
su caso ateos o anti-religiosos) en los edificios públicos, por ejemplo.
Hay
que aclarar que la laicidad no es un ideal político alternativo a ninguna
religión, ni mucho menos contrario a ninguna de ellas. Es un falso dilema tener
que elegir entre laicidad, cristianismo, islam o ateísmo, por ejemplo. La
laicidad se mueve en un plano distinto del de las demás opciones. La laicidad
es metodológica y se mueve en el ámbito público (distinguiéndolo del privado)
mientras que las concepciones sobre lo sagrado son sustantivas y pertenecen al
ámbito privado. La laicidad es el método o el medio para articular la
convivencia de esas diferentes formas de interpretar la propia existencia, y
por lo tanto no se identifica con ninguna. En un Estado laico, todos sus
ciudadanos e instituciones son laicos en el ámbito público, es decir, cuando se
trata de lo que a todos concierne, y luego cada ciudadano tiene sus propias creencias
en su ámbito privado. En una sociedad plural en la que sus ciudadanos quieren
convivir, cada uno será cristiano, ateo, budista o hinduista privadamente, pero
todos comparten el mismo ámbito público que es laico (y no se identifica con
las creencias concretas de ninguno de ellos en particular, precisamente para
poder ser público, de todos). A lo que el laicismo se opone es precisamente a
esa identificación de lo público con una opción religiosa o atea particular[24], y
que podemos llamar clericalismo, como son las teocracias, los Estados
confesionales (o cripto-confesionales[25]) o
los Estados ateístas.
Decíamos
que el laicismo se asienta en un juicio de hecho, en un juicio de valor, y en
un presupuesto epistémico. Ese presupuesto es precisamente otra de las cosas
que el laicismo tiene en común con el escepticismo: el antifundamentalismo. El
escepticismo y el laicismo, asumen el presupuesto de que es imposible conocer ninguna
verdad absoluta, y que como mucho podemos llegar a consensos sobre contenidos
que aceptamos provisionalmente como verdaderos o justos (provisionalmente en el
sentido de que dejamos abierta la posibilidad de estar equivocados y que nuevos
descubrimientos o investigaciones nos hagan cambiar de opinión). Y esos
consensos son posibles gracias a la distinción entre público y privado, y al
empleo de una metodología que nos permite llegar a las verdades científicas o a
las normas justas (el método científico y el “velo de ignorancia” o
procedimiento similar) que son válidas (provisionalmente) para todos más allá
de sus creencias u opiniones que solo son válidas en su ámbito privado.
En
el caso del escepticismo científico, éste no se opone a las creencias privadas
de nadie, tan solo a que alguien pretenda que sus creencias privadas tengan
validez universal sin pasar el “filtro” del método científico[26]. En
el caso del laicismo, éste no se opone, como decíamos, a ninguna religión,
puesto que garantiza la libertad de todas sin intromisión desde lo público (y
separando, a su vez, lo público de todas las religiones). A lo que se opone es
al clericalismo, a identificar una religión concreta con lo que es público. Y
la base de todo clericalismo es también el fundamentalismo. El fundamentalista
no quiere aceptar que su creencia es eso, una creencia más, particular y
privada sin más valor que el que él mismo quiera concederle. Para el
fundamentalista es algo más, mucho más que eso, es La Verdad, y como tal no puede
estar en un ámbito privado sino en el público, pues de hecho no distingue
público de privado: la única verdad debe ser con lo único con lo que todos se
identifiquen; todo lo demás es error, en el mejor de los casos, o herejía, en
el peor, y como tales deben ser corregidos o eliminados. Por esta razón,
ninguna religión o ateísmo en su versión fundamentalista[27]
tienen lugar en el Estado laico, debido a ese presupuesto antifundamentalista
al que nos referíamos. El presupuesto del fundamentalismo es que es posible
conocer una verdad absoluta válida para todo el mundo sin ningún género de
duda. Según este presupuesto, sería absurdo el escepticismo y el Estado laico,
pues entonces el pluralismo y la libertad de conciencia serían sinónimos de
libertad de equivocarse a pesar de conocer la verdad absoluta. Para el
fundamentalista que cree saber la verdad absoluta mientras que los demás se
equivocan, no tiene sentido la libertad de conciencia, lo que tiene sentido es
el proselitismo e incluso la imposición de esa verdad absoluta a la fuerza “por
el bien” de los demás, para sacarles de su error. El fundamentalista piensa que
lo que cree en su ámbito privado es en realidad universal y que debe ser
público, aceptado por todos los demás, no admite que solo es válido para él.
Para el fundamentalista, tan ciertas son sus creencias universalmente como lo
es que “2+2=4”, y tan erróneo es circunscribir su creencia a un ámbito privado
en vez de imponerlo en el público como sería considerar que 2+2 es 4 en el
ámbito privado de unos pero que podría ser 5, 6 ó 387 en el de otros. Por eso
el fundamentalista no admite el método científico ni la distinción entre
religión y política ni público de privado, porque si lo hiciera tendría que
aceptar el presupuesto escéptico y laicista de que es imposible conocer una
verdad absoluta definitivamente.
¿Implica
lo anterior que el laicismo y el escepticismo científico son esencialmente
agnósticos? No necesariamente. Se pueden mantener también creencias religiosas
o ateas al mismo tiempo que se es militantemente escéptico y laicista, siempre
que se reconozca el carácter de creencias de esa religión, agnosticismo o
ateísmo y no se las considere una verdad absoluta válida para todo el mundo[28] (es
que si se considerasen verdad absoluta no tendría sentido el escepticismo ni el
laicismo). En tanto que creencias serán aceptadas y vividas como verdaderas por
quien las crea, al tiempo que reconocerá que los demás no tienen porqué
creerlas ni mucho menos vivirlas si no quieren, pues su verdad no es evidente
ni absoluta para todo el mundo. La mayoría de personas ateas piensan así. No
creen en ninguna divinidad y están absolutamente convencidas de que no existe
ningún ser divino, pero comprenden que otras personas sí que crean en alguna
divinidad y no tratan de obligarles a abandonar sus creencias ni forma de vida
religiosa, y de hecho los más ateos suelen ser los máximos defensores del
laicismo pero no de políticas ateístas ni antirreligiosas[29]. De
forma parecida, la mayoría de personas religiosas también entienden que sus
creencias son privadas y que nada les justifica para tratar de imponerlas en el
ámbito público, rechazando incluso privilegios y tradiciones por los que en el
pasado sí que se identificaba su religión con el ámbito público: por ejemplo,
muchas personas cristianas están en contra de la presencia de símbolos
religiosos en los edificios públicos pues entienden que no todo el mundo tiene
porqué identificarse con su religión privada. Pudiera parecer que esta
religiosidad es “poco religiosa” en el sentido de que parece dudar de sí misma:
¿no será un cristiano –o un musulmán, o un…- que además es laicista algo menos
cristiano –o menos musulmán, o…- en tanto que reconoce que su verdad no es
suficientemente verdadera para todos? ¿No va en contra de la religión poner en
duda los propios dogmas aunque sea de esta forma? La respuesta es que no. El
religioso laicista[30] no
pone en duda sus creencias religiosas, tan solo las deja de lado en el ámbito
público para poder convivir con los demás (que, a su vez, hacen igual con las
suyas) y tan solo reconoce que lo que para él es absolutamente verdadero y sin
duda, no es así para los demás. Si no admitiera esto último no solo sería
religioso, sería fundamentalista. Pero no toda religión es fundamentalista por
definición. El reconocimiento de que la propia religión no tenga el monopolio
de toda la verdad también ha sido una constante de las religiones cuando no han
adoptado una versión fundamentalista[31]. De
las tres religiones del Libro, ninguna es fundamentalista per se: el judaísmo ni siquiera es proselitista ni trata de
convertir a nadie a su religión[32]; el
islam tampoco acepta la conversión forzosa sino solo la voluntaria; y el
cristianismo, aunque insta a la conversión, tampoco la admite si no es
auténtica[33]. El movimiento ecuménico,
por ejemplo, es cada vez mayor entre las religiones, y no solo entre las
cristianas. A este respecto, baste recordar el cuento de “Los tres anillos”[34] de Giovanni Boccaccio: resumiendo, el sultán Saladino
le pregunta al judío Melquisedec cuál es la religión verdadera, si la judía, la
cristiana o la musulmana, a lo que el judío responde contándole la siguiente
historia:
“Señor,
intrincada es la pregunta que me haces, y para poderte expresar mi modo de
pensar, me veo en el caso de contarte la historia que vas a oír. Si no me
equivoco, recuerdo haber oído decir muchas veces que en otro tiempo hubo un
gran y rico hombre que entre otras joyas de gran valor que formaban parte de su
tesoro, poseía un anillo hermosísimo y valioso, y que queriendo hacerlo venerar
y dejarlo a perpetuidad a sus descendientes por su valor y por su belleza,
ordenó que aquel de sus hijos en cuyo poder, por legado suyo, se encontrase
dicho anillo, fuera reconocido como su heredero, y debiera ser venerado y
respetado por todos los demás como el mayor. El hijo a quien fue legada la
sortija mantuvo semejante orden entre sus descendientes, haciendo lo que había
hecho su antecesor, y en resumen: aquel anillo pasó de mano en mano a muchos
sucesores, llegando por último al poder de uno que tenía tres hijos bellos y
virtuosos y muy obedientes a su padre, por lo que éste los amaba a los tres de
igual manera. Y los jóvenes, que sabían la costumbre del anillo, deseoso cada
uno de ellos de ser el honrado entre los tres, por separado y como mejor
sabían, rogaban al padre, que era ya viejo, que a su muerte les dejase aquel
anillo. El buen hombre, que de igual manera los quería a los tres y no acertaba
a decidirse sobre cuál de ellos sería el elegido, pensó en dejarlos contentos,
puesto que a cada uno se lo había prometido, y secretamente encargó a un buen
maestro que hiciera otros dos anillos tan parecidos al primero que ni él mismo,
que los había mandado hacer, conociese cuál era el verdadero. Y llegada la hora
de su muerte, entregó secretamente un anillo a cada uno de los hijos, quienes
después que el padre hubo fallecido, al querer separadamente tomar posesión de
la herencia y el honor, cada uno de ellos sacó su anillo como prueba del
derecho que razonablemente lo asistía. Y al hallar los anillos tan semejantes
entre sí, no fue posible conocer quién era el verdadero heredero de su padre,
cuestión que sigue pendiente todavía. Y esto mismo te digo, señor, sobre las
tres leyes dadas por Dios Padre a los tres pueblos que son el objeto de tu
pregunta: cada uno cree tener su herencia, su verdadera ley y sus mandamientos;
pero en esto, como en lo de los anillos, todavía está pendiente la cuestión de
quién la tenga”.
La
solución laicista viene a ser una puesta al día de este cuento. En un Estado
laico todo el mundo tiene su particular anillo, pero como los demás tienen el
suyo y es imposible discernir el auténtico de las copias, es necesario
establecer normas comunes (laicas) para permitir la convivencia entre todos al
mismo tiempo que cada cual vive creyendo para él mismo, en su conciencia, en su
ámbito privado, que su anillo es el verdadero.
Para
concluir, no es necesario extenderse mucho más en las consecuencias de todo
este planteamiento en el ámbito educativo. Es fácil deducir que la Escuela debe ser escéptica
y laica en el sentido de que al alumnado debe enseñársele a utilizar el método
científico y los resultados por ahora obtenidos por las ciencias, al tiempo que
se le enseñan las normas políticas (y laicas) básicas de convivencia. Y luego,
fuera de la Escuela,
cada cual podrá aprender, además, cualesquiera creencias con las que quiera dar
sentido a su vida y vivirlas libremente como si del anillo del cuento se
trataran.
Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología
Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.
Texto
publicado originalmente en la revista El Escéptico, nº 37. Reproducida
posteriormente por Europa
Laica y Rationalis.
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[1] Es
interesante señalar lo que comenta en este punto Richard Dawkins: “Los líderes
religiosos son bien conscientes de la vulnerabilidad del cerebro infantil y de
la importancia del adoctrinamiento en edades tempranas” (ibid, 194). Seguramente esto explique la insistencia de la
jerarquía católica en mantener el adoctrinamiento religioso de niñas y niños en
los centros docentes con una asignatura específica para ello.
[2] La etimología de
‘escepticismo’ es precisamente esa: dudar, sospechar (del griego skeptein).
[3]
Aunque actualmente gran parte de la (pseudo)filosofía actual parezca haberse
estancado en el momento puramente negativo y relativista: nos referimos a la
(pseudo)filosofía denominada postmoderna (cf.
nota 8 in fine).
[4] En realidad, todas esas
“explicaciones” “funcionan” porque son infalsables.
[5] Una
experiencia similar la hemos tenido todo el mundo en nuestra infancia la
primera vez que al jugar a algún juego vimos que los demás tenían otras reglas
a las usadas en nuestra casa, o que al comer una comida notamos que la hacían
de otra manera distinta a como la cocinaban nuestros padres: antes de conocer a
alguien que jugara con otras reglas o cocinara de otra forma, ni siquiera nos
habíamos planteado si habría reglas distintas para el mismo juego o si la misma
comida podía hacerse de maneras distintas.
[6] Es
importante distinguir aquí ‘todos’ en sentido contingente y ‘todos’ en el
sentido de ‘cualquier sujeto posible’. Como dice el ejemplo, si en una sociedad
de hombres blancos no tienen en cuenta esta distinción, podrían hacer leyes
racistas (pensadas solo para personas blancas) sin darse cuenta hasta que
apareciera otra persona pero de piel negra. Otro ejemplo: en una sociedad en la
que todos comen carne deberían tener de todas formas en cuenta que mañana puede
aparecer una persona vegetariana. Y un último ejemplo: ciertas decisiones de
largo alcance deben tomarse teniendo en cuenta no solo a todas las personas
actualmente existentes, sino también a las generaciones futuras a las que esas
decisiones pueden afectarles en el futuro, aunque esas personas todavía no
hayan ni siquiera nacido.
[7] La
diferencia entre conocimiento y creencia es una cuestión recurrente en la
historia de la filosofía ya desde sus orígenes en la Grecia antigua y la
distinción entre episteme (ciencia) y
doxa (opinión), distinción en la que
de diferentes formas se ocuparon todas las filosofías de la antigüedad y
continúa hasta nuestros días. La polémica en la epistemología moderna acerca
del criterio de demarcación no es sino una versión más actual de esta misma
distinción.
[8]
También hay que advertir que la ciencia, aunque metodológica, también parte de
unos presupuestos ontológicos y gnoseológicos, y que son la existencia real e
independiente del mundo exterior a la conciencia humana y la cognoscibilidad de
esa realidad exterior. Sin estos presupuestos no podría hacerse ciencia: si
dudáramos de o negáramos la existencia real del mundo externo no tendría
sentido, por ejemplo, la teoría del Big Bang o la de la evolución de las
especies, y si esa realidad no fuera cognoscible de un modo más o menos
objetivo o válido para todo sujeto, no podríamos escapar del relativismo (que
es a lo que nos conduce el postmodernismo).
[9]
Confiar es tener fe, pues ‘fe’ procede del latín fides que significa precisamente confianza, lealtad. No en vano
escribe el autor de la Carta
a los Hebreos en el Nuevo Testamento que “la fe es aferrarse a lo que se
espera, es la certeza de cosas que no se pueden ver” (Hb 11, 1), tener fe es
creer sin pruebas, que es lo que hace quien cree en la homeopatía (o en la
astrología, el tarot, la quiromancia o cosas similares).
[10] Para un repaso crítico y
escéptico a la homeopatía véase SANZ, 2010.
[11]
Sobre la cuestión del llamado “creacionismo científico” como supuesta
alternativa al evolucionismo, Marvin Harris le da un buen repaso en Harris,
1998, pág. 53-63. Véase también Carmena, 2006.
[12]
Entendemos aquí por ‘laicidad’ el ideal político en el que se distingue público
de privado y no hay interferencias mutuas entre ambos ámbitos, de modo que
desde el ámbito público o político se garantiza la libertad de conciencia (y
por ende, religiosa) y a su vez este ámbito es autónomo respecto del privado y
no se identifica con creencias privadas (religiosas o no), en el sentido que
más adelante se explica con más profundidad. Y entendemos por ‘laicismo’ el
movimiento militante en pro de la laicidad. Reservamos el adjetivo ‘laico/a’
para referirnos a las instituciones que son acordes a la laicidad (escuela
laica, Estado laico…). Seguimos así la línea de Henri Peña-Ruíz en Peña-Ruíz,
2001, pág. 36-38, y en 2009, pág. 31-32. De todas formas, a veces, en este
texto, se usarán los términos laicismo, laicidad y laico/a indistintamente.
[13]
Ambos juicios de hecho y de valor son comunes con el escepticismo científico y
con la propia ciencia: la ciencia también necesita de la democracia como si de
su oxígeno se tratara, pues sin pluralismo y sin libertad sería imposible la
diversidad de hipótesis (de opiniones) que hacen falta para que la ciencia
comience ni siquiera a trabajar. El método científico filtra hipótesis, ¡pero
antes debe haber esa pluralidad de hipótesis! Tan detestable es por tanto
eliminar o limitar la libertad de investigación o pretender dirigir la ciencia
por sendas preestablecidas, como quedarse en la mera diversidad de hipótesis u
opiniones sin filtrarlas luego con un método científico que distinga unas de
otras: el primer caso sería el típico de las dictaduras que han pretendido
dirigir a la ciencia por sus propios derroteros ideológicos y que tan nefastas
consecuencias históricas han tenido (por ejemplo, el intento estalinista de
adaptar las ciencias a sus dogmas y que encerró a la biología en los prejuicios
de Lyssenko), y el segundo caso sería el propio del postmodernismo actual y su
relativismo, que establece que la ciencia no es sino una opción más de creencia
al lado y al mismo nivel que la brujería, la fe religiosa, el tarot, el
curanderismo o la acupuntura (una propuesta en este sentido sería la del
“anarquismo epistemológico” de P. Feyerabend: Feyerabend, P. 2010).
[14]
Aparente paradoja: una sociedad laica es militantemente
democrática, esto es, que acepta a cualquiera menos a quien sea excluyente, por
la simple razón lógica de que en una sociedad laica y democrática no se puede
excluir a nadie salvo a quien quiera excluir a los demás o a alguien concreto.
Solo como ejemplo: en una sociedad laica y democrática pretenden convivir
personas con diferentes ideologías, y todos tienen cabida excepto aquel cuya
ideología pretenda excluir a los demás de la sociedad, razón por la cual una
sociedad laica no puede aceptar a ideologías de corte fascista, por ejemplo.
Sería absurdo que una democracia admitiese en su seno partidos fascistas, cuyo
objetivo fuera instaurar una dictadura, arguyendo para eso la libertad de
pensamiento y opinión: la democracia que realmente lo es no puede permitir que
dentro de ella se esté alimentando su verdugo. Otra cosa es que esos partidos
fascistas se oculten bajo un aspecto formalmente democrático (como ocurre hoy
día), en cuyo caso la democracia les garantiza su presunción de inocencia, y la
carga de la prueba caerá del lado de quien pretenda que en realidad son
partidos cripto-fascistas.
[15]
Efectivamente: si no tenemos en cuenta la diferencia entre ‘todos’ contingentes
y ‘cualquier sujeto posible’, una sociedad que fuera ahora mismo 100% atea
podría hacer leyes ateas con las que otra persona futura de esa sociedad no
estaría cómoda si fuera religiosa, y a la inversa: si un Estado se identifica
con una religión concreta atendiendo a que el 100% actual de su ciudadanía cree
en esa religión, está cerrando el ámbito público a un futuro ciudadano que
fuera de otra religión o de ninguna.
[16] Este
rechazo al totalitarismo o al comunitarismo (que desgraciadamente fue tan
extendido en el siglo XX en forma de regímenes fascistas o estalinistas) es
común tanto al liberalismo como al republicanismo, con la diferencia de que el
liberalismo se conforma con que no haya interferencia del Estado en el ámbito
privado mientras que el republicanismo añade algo más al entender la libertad
como no-dominación: el republicanismo se opone no a cualquier interferencia del
Estado en la libertad individual sino tan solo a las interferencias
arbitrarias, precisamente para que el Estado sí que pueda interferir en pro de
aumentar la libertad como no-dominación. Por ejemplo, desde el liberalismo, la
vida familiar pertenece al ámbito privado y el Estado no debe interferir ahí,
pero eso podría significar que las mujeres quedaran desprotegidas ante la
violencia doméstica de esposos machistas, por lo que el republicanismo admite
que el Estado interfiera en la vida familiar legislando cuestiones relativas a
los derechos de los cónyuges que, siguiendo con el ejemplo, impidan que uno domine
a otro. Cf: Pettit, P. 1999, pág.
93-5.
[17]
Volvemos a puntualizar aquí una diferencia entre el liberalismo y el
republicanismo: para el liberalismo, la economía pertenece al ámbito privado y
debe estar libre de interferencias estatales, defendiendo así la liberalización
económica y el libre mercado. Sin embargo, el republicanismo sí que admite
interferencias del Estado en la economía siempre que su objetivo sea aumentar
la libertad como no-dominación, pues una economía sin intervención podría dejar
desprotegidos a ciertos sujetos con menos poder económico con respecto a otros
económicamente más poderosos, de modo que los más débiles estarían dominados
por los más fuertes. De esta forma, el republicanismo converge con el
socialismo: Pettit, P. 1999, pág. 187-190.
[18] Son
muy interesantes, pero también más complejas, las propuestas desde la filosofía
dialógica de J. Habermas (Habermas, 1999)
[19] J. Rawls, 1997 y
desarrollos posteriores en 1996.
[20] Lo
que viene a demostrar que la mayoría no es el único argumento en democracia:
siendo necesaria no es suficiente para legitimar una norma,
puesto que una mayoría contingente podría tomar decisiones claramente injustas
hacia las minorías (o hacia las generaciones futuras). Al criterio de las
mayorías hay que añadir el de los derechos inalienables y las normas
fundamentales que ninguna mayoría puede vulnerar. Si no se toma esta
precaución, podría incurrirse en contradicciones y absurdos como que una
mayoría votara en contra de que hubiera elecciones (que votaran no votar) o que
votaran prohibir la libertad de expresión (libertad que sin embargo habría sido
necesaria para poder debatir antes de votar).
[21] Si a
la libertad, la igualdad y la justicia le añadimos el pluralismo político,
tendríamos los cuatro valores principales en los que se asienta el ordenamiento
jurídico español, según el artículo 1 de la Constitución
Española.
[22] Ley
Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación (BOE nº 106, 4 de mayo de 2006) y
normas que la desarrollan, especialmente el Real Decreto 1513/2006, de 7 de diciembre, por el que se establecen las
enseñanzas mínimas de la Educación
primaria (BOE nº 293, 8 de diciembre de 2006) y el Real Decreto 1631/2006,
de 29 de diciembre, por el que se establecen las enseñanzas mínimas
correspondientes a la
Educación Secundaria Obligatoria (BOE nº 5, 5 de enero de
2007).
[23] Tan
solo podría entenderse una religión como pública si la entendiéramos en el
sentido deísta de “religión natural” o religión dentro de los límites de la
razón (en sentido kantiano), es decir, como una religión derivada de la propia
razón y en ese sentido universal en tanto que racional, y que para los
ilustrados suponía poco más que aceptar a Dios como un demiurgo, causa primera
o primer motor del mundo y que ni se relaciona con el mundo ni interviene en
él, por lo tanto, impersonal y no-providente, deísmo éste que dista mucho del
teísmo necesario a toda religión “revelada” y que requiere un dios personal y
providencial. Y de todas formas, ni siquiera esta “religión natural” sería
“natural” o “racional” queriendo decir con ello “universal” o válida para todo
sujeto, puesto que caben opciones que niegan incluso a ese dios del deísmo,
como serían el panteísmo o el ateísmo.
[24]
Delgado, F. 2006, pág. 19-25.
[25]
Cripto-confesionales serían los Estados que sin ser formalmente confesionales,
sí que de hecho se comportarían de un modo confesional, privilegiando a una
confesión concreta e identificando lo público con esa confesión de formas más o
menos sutiles o descaradas, y que según Puente Ojea sería el caso del Estado
español: véase Puente Ojea, 1994.
[26] De
hecho, es posible y compatible una actitud escéptica y una práctica científica,
y al mismo tiempo creer privadamente en el dios personal de una religión
concreta, siempre que se reconozca que esa creencia es eso: una creencia. El
científico y escéptico que además es creyente no incurrirá en contradicción
siempre que no pretenda que su creencia en Dios es algo más y que es
demostrable científicamente (o de otro modo) con validez universal para todo el
mundo. Sería el caso del científico evolucionista Francisco José Ayala,
creyente católico en su ámbito privado pero defensor a ultranza del método
científico y la teoría de la evolución frente al fundamentalismo creacionista y
las teorías del Diseño Inteligente. Véase Ayala, 2007.
[27] Un
ateísmo fundamentalista sería aquel que pretendiera la instauración de un
Estado ateo o antirreligioso que prohibiera la religión o pretendiera
erradicarla incluso del ámbito privado de los individuos.
[28]
Véase nota 26 y ténganse en cuenta tres ejemplos como botón de muestra de tres
escépticos con diferentes creencias privadas: Francisco José Ayala, católico;
Stephen Jay Gould, agnóstico; Richard Dawkins, ateo.
[29]
Richard Dawkins, uno de los principales ateos militantes en la actualidad, es
claramente defensor del laicismo. También Christopher Hitchens, otro ateo
militante. De la misma forma, Iniciativa Atea, una de las principales
asociaciones ateas, defiende la laicidad como objetivo político: véase Dawkins,
2007, pág. 48; Hitchens, 2009, pág. 251; Estatutos de Iniciativa Atea, artículo
3, Fines de la Asociación:
“6. Promover la instauración de la laicidad y la defensa de las libertades y
derechos civiles de los ateos en los diferentes países del mundo”.
[30] Se
puede ser religioso y laicista sin ninguna contradicción, es más, se puede ser
religioso y precisamente laicista para garantizar la autonomía de la religión y
protegerla de interferencias desde la política. La Asociación de Teólogos
y Teólogas Juan XXIII, por ejemplo, defiende la laicidad claramente. En su
XXVIII Congreso (en 2008) precisamente sobre “Cristianismo y laicidad”, se
recogen mensajes como los siguientes: “Al vivir en una sociedad plural desde el
punto de vista de las creencias, el Estado tiene la obligación de velar por los
derechos de todos los ciudadanos sin ningún tipo de discriminación, y para ello
tiene que configurarse como un Estado laico e independiente. En este sentido,
tiene que mantenerse neutral ante las diferentes opciones religiosas,
garantizando a todas ellas el ejercicio de sus derechos, al margen del arraigo
que hayan podido alcanzar o de su dimensión social (…) El derecho a la libertad
de conciencia no es un precepto religioso sino laico que, finalmente, ha sido
aceptado por la religión cristiana, que está en la base de la secularización y
de la laicidad (…) A la
Iglesia no le compete indicar o definir el orden político de
la sociedad, ya que cualquier intervención directa en este sentido sería una
injerencia en un terreno que no le corresponde. El Estado tiene todo el derecho
a defender su autonomía y libertad a fin de no convertirse en rehén de la
jerarquía religiosa. (…) Laicidad no equivale a irreligiosidad o ateísmo. Los
cristianos debemos defenderla como garantía de la libertad de conciencia y de
creencias”.
En internet: http://www.congresodeteologia.info/?Congreso-2008
Bien es cierto que también
dice: “Sin embargo, laicidad no significa que el hecho religioso debe
replegarse al ámbito privado, renunciando a toda presencia en la vida pública”.
Este mensaje puede parecer contradecir las tesis de este texto, pero a nuestro
modo de ver esto no es así, y no lo es porque nos parece que el mensaje hace un
uso de los términos “público” y “privado” distinto al mantenido aquí. Nosotros
entendemos en ese texto que lo que quiere decir es que la religión puede
expresarse públicamente (en calles, en la forma de vestir, procesiones, etc.),
y que no debe recluirse a la propia casa de cada uno o a su lugar de culto, con
lo cual estamos totalmente de acuerdo: el Estado laico debe garantizar el
derecho de las personas a la libre expresión (también religiosa).
Sobre la compatibilidad del
laicismo y la religión, véase también Tamayo, 2003.
[31] En
realidad sí que toda religión de alguna forma cree tener el monopolio de la
verdad, lo que sucede es que las que no son fundamentalistas también admiten
que haya quienes no puedan reconocer esa verdad absoluta, y con quienes a pesar
de todo hay que convivir con leyes comunes y que no pueden derivarse de esa
verdad absoluta que los no-creyentes no admitirían.
[32] Eso
se debe a que el judaísmo se basa en la pertenencia a un pueblo que se
considera elegido por Dios, por lo que no tiene sentido intentan obligar a
quienes no son de ese pueblo a cumplir con sus normas religiosas. De hecho,
esto originó uno de los primeros debates en la primitiva iglesia cristiana
todavía no del todo desgajada del judaísmo: el problema de si el mensaje y las
normas cristianas eran también para los gentiles (los no-judíos) que se
convirtieran a la nueva religión, o si solo eran para los judíos (Hch, 11). Al
final prevaleció la idea de que también eran para los gentiles, lo que
justificó el proselitismo cristiano.
[33] Esto
es mucho más evidente en el calvinismo: dada su creencia en la salvación por
pura gracia y la predestinación, el calvinismo admite que haya no-creyentes
puesto que considera que es porque Dios no los ha predestinado para darles la
gracia de creer y tener fe, y por lo tanto inútil es convertirles a la fuerza.
http://www.rae.es/consultas/porque-porque-por-que-por-que
ResponderEliminarInteresantísimo, muchas gracias.
ResponderEliminarBásicamente estoy de acuerdo en lo escrito.
ResponderEliminarsaludos.