El laicismo como versión política del escepticismo





“Buen hombre, a muchos he oído decir que eres muy sabio y muy versado en el conocimiento de las cosas de Dios, por lo que me gustaría que me dijeras cuál de las tres religiones consideras que es la verdadera: la judía, la mahometana o la cristiana” (El sultán Saladino al judío Melquisedec, en el cuento “Los tres anillos” de Boccaccio).



El escepticismo no es una tendencia natural del ser humano. Lo natural es la credulidad. Tendemos a creer lo que nos dicen porque eso ha resultado beneficioso en nuestra evolución para sobrevivir. En esta idea basa Richard Dawkins su hipótesis darwinista sobre el origen de la religión:

Mi hipótesis específica tiene que ver con los niños. Más que cualquier otra especie, sobrevivimos por la experiencia acumulada de generaciones previas, y esa experiencia necesita trasladarse a los niños para su protección y bienestar. Teóricamente, los niños deberían aprender por experiencia personal a no acercarse al borde de un precipicio, a no comer frutas rojas desconocidas, a no nadar en aguas infestadas de cocodrilos. Pero, por no decir más, habrá cierta ventaja selectiva para aquellos cerebros infantiles que tienen una regla de tres: creer, sin dudar, cualquier cosa que tus mayores te digan. Obedecer a tus padres; obedecer a los ancianos de la tribu, especialmente cuando adoptan un solemne y conminatorio tono de voz. Confiar sin dudar en nuestros mayores (…) La selección natural construye cerebros infantiles con una tendencia a creer cualquier cosa que les digan sus padres y ancianos de la tribu. Esta confiada obediencia es muy valiosa para la supervivencia… (Dawkins, 2007, 191-192).

Pero por muy útil que sea esta tendencia humana a la credulidad, también tiene su revés o lado menos agradable, y el propio Dawkins la menciona justo después:

Pero la cara opuesta de la obediencia confiada es la credulidad servil (…) Una consecuencia automática es que quien confía no tiene manera de distinguir un buen consejo de uno malo. El niño no puede saber que “no chapotees en el Limpopo infestado de cocodrilos” es un buen consejo, pero “debes sacrificar una cabra en luna llena, porque de otra forma no lloverá” es, en el mejor de los casos, un desperdicio de tiempo y de cabras. Ambas provienen de una fuente respetada y son emitidas con una solemne seriedad que infunde respeto y demanda obediencia. Lo mismo vale para proposiciones sobre el mundo, sobre el cosmos, sobre la moralidad y sobre la naturaleza humana. (ibid, 192-193)[1].

Esta tendencia a la credulidad es la que explica, en parte, la propagación y persistencia de mitos y rituales en las culturas antiguas: de generación en generación, y para sobrevivir, los ancianos y mayores transmitían a los más jóvenes y niños sus conocimientos e interpretaciones del mundo que les rodeaba, pero al mismo tiempo que les enseñaban técnicas de caza, orientación o navegación, también les dejaban sus mitos y leyendas sobre el origen del mundo, sobre el alma o sobre los dioses. Y mientras cada sociedad se mantuviera más o menos cerrada y sin más contactos con el exterior que la guerra o el asalto, más perdurarían estos mitos y leyendas. El problema aparece cuando diversas sociedades, con sus diferentes costumbres y mitos, entran en contacto más pacífico entre sí (por ejemplo, mediante el comercio). La apertura de unas sociedades a otras, de unas culturas a otras, el pluralismo socio-cultural, produce a su vez otro conflicto, esta vez de interpretaciones. La confrontación de mitos, religiones y formas de entender la realidad de cada cultura, tuvo que producir una especie de “shock” cognoscitivo, y la necesidad de preguntarse por la verdad de cada una de esas interpretaciones. Una pregunta que presupone la duda previa acerca de lo que antes se tenía por verdadero tan solo porque así había sido recibido por la tradición y la autoridad. Es en este contexto en el que tiene que surge la filosofía como reflexión acerca del propio conocimiento y de su origen, límites y validez. No es casualidad, por tanto, que la filosofía aparezca precisamente en las colonias griegas o que se desarrolle en Atenas, centros todos ellos de pluralismo cultural, y es que el pluralismo es conditio sine qua non de la propia filosofía: en una sociedad homogénea no hay filosofía, sino que perdura la credulidad.

Y es aquí donde aparece también el escepticismo, también de forma natural: donde hay pluralismo cultural tiene que haber escepticismo, es decir, “duda” o “sospecha”[2] acerca de lo que antes se tomaba por verdadero y que ahora ya no parece tan claro ni evidente al tener constancia de otras formas alternativas de entender la realidad. En una sociedad cerrada en sí misma, homogénea, no tiene sentido cuestionarse la verdad de la tradición recibida, es más, puede ser perjudicial para la supervivencia de esa sociedad problematizar sus mitos y costumbres, de ahí que sean sociedades tendentes a castigar la diferencia, la disidencia o el espíritu crítico, y reacias a mantener contactos con otras, para no “contaminarse”, o lo que es lo mismo, para que el conocimiento de alternativas no amenace la perdurabilidad de esa sociedad basada en esos mitos y tradiciones heredados. Pero en sociedades plurales y heterogéneas, de la propia diversidad surge el escepticismo como duda acerca de la verdad de cada una de las interpretaciones presentes. Es este el momento negativo o destructivo del escepticismo: la puesta en duda de lo recibido, de la tradición, de la autoridad. Este momento negativo puede percibirse ya en los primeros filósofos, los presocráticos, y su escepticismo y negación de las explicaciones míticas acerca de la realidad, o en los sofistas, y su caracterización de la cultura (con sus valores, leyes, dioses, etc.), como algo convencional. Este escepticismo negativo tendría una de sus máximas expresiones en la filosofía antigua llamada “escéptica” y fundada por Pirrón.

Pero el escepticismo tiene también un segundo momento positivo o constructivo, pues el estancamiento en el momento puramente negativo daría lugar al convencionalismo, el relativismo y/o el pragmatismo (el “todo vale” porque “nada vale”): la verdad no existe o es imposible de conocer. Es el camino que siguió la filosofía presocrática: de la crítica al mito, a la construcción de alternativas racionales; o los grandes filósofos de la antigüedad, Sócrates, Platón y Aristóteles: todos ellos partieron de la puesta en duda de las teorías anteriores y contemporáneas a ellos, para construir después sus alternativas. De un modo más o menos similar, toda la filosofía ha venido siguiendo esta misma dialéctica[3].

Pues bien, el “escepticismo científico” también sigue este recorrido. Y la expresión me parece acertada: “escepticismo” y “científico”, pues pone de manifiesto las dos caras del escepticismo antes mencionadas: la negativa o de duda y sospecha, y la positiva o constructiva. El escepticismo científico parte de la pluralidad de explicaciones posibles para los fenómenos (conditio sine qua non), y duda, en principio, de todas ellas, (momento negativo) para después optar por la explicación científica como la más verosímil o aceptable (aunque no segura de un modo absoluto), dejando las demás alternativas como meras creencias o incluso rechazando otras (las pseudocientíficas o anti-científicas). La cuestión que surge es: ¿y por qué la opción por la explicación científica y no otra? Considero que la clave está en el pluralismo y en las ganas o no que tengamos de entendernos. Intentaré explicarlo:

Imaginemos a un sujeto hipotético que se encuentre ante un fenómeno cualquiera. Y supongamos que ese sujeto tiene una “explicación” recibida que lo explica de alguna forma, “explicación” que luego trasmitirá a su vez a la siguiente generación. Mientras esa “explicación” le “funcione”, no la pondrá en duda y la aceptará como verdadera (no la pondrá en duda porque no tiene motivos para hacerlo: “funciona” y además no conoce ni se imagina que pueda haber otra explicación distinta). Entrecomillamos porque la “explicación” no tiene porqué ser cierta y porque puede “funcionar” por lo menos en apariencia: por ejemplo, puede que su “explicación” para los días de sol sea que los dioses están alegres y para los de lluvia que están tristes; la “explicación” sí que le “funciona”, aunque desde nuestras coordenadas sabemos que ni es cierta ni funciona[4] (pasa igual con las “explicaciones” homeopáticas: parecen funcionar, aunque la explicación sabemos que no es la “memoria” del agua sino el efecto placebo). Pero supongamos que este sujeto se encuentra con otro que tenga otra “explicación” distinta para el mismo fenómeno y que también “funcione”. Y para enredarlo más, imaginemos a un tercero que también aporte la suya. Es decir, pasemos de una sociedad cerrada, homogénea o monocultural, a otra abierta, heterogénea y multicultural.

Decíamos que la clave estaba en el pluralismo y en las ganas o no de entenderse. Hemos llegado al pluralismo, veamos ahora lo de querer entenderse o no. Estos tres sujetos, al ver que hay otras “explicaciones” alternativas a la de cada uno, padecerá el “shock” cognoscitivo: por lo menos por un rato se le pasará por la cabeza la duda, la sospecha de que podría ser que su “explicación” no fuera correcta y que fuera la de alguno de los otros[5]. Y para salir de este impasse podrían hacer varias cosas ante su conflicto cognitivo. Una opción podría ser que quien fuera más fuerte de los tres obligara a los demás a aceptar su propia “explicación” y que se olvidaran de las suyas, por el simple motivo de que es más fuerte que ellos y puede amenazar y forzarles. Otra opción, en caso de igualdad de poder entre ellos o desinterés en la fuerza bruta, sería ignorar las demás “explicaciones” y mantener cada uno la suya propia sin prestar más atención a las de los demás. Estas opciones serían respectivamente las del dogmatismo intolerante (valga la redundancia) y las de la tolerancia mutua (por igualdad de poderes) y el relativismo (cada “explicación” es “verdadera” solo para cada sujeto que la acepta como tal). En ninguno de estos casos hay interés en los sujetos por llegar a entenderse. Pero supongamos que sí tuvieran esa intención, que quisieran entenderse, o dicho de otra forma, que cada uno dudara de su propia “explicación” y quisiera llegar, conjuntamente con los demás, no ya a otra “explicación” más, sino a una explicación (sin comillas). ¿Qué tendrían que hacer?

Pues, para empezar, mantener la propia duda sobre sus “explicaciones” y abrirse a la posibilidad de que hubiera otra mejor. Esta actitud de sospecha y apertura es consustancial al escepticismo. Y después, establecer unas reglas que fueran aceptadas por todos para que, siguiéndolas, pudieran llegar entre los tres a una explicación que debería ser admitida por todos ellos. Maticemos un poco más esto último en dos aspectos. Nuestros tres amigos han de establecer unas reglas, un método, que les permita llegar a una conclusión en común. Pero no vale cualquier método. De hecho, ni siquiera vale el simple acuerdo o consenso en que sea tal o cual método. Dicho de otra forma: no es suficiente que los tres estén de acuerdo en que el método sea este o este otro, sino que el método debe ser válido no solo para ellos tres, sino para cualquier sujeto, y esto es así porque buscan una explicación admisible no solo para ellos, sino para cualquier sujeto. Por poner un ejemplo: supongamos a tres hombres blancos estableciendo las reglas para elegir un gobierno, y que establezcan como una de ellas que los votantes sean hombres y blancos. Los tres están de acuerdo, pero este consenso no es válido, pues aunque los tres sujetos (hombres y blancos) están de acuerdo, no todo sujeto (no cualquier sujeto) estaría de acuerdo (cualquier mujer o una persona negra no lo estaría)[6]. Y además, la explicación obtenida debe tener siempre, pese a su admisibilidad, el carácter de provisional mientras que no se descubra otra explicación mejor. Es decir, que cualquier conclusión a la que se llegue debe dejar abierta la posibilidad a que nueva información o investigaciones puedan dar lugar a una explicación mejor aún que esa (pero que, con todo, tampoco sería definitiva), pues si no, se volvería al punto de partida en el que todo es cerrado y dogmático.

Cuál es ese método ya debería estar claro a estas alturas, pues es conocido y practicado desde hace siglos: la metodología científica. De ahí que el escepticismo sea también científico. Y es que no todo escepticismo tiene porqué ser científico (pues puede ser relativista o nihilista), pero las ciencias sí que son escépticas por definición: una ciencia crédula, acrítica o dogmática sería como un hierro de madera o un círculo cuadrado. La metodología científica es el mejor conjunto de reglas que la humanidad ha sabido darse para progresar en el conocimiento de la realidad (o el menos malo y que tiene menor probabilidad de errores en comparación con otros, si se prefiere así). Sus características (pluralidad de hipótesis, cuantificación, experimentación, contrastabilidad, falsabilidad, replicabilidad, etc.) garantizan que sus conclusiones (las verdades científicas) puedan ser admitidas como explicaciones por cualquier sujeto. Así como sus valores, los valores implicados y practicados por la comunidad científica y sin los cuales no puede haber ciencia: el pluralismo, la libertad de pensamiento, expresión e investigación, la honestidad, la constancia, la veracidad, etc. Características y valores que no se dan en las “explicaciones” alternativas de la realidad que puedan llegar desde las pseudociencias, anti-ciencias o incluso desde el llamado “sentido común” o una visión ingenua de las cosas.

Alguien podría decir que la opción por el método científico es arbitraria y prejuiciosa, y que porqué no otro método (la meditación, la introspección, la intuición o la revelación divina, por ejemplo). La respuesta está en una de las matizaciones que hacíamos dos párrafos más arriba, y que podemos resumir en la intersubjetividad: no se trata de que el método sea válido o aceptable por un sujeto o por muchos sujetos, sino que lo sea para cualquier sujeto. Y para eso, ese método ha de basarse en algo que sea común a todo sujeto y eficaz para el conocimiento de todo sujeto, y ese algo no puede ser otra cosa que la razón, la capacidad humana de pensar y actuar racionalmente, y la máxima expresión de la razón humana no es sino la ciencia. Podría objetarse que la razón es común a todo sujeto, pero que la capacidad de meditar o intuir también (o incluso la de aceptar la revelación divina), pero entonces se olvida algo importante: dijimos que debe ser algo común a todo sujeto pero también eficaz para el conocimiento de todo sujeto. Podría ser (siendo muy generosos en concesiones) que cualquiera pueda meditar o intuir o aceptar una revelación de los dioses, pero nada de eso es eficaz a todo sujeto: podrá ser “eficaz” para algunos sujetos, pero no para todo sujeto. La ciencia es eficaz para todo sujeto porque de hecho da lugar a conocimientos y que como tales se pueden comprobar y se pueden repetir por cualquier sujeto (contrastabilidad y replicabilidad), pero las otras alternativas no: varios sujetos meditando, intuyendo o captando revelaciones sobre lo mismo llegarán a conclusiones distintas, es decir, solo tienen creencias distintas (válidas privadamente, para cada uno pero no para todos) mientras que dos laboratorios experimentando sobre lo mismo, llegarán de forma independiente a los mismos resultados, resultados que podrán ser repetidos y comprobados a su vez posteriormente por otros laboratorios.

De lo anterior podemos extraer una consecuencia importante: en sus ganas de entenderse, nuestros tres amigos hipotéticos deberán haber llegado a ser conscientes de una diferencia fundamental: la diferencia entre su ámbito privado de creencias y el ámbito público del conocimiento. Cada uno tenía una “explicación” de las cosas que le “funcionaba” (una creencia), pero en su ánimo de entenderse y convivir, las pusieron en suspenso y consensuaron un método que fuera válido para los tres y para cualquier otro sujeto, y que no era otro que el método científico. Pero que pusieran en suspenso sus creencias previas no quiere decir que las rechazaran definitivamente. Para cada uno, su “explicación” puede seguir siendo válida para él mismo, lo que pasa es que reconoce que no es universalizable, que los demás no tienen porqué aceptarla, mientras que la explicación obtenida por el método científico sí que es común para todos y cada uno de ellos (es conocimiento y no mera creencia[7], por lo anteriormente dicho).

Y otro aspecto muy importante es el carácter principalmente metodológico de la ciencia[8]. Llamamos ciencia a la teoría de la evolución, a la teoría de la gravitación universal, o a la teoría del movimiento de las placas tectónicas. Estas teorías podemos decir que son ciencia en sentido sustantivo o ciencia como resultado de la aplicación del método científico. Pero el propio método científico es eso, un método, una metodología que lo que permite es obtener esas teorías científicas. El método es el medio por el que se obtienen esas teorías como resultados sustantivos. De acuerdo con esto, el escepticismo científico lo que defiende es el uso del método científico como forma de distinguir los conocimientos públicos (resultado del método científico que actúa a modo de “filtro”) de las creencias privadas (que no pasan ese “filtro”), pero el propio escepticismo científico no es una teoría sustantiva, el escepticismo científico más que sustantivo es metodológico: es una actitud previa y un conjunto de valores a la hora de intentar llegar a consensos acerca de lo que pueda ser (provisionalmente) la verdad más probable y válida para todo el mundo (la verdad científica). Esto quiere decir que el método científico no es una forma más de obtener conocimiento al lado de otras (como el sentido común, la intuición, la percepción extrasensorial o la revelación divina), sino que es el método que cualquiera debe seguir si pretende exponer un contenido con validez (provisional) universal (para todo sujeto).

De todas formas, y dado que la ciencia no es solo el método científico sino también el resultado de la aplicación de ese método, como hemos dicho, a veces puede ocurrir que la ciencia dé resultados que sean incompatibles o contradictorios con algunas creencias. En ese caso, el escepticismo científico apuesta por la ciencia y considera falsos (siempre provisionalmente) a esas creencias contrarias a los resultados científicos. Por ejemplo, ante diferentes hipótesis sobre la explicación de un fenómeno, y mientras no haya resultados concluyentes, diferentes científicos pueden “apostar” por la hipótesis o teoría que les parezca más plausible, apelando si acaso a la “navaja de Ockham” o a otros criterios de elección. Sería el caso de las diferentes teorías acerca de una posible teoría unificada para la física teórica, por ejemplo, o las diferentes teorías para explicar la evolución de las especies (neodarwinismo, simbiogénesis, saltacionismo, etc.). Pero cuando la ciencia ya ha dado una teoría aceptada para un fenómeno y se le oponen creencias que la niegan o contradicen, entonces el escepticismo científico se posiciona a favor de la ciencia y en contra de esa creencia: sería el caso de la homeopatía, pues la hipótesis homeopática de la “memoria del agua” contradice lo que la física y la química establecen ahora mismo al respecto. Otra cosa distinta es el derecho del homeópata (o cualquiera que contradiga a la ciencia) a creer en sus propias creencias. No hay problema alguno si un creyente en la homeopatía reconoce que tiene fe en la homeopatía y que por eso confía (tiene fe[9]) en que a la larga la hipótesis homeopática será confirmada (a pesar de que no haya pruebas a su favor por ahora y las que haya sean más bien contrarias[10]). Distinto sería si ese creyente homeópata pretendiera que lo suyo no es una creencia sino ciencia, y que tan cierta y tan científica es su creencia homeopática como la teoría heliocéntrica o la de la relatividad general. Algo así es lo que sucede a los creyentes en el creacionismo puro y duro o en su versión moderada del Diseño Inteligente. El creacionismo no pasa el “filtro” del método científico y no es ciencia, sino creencia, y si acaso como tal puede ser enseñado en donde corresponda (en la iglesia o parroquia de la comunidad religiosa que lo acepte), pero ni es una teoría científica ni puede enseñarse como si lo fuera de forma alternativa a otras teorías científicas que sí que lo son realmente como son las evolucionistas[11].

Partiendo de la base de lo anterior, consideramos posible establecer una analogía con el laicismo[12]. Según esta analogía, el laicismo sería a la filosofía política como el escepticismo científico a la teoría del conocimiento. Si en una sociedad plural y heterogénea los sujetos han de recurrir al escepticismo científico a la hora de consensuar qué conocimientos son (provisionalmente) válidos para todos (los procedentes de las ciencias) y cuáles se quedan en el ámbito privado de cada cual, en esa misma sociedad plural y heterogénea los sujetos deberán recurrir al laicismo como forma de establecer qué normas son universales, aplicables y obligatorias para todos y cuáles solo son válidas para algunos sujetos pero no para todos. Nótese ya de entrada que entonces el laicismo no es una teoría más entre otras, igual que no lo era el escepticismo científico, sino que de la misma forma será un presupuesto o condición previa para la propia convivencia en una sociedad ideológicamente plural.

El laicismo parte un juicio de hecho, de un juicio de valor y de un presupuesto epistémico (y que son comunes en esencia al escepticismo científico: cf. nota 13 al pie). Veamos cada uno de ellos:

El juicio de hecho del que parte el laicismo es el pluralismo ideológico en las sociedades modernas actuales, la diversidad de cosmovisiones y formas de entender y vivir la propia existencia, y que pueden basarse en presupuestos distintos (materialistas, humanistas, religiosos, etc.).

El juicio de valor que también asume el laicismo es que ese pluralismo ideológico es bueno, y que es mucho mejor que el dogmatismo o el pensamiento único, de ahí su defensa de la libertad de conciencia, de opinión y expresión, y su esencial condición democrática[13]. Aparentemente, es mucho más difícil organizar la convivencia en una sociedad pluralista que en otra homogénea, sin embargo, para el laicismo es compatible y positivo que haya pluralismo y convivencia, eso sí, siempre que los miembros de la sociedad quieran convivir y a la vez mantener esa pluralidad. Irremediablemente, el laicismo se opone, por lo tanto, a quien no quiera convivir con los demás o pretenda eliminar esa pluralidad, se opone a la exclusión y a cualquier forma de discriminación: el excluyente no tiene sitio en la sociedad laica[14].

La estrategia laicista para coordinar convivencia y pluralismo es precisamente la distinción (y separación) básica entre lo que es público y lo que es privado, lo que pertenece al ámbito público o común y lo que pertenece al ámbito privado o particular de cada uno pero que no es universalizable a los demás (que es la misma distinción básica del escepticismo científico: distinguir aquellos conocimientos procedentes de las ciencias y válidos para todos, de aquellas creencias que si acaso solo pueden ser creídos por algunos pero no por todos).

¿Qué es lo público? Lo que todos tenemos en común, lo que compartimos, lo que a todos nos afecta, con lo que todos nos identificamos, lo que hace posible que estemos juntos todos. Público es con lo que todos estamos cómodos, con lo que cualquiera estaría de acuerdo si quiere que estemos juntos y convivamos (recordando que ‘todos’ quiere decir ‘cualquier sujeto’ como también matizábamos antes, y no solo la mayoría ni tan siquiera todos en sentido contingente[15]).

En este sentido, la política es el ámbito público, donde se hacen las leyes, donde todos debatimos y decidimos sobre lo que es común y a todos nos afecta. La política (politeia, en griego) es la cosa pública (la res publica, en latín: la República). Y este es a su vez el límite de la política y las leyes: solo se legisla desde la política lo que es público, lo que a todos concierne, pero no lo que pertenece al ámbito privado y particular de cada cual: la Ley, el Estado, la República, no pueden entrometerse ni legislar lo que es privado sino todo lo contrario, debe protegerlo de cualquier intromisión en ese ámbito; la protección de la libertad de conciencia, pensamiento, opinión, etc., es un deber que tiene que garantizar el Estado precisamente para evitar el totalitarismo que supondría un Estado que dictara a los individuos qué deben creer o pensar incluso privadamente[16].

Si eso es lo público o político, el ámbito privado o lo privado es todo aquello que pertenece a cada uno o con lo que cada uno se identifica pero que no es universalizable, que es válido para él o ella pero no para cualquiera o para todo el mundo. Es el ámbito de lo civil y la conciencia individual, y que como decíamos debe estar protegido de cualquier intromisión desde lo público: el Estado no puede legislar en este ámbito más allá que para protegerlo y garantizar las condiciones que permiten la libertad en este ámbito[17].

Pero lo anterior es cierto también a la inversa: no debe haber interferencia tampoco desde lo privado hacia lo público. El ámbito público debe estar a su vez protegido de lo privado. Dicho de otra forma: en el ámbito público no valen las “razones” privadas, precisamente porque en el ámbito público se busca lo que es universal, común a todas las personas y válido para todos, mientras que lo privado, por definición, es lo que vale para unos pero no para todos. Quien argumenta en el espacio público debe abstenerse de hablar desde sus convicciones privadas, precisamente porque son privadas, válidas para él pero no necesariamente para los demás. Sería también totalitaria cualquier propuesta que, perteneciendo al ámbito privado, pretendiera imponerse públicamente. En el ámbito público solo valen las razones que de verdad lo son, es decir, las que sean susceptibles de universalidad y aceptación por cualquier sujeto. En esta línea se han propuesto varias formas de concretar esta distinción[18]. Por citar solo alguna, podemos recurrir a la “posición original” de John Rawls[19]. Simplificando mucho esta propuesta rawlsiana, podemos decir que para Rawls, una norma será justa si se establece desde una hipotética “posición original”, que consiste en decidir sobre esa norma pero con un “velo de ignorancia”. Este “velo” consiste en tomar la decisión pero sin tener en cuenta nuestras circunstancias particulares y contingentes (posición socio-económica, capacidades individuales, etc.). Pongamos un ejemplo simple a efectos didácticos: imaginemos a tres sujetos A, B y C, que tienen que tomar una decisión sobre la limpieza de un espacio común que comparten. Y se les plantean dos opciones: 1. que la limpieza la haga cada día uno de ellos en orden rotatorio. 2. que todos los días limpie el sujeto C. Si esta decisión se toma sabiendo cada sujeto quién es A, B y C, el resultado de la votación podría ser que A y B votarían la opción 2 y solo C la opción 1, lo que es claramente injusto aunque se haya decidido por mayoría[20]. Sin embargo, si decidieran con el “velo de ignorancia”, deberían hacerlo sin saber (sin tener en cuenta) quién es A, quién es B y quién es C, con lo cual el resultado seguro sería que los tres votarían la opción 1. La diferencia de votos está en que en el primer caso todos se han dejado llevar por su egoísmo, mientras que en el segundo caso, con el “velo de ignorancia”, todos han adoptado un punto de vista universal, público, y han decidido lo que es justo (según Rawls), o dicho en nuestros términos, han tomado una decisión pública porque es universalizable y válida para todo sujeto, pero para poder hacerlo han tenido que dejar de lado lo que es particular y privado, han tenido que saber distinguir el ámbito público del privado.

En el caso de la ética y la moral, es claro que pertenecen al ámbito privado. La ética de cada cual o la moral de un grupo son particulares, son válidas para quien las acepte en su propia vida, pero no son universalizables: diferentes personas pueden tener diferentes normas éticas o morales (eudemonistas o formales, utilitaristas o deontológicas…) pero pertenecen a su ámbito privado y no pueden pretender validez universal para ellas. Otra cosa es que podamos hablar de una ética o moral públicas entendidas como el conjunto de valores que inspiran lo público, y que serían la libertad, la igualdad, la justicia, etc.[21], y que son condiciones de posibilidad (y solo en este sentido transcendentales) para que podamos hablar de lo público. Pero más allá de esta moral pública así entendida, las demás éticas y morales pertenecen al ámbito privado. No hay una “moral natural” salvo que por esa expresión entendamos la moral pública que decíamos: cualquier otra pretendida “moral natural” no deja de ser una moral concreta (particular) camuflada de “universal” sin serlo (y que es la falacia a la que se agarran, por ejemplo, algunas confesiones religiosas a la hora de oponerse a cuestiones como el matrimonio homosexual o la interrupción del embarazo: su “moral natural” no es sino su particular moral religiosa; la “moral natural” solo es una moral religiosa vergonzante o que se avergüenza de presentarse directamente tal cual). Aplicando lo dicho, no hay ningún problema a la hora de que en una asignatura como la Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos (ECDH) que incorpora la nueva Ley Orgánica de Educación (LOE[22]) al currículo escolar se enseñen valores, puesto que los que se enseñan son precisamente los de esa moral pública y no los de ninguna moral privada. Son valores válidos para cualquier sujeto independientemente de los valores particulares de su moral privada.

La religión también pertenece al ámbito privado[23], y a estas alturas ya debería estar claro porqué. Las religiones son válidas para quien quiera creerlas, pero no son válidas para cualquier sujeto. De aquí que el ámbito público deba estar separado del religioso y su influencia. En el ámbito público, el “velo de ignorancia” nos hace desconocer nuestra propia religiosidad o falta de ella: una decisión en el ámbito público no puede tomarse teniendo en cuenta la religiosidad. Modificando el ejemplo anterior: imaginemos tres sujetos A, B y C tal que A es cristiano, B es musulmán y C es ateo y que tuvieran que decidir si con el dinero de los tres se debe subvencionar la religión, y supongamos estas opciones:
1) Con el dinero de todos se subvenciona a la religión cristiana.
2) Con el dinero de todos se subvenciona a la religión musulmana.
3) Con el dinero de todos no se subvenciona a ninguna religión y que se autofinancien ellas.
Sin “velo de ignorancia”, A votaría la opción 1, B la 2, y C la 3, con lo que el acuerdo sería difícil. Pero con “velo de ignorancia”, si los sujetos no saben si ellos son cristianos, musulmanes o ateos, los tres votarían la opción C, pues ninguno querría que con el dinero de todos (y por lo tanto también el suyo) luego resultara que se va a financiar a una religión que resultara no ser la suya.
Nótese de paso que el laicismo así entendido implica la imposibilidad de un Estado teocrático o confesional pero también de otro ateo o anti-religioso: los sujetos de antes, ante las siguientes posibilidades, y con un “velo de ignorancia”, elegirían la opción 4:
1)    Estado confesional cristiano.
2)    Estado confesional islámico.
3)    Estado ateo.
4)    Estado laico.
Y elegirían el Estado laico puesto que supone un Estado que al distinguir lo público de lo privado garantiza la protección de la libertad de conciencia y de pensamiento (y por ende, de religión) a la vez que es neutral en cuestiones relativas a las religiones y no se identifica con ninguna ni contra ninguna, es decir, es un Estado cuyo ámbito público (lo que pertenece a todos y con lo que todos se identifican) está separado del ámbito privado (con lo que solo algunos –pocos o la mayoría, da igual) se identifican. De aquí que también sea una falacia en estos asuntos apelar a la mayoría (cf. nota 15 al pie): con el “velo de ignorancia” da igual que haya una mayoría contingente a favor de cierto contenido particular del ámbito privado, es decir, da igual que una mayoría de la población acepte algo en sus conciencias privadas, pues lo importante no es si mucha gente acepta algo que es válido para ellos pero no para todos, sino que lo relevante es precisamente si es o no válido para todos y cualquier sujeto, no para algunos o la mayoría. Por esto es indiferente si la mayoría de una sociedad acepta una religión concreta en su ámbito privado; el Estado (lo público) ha de ser neutral igualmente, del mismo modo que no importaría si la mayoría de la sociedad fuese atea: eso no justificaría prohibir la religión de la minoría restante ni identificar lo público con el ateísmo de esa mayoría. A partir de aquí, es fácil extraer las consecuencias pertinentes a polémicas como la de los símbolos religiosos (o en su caso ateos o anti-religiosos) en los edificios públicos, por ejemplo.

Hay que aclarar que la laicidad no es un ideal político alternativo a ninguna religión, ni mucho menos contrario a ninguna de ellas. Es un falso dilema tener que elegir entre laicidad, cristianismo, islam o ateísmo, por ejemplo. La laicidad se mueve en un plano distinto del de las demás opciones. La laicidad es metodológica y se mueve en el ámbito público (distinguiéndolo del privado) mientras que las concepciones sobre lo sagrado son sustantivas y pertenecen al ámbito privado. La laicidad es el método o el medio para articular la convivencia de esas diferentes formas de interpretar la propia existencia, y por lo tanto no se identifica con ninguna. En un Estado laico, todos sus ciudadanos e instituciones son laicos en el ámbito público, es decir, cuando se trata de lo que a todos concierne, y luego cada ciudadano tiene sus propias creencias en su ámbito privado. En una sociedad plural en la que sus ciudadanos quieren convivir, cada uno será cristiano, ateo, budista o hinduista privadamente, pero todos comparten el mismo ámbito público que es laico (y no se identifica con las creencias concretas de ninguno de ellos en particular, precisamente para poder ser público, de todos). A lo que el laicismo se opone es precisamente a esa identificación de lo público con una opción religiosa o atea particular[24], y que podemos llamar clericalismo, como son las teocracias, los Estados confesionales (o cripto-confesionales[25]) o los Estados ateístas.

Decíamos que el laicismo se asienta en un juicio de hecho, en un juicio de valor, y en un presupuesto epistémico. Ese presupuesto es precisamente otra de las cosas que el laicismo tiene en común con el escepticismo: el antifundamentalismo. El escepticismo y el laicismo, asumen el presupuesto de que es imposible conocer ninguna verdad absoluta, y que como mucho podemos llegar a consensos sobre contenidos que aceptamos provisionalmente como verdaderos o justos (provisionalmente en el sentido de que dejamos abierta la posibilidad de estar equivocados y que nuevos descubrimientos o investigaciones nos hagan cambiar de opinión). Y esos consensos son posibles gracias a la distinción entre público y privado, y al empleo de una metodología que nos permite llegar a las verdades científicas o a las normas justas (el método científico y el “velo de ignorancia” o procedimiento similar) que son válidas (provisionalmente) para todos más allá de sus creencias u opiniones que solo son válidas en su ámbito privado.

En el caso del escepticismo científico, éste no se opone a las creencias privadas de nadie, tan solo a que alguien pretenda que sus creencias privadas tengan validez universal sin pasar el “filtro” del método científico[26]. En el caso del laicismo, éste no se opone, como decíamos, a ninguna religión, puesto que garantiza la libertad de todas sin intromisión desde lo público (y separando, a su vez, lo público de todas las religiones). A lo que se opone es al clericalismo, a identificar una religión concreta con lo que es público. Y la base de todo clericalismo es también el fundamentalismo. El fundamentalista no quiere aceptar que su creencia es eso, una creencia más, particular y privada sin más valor que el que él mismo quiera concederle. Para el fundamentalista es algo más, mucho más que eso, es La Verdad, y como tal no puede estar en un ámbito privado sino en el público, pues de hecho no distingue público de privado: la única verdad debe ser con lo único con lo que todos se identifiquen; todo lo demás es error, en el mejor de los casos, o herejía, en el peor, y como tales deben ser corregidos o eliminados. Por esta razón, ninguna religión o ateísmo en su versión fundamentalista[27] tienen lugar en el Estado laico, debido a ese presupuesto antifundamentalista al que nos referíamos. El presupuesto del fundamentalismo es que es posible conocer una verdad absoluta válida para todo el mundo sin ningún género de duda. Según este presupuesto, sería absurdo el escepticismo y el Estado laico, pues entonces el pluralismo y la libertad de conciencia serían sinónimos de libertad de equivocarse a pesar de conocer la verdad absoluta. Para el fundamentalista que cree saber la verdad absoluta mientras que los demás se equivocan, no tiene sentido la libertad de conciencia, lo que tiene sentido es el proselitismo e incluso la imposición de esa verdad absoluta a la fuerza “por el bien” de los demás, para sacarles de su error. El fundamentalista piensa que lo que cree en su ámbito privado es en realidad universal y que debe ser público, aceptado por todos los demás, no admite que solo es válido para él. Para el fundamentalista, tan ciertas son sus creencias universalmente como lo es que “2+2=4”, y tan erróneo es circunscribir su creencia a un ámbito privado en vez de imponerlo en el público como sería considerar que 2+2 es 4 en el ámbito privado de unos pero que podría ser 5, 6 ó 387 en el de otros. Por eso el fundamentalista no admite el método científico ni la distinción entre religión y política ni público de privado, porque si lo hiciera tendría que aceptar el presupuesto escéptico y laicista de que es imposible conocer una verdad absoluta definitivamente.

¿Implica lo anterior que el laicismo y el escepticismo científico son esencialmente agnósticos? No necesariamente. Se pueden mantener también creencias religiosas o ateas al mismo tiempo que se es militantemente escéptico y laicista, siempre que se reconozca el carácter de creencias de esa religión, agnosticismo o ateísmo y no se las considere una verdad absoluta válida para todo el mundo[28] (es que si se considerasen verdad absoluta no tendría sentido el escepticismo ni el laicismo). En tanto que creencias serán aceptadas y vividas como verdaderas por quien las crea, al tiempo que reconocerá que los demás no tienen porqué creerlas ni mucho menos vivirlas si no quieren, pues su verdad no es evidente ni absoluta para todo el mundo. La mayoría de personas ateas piensan así. No creen en ninguna divinidad y están absolutamente convencidas de que no existe ningún ser divino, pero comprenden que otras personas sí que crean en alguna divinidad y no tratan de obligarles a abandonar sus creencias ni forma de vida religiosa, y de hecho los más ateos suelen ser los máximos defensores del laicismo pero no de políticas ateístas ni antirreligiosas[29]. De forma parecida, la mayoría de personas religiosas también entienden que sus creencias son privadas y que nada les justifica para tratar de imponerlas en el ámbito público, rechazando incluso privilegios y tradiciones por los que en el pasado sí que se identificaba su religión con el ámbito público: por ejemplo, muchas personas cristianas están en contra de la presencia de símbolos religiosos en los edificios públicos pues entienden que no todo el mundo tiene porqué identificarse con su religión privada. Pudiera parecer que esta religiosidad es “poco religiosa” en el sentido de que parece dudar de sí misma: ¿no será un cristiano –o un musulmán, o un…- que además es laicista algo menos cristiano –o menos musulmán, o…- en tanto que reconoce que su verdad no es suficientemente verdadera para todos? ¿No va en contra de la religión poner en duda los propios dogmas aunque sea de esta forma? La respuesta es que no. El religioso laicista[30] no pone en duda sus creencias religiosas, tan solo las deja de lado en el ámbito público para poder convivir con los demás (que, a su vez, hacen igual con las suyas) y tan solo reconoce que lo que para él es absolutamente verdadero y sin duda, no es así para los demás. Si no admitiera esto último no solo sería religioso, sería fundamentalista. Pero no toda religión es fundamentalista por definición. El reconocimiento de que la propia religión no tenga el monopolio de toda la verdad también ha sido una constante de las religiones cuando no han adoptado una versión fundamentalista[31]. De las tres religiones del Libro, ninguna es fundamentalista per se: el judaísmo ni siquiera es proselitista ni trata de convertir a nadie a su religión[32]; el islam tampoco acepta la conversión forzosa sino solo la voluntaria; y el cristianismo, aunque insta a la conversión, tampoco la admite si no es auténtica[33]. El movimiento ecuménico, por ejemplo, es cada vez mayor entre las religiones, y no solo entre las cristianas. A este respecto, baste recordar el cuento de “Los tres anillos”[34] de  Giovanni Boccaccio: resumiendo, el sultán Saladino le pregunta al judío Melquisedec cuál es la religión verdadera, si la judía, la cristiana o la musulmana, a lo que el judío responde contándole la siguiente historia:

“Señor, intrincada es la pregunta que me haces, y para poderte expresar mi modo de pensar, me veo en el caso de contarte la historia que vas a oír. Si no me equivoco, recuerdo haber oído decir muchas veces que en otro tiempo hubo un gran y rico hombre que entre otras joyas de gran valor que formaban parte de su tesoro, poseía un anillo hermosísimo y valioso, y que queriendo hacerlo venerar y dejarlo a perpetuidad a sus descendientes por su valor y por su belleza, ordenó que aquel de sus hijos en cuyo poder, por legado suyo, se encontrase dicho anillo, fuera reconocido como su heredero, y debiera ser venerado y respetado por todos los demás como el mayor. El hijo a quien fue legada la sortija mantuvo semejante orden entre sus descendientes, haciendo lo que había hecho su antecesor, y en resumen: aquel anillo pasó de mano en mano a muchos sucesores, llegando por último al poder de uno que tenía tres hijos bellos y virtuosos y muy obedientes a su padre, por lo que éste los amaba a los tres de igual manera. Y los jóvenes, que sabían la costumbre del anillo, deseoso cada uno de ellos de ser el honrado entre los tres, por separado y como mejor sabían, rogaban al padre, que era ya viejo, que a su muerte les dejase aquel anillo. El buen hombre, que de igual manera los quería a los tres y no acertaba a decidirse sobre cuál de ellos sería el elegido, pensó en dejarlos contentos, puesto que a cada uno se lo había prometido, y secretamente encargó a un buen maestro que hiciera otros dos anillos tan parecidos al primero que ni él mismo, que los había mandado hacer, conociese cuál era el verdadero. Y llegada la hora de su muerte, entregó secretamente un anillo a cada uno de los hijos, quienes después que el padre hubo fallecido, al querer separadamente tomar posesión de la herencia y el honor, cada uno de ellos sacó su anillo como prueba del derecho que razonablemente lo asistía. Y al hallar los anillos tan semejantes entre sí, no fue posible conocer quién era el verdadero heredero de su padre, cuestión que sigue pendiente todavía. Y esto mismo te digo, señor, sobre las tres leyes dadas por Dios Padre a los tres pueblos que son el objeto de tu pregunta: cada uno cree tener su herencia, su verdadera ley y sus mandamientos; pero en esto, como en lo de los anillos, todavía está pendiente la cuestión de quién la tenga”.

La solución laicista viene a ser una puesta al día de este cuento. En un Estado laico todo el mundo tiene su particular anillo, pero como los demás tienen el suyo y es imposible discernir el auténtico de las copias, es necesario establecer normas comunes (laicas) para permitir la convivencia entre todos al mismo tiempo que cada cual vive creyendo para él mismo, en su conciencia, en su ámbito privado, que su anillo es el verdadero.

Para concluir, no es necesario extenderse mucho más en las consecuencias de todo este planteamiento en el ámbito educativo. Es fácil deducir que la Escuela debe ser escéptica y laica en el sentido de que al alumnado debe enseñársele a utilizar el método científico y los resultados por ahora obtenidos por las ciencias, al tiempo que se le enseñan las normas políticas (y laicas) básicas de convivencia. Y luego, fuera de la Escuela, cada cual podrá aprender, además, cualesquiera creencias con las que quiera dar sentido a su vida y vivirlas libremente como si del anillo del cuento se trataran.

Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.

Texto publicado originalmente en la revista El Escéptico, nº 37. Reproducida posteriormente por Europa Laica y Rationalis.

Bibliografía:
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HITCHENS, Christopher (2009) Dios no es bueno. Alegato contra la religión, Debolsillo.
PEÑA-RUÍZ, Henri (2001), La emancipación laica. Filosofía de la laicidad, Ediciones del Laberinto SL.
PEÑA-RUÍZ, Henri y TEJEDOR DE LA IGLESIA, César (2009) Antología laica. 66 textos comentados para comprender el laicismo, Ediciones Universidad Salamanca.
PETTIT, Philip (1999) Republicanismo: una teoría sobre la libertad y el gobierno, Paidós.
PUENTE OJEA, Gonzalo (1994) La influencia de la religión en la sociedad española, “Del confesionalismo al criptoconfesionalismo”, Libertarias-Prodhufi.
RAWLS, John (1996), El liberalismo político. Editorial Crítica.
RAWLS, John (1997) Teoría de la justicia. Fondo de Cultura Económica SL.
SANZ, Víctor Javier (2010), La homeopatía, ¡vaya timo!, Laetoli.
TAMAYO-ACOSTA, Juan José (2003), Adiós a la cristiandad. La Iglesia católica española en la democracia, Ediciones B.



[1] Es interesante señalar lo que comenta en este punto Richard Dawkins: “Los líderes religiosos son bien conscientes de la vulnerabilidad del cerebro infantil y de la importancia del adoctrinamiento en edades tempranas” (ibid, 194). Seguramente esto explique la insistencia de la jerarquía católica en mantener el adoctrinamiento religioso de niñas y niños en los centros docentes con una asignatura específica para ello.
[2] La etimología de ‘escepticismo’ es precisamente esa: dudar, sospechar (del griego skeptein).
[3] Aunque actualmente gran parte de la (pseudo)filosofía actual parezca haberse estancado en el momento puramente negativo y relativista: nos referimos a la (pseudo)filosofía denominada postmoderna (cf. nota 8 in fine).
[4] En realidad, todas esas “explicaciones” “funcionan” porque son infalsables.
[5] Una experiencia similar la hemos tenido todo el mundo en nuestra infancia la primera vez que al jugar a algún juego vimos que los demás tenían otras reglas a las usadas en nuestra casa, o que al comer una comida notamos que la hacían de otra manera distinta a como la cocinaban nuestros padres: antes de conocer a alguien que jugara con otras reglas o cocinara de otra forma, ni siquiera nos habíamos planteado si habría reglas distintas para el mismo juego o si la misma comida podía hacerse de maneras distintas.
[6] Es importante distinguir aquí ‘todos’ en sentido contingente y ‘todos’ en el sentido de ‘cualquier sujeto posible’. Como dice el ejemplo, si en una sociedad de hombres blancos no tienen en cuenta esta distinción, podrían hacer leyes racistas (pensadas solo para personas blancas) sin darse cuenta hasta que apareciera otra persona pero de piel negra. Otro ejemplo: en una sociedad en la que todos comen carne deberían tener de todas formas en cuenta que mañana puede aparecer una persona vegetariana. Y un último ejemplo: ciertas decisiones de largo alcance deben tomarse teniendo en cuenta no solo a todas las personas actualmente existentes, sino también a las generaciones futuras a las que esas decisiones pueden afectarles en el futuro, aunque esas personas todavía no hayan ni siquiera nacido.
[7] La diferencia entre conocimiento y creencia es una cuestión recurrente en la historia de la filosofía ya desde sus orígenes en la Grecia antigua y la distinción entre episteme (ciencia) y doxa (opinión), distinción en la que de diferentes formas se ocuparon todas las filosofías de la antigüedad y continúa hasta nuestros días. La polémica en la epistemología moderna acerca del criterio de demarcación no es sino una versión más actual de esta misma distinción.
[8] También hay que advertir que la ciencia, aunque metodológica, también parte de unos presupuestos ontológicos y gnoseológicos, y que son la existencia real e independiente del mundo exterior a la conciencia humana y la cognoscibilidad de esa realidad exterior. Sin estos presupuestos no podría hacerse ciencia: si dudáramos de o negáramos la existencia real del mundo externo no tendría sentido, por ejemplo, la teoría del Big Bang o la de la evolución de las especies, y si esa realidad no fuera cognoscible de un modo más o menos objetivo o válido para todo sujeto, no podríamos escapar del relativismo (que es a lo que nos conduce el postmodernismo).
[9] Confiar es tener fe, pues ‘fe’ procede del latín fides que significa precisamente confianza, lealtad. No en vano escribe el autor de la Carta a los Hebreos en el Nuevo Testamento que “la fe es aferrarse a lo que se espera, es la certeza de cosas que no se pueden ver” (Hb 11, 1), tener fe es creer sin pruebas, que es lo que hace quien cree en la homeopatía (o en la astrología, el tarot, la quiromancia o cosas similares).
[10] Para un repaso crítico y escéptico a la homeopatía véase SANZ, 2010.
[11] Sobre la cuestión del llamado “creacionismo científico” como supuesta alternativa al evolucionismo, Marvin Harris le da un buen repaso en Harris, 1998, pág. 53-63. Véase también Carmena, 2006.
[12] Entendemos aquí por ‘laicidad’ el ideal político en el que se distingue público de privado y no hay interferencias mutuas entre ambos ámbitos, de modo que desde el ámbito público o político se garantiza la libertad de conciencia (y por ende, religiosa) y a su vez este ámbito es autónomo respecto del privado y no se identifica con creencias privadas (religiosas o no), en el sentido que más adelante se explica con más profundidad. Y entendemos por ‘laicismo’ el movimiento militante en pro de la laicidad. Reservamos el adjetivo ‘laico/a’ para referirnos a las instituciones que son acordes a la laicidad (escuela laica, Estado laico…). Seguimos así la línea de Henri Peña-Ruíz en Peña-Ruíz, 2001, pág. 36-38, y en 2009, pág. 31-32. De todas formas, a veces, en este texto, se usarán los términos laicismo, laicidad y laico/a indistintamente.
[13] Ambos juicios de hecho y de valor son comunes con el escepticismo científico y con la propia ciencia: la ciencia también necesita de la democracia como si de su oxígeno se tratara, pues sin pluralismo y sin libertad sería imposible la diversidad de hipótesis (de opiniones) que hacen falta para que la ciencia comience ni siquiera a trabajar. El método científico filtra hipótesis, ¡pero antes debe haber esa pluralidad de hipótesis! Tan detestable es por tanto eliminar o limitar la libertad de investigación o pretender dirigir la ciencia por sendas preestablecidas, como quedarse en la mera diversidad de hipótesis u opiniones sin filtrarlas luego con un método científico que distinga unas de otras: el primer caso sería el típico de las dictaduras que han pretendido dirigir a la ciencia por sus propios derroteros ideológicos y que tan nefastas consecuencias históricas han tenido (por ejemplo, el intento estalinista de adaptar las ciencias a sus dogmas y que encerró a la biología en los prejuicios de Lyssenko), y el segundo caso sería el propio del postmodernismo actual y su relativismo, que establece que la ciencia no es sino una opción más de creencia al lado y al mismo nivel que la brujería, la fe religiosa, el tarot, el curanderismo o la acupuntura (una propuesta en este sentido sería la del “anarquismo epistemológico” de P. Feyerabend: Feyerabend, P. 2010).
[14] Aparente paradoja: una sociedad laica es militantemente democrática, esto es, que acepta a cualquiera menos a quien sea excluyente, por la simple razón lógica de que en una sociedad laica y democrática no se puede excluir a nadie salvo a quien quiera excluir a los demás o a alguien concreto. Solo como ejemplo: en una sociedad laica y democrática pretenden convivir personas con diferentes ideologías, y todos tienen cabida excepto aquel cuya ideología pretenda excluir a los demás de la sociedad, razón por la cual una sociedad laica no puede aceptar a ideologías de corte fascista, por ejemplo. Sería absurdo que una democracia admitiese en su seno partidos fascistas, cuyo objetivo fuera instaurar una dictadura, arguyendo para eso la libertad de pensamiento y opinión: la democracia que realmente lo es no puede permitir que dentro de ella se esté alimentando su verdugo. Otra cosa es que esos partidos fascistas se oculten bajo un aspecto formalmente democrático (como ocurre hoy día), en cuyo caso la democracia les garantiza su presunción de inocencia, y la carga de la prueba caerá del lado de quien pretenda que en realidad son partidos cripto-fascistas.
[15] Efectivamente: si no tenemos en cuenta la diferencia entre ‘todos’ contingentes y ‘cualquier sujeto posible’, una sociedad que fuera ahora mismo 100% atea podría hacer leyes ateas con las que otra persona futura de esa sociedad no estaría cómoda si fuera religiosa, y a la inversa: si un Estado se identifica con una religión concreta atendiendo a que el 100% actual de su ciudadanía cree en esa religión, está cerrando el ámbito público a un futuro ciudadano que fuera de otra religión o de ninguna.
[16] Este rechazo al totalitarismo o al comunitarismo (que desgraciadamente fue tan extendido en el siglo XX en forma de regímenes fascistas o estalinistas) es común tanto al liberalismo como al republicanismo, con la diferencia de que el liberalismo se conforma con que no haya interferencia del Estado en el ámbito privado mientras que el republicanismo añade algo más al entender la libertad como no-dominación: el republicanismo se opone no a cualquier interferencia del Estado en la libertad individual sino tan solo a las interferencias arbitrarias, precisamente para que el Estado sí que pueda interferir en pro de aumentar la libertad como no-dominación. Por ejemplo, desde el liberalismo, la vida familiar pertenece al ámbito privado y el Estado no debe interferir ahí, pero eso podría significar que las mujeres quedaran desprotegidas ante la violencia doméstica de esposos machistas, por lo que el republicanismo admite que el Estado interfiera en la vida familiar legislando cuestiones relativas a los derechos de los cónyuges que, siguiendo con el ejemplo, impidan que uno domine a otro. Cf: Pettit, P. 1999, pág. 93-5.
[17] Volvemos a puntualizar aquí una diferencia entre el liberalismo y el republicanismo: para el liberalismo, la economía pertenece al ámbito privado y debe estar libre de interferencias estatales, defendiendo así la liberalización económica y el libre mercado. Sin embargo, el republicanismo sí que admite interferencias del Estado en la economía siempre que su objetivo sea aumentar la libertad como no-dominación, pues una economía sin intervención podría dejar desprotegidos a ciertos sujetos con menos poder económico con respecto a otros económicamente más poderosos, de modo que los más débiles estarían dominados por los más fuertes. De esta forma, el republicanismo converge con el socialismo: Pettit, P. 1999, pág. 187-190.
[18] Son muy interesantes, pero también más complejas, las propuestas desde la filosofía dialógica de J. Habermas (Habermas, 1999)
[19] J. Rawls, 1997 y desarrollos posteriores en 1996.
[20] Lo que viene a demostrar que la mayoría no es el único argumento en democracia: siendo necesaria no es suficiente para legitimar una norma, puesto que una mayoría contingente podría tomar decisiones claramente injustas hacia las minorías (o hacia las generaciones futuras). Al criterio de las mayorías hay que añadir el de los derechos inalienables y las normas fundamentales que ninguna mayoría puede vulnerar. Si no se toma esta precaución, podría incurrirse en contradicciones y absurdos como que una mayoría votara en contra de que hubiera elecciones (que votaran no votar) o que votaran prohibir la libertad de expresión (libertad que sin embargo habría sido necesaria para poder debatir antes de votar).
[21] Si a la libertad, la igualdad y la justicia le añadimos el pluralismo político, tendríamos los cuatro valores principales en los que se asienta el ordenamiento jurídico español, según el artículo 1 de la Constitución Española.
[22] Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación (BOE nº 106, 4 de mayo de 2006) y normas que la desarrollan, especialmente el Real Decreto 1513/2006, de 7 de diciembre, por el que se establecen las enseñanzas mínimas de la Educación primaria (BOE nº 293, 8 de diciembre de 2006) y el Real Decreto 1631/2006, de 29 de diciembre, por el que se establecen las enseñanzas mínimas correspondientes a la Educación Secundaria Obligatoria (BOE nº 5, 5 de enero de 2007).
[23] Tan solo podría entenderse una religión como pública si la entendiéramos en el sentido deísta de “religión natural” o religión dentro de los límites de la razón (en sentido kantiano), es decir, como una religión derivada de la propia razón y en ese sentido universal en tanto que racional, y que para los ilustrados suponía poco más que aceptar a Dios como un demiurgo, causa primera o primer motor del mundo y que ni se relaciona con el mundo ni interviene en él, por lo tanto, impersonal y no-providente, deísmo éste que dista mucho del teísmo necesario a toda religión “revelada” y que requiere un dios personal y providencial. Y de todas formas, ni siquiera esta “religión natural” sería “natural” o “racional” queriendo decir con ello “universal” o válida para todo sujeto, puesto que caben opciones que niegan incluso a ese dios del deísmo, como serían el panteísmo o el ateísmo.
[24] Delgado, F. 2006, pág. 19-25.
[25] Cripto-confesionales serían los Estados que sin ser formalmente confesionales, sí que de hecho se comportarían de un modo confesional, privilegiando a una confesión concreta e identificando lo público con esa confesión de formas más o menos sutiles o descaradas, y que según Puente Ojea sería el caso del Estado español: véase Puente Ojea, 1994.
[26] De hecho, es posible y compatible una actitud escéptica y una práctica científica, y al mismo tiempo creer privadamente en el dios personal de una religión concreta, siempre que se reconozca que esa creencia es eso: una creencia. El científico y escéptico que además es creyente no incurrirá en contradicción siempre que no pretenda que su creencia en Dios es algo más y que es demostrable científicamente (o de otro modo) con validez universal para todo el mundo. Sería el caso del científico evolucionista Francisco José Ayala, creyente católico en su ámbito privado pero defensor a ultranza del método científico y la teoría de la evolución frente al fundamentalismo creacionista y las teorías del Diseño Inteligente. Véase Ayala, 2007.
[27] Un ateísmo fundamentalista sería aquel que pretendiera la instauración de un Estado ateo o antirreligioso que prohibiera la religión o pretendiera erradicarla incluso del ámbito privado de los individuos.
[28] Véase nota 26 y ténganse en cuenta tres ejemplos como botón de muestra de tres escépticos con diferentes creencias privadas: Francisco José Ayala, católico; Stephen Jay Gould, agnóstico; Richard Dawkins, ateo.
[29] Richard Dawkins, uno de los principales ateos militantes en la actualidad, es claramente defensor del laicismo. También Christopher Hitchens, otro ateo militante. De la misma forma, Iniciativa Atea, una de las principales asociaciones ateas, defiende la laicidad como objetivo político: véase Dawkins, 2007, pág. 48; Hitchens, 2009, pág. 251; Estatutos de Iniciativa Atea, artículo 3, Fines de la Asociación: “6. Promover la instauración de la laicidad y la defensa de las libertades y derechos civiles de los ateos en los diferentes países del mundo”.
[30] Se puede ser religioso y laicista sin ninguna contradicción, es más, se puede ser religioso y precisamente laicista para garantizar la autonomía de la religión y protegerla de interferencias desde la política. La Asociación de Teólogos y Teólogas Juan XXIII, por ejemplo, defiende la laicidad claramente. En su XXVIII Congreso (en 2008) precisamente sobre “Cristianismo y laicidad”, se recogen mensajes como los siguientes: “Al vivir en una sociedad plural desde el punto de vista de las creencias, el Estado tiene la obligación de velar por los derechos de todos los ciudadanos sin ningún tipo de discriminación, y para ello tiene que configurarse como un Estado laico e independiente. En este sentido, tiene que mantenerse neutral ante las diferentes opciones religiosas, garantizando a todas ellas el ejercicio de sus derechos, al margen del arraigo que hayan podido alcanzar o de su dimensión social (…) El derecho a la libertad de conciencia no es un precepto religioso sino laico que, finalmente, ha sido aceptado por la religión cristiana, que está en la base de la secularización y de la laicidad (…) A la Iglesia no le compete indicar o definir el orden político de la sociedad, ya que cualquier intervención directa en este sentido sería una injerencia en un terreno que no le corresponde. El Estado tiene todo el derecho a defender su autonomía y libertad a fin de no convertirse en rehén de la jerarquía religiosa. (…) Laicidad no equivale a irreligiosidad o ateísmo. Los cristianos debemos defenderla como garantía de la libertad de conciencia y de creencias”.
Bien es cierto que también dice: “Sin embargo, laicidad no significa que el hecho religioso debe replegarse al ámbito privado, renunciando a toda presencia en la vida pública”. Este mensaje puede parecer contradecir las tesis de este texto, pero a nuestro modo de ver esto no es así, y no lo es porque nos parece que el mensaje hace un uso de los términos “público” y “privado” distinto al mantenido aquí. Nosotros entendemos en ese texto que lo que quiere decir es que la religión puede expresarse públicamente (en calles, en la forma de vestir, procesiones, etc.), y que no debe recluirse a la propia casa de cada uno o a su lugar de culto, con lo cual estamos totalmente de acuerdo: el Estado laico debe garantizar el derecho de las personas a la libre expresión (también religiosa).
Sobre la compatibilidad del laicismo y la religión, véase también Tamayo, 2003.
[31] En realidad sí que toda religión de alguna forma cree tener el monopolio de la verdad, lo que sucede es que las que no son fundamentalistas también admiten que haya quienes no puedan reconocer esa verdad absoluta, y con quienes a pesar de todo hay que convivir con leyes comunes y que no pueden derivarse de esa verdad absoluta que los no-creyentes no admitirían. 
[32] Eso se debe a que el judaísmo se basa en la pertenencia a un pueblo que se considera elegido por Dios, por lo que no tiene sentido intentan obligar a quienes no son de ese pueblo a cumplir con sus normas religiosas. De hecho, esto originó uno de los primeros debates en la primitiva iglesia cristiana todavía no del todo desgajada del judaísmo: el problema de si el mensaje y las normas cristianas eran también para los gentiles (los no-judíos) que se convirtieran a la nueva religión, o si solo eran para los judíos (Hch, 11). Al final prevaleció la idea de que también eran para los gentiles, lo que justificó el proselitismo cristiano.
[33] Esto es mucho más evidente en el calvinismo: dada su creencia en la salvación por pura gracia y la predestinación, el calvinismo admite que haya no-creyentes puesto que considera que es porque Dios no los ha predestinado para darles la gracia de creer y tener fe, y por lo tanto inútil es convertirles a la fuerza.

Comentarios

  1. http://www.rae.es/consultas/porque-porque-por-que-por-que

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  2. Interesantísimo, muchas gracias.

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  3. Básicamente estoy de acuerdo en lo escrito.

    saludos.

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