Cotidianidad y contingencia: reflexiones en tiempos de pandemia.

La vida buena no se encuentra en los sueños de progreso, sino en los momentos en que se afrontan contingencias trágicas. (John Gray: Perros de paja)
 Por José María Agüera Lorente

«Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no cumplidas». Es una frase de la santa, modelo y ejemplo de santidad, que fue Santa Teresa de Jesús, Teresa de Ahumada en vida secular. Se hizo eco de ella el escritor Truman Capote en su último libro, que tituló Answerd prayers (Plegarias atendidas), donde el exitoso escritor recogía la decepcionante experiencia que supuso para él el cumplimiento de su deseo de codearse con la jet-set internacional. Podría decirse que es la versión mística de la pagana maldición de Oscar Wilde. El hedonista escritor irlandés nos propone la misma idea en su obra de teatro titulada Un marido ideal estrenada en 1895. Él recurre a la tradición grecolatina para expresarla en los siguientes términos: «cuando los dioses nos quieren castigar atienden nuestras plegarias». Siempre que se trata de deseos se acaba tropezando con la moral, y limítrofe con ella se encuentra la divinidad. 
Cuántas veces he deseado una pausa, un «que se pare el mundo, que me quiero bajar», una epojé, poniéndonos más fenomenológicos. La palabra también se puede encontrar escrita como epoché o epokhé, todas transliteraciones del vocablo griego ἐποχή, que se suele traducir por «suspensión». La paternidad de su uso filosófico se le atribuye al escéptico Pirrón de Elis (ca. 360- ca. 270 a. C.). Este pensador consideraba que, dado que en verdad no podemos conocer nada, lo único que cabe hacer es suspender el juicio, pausarse antes de afirmar nada. Pero lo que en Pirrón era un imperativo epistémico en el filósofo alemán Edmund Husserl (1859-1938), fundador de la corriente filosófica conocida como fenomenología, se convierte en algo más: quedar en suspenso frente a la realidad, ponerla entre paréntesis (Einklammerung en terminología husserliana). Lo que conlleva una desconexión (Ausschaltung) de la cotidianeidad. Esta actitud es la que proporciona el estado de conciencia pura o trascendental, el que se requiere para filosofar. 
Este deseo acariciaba yo de tanto en tanto, secretamente, una suspensión de la cotidianeidad, una especie de prognosis del edén de la jubilación, un cese de la angustia de esos desafíos triviales como qué me pongo hoy para ir a trabajar, un descanso de los plazos que se me acaban y de las planificaciones exigidas, una Semana Santa sin procesiones... Y fui víctima de la maldición de Oscar Wilde, hice caso omiso de la advertencia de la santa de Ávila. Y heme aquí confinado entre cuatro paredes, con todo en suspenso, inmerso en una rara epojé, entregado por necesidad al filosofar.
Entre las cosas que me vienen a la mente, ideas de aquí y de allá, leídas o entrevistas en meditaciones distraídas, aparece ese ensayo de José Ortega y Gasset que tituló Ideas y creencias publicado en 1940. En él distingue el filósofo español entre «pensar en las cosas» y «contar con ellas». Las ideas las pensamos, podemos discutirlas y someterlas a crítica dado que somos conscientes de ellas de tenerlas, porque las ideas las tenemos; sin embargo, contamos con  las creencias, constituyen el suelo de nuestra vida, por lo que difícilmente pueden ser objeto de crítica pues no somos conscientes de ellas. Dice Ortega que ese es el sentido de la expresión «vivir en la creencia», ya que las creencias constituyen nuestro suelo vital o mejor dicho «nuestro subsuelo», que es lo que se nos dice en el ensayo mencionado.
Veo la relación con la «puesta entre paréntesis» fenomenológica. Sobre todo cuando Ortega, al final de su texto, acude a un ejemplo de lo más chocante, que produce ese rechazo tan típico que experimenta el lego en filosofía cuando se le enfrenta a experimentos mentales que van contra todo sentido común, que rompe con el marco de «realidad» que todo el mundo da por evidente, el cual poco tiene que ver con la genuina realidad. ¡Pero en eso precisamente consiste el juego de la filosofía! Que es el mismo que el de la realidad me atrevo a decir, pues ésta continuamente nos da pruebas de que no cabe en el estrecho recinto de nuestras creencias. 
El ejemplo nos propone que pensemos en una experiencia tan cotidiana como es salir a la calle. Quien decide abandonar su casa (qué oportuno pensamiento en esta situación de confinamiento domiciliario en la que nos encontramos) piensa (conscientemente) en los motivos y propósitos de su acción, pero -nos advierte Ortega- en ningún caso tropezará en su conciencia con la idea de que hay calle. Y, sin embargo, todo el que tiene intención de salir cuenta con ella. Es fundamental para explicar el comportamiento en cuestión esa creencia que ni se piensa. El contar con ella se tornaría objeto de pensamiento consciente sólo cuando se experimentase la «clarísima y violenta sorpresa» -dice el filósofo- «de que no había aquélla». Esa sorpresa es la que hace posible reflexionar con «conciencia clara y aparte» sobre los supuestos inconscientes que representan las cosas con las que contamos, pero en las que no pensamos. Por eso Ortega y Gasset critica la visión intelectualista del ser humano, la predominante en la tradición filosófica, que le da demasiada importancia a las ideas pensadas y escritas, despreciando el «estrato de las creencias más o menos inexpresas», de las cosas con las que se cuenta, imprescindible sin embargo para «esclarecer la vida desde su subsuelo».
Se dice aquí y allá que la pandemia nos ha pillado por sorpresa, esa sorpresa a la que alude Ortega en su ensayo. Si al menos esta sorpresa generase un estado de epojé colectiva, que elevase nuestro nivel de conciencia. Entonces, además de violenta, que lo es en tanto que ha roto las costuras de nuestra cotidianeidad, la sorpresa también cumpliría con el calificativo de clarísima. 
Leía yo con mis alumnos en los días de la declaración de pandemia por parte de la Organización Mundial de la Salud un artículo de finales del siglo pasado del filósofo Xavier Rubert de Ventós. Lleva por título El azar y la moralidad. En él su autor esboza un cuadro bastante certero a mi parecer de la sempiterna lucha que la especie humana ha librado desde sus inicios contra el imperio del azar, es decir, del destino o los dioses en terminología clásica; fata, los hados, que decían los estoicos, de acuerdo con su propuesta de ataraxia, que a los conformes guían y a los que se resisten, arrastran. 
Fue siempre deseo de homo sapiens reducir el territorio de dominio del azar para hacerse cargo él de su administración. Imponer el sentido en el piélago insondable de la entropía es la inveterada brega existencial de nuestra especie. Tragedia, drama, comedia, depende de la ilusión del juicio. En un tiempo fueron los dioses o Dios los que calmaron la ansiedad ante la incertidumbre de la desgracia, de la enfermedad, de la muerte. Nadie como el genial filósofo Baruch Spinoza (o Benedictus de Espinosa) supo plasmar esa pulsión tan humana. Lo hizo en uno de los epílogos de su inmortal Ética demostrada según el orden geométrico (1677). Aquí pondera el pensador holandés lo que tranquiliza al ser humano conocer el fin que persiguen las cosas que en la naturaleza ocurren; lo que valora, pues, la identificación de las causas finales y cómo, en consecuencia, «ello hace concluye Spinoza que consideren todas las cosas de la naturaleza como si fuesen medios para conseguir lo que les es útil». De aquí a la creencia en una providencia de orden divino que dispone todo para servicio del ser humano hay sólo un paso. 
Esta cosmovisión que el pensador racionalista tacha de superstición fue esbozada en términos filosóficos por  el griego Anaxágoras, quien hace dos mil quinientos años vino a definir el cosmos como un sistema orientado a fines (telos) según el diseño de una inteligencia (nous). Esta es la cocepción teleológica a la que se opone el mecanicismo de Demócrito, posiblemente discípulo de aquél, que reconoce el papel del azar en una naturaleza esencialmente  constituida por materia.
Con la Ilustración y, sobre todo, con el triunfo del paradigma evolucionista se reconoce el imperio del azar y la necesidad en la naturaleza. Demócrito le gana la partida histórica a Anaxágoras. El establecimiento de los fines es potestad de nuestra especie, que a través del conocimiento podrá dar con los más apropiados medios para su consecución. El éxito de esta nueva cosmovisión a comienzos del siglo XXI lo glosa con elocuencia Yuval-Noah Harari en sus libros. En uno de ellos, Homo Deus: breve historia del mañana, publicado hace cinco años, el pensador israelí da testimonio del recorrido histórico de esa moderna cosmovisión que le ha permitido arrebatarle el cetro del destino del planeta al conjunto de las causas naturales para introducir el plan del progreso de nuestra especie en el devenir azaroso de la materia inconsciente. (No otra cosa significa la noción de antropoceno). Ello ha culminado en la derrota de los tres grandes factores aniquiladores de la humanidad, a saber: la hambruna, la peste y la guerra. 
Fue un coetáneo de Spinoza, el francés Blaise Pascal, quien estableció nuestra superioridad cósmica al comparar al hombre con una caña, quizá la más frágil de la naturaleza, pero superior «en tanto que él sabe que muere y la ventaja que el universo tiene sobre él. El universo no sabe nada». Seguramente en estas palabras se condensa la idea del humanismo que forma parte del núcleo de lo que se entiende por Modernidad junto con las ideas de progreso y civilización. Hasta tal punto estas ideas no son meros constructos intelectuales sino «cosas con las que contamos» en el sentido acuñado por Ortega que ya a finales del siglo pasado en la cresta de la ola de la posmodernidad que no es sino la sombra de la modernidad el intelectual profeta Francis Fukuyama decretó el final de la historia. 
Pero hace unos días como en el ejemplo de Ideas y creencias quisimos salir a la calle y no había calle. De repente, todo se nos puso entre paréntesis. Nuestra cotidianeidad saltó en mil pedazos y el mundo real irrumpió en nuestras vidas arrollando el conjunto de cosas con las que contamos. En nuestro ecosistema antropogénico de certidumbres ha brotado un venero de contingencia, trágica contingencia, que amenaza con anegarlo. La peste ha vuelto, la pandemia que nos mantiene enclaustrados pone entre paréntesis todas las certezas, lo queramos pensar o no.  
No hay quien pare a la evolución, cuyo motor es el azar. El azar sigue al mando en forma de virus proveniente no se sabe de dónde. La naturaleza que no piensa le vuelve a echar un pulso al primate que cree saber. Fue Thomas Schelling, economista ganador del premio Nobel fallecido hace cuatro años, quien en alguno de sus escritos llama la atención sobre la tendencia humana a considerar que «lo poco conocido» es «improbable». La contingencia que no nos hayamos planteado seriamente nos parecerá extraña, tan improbable que consideramos que no merece la pena planteársela seriamente de tal forma que se la pueda tener en cuenta a la hora de planificar. A nuestro mundo de representaciones, ese en el que las naciones son más reales que la humanidad y el dinero más que la vida, le pasa lo que al rey desnudo del cuento, y ahora nos abruman los dilemas en medio de una encrucijada de incertidumbres: ¿democracia liberal o autoritarismo? ¿Cuidado o economía? ¿Solidaridad o miedo? ¿Salvación o catarsis? ¿Verdad o ilusión? ¿Materia o representación?
Hay que reconocer que nos hallamos ante un prodigioso experimento, ante una de esas pruebas por las que la humanidad ha de pasar de tanto en tanto, todo un reto que nos plantea la naturaleza, un examen a nuestra sabiduría. La que se echa en falta cuando uno oye a ciertos dirigentes políticos, haciendo de capitán A posteriori, ese personaje de la serie de dibujos animados llamada South Park, que es una caricatura de superhéroe cuyo poder consiste en advertir de los errores que se cometieron y que permitieron que ocurriese un desastre. A toro pasado siempre es fácil hacer una buena faena.  Criticaba uno de esos políticos, defensor precisamente del arte de la lidia, que el gobierno no hubiera decretado mucho antes el estado de alarma, que tenía que haberse adelantado a los acontecimientos para prevenir esta catástrofe. Qué fácil resulta identificar las señales que la realidad nos mandaba después de que han sucedido los hechos. Críticas en palmaria incongruencia con la postura de su partido respecto de la emergencia climática, a este respecto adscrito al negacionismo. Y si ganar en sabiduría exige antes que nada aprender diríase que estamos ante una lección de plausible aplicación a la crisis medioambiental. Esta aciaga coyuntura podría repetirse verosímilmente provocada por una alarma debida a -pongamos por caso- la mala calidad del aire, que lo convierte en irrespirable, o a unas temperaturas por encima del nivel tolerable para un organismo de nuestra especie, o a la carencia de agua potable. ¿Seguiremos disfrutando de las mieles de la inconsciencia dado que todo ello aún se percibe lejano o ni se percibe? ¿Hay sabiduría si no se gana en nivel de conciencia? ¿Lo hay si no valoramos las cosas por lo que son y nos empeñamos en seguir haciéndolo por lo que pueden llegar a ser algún día? ¿Tendrá que infligirnos la realidad un castigo aún más severo?
En la serie de televisión de culto de los años noventa, Doctor en Alaska (Northern Exposure en el original inglés), en uno de los episodios un personaje se dedica a robar objetos triviales a los vecinos del pueblo en el que vive. Cuando es descubierto y se le pide explicaciones de los motivos de su conducta dice: «Por lo salvaje, por lo salvaje; se nos está agotando, incluso aquí en Alaska. La gente necesita que se le recuerde que el mundo es inseguro e impredecible, y que por menos de nada pueden llegar a perderlo todo tal que así». 
Acaso este amargo trago que nos toca tomar ponga en evidencia lo ajado de nuestras ideas. El devenir histórico lleva décadas transcurriendo a lomos de una tecnología que ha imprimido a la economía un poder de conformación de la vida humana en ausencia de un paradigma verdadero y no meramente ideológico, libre prácticamente de crítica política. Puede que este sea el momento en el que la realidad nos devuelva la conciencia de lo que las cosas valen y comience la rebelión contra la dictadura del hipercapitalismo, el cual requiere de una cultura del narcisismo patológico para retroalimentarse y así perpetuarse.
Escudados en nuestra confortable cotidianeidad, donde todo es transparente sujeto como está a una lógica humana que le da la espalda al mundo real es decir, al material o natural, nos manteníamos ilusoriamente a salvo de las contingencias. manifestaciones que son elemento esencial de la realidad que a fuer de engreimiento antropológico hemos desahuciado de nuestro modo de vida. De éste forma parte esencial por el contrario la planificación, que se basa en contar con que las cosas van a seguir como hasta ahora y que seguiremos vivos para programar viajes y comprar billetes de avión o adquirir entradas para espectáculos o programar eventos o hacer precisas previsiones económicas según las cuales fijar presupuestos. Todo ello con meses  y años de antelación.
El imperio del azar, pródigo en contingencias sin número, ése al que nunca reduciremos del todo por muy poderosa que llegue a ser nuestra tecnología, nos ha puesto en nuestro sitio. Nos ha mandado al rincón de pensar sirviéndose de un insignificante virus que no piensa. Y nos ha colocado ante la evidencia de nuestra mortalidad.
Nuestra individualidad, que es lo primero que se nos impone nada más nacer mediante el nombre, ante la fuerza imponente de la naturaleza, se ha de rendir y reconocer lo que somos al final, animales, frágiles sistemas biofísicos que se enfrentan a la ineludible contingencia radical con el necesario cuidado de los otros. 

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