Los Ángeles: noviembre, 2019 (Mediataciones metafísicas en torno a un futuro que ya es pasado)
Un año acaba, otro comienza. No sabe el tiempo que los hombres lo cuentan.(Agustín García Calvo: La lluvia)
¿A dónde va el presente cuando se convierte en pasado? ¿Dónde está el pasado? (L. Wittgenstein)
Por José María Agüera Lorente
La tentación era demasiado fuerte. Así que, siguiendo el consejo del genial Oscar Wilde, para librarme de ella, cedí. Y he vuelto a utilizar en clase de filosofía de 1º de bachillerato la película de Ridley Scott, Blade Runner. Estrenada en 1982, la historia que cuenta, inspirada en la novela de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, se sitúa cronológicamente en noviembre de 2019, es decir, en nuestro ahora. Era, pues, irresistible para mí la idea de ofrecerles a mis alumnos la oportunidad de reflexionar sobre su presente a partir de una ficción que lo había imaginado desde un pasado en realidad inexistente para ellos. Tengo que advertir –dicho sea de paso– que cuando trato de hacerles reflexionar sobre el significado de las cosas que les tocan vivir en su tiempo pocas veces recurren por propia iniciativa al conocimiento que la historia les podría aportar. Soy yo quien tiene que inducirles a un ejercicio de memoria para conectar lo actual con lo pasado con el fin de comprender el significado de palabras, pautas de conducta, valores vigentes, etc. Imprescindible ejercicio al que no cabe renunciar. De lo contrario, se corre el riesgo de ser sumidos en una especie de corriente hiperacelerada de (pseudo)noticias que estrechan el horizonte humano. Seguramente –y esto lo habré escrito en alguna otra ocasión– una parte importante de lo que ahora acontece sea resultado de una especie de amnesia colectiva que se impone como consecuencia de una visión cortoplacista que todo lo invade.
Este es el tema que yo creo atraviesa toda la película que he querido conmemorar modestamente en mis clases: el tiempo, el ser en el tiempo que es el existir y la conciencia de ese existir y ese su reflejo especular que es la conciencia de su límite y que es lo que nos hace mortales. Lo expresa tan bien como suele Fernando Savater en Las preguntas de la vida (1999), en el capítulo que significativamente titula La muerte para empezar: «la certidumbre personal de la muerte nos humaniza, es decir, nos convierte en verdaderos humanos, en "mortales". [...] Las plantas y los animales no son mortales porque no saben que van a morir, no saben que tienen que morir: se mueren, pero sin conocer nunca su vinculación individual, la de cada uno de ellos, con la muerte. [...] No es mortal quien muere, sino quien está seguro de que va a morir. [...] Los auténticos vivientes somos solo los mortales, porque sabemos que dejaremos de vivir y que en eso precisamente consiste la vida».
Ateniéndonos a este punto de vista sobre la muerte y la condición de ser humano, la cuestión que cabe plantearse en Blade Runner respecto de los replicantes de cuán humanos son esos productos de la bioingeniería más sofisticada, tiene una respuesta evidente: son tan humanos como los humanos que los crearon artificialmente dado que son tan angustiosamente conscientes de su mortalidad.
«Tiempo... El suficiente». Son las primeras palabras que le oímos a ese atormentado personaje, remedo de cualquier angustiado filósofo existencialista, que es Roy Batty, la más sofisticada creación, perteneciente a la generación Nexus 6, posmoderna versión del Frankenstein de Mary Shelley, que quiere algo tan humano como vivir más, ya que sabe que, como producto diseñado mediante ingeniería genética, tiene tasado su tiempo de vida. Recuérdese: «más humanos que los humanos» es el lema que motiva los trabajos de la Tyrrell Corporation, la empresa fabricante de esos seres no nacidos de mujer, los replicantes, réplicas artificiales de nosotros, hombres y mujeres a simple vista. Concebidos para la realización de determinados trabajos ingratos y peligrosos para los humanos, esclavos en verdad, pero no robots, no computadoras, como ellos mismos dicen en un momento dado: «no somos computadores, somos físicos». Cuando yo pregunto por el sentido de esta frase a mis alumnos, pocos intuyen la gran carga ontológica que contiene. Con ella se está destacando el valor para el existir del cuerpo; pronunciada por ese ser que es artificial, pero que existe merced a su corporeidad de la que es consciente y, por lo mismo, mortal.
Para hacerse una idea de lo decisivo de nuestro ser corpóreo a la hora de comprender el fundamento de nuestra conciencia existencial, nadie mejor que Antonio Damasio, el neurocientífico que en libros como La sensación de lo que ocurre (2001) y El error de Descartes (1994) demuestra desde su conocimiento de los fundamentos neurobiológicos de nuestra mente el decisivo papel del cuerpo en el ser de la autoconciencia. En palabras del segundo de los títulos mencionados: «Sean cuales sean las preguntas que podamos plantearnos sobre quiénes somos y por qué somos cómo somos, lo cierto es que somos organismos vivos complejos con un cuerpo».En términos más puramente filosóficos, Santiago Alba Rico desarrolla en su libro de hace dos años titulado Ser o no ser (un cuerpo) su tesis de que el ser humano es el único animal que huye de su cuerpo, que la nuestra es una civilización que niega nuestra esencia corporal. Quizá –digo yo– resida en esta negación nuestra incapacidad política para afrontar los problemas universales de la humanidad entera. Porque nos negamos a asumir lo que somos, cuerpos, cuerpos en los que el tiempo se torna autoconsciente. Decía Isaac Newton, ese místico metido a filósofo natural, que espacio y tiempo eran sensorium Dei, los órganos sensoriales de Dios, los que garantizan su omnipresencia y eternidad. Pues bien, la autoconciencia es el órgano sensorial del tiempo; y en su suprema experiencia, el aburrimiento, el tiempo queda como estancado en el cuerpo y se torna densamente yo.
«Tiempo... El suficiente». Son las primeras palabras que le oímos a ese atormentado personaje, remedo de cualquier angustiado filósofo existencialista, que es Roy Batty, la más sofisticada creación, perteneciente a la generación Nexus 6, posmoderna versión del Frankenstein de Mary Shelley, que quiere algo tan humano como vivir más, ya que sabe que, como producto diseñado mediante ingeniería genética, tiene tasado su tiempo de vida. Recuérdese: «más humanos que los humanos» es el lema que motiva los trabajos de la Tyrrell Corporation, la empresa fabricante de esos seres no nacidos de mujer, los replicantes, réplicas artificiales de nosotros, hombres y mujeres a simple vista. Concebidos para la realización de determinados trabajos ingratos y peligrosos para los humanos, esclavos en verdad, pero no robots, no computadoras, como ellos mismos dicen en un momento dado: «no somos computadores, somos físicos». Cuando yo pregunto por el sentido de esta frase a mis alumnos, pocos intuyen la gran carga ontológica que contiene. Con ella se está destacando el valor para el existir del cuerpo; pronunciada por ese ser que es artificial, pero que existe merced a su corporeidad de la que es consciente y, por lo mismo, mortal.
Para hacerse una idea de lo decisivo de nuestro ser corpóreo a la hora de comprender el fundamento de nuestra conciencia existencial, nadie mejor que Antonio Damasio, el neurocientífico que en libros como La sensación de lo que ocurre (2001) y El error de Descartes (1994) demuestra desde su conocimiento de los fundamentos neurobiológicos de nuestra mente el decisivo papel del cuerpo en el ser de la autoconciencia. En palabras del segundo de los títulos mencionados: «Sean cuales sean las preguntas que podamos plantearnos sobre quiénes somos y por qué somos cómo somos, lo cierto es que somos organismos vivos complejos con un cuerpo».En términos más puramente filosóficos, Santiago Alba Rico desarrolla en su libro de hace dos años titulado Ser o no ser (un cuerpo) su tesis de que el ser humano es el único animal que huye de su cuerpo, que la nuestra es una civilización que niega nuestra esencia corporal. Quizá –digo yo– resida en esta negación nuestra incapacidad política para afrontar los problemas universales de la humanidad entera. Porque nos negamos a asumir lo que somos, cuerpos, cuerpos en los que el tiempo se torna autoconsciente. Decía Isaac Newton, ese místico metido a filósofo natural, que espacio y tiempo eran sensorium Dei, los órganos sensoriales de Dios, los que garantizan su omnipresencia y eternidad. Pues bien, la autoconciencia es el órgano sensorial del tiempo; y en su suprema experiencia, el aburrimiento, el tiempo queda como estancado en el cuerpo y se torna densamente yo.
El cuerpo tiene mucha importancia en Blade Runner, en efecto. A través suyo las emociones se tornan evidentes; por sus reacciones se trata de distinguir al verdadero humano del replicante. En la secuencia final, cuando Roy Batty y Deckard, el policía que tiene la misión de matarlo, se enfrentan, a pesar de su antagonismo, ambos quedan hermanados en el dolor que les causan las heridas que mutuamente se han infligido en la lucha. En el dolor decía Miguel de Unamuno se halla la raíz de la conciencia, pues nunca nos pesa más que cuando padecemos dolor, mientras que cuando la vida nos otorga sus deleites aquélla se torna liviana. Cuando duele el cuerpo se hace presente eterno, peso muerto de la consciencia.
No será por casualidad, entonces, que el escritor vasco fuese uno de los pensadores más aficionados a reflexionar sobre la muerte y sobre la propia conciencia individual, cuya extinción constituye el meollo trágico de nuestra mortalidad o –lo que es lo mismo siguiendo el planteamiento de Savater– nuestra humanidad. Su fe, que reconocía irracional y en agónica pugna con las certezas de la razón, le llevaba, incluso, a fantasear con burlar a la muerte desde la creencia ciega en la personal inmortalidad. Y jugó a ser Dios, incluso, en su novela más original, Niebla, de hace un siglo más o menos, en la que el desenlace permite establecer comparaciones con una de las secuencias de Blade Runner; a mi modo de ver, la que más preñada de significados se halla.
En Niebla, Augusto Pérez, el personaje protagonista de la historia que se cuenta, llega a un punto de la trama en que decide suicidarse, pero antes viaja a Salamanca a hablar con Unamuno, el autor a fin de cuentas de su historia. El encuentro es equivalente al que en la película mantienen el replicante Roy y su creador, el doctor Eldon Tyrrell. El esquema ontológico en ambos casos es el mismo: Dios-creador versus criatura; y el motor dialéctico entre ambos, equivalente: la rebelión del que quiere vivir más frente al que dicta su fecha de caducidad. Como dice Roy Batty en un momento dado de la conversación que mantiene con su hacedor: «I want to live more, fucker», que en el doblaje al castellano (con la imponente voz de Constantino Romero, por cierto) se convirtió en «yo quiero vivir más, padre». Pero el mensaje en esencia queda inalterado y es la expresión del anhelo prometeico esencialmente humano y que está arraigado en su condición de mortal. Se trata de romper con los barrotes de su jaula espaciotemporal, de trascender los límites de su existencia carnal. Ya sea mediante la poíesis (ποιησις) de la literatura en el caso de Unamuno o de la téchne (τεχνη) de la bioingeniería en el caso de Tyrrell, ambos dos, esencialmente, actos de creación émulos de la divinidad.
Tanto en Blade Runner como en Niebla, se enfrentan dos egos, dos individualidades conscientes que chocan entre sí por ser más: unos (Tyrrell y Unamuno), asumiendo el rol de dioses; otros (Roy Batty y Augusto Pérez), rebelándose contra su tiempo finito, no aceptando lo que ontológicamente los determina como entidades conscientes. Paradójicamente sus conciencias se constituyen desde la experiencia del tiempo, que sólo desde sus experiencias autoconscientes adquiere sentido en la estructura triádica de pasado, presente y futuro. De ellos tres, sólo el pasado es real, con entidad propia al margen del pensamiento. Éste es condición necesaria para percibir el presente, mera ilusión que se diluye cuando se trata de aprehender, aunque sea ilusión potente merced al lenguaje que lo fija. El futuro no existe, aunque con él cuenta el existente con conciencia para proyectar el sentido de su tiempo, para darle significado en forma de voluntad, destino planificado o azar. Prueba de ello es el filme de Ridely Scott, futuro cuando fue escrito su guión por un ser autoconsciente capaz de proyectarse en el tiempo: noviembre de 2019 (un nombre y un número abstractos para identificar lo que es puro devenir), ya presente que, sin más, desafiará la contención de nuestra conciencia para acabar siendo pasado. Como es prueba igualmente de la futilidad de ese proyectarse hacia el futuro lo poco que se parece la ciudad de Los Ángeles que plasma la película con la actual. En cuanto a la tecnología, no hemos alcanzado a fabricar los coches voladores que en el filme se muestran, pero sí a desarrollar un mundo virtual, como es internet, del que no hay rastro alguno en aquél.
Me fascina ese egocentrismo que ingenuamente encarnan tanto el replicante de Blade Runner como el protagonista de la novela de Unamuno. Es el mismo que detecto entre los creyentes en la vida eterna o, más bien, los incrédulos, porque, como advierte certeramente Fernando Savater en el libro ya mencionado, el que cree en su inmortalidad cree contra toda evidencia, pues no hay cosa más cierta que la muerte de cada cual. En cualquier caso, qué clase de vida es la vida eterna sin cuerpo, vida no, sin vísceras ni todo aquello que nos permite experimentar lo que de carnal tiene la vida y que es su esencia.En cierta ocasión le leí a Unamuno –no recuerdo ahora dónde– que el amor nos hace sentir todo lo que el alma tiene de cuerpo. Hasta Dios, decía Ortega y Gasset en El tema de nuestro tiempo (1923), nos necesita a cada una de sus criaturas y sus singulares puntos de vista para tener experiencia de la vida, o sea, del tiempo encarnado; ¿y qué, si no el cuerpo, nos otorga el anclaje a la experiencia vital siempre definida por unas circunstancias concretas que determinan una perspectiva única?
El tiempo de nuestra existencia constituye nuestro mundo (nuestro entorno de sentido) y poco tiene que ver con el tiempo cósmico, como los colores que proyecta nuestra conciencia mortal, que no existen fuera de nuestra mente pero que son para nosotros componentes irrefutables de la realidad objetiva. Porque somos «físicos», igualito que los replicantes de Blade Runner, tenemos conciencia del tiempo, lo sentimos, es una sensación –como la de los colores– que proyectamos hacia el futuro, que es asimismo producto de nuestra sensación del tiempo y que aún no es nuestro cuando ya lo hemos invertido a meses y años vista. Se puede decir que cuando nacemos contraemos una deuda con el tiempo cósmico. Por cierto, que la palabra «físico» viene del griego Φύσις (physis), la cual, a su vez, proviene del verbo φύω (phyo), que significa crecer o brotar; es decir, el tiempo expresándose. Somos físicos; somos expresión del tiempo, a él nos debemos.
Y tenemos consciencia de ello, y por eso preguntamos cuánto nos queda (del crédito). Esta pregunta está en Blade Runner, pronunciada por Deckard (Harrison Ford) en el momento en que ve cómo muere su antagonista, replicante pero humano, demasiado humano; y lo identifica como tal porque reconoce en esa criatura las mismas incertidumbres metafísicas que le angustian a él y a cualquier ser dotado de conciencia: ¿de dónde vengo? ¿A dónde voy?... ¿Cuánto tiempo me queda? La misma pregunta que yo me hice cuando vi por primera vez esta obra maestra del séptimo arte. Corría el año 1982. Cuando, tras los rótulos con la contextualización inicial de la historia que se nos iba a contar, aparecieron en la pantalla las palabras «Los Ángeles: november, 2019», automáticamente pensé en mí, en mi vida, en la edad que tendría (más o menos la misma que el doctor Tyrrell en la película), dando por supuesto inconscientemente que este mi yo seguiría existiendo, pero abocado ya sin remedio a la pregunta; ¿cuánto tiempo me queda?
Por esas coincidencias cuya causación adjudica el ser humano a esa antropomorfización del tiempo que es el destino, a la que otorga intenciones e ironías, este mismo año, el de la muerte en la ficción de Roy Batty el replicante, murió el 19 de julio el actor que lo interpretó para la película, el holandés Rutger Hauer, el que declamó uno de los monólogos más emocionantes de la historia del cine, y que acaba diciendo: «Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir». Parece ser que una parte sustancial de estas palabras fue aportación original del actor ya fallecido. Si fue así, hay que alegrarse por el luminoso momento de inspiración que tuvo, porque pocas veces se logra decir tanto y tan profundo con tan pocas palabras. Dos veces aparece en esta cita la palabra «time» (tiempo). La primera vez es para significar el tiempo en el que los momentos de los que se compone una vida se diluyen, pierden entidad, al igual que las minúsculas y efímeras lágrimas acaban diluyéndose en la lluvia. Las lágrimas expresan la emoción que dota de significado lo vivido, que impregnan el Universo de emotividad y lo hacen mi mundo, el que me duele, mientras que la lluvia es un fenómeno atmosférico que responde a las condiciones y leyes de la naturaleza, una naturaleza carente de intenciones, ciega a los fines perseguidos por los humanos, insensible a su angustia vital, igual que el tiempo cósmico en el que transcurre inserta la existencia humana y que se mantiene impeturbable ante nuestra querencia de más. La segunda vez que aparece en el monólogo la palabra, en el sintagma en inglés «time to die», se traduce en la versión castellana por «es hora de morir». Acertadamente a mi juicio, porque la expresión está cargada de subjetividad, de toma de conciencia radical y trágica, pues es ese momento el que todos afrontaremos absolutamente en soledad con el vértigo de asomarnos al abismo insondable de la nada, que existencialmente es la ausencia de conciencia, o sea, de experiencia del tiempo.
Tanto en Blade Runner como en Niebla, se enfrentan dos egos, dos individualidades conscientes que chocan entre sí por ser más: unos (Tyrrell y Unamuno), asumiendo el rol de dioses; otros (Roy Batty y Augusto Pérez), rebelándose contra su tiempo finito, no aceptando lo que ontológicamente los determina como entidades conscientes. Paradójicamente sus conciencias se constituyen desde la experiencia del tiempo, que sólo desde sus experiencias autoconscientes adquiere sentido en la estructura triádica de pasado, presente y futuro. De ellos tres, sólo el pasado es real, con entidad propia al margen del pensamiento. Éste es condición necesaria para percibir el presente, mera ilusión que se diluye cuando se trata de aprehender, aunque sea ilusión potente merced al lenguaje que lo fija. El futuro no existe, aunque con él cuenta el existente con conciencia para proyectar el sentido de su tiempo, para darle significado en forma de voluntad, destino planificado o azar. Prueba de ello es el filme de Ridely Scott, futuro cuando fue escrito su guión por un ser autoconsciente capaz de proyectarse en el tiempo: noviembre de 2019 (un nombre y un número abstractos para identificar lo que es puro devenir), ya presente que, sin más, desafiará la contención de nuestra conciencia para acabar siendo pasado. Como es prueba igualmente de la futilidad de ese proyectarse hacia el futuro lo poco que se parece la ciudad de Los Ángeles que plasma la película con la actual. En cuanto a la tecnología, no hemos alcanzado a fabricar los coches voladores que en el filme se muestran, pero sí a desarrollar un mundo virtual, como es internet, del que no hay rastro alguno en aquél.
Me fascina ese egocentrismo que ingenuamente encarnan tanto el replicante de Blade Runner como el protagonista de la novela de Unamuno. Es el mismo que detecto entre los creyentes en la vida eterna o, más bien, los incrédulos, porque, como advierte certeramente Fernando Savater en el libro ya mencionado, el que cree en su inmortalidad cree contra toda evidencia, pues no hay cosa más cierta que la muerte de cada cual. En cualquier caso, qué clase de vida es la vida eterna sin cuerpo, vida no, sin vísceras ni todo aquello que nos permite experimentar lo que de carnal tiene la vida y que es su esencia.En cierta ocasión le leí a Unamuno –no recuerdo ahora dónde– que el amor nos hace sentir todo lo que el alma tiene de cuerpo. Hasta Dios, decía Ortega y Gasset en El tema de nuestro tiempo (1923), nos necesita a cada una de sus criaturas y sus singulares puntos de vista para tener experiencia de la vida, o sea, del tiempo encarnado; ¿y qué, si no el cuerpo, nos otorga el anclaje a la experiencia vital siempre definida por unas circunstancias concretas que determinan una perspectiva única?
El tiempo de nuestra existencia constituye nuestro mundo (nuestro entorno de sentido) y poco tiene que ver con el tiempo cósmico, como los colores que proyecta nuestra conciencia mortal, que no existen fuera de nuestra mente pero que son para nosotros componentes irrefutables de la realidad objetiva. Porque somos «físicos», igualito que los replicantes de Blade Runner, tenemos conciencia del tiempo, lo sentimos, es una sensación –como la de los colores– que proyectamos hacia el futuro, que es asimismo producto de nuestra sensación del tiempo y que aún no es nuestro cuando ya lo hemos invertido a meses y años vista. Se puede decir que cuando nacemos contraemos una deuda con el tiempo cósmico. Por cierto, que la palabra «físico» viene del griego Φύσις (physis), la cual, a su vez, proviene del verbo φύω (phyo), que significa crecer o brotar; es decir, el tiempo expresándose. Somos físicos; somos expresión del tiempo, a él nos debemos.
Y tenemos consciencia de ello, y por eso preguntamos cuánto nos queda (del crédito). Esta pregunta está en Blade Runner, pronunciada por Deckard (Harrison Ford) en el momento en que ve cómo muere su antagonista, replicante pero humano, demasiado humano; y lo identifica como tal porque reconoce en esa criatura las mismas incertidumbres metafísicas que le angustian a él y a cualquier ser dotado de conciencia: ¿de dónde vengo? ¿A dónde voy?... ¿Cuánto tiempo me queda? La misma pregunta que yo me hice cuando vi por primera vez esta obra maestra del séptimo arte. Corría el año 1982. Cuando, tras los rótulos con la contextualización inicial de la historia que se nos iba a contar, aparecieron en la pantalla las palabras «Los Ángeles: november, 2019», automáticamente pensé en mí, en mi vida, en la edad que tendría (más o menos la misma que el doctor Tyrrell en la película), dando por supuesto inconscientemente que este mi yo seguiría existiendo, pero abocado ya sin remedio a la pregunta; ¿cuánto tiempo me queda?
Por esas coincidencias cuya causación adjudica el ser humano a esa antropomorfización del tiempo que es el destino, a la que otorga intenciones e ironías, este mismo año, el de la muerte en la ficción de Roy Batty el replicante, murió el 19 de julio el actor que lo interpretó para la película, el holandés Rutger Hauer, el que declamó uno de los monólogos más emocionantes de la historia del cine, y que acaba diciendo: «Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir». Parece ser que una parte sustancial de estas palabras fue aportación original del actor ya fallecido. Si fue así, hay que alegrarse por el luminoso momento de inspiración que tuvo, porque pocas veces se logra decir tanto y tan profundo con tan pocas palabras. Dos veces aparece en esta cita la palabra «time» (tiempo). La primera vez es para significar el tiempo en el que los momentos de los que se compone una vida se diluyen, pierden entidad, al igual que las minúsculas y efímeras lágrimas acaban diluyéndose en la lluvia. Las lágrimas expresan la emoción que dota de significado lo vivido, que impregnan el Universo de emotividad y lo hacen mi mundo, el que me duele, mientras que la lluvia es un fenómeno atmosférico que responde a las condiciones y leyes de la naturaleza, una naturaleza carente de intenciones, ciega a los fines perseguidos por los humanos, insensible a su angustia vital, igual que el tiempo cósmico en el que transcurre inserta la existencia humana y que se mantiene impeturbable ante nuestra querencia de más. La segunda vez que aparece en el monólogo la palabra, en el sintagma en inglés «time to die», se traduce en la versión castellana por «es hora de morir». Acertadamente a mi juicio, porque la expresión está cargada de subjetividad, de toma de conciencia radical y trágica, pues es ese momento el que todos afrontaremos absolutamente en soledad con el vértigo de asomarnos al abismo insondable de la nada, que existencialmente es la ausencia de conciencia, o sea, de experiencia del tiempo.
Supongo que conoce el lector que hace un par de años se estrenó la secuela de Blade Runner, con el mismo título al que se le añadió una fecha: 2049. Quien la haya visto sabe que retoma la historia en ese año, un nuevo futuro, una nueva proyección de seres conscientes devoradores de tiempo. Cuando la vi no pude evitar plantearme las preguntas que me lanzaba la elucubración ficticia de ese futuro que acabará siendo lo que marca la entropía, pasado. ¿Estaré vivo en el año 2049? ¿Tendré mi cabeza en condiciones para escribir un comentario sobre ella? ¿Estará vivo usted para leerlo? ¿Cuánto tiempo nos queda?
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