¿Es el escepticismo una moda?
06/08/2019
¿El
escepticismo está de moda? Parece que sí. Si hasta hace poco lo más cool era presumir de homeopatía, reiki y feng-shui, ahora lo es denunciarlos como bulos o mitos. Parece
haber un giro de 180º desde la aceptación entusiasta de las pseudociencias y
pseudoterapias a la “caza de brujas” contra ellas. Un ejemplo es la reciente
campaña del gobierno llamada #coNprueba (campaña y más
información), y en la que se nota la influencia del ministro de
Ciencia, Pedro Duque, que
ya se las vio con un terraplanista. Además, prolifera la tendencia a
buscar, encontrar y denunciar mitos y bulos utilizando la metodología
científica. Uno de los mejores ejemplos es la web “Maldito bulo”.
El
escepticismo no es algo nuevo, ni mucho menos, aunque ahora sea mucho más
visible que antes. Como movimiento organizado se remonta a los años 70 del
siglo pasado en EEUU, en torno al CSICOP
y figuras relevantes como Carl Sagan, Paul Kurtz, Martin Gardner o James Randi.
En España existen asociaciones equivalentes como ARP-SAPC (1986) y el Círculo Escéptico,
vinculadas a personalidades como Félix
Ares, Javier Armentia o Luis Alfonso Gámez.
¿A
qué se debe este cambio? Es difícil responder sin una investigación rigurosa de
por medio, pero podemos adelantar hipótesis o señalar algunas posibles
variables. Una de ellas es la acción militante de ese movimiento escéptico. Pensemos
en el
reto del millón de dólares de Randi. De los tiempos de la revista en
papel como el Skeptical Inquirer o El Escéptico, se ha
pasado a la ciberacción (a través de blogs, principalmente), a la acción en la
calle (los suicidios
homeopáticos) y la difusión de la ciencia y el pensamiento crítico en
eventos tipo “Pint of Science”, “Escépticos en el Pub”
o mucho mayores como en Naukas o Desgranando Ciencia.
Todo
este trabajo ha debido influir, sin duda. Aunque también podría haber pasado
sin pena ni gloria, de hecho así ha sido durante muchos años hasta ahora. Esta
labor de difusión científica y escéptica posiblemente haya abonado el terreno
que permitió después que la semilla creciera: siendo necesario no era suficiente.
A mi modo de ver, hubo otros varios acontecimientos que hicieron de semillas
para eso.
Uno
fue el descrédito en el que cayó la homeopatía y la (pseudo)medicina mal
llamada natural a raíz de unas declaraciones de la malograda ex ministra del PP
Ana Mato en 2012. En plena crisis se le ocurrió decir que para reducir gasto
sanitario sustituiría algunos medicamentos por “algo
natural”. La respuesta escéptica no se hizo esperar en la Lista
de la Vergüenza o por parte de Gámez
o Mulet.
Esto no hubiera pasado de aquí, seguramente, si no llega a ser porque a raíz de
esto la crítica a la “medicina natural” o “alternativa” salió del mundillo
escéptico al gran público de la mano de la izquierda política. La polémica
saltó a Menéame
y apareció en la revista El
Jueves y el programa El
Intermedio. Desde la izquierda política se utilizó la mofa y la crítica
escéptica de la homeopatía y similares para desprestigiar a la ministra, a su
gobierno y al PP. De repente, y esto sí es curioso, la
izquierda que poco antes veía con muy buenos ojos la homeopatía y todo lo
que fuera “natural” (o tan estúpido como la famosa pulsera Power Balance que
otros ministros lucieron en su momento) cargaron contra esos mismos
remedios fraudulentos. La homeopatía había entrado en la agenda política y el
debate público, y la izquierda se ponía en su contra. Izquierda Unida, por
ejemplo, aprobaba en su X Asamblea de ese mismo año (2012) una resolución
en contra de la homeopatía y demás pseudoterapias.
El
siguiente paso de envergadura tuvo lugar poco después y fue mucho más trágico: la
muerte en 2015, por primera vez desde los años 80, de un niño por difteria: el
niño de Olot. El niño, de 6 años, no estaba vacunado contra esta
enfermedad y murió por ello. Los padres se había dejado llevar por los bulos
antivacunas y sucedió la desgracia. Este caso, unido al
de Mario Rodríguez, de 21 años, que murió también por abandonar la
medicina y dejarse llevar por las pseudoterapias, y otros
más, dieron lugar a que el debate público aumentara. Más que debate,
consenso, porque la pseudociencia quedaba cada vez más arrinconada con
posicionamientos en contra ahora también de los partidos de derechas, como Ciudadanos
o el
PP. Y así llegamos a la campaña #coNprueba de un gobierno del PSOE.
A
este éxito del escepticismo no le han faltado también sus críticas. Ya no las
de los “magufos” de toda la vida que les acusan de “pseudoescepticismo”, sino
desde las propias filas escépticas o afines, como muestran este artículo de El
Confidencial o este otro de Angelo
Fasce. El quid de la cuestión parece girar en torno a dos aspectos
relacionados: uno más de estilo y otro más filosófico.
El
de estilo se refiere a la forma de divulgación de algunos escépticos, a la que
critican de arrogante e innecesariamente agresiva, no ya hacia la
pseudociencia, sino hacia los creyentes en ella. Para decir que la homeopatía
es falsa no hace falta decir que quien la compra es tonto, ignorante o idiota
por hacerlo. Curiosamente, y ese es uno de los riesgos de que el escepticismo
se ponga de moda, el escepticismo podría reproducir conductas propias de la
conspiranoia si cae en su versión ciencinazi de la que volveremos a hablar
hacia el final. Uno de los atractivos de las teorías de la conspiración está en
el sentimiento de superioridad que genera en sus creyentes. El conspiranoico se
siente especial porque (cree que) sabe algo que los demás no saben: la
existencia de una conspiración (secreta, por definición: ya sea por parte de
los masones, los Illuminati, los
reptilianos, la CIA, Monsanto…). Pero nótese que este sentido de superioridad
es algo así como un bien posicional (en términos económicos): su valor depende
de que los demás no lo tienen (parte del valor de tener un Ferrari o un yate
está en que la mayoría de los demás no pueden tenerlos). El conspiranoico
necesita que los demás no lo sean para sentirse especial (para destacar como figura sobre el fondo de los demás, en términos de la Gestalt). Si una teoría de la conspiración fuera universalmente
aceptada dejaría de serlo y desaparecería ese sentimiento (nadie destaca por
creer que la tierra es redonda sino por decir que es plana). Del mismo modo, el
escéptico puede sentir el mismo sentimiento de superioridad al percibirse como figura sobre un fondo de credulidad generalizada. Puede creerse más listo o más
inteligente porque él sabe algo que los demás no saben: que la homeopatía es un
timo, que los chemtrails solo son
nubes o que los reyes magos son los padres. Pero si el escepticismo se
extiende, el escéptico se confunde con
el fondo y ya no destaca. Es algo así
como la paradoja del bar. Hay un bar que es el mejor bar de la zona cuando hay poca gente en él. Pero eso
hace que acuda mucha gente, con lo que deja de ser el mejor bar; con lo que
deja de ir gente y vuelve a ser el mejor bar, con lo que acude más gente y deja
de serlo, etc. Ante esta situación, al escéptico solo le queda reivindicar con
orgullo que él ya era escéptico antes de que se pusiera de moda, que él es un
verdadero escéptico de toda la vida y no uno de los ahora, o radicalizar su
crítica escéptica o dirigirla hacia otros fondos
de credulidad en los que destacar como figura.
Luego volvemos sobre esto.
A
mi modo de ver, la actitud correcta no es la del insulto a la credulidad ni la
de desmontar los mitos, bulos y supersticiones a toda costa. Mucho más
interesante que andar diciendo por qué la homeopatía es un timo, y/o dejar caer
que quienes la consumen son idiotas por no saberlo, me parece que es intentar
comprender cómo es que, a pesar de que la homeopatía es un timo, y que la gente
no es idiota, la homeopatía ha llegado a tener tanto éxito. Y quien dice
homeopatía dice religión u otra pseudociencia (en la línea de Richard Wiseman o
Susan Blackmore. Sobre esto me he extendido en el texto “Aprendiendo de las
pseudociencias”: aquí
y aquí).
El
otro aspecto se relaciona con lo último que acabamos de decir y tiene más de
filosófico porque incumbe a la definición misma de escepticismo y sus
relaciones con la ciencia y la política. El objetivo de la crítica escéptica ha
ido variando con el tiempo en función de la pseudociencia de moda. En sus
inicios fue el creacionismo, la parapsicología y los ovnis, y ahora son las
pseudoterapias. Ahora bien, ¿es el mismo escepticismo? Es decir, ¿hay un hilo
coherente entre el escepticismo de los años fundacionales que combatía unos
objetivos y el escepticismo de ahora que combate la homeopatía, las flores de
Bach, la acupuntura o a los antivacunas? ¿Hay una filosofía de fondo que dé
coherencia a este movimiento? ¿Hay uno o varios escepticismos: tantos como
escépticos? ¿Uno verdadero y otros falsos?
Bien
pudiera ser que con el escepticismo pasara como con el cristianismo o el
marxismo o tantas otras religiones, filosofías o ideologías: que la praxis va antes que la theoria. A Jesús de Nazaret o a Marx no
se les ocurrieron todas sus ideas en un momento dado y ya todas coherentes y
formando un sistema ordenado y que tan solo se fue desarrollando o (en lenguaje
hegeliano) desplegando poco a poco. Lo que pasó es que tanto el cristianismo
como el marxismo fueron haciéndose durante un largo proceso de tiempo en el que
influyeron los primeros pasos que dieron los fundadores (no siempre coherentes todos
estos pasos), sus sucesores (a veces opuestos unos a otros), etc. Hasta que
después de muchas polémicas y pugnas internas se dio lugar a una reelaboración
canónica en la que se seleccionaron a
posteriori ciertos elementos y aspectos y se rechazaron otros para dar
lugar a una visión más o menos coherente de cada uno. La reelaboración
triunfante entre las demás adquirió la condición de canónica u ortodoxa frente
a las perdedoras como herejías u heterodoxias. En el caso del cristianismo,
este proceso duró los cuatros primeros siglos de nuestra era. En el del
marxismo desde mediados del XIX y todo el siglo XX. Esto explica que más
correcto que hablar de cristianismo o marxismo en singular haya que hablar de
cristianismos o marxismos en plural.
Del
mismo modo, el escepticismo surge en un contexto dado y comienza con un proceso
marcado por ciertos hechos: las pseudociencias del momento (principalmente el
creacionismo, la parapsicología y los ovnis). Los primeros críticos de esas
pseudociencias las criticaron por ser precisamente eso, pseudociencias. Falsas
ciencias que se presentaban como auténticas pese a no cumplir con las
exigencias del método científico. La cuestión está en que esos críticos no
tenían porqué compartir una filosofía de fondo en común. Dicho de otra forma: podían
ser contrarios a esas pseudociencias partiendo de filosofías distintas (o de
ninguna). De la misma forma que en una manifestación anti-desahucios pueden
coincidir anarquistas, comunistas y socialdemócratas (y quien simplemente le da
lástima que echen a esa familia de su casa) que tienen ese punto en común
(anti-desahucios) pero no los demás. El problema aparece cuando quienes
coinciden en uno o varios puntos llegan a otro en el que no coinciden. En el
movimiento escéptico esto pasó desde poco después del principio. Ya en los años
80 hubo una polémica al respecto de cuál debía ser la actitud hacia las
pseudociencias (parapsicología y ovnis sobre todo): rechazarlas directamente o
estudiarlas más detenidamente y con mejor metodología y rigor científico. Esto
dio lugar a la división entre escépticos y zetéticos (con la marcha de Marcello
Truzzi del CSICOP). Otra polémica tuvo que ver con la actitud hacia la
religión: pese al consenso contrario al creacionismo, algunos escépticos
pensaban que había que extender dicha crítica a toda la religión mientras que
otros entendían que eso era extralimitarse (salirse fuera de los límites del
escepticismo). Uno de los fundadores del CSICOP, Paul Kurtz, abandonó la
asociación por esto mismo.
En
el fondo de estas polémicas late la pugna entre varias tendencias que conviven
(no siempre de forma armoniosa) en el escepticismo organizado: principalmente,
entre el escepticismo y el racionalismo, pero también la zetética, el
agnosticismo, el ateísmo, etc. Tendencias o filosofías que aun teniendo puntos
en común (el rechazo a la pseudociencia) difieren en otros, sobre todo en la
actitud hacia lo que no es ciencia, hacia la religión, y hacia las
implicaciones políticas de unas y otras. Sobre este punto me remito a lo
escrito en “Escepticismo
y racionalismo” en Hablando de
Ciencia. Por cierto, que la política y la religión hayan sido de los temas
más espinosos y polémicos dentro del escepticismo no es raro. Al respecto, es muy
interesante el
libro de Jonathan Haidt llamado precisamente: La mente de los justos: Por qué la política y la religión dividen a la
gente sensata (2019, Planeta).
Unido
(y complicando) a lo anterior, está el hecho de que cuando una teoría o
movimiento (complejo de por sí) crece y se difunde comienzan a aparecer
versiones simplificadas suyas que son las que se popularizan. Son versiones de
3ª y 4ª mano muy alejadas de cualquiera de esas tendencias internas de las
teorías más o menos elaboradas de las que hablábamos antes. Reducen esas
teorías a unos cuantos eslóganes y se manejan con una lógica aplastante:
aplastantemente binaria (maniquea). Una “lógica” con solo dos valores: 1 = absolutamente
correcto, 0 = el conjunto complementario y que es cualquier cosa que no sea
absolutamente correcta (o sea, casi todo). Todos los matices, grados y
fronteras difusas de los que están repletos las teorías a las que simplifican quedan
totalmente borrados. Así, por ejemplo, de una filosofía vegana (plural y
compleja), que aboga por un trato a ético a los animales, se pasa a llamar
asesino a quien come carne (la versión simplificada).
Este
fenómeno afecta a todas las teorías desde siempre. El propio Karl Marx llegó a
decir aquello de “Yo no soy marxista” para
desentenderse de lo que algunos “marxistas” estaban haciendo en su nombre. Se
estaban difundiendo versiones simplificadas de su pensamiento con las que el propio
Marx no estaba de acuerdo por eso mismo: por su simplificación. El atractivo de
estas versiones simplificadas para sus adeptos es que les ahorran el esfuerzo
del difícil estudio de la variedad de versiones originales y enfrentadas. Es la
razón que
daba Engels para explicar el rechazo de Marx a esas versiones suyas:
“La
concepción materialista de la historia también tiene ahora muchos amigos de
ésos, para los cuales no es más que un pretexto para no estudiar la historia.
Marx había dicho a fines de la década del 70, refiriéndose a los «marxistas»
franceses, que «tout ce que je sais, c'est que
je ne suis pas marxiste [lo único que sé es que no soy marxista]»”.
Aunque
el fenómeno no es nuevo, estos tiempos de internet lo que hacen es que lo
amplifican mucho más y también más deprisa. Canales de información como las
redes sociales, donde el pensamiento se comprime en 160 caracteres (o en
charlas de menos de 20 minutos), son ideales para la proliferación de estas
versiones simplificadas. El canal propio de las versiones originales son los
libros. Y como
advierte Neil Postman, no da igual un canal que otro para el pensamiento.
Basándose en McLuhan recupera su frase, “El medio es el mensaje”, para indicar
cómo las tecnologías de la comunicación influyen decisivamente en el contenido
del mensaje que se transmite. No es lo mismo el contexto de la oralidad, que el
de la imprenta, que el de la televisión (y hoy día internet) para la formación
y difusión del pensamiento, que no podrá ser el mismo en cada caso.
Estas
son las versiones que luego se difunden y se adoptan por parte de algunos, y
las que se utilizan como “hombres de paja” para criticar a las originales por
parte de sus contrarios. Es el caso de los feminazis. ¿Hay feminazis? Claro que
sí. El feminismo (los feminismos, mejor dicho) es un movimiento sumamente rico,
plural y complejo e internamente conflictivo por su variedad (lo mismo que
decíamos antes del cristianismo o el marxismo). A quien lo conozca más o menos
bien por dentro (algo difícil por su amplitud y profundidad), si se le
preguntara la posición correcta del feminismo ante cualquier tema espinoso
(prostitución, pornografía, maternidad subrogada, sexo/género, cuotas, etc.)
solo podría responder con sabiduría: “Solo sé que no sé nada”. Es decir: “Depende
de qué perspectiva feminista se tome en consideración, es un asunto difícil, no
se puede responder sí o no sin matices…”. Para el feminazi no es así porque su
versión simplificada del feminismo tiene respuestas absolutas para todo: o está
bien o está mal.
Y
lo dicho vale para cualquier otra teoría o movimiento: el liberalismo, el
socialismo, el animalismo, el ecologismo, el islam, el cristianismo e incluso
el escepticismo en su versión
ciencinazi. Si el escepticismo se pone de moda proliferarán las versiones
ciencinazis del mismo. Las versiones que lo simplifican a: “Si es científico,
sí, y si no, caca”. Estas versiones enlazan con el escepticismo arrogante que
decíamos antes y con mentalidad análoga al conspiranoico. Además, sirven en un
contexto de generalización del escepticismo para evitar esa confusión con el fondo que decíamos antes y seguir destacando como figura: si ya nadie cree en la
astrología o la homeopatía, debo buscar nuevas pseudociencias que atacar, y si
no las hay, me las invento, por ejemplo, cualquier cosa que no sea
estrictamente científica o para la que no haya publicaciones en Science o Nature que las sostengan. “¿Celebras tu cumpleaños? ¿Hay algún
estudio de doble ciego que confirme que eso tiene sentido? No, pues entonces
eres un magufo”. El ejemplo es obviamente exagerado, pero la idea se entiende. Un
ejemplo más real es esta
“desmitificación” de las películas de Disney: del conspiranoico que cree
ver mensajes ocultos en las películas que influyen subliminalmente, se ha
pasado al análisis riguroso de las películas en comparación con los hechos o
cuentos que les sirven de base para llegar a la conclusión de que los falsean.
Vale, pero ¿era necesario? ¿Cuál es la conclusión en positivo, qué debería
haber pasado para que estuviera bien?: ¿que Disney hubiera sido fiel a esas
historias y cuentos y hubiera mostrado los genocidios, la pedofilia, la
brutalidad, etc., en películas para niños?, ¿que no las hubiera hecho sin más?
Muy riguroso, muy desmitificador, muy debunking,
pero ¿para qué? Es como ver una bonita puesta de sol y que el de al lado nos
corrija: “El sol no se pone: es la tierra la que gira”. (Nota: no conozco al autor de ese texto pero me ha venido al pelo como
ejemplo. No quiero decir que sea ciencinazi, ni mucho menos, tan solo que ha
caído en un error parecido en este texto en concreto).
Las
versiones X-nazis son las que se popularizan, precisamente por su simplicidad,
su afinidad con las redes sociales como tecnología apropiada de difusión, y por
el (ciber)activismo trol y militante de sus adeptos (activismo que no deja
mucho tiempo para la lectura sosegada de las teorías originales y darse cuenta
de que no todo es tan sencillo como les parece). Es lo que subyace en polémicas
del escepticismo con otros movimientos como el ecologismo, el animalismo, el
feminismo o la religión a resultas de los transgénicos, la energía nuclear, el
vegetarianismo, el lenguaje no-sexista o si celebrar o no la navidad o los
reyes magos. ¿Es compatible el escepticismo con ellos? La versión X-nazi de
cada uno desde luego que no (lo que da lugar a discusiones en foros y redes
sociales entre los troles de cada una, tan largas, aburridas e improductivas
como estúpidas).
Pero,
al ser las que se popularizan, son las que sus enemigos utilizan contra las
versiones originales (en una clara falacia del
hombre de paja) o las que llevan a otros a no querer acercarse a las
versiones originales para no ser confundidos con las otras. Es el caso de esta
crítica al escepticismo, pero que valdría también para otros movimientos como
el ateísmo, el feminismo o el animalismo.
En
conclusión, sí parece que el escepticismo está de moda, y esto tendrá sus
ventajas y sus inconvenientes. Una clara ventaja es que, aunque pase la moda,
algo quedará, y es posible que se haya dado un paso importante en la generación
de un consenso alrededor de la validez de la ciencia, de la necesidad de contar
con datos, experimentos o pruebas para presentar una idea, etc. La desventaja
puede ser la generación de versiones ciencinazis de esto mismo y la dificultad,
para el movimiento escéptico, de sumar a los típicos enemigos de siempre
(magufos) al enemigo interno ciencinazi. Al respecto hay dos opciones:
aceptarlo como el precio a pagar o incomodar al trol ciencinazi a base de invitarle
a la lectura directa de más libros y menos redes sociales. Sagan, Gardner, Kurtz…
están esperando en la biblioteca para decirle: “Nosotros teníamos muchas dudas,
menos mal que has llegado tú para aclararnos todo en un tweet”.
Andrés
Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y
Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.
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