Idea de historia: del apocalipsis a la Ilustración
Cuando reparamos en las falsedades que hemos asumido como cimientos sólidos de nuestra existencia nos estamos asomando a la esencia de la historia. (Rafael Argullol)Fue hace ya bastantes años (me refiero al siglo pasado, no digo más), cuando era un joven estudiante de filosofía. Una tarde, cuando me hallaba concentrado en mi estudio, llamaron a la puerta del piso que compartía con un par de colegas. Al abrir me saludaron con un simpático acento yanqui dos jóvenes más o menos de mi misma edad, rubios, de ojos azules, pulcramente vestidos con camisa blanca y sobria corbata negra. Enseguida vino la pregunta: «¿Estás preparado para la llegada inminente del Juicio Final?». Así, a bocajarro, la cuestión me pilló desprevenido, pero supe replicar de inmediato haciendo gala de los reflejos dialécticos que llevaba ya un par de cursos afilando en la facultad (en la cafetería de la facultad, para ser exactos). «Ah, ¿pero ya toca el Juicio Final? ¿Cómo lo sabéis?», interrogué a mi vez yo. Ellos parecieron sorprenderse, como si no tuvieran previsto en el catálogo de las posibles respuestas con las que podían tropezar mi improvisada réplica preñada de escepticismo. Tras sacudirse mediante una mirada mutua la momentánea perplejidad uno de ellos repuso vehemente: «es claro –recuerden ponerles a mis interlocutores el acento yanqui– porque la humanidad está cada vez más hundida en el cieno de la depravación moral». Y entonces me ocurrió algo extraño, pues he de confesar que me considero de natural pesimista; en otras palabras: soy consciente de que no soy la alegría de la fiesta. De hecho las fiestas me entristecen. Así que lo que me salía espontáneamente era darle la razón a los heraldos del apocalipsis venidos de allende el atlántico, y decirles: «qué razón tenéis machos, vayamos, pues, a beber hasta perder el sentido, porque este puñetero mundo es, como dijo maese Shakespeare, el absurdo invento de un idiota» (o algo así). En vez de eso, sin embargo, llevado seguramente por algún vestigio de mi etapa de rebelde adolescente sin causa, contraataqué: «yo veo todo lo contrario; opino que hay razones para creer en el progreso moral de la humanidad». Y me quedé tan ancho y tan pancho.
Por José María Agüera Lorente
Intercambiamos algún que otro argumento más mis coetáneos apóstoles del Evangelio según San Juan y yo, pero no logramos llegar a un consenso. Tras un rato en el vano de la puerta practicando el esgrima de las razones, se marcharon no sin antes regalarme un par de panfletos de excelente calidad editorial (el negocio de la religión siempre dio pingües beneficios), repletos de textos bíblicos ilustrados con profusión de imágenes representativas de ese momento culmen del plan de Yahvé/Jehová, donde los humanos solemos aparecer como un rebaño de aturdidos animalillos necesitados de que alguien nos guíe en dirección a la salvación eterna.
Hay que reconocer que tiene su morbo el apocalipsis. Es un tema recurrente que ha demostrado en muchas ocasiones ser una potente fuente de inspiración artística. Recuerde el lector sin ir más lejos la pieza que el genial Miguel Ángel le dedica al escatológico evento del Juicio Final en una de las paredes de la Capilla Sixtina. Nadie puede negar su condición de prodigio estético si no quiere pasar por un insensible bodoque. Y en nuestro (pos)moderno mundo en el que impera la cultura de lo audiovisual, tanto en series como en películas y videojuegos, el género catastrofista y apocalíptico cuenta con un número considerable de productos representativos que suman millones de seguidores.
Hace un mes y medio publicaba el profesor Antonio Costa Silva un artículo en el que hablaba precisamente de lo que él denominaba «irracionalismo catastrofista», donde identifica como uno de los rasgos esenciales de la especie humana la atracción que sobre ella ejerce la idea del apocalipsis. «Adoramos cuando nos dicen que el fin del mundo está al llegar», afirma. No se puede negar que esa idea desde luego capta nuestra atención. Mira que se le ha dado vueltas a las dichosas profecías de Nostradamus. Yo, que empiezo a peinar canas, ya he sido testigo en más de una ocasión de la atención mediática que se le presta a los diversos cuentos sobre el advenimiento del fin de los días. La magna y definitiva performance compite en sus diversas versiones seculares, ya sea el cataclismo ecológico o la total y absoluta debacle económica global, trasuntos en verdad del tradicional apocalipsis por designio divino.
Tan aciaga visión, en la que se recrea patológicamente el ser humano desde hace siglos o incluso milenios, tiene su lado siniestro que se percibe de forma destacada si se contempla desde el prisma –no tan espectacular, eso sí– de la racionalidad. Es el representado de manera paradigmática por la tragedia de Macbeth, escrita en los albores de la modernidad por el ya recordado William Shakespeare. “¡Salud a ti, Macbeth! Serás un día rey”. Con esta frase de las brujas queda sentenciado el destino del desgraciado protagonista de la obra del dramaturgo isabelino. Es bien conocido el destino que le espera al desgraciado personaje el cual, presa del hechizo de la profecía autocumplida, se convertirá en regicida y en alma corroída por los remordimientos que le arrastrarán sin remedio a un fatal desenlace. Fue el sociólogo norteamericano Robert K. Merton quien definió el concepto, casi cuatro siglos después de que el clásico inglés estrenara su obra, con estas palabras de su libro Teoría social y estructura social: “Una profecía autocumplida es una falsa definición de una situación o persona que evoca un nuevo comportamiento, el cual hace que la falsa concepción se haga verdadera. Esta validez engañosa perpetúa el error. El poseedor de la falsa creencia, percibirá el curso de eventos como una prueba de que estaba en lo cierto desde el principio”. En el caso de Macbeth las brujas saben cómo emponzoñar su noble espíritu instilando en él la creencia de que se cumplirá pronto lo que él tanto ambiciona. Como toda creencia es una acción en potencia, sólo hay que esperar a que la confluencia de las apropiadas circunstancias convierta en realidad lo que sólo era posibilidad. Y entonces ya no hay marcha atrás.
Tan aciaga visión, en la que se recrea patológicamente el ser humano desde hace siglos o incluso milenios, tiene su lado siniestro que se percibe de forma destacada si se contempla desde el prisma –no tan espectacular, eso sí– de la racionalidad. Es el representado de manera paradigmática por la tragedia de Macbeth, escrita en los albores de la modernidad por el ya recordado William Shakespeare. “¡Salud a ti, Macbeth! Serás un día rey”. Con esta frase de las brujas queda sentenciado el destino del desgraciado protagonista de la obra del dramaturgo isabelino. Es bien conocido el destino que le espera al desgraciado personaje el cual, presa del hechizo de la profecía autocumplida, se convertirá en regicida y en alma corroída por los remordimientos que le arrastrarán sin remedio a un fatal desenlace. Fue el sociólogo norteamericano Robert K. Merton quien definió el concepto, casi cuatro siglos después de que el clásico inglés estrenara su obra, con estas palabras de su libro Teoría social y estructura social: “Una profecía autocumplida es una falsa definición de una situación o persona que evoca un nuevo comportamiento, el cual hace que la falsa concepción se haga verdadera. Esta validez engañosa perpetúa el error. El poseedor de la falsa creencia, percibirá el curso de eventos como una prueba de que estaba en lo cierto desde el principio”. En el caso de Macbeth las brujas saben cómo emponzoñar su noble espíritu instilando en él la creencia de que se cumplirá pronto lo que él tanto ambiciona. Como toda creencia es una acción en potencia, sólo hay que esperar a que la confluencia de las apropiadas circunstancias convierta en realidad lo que sólo era posibilidad. Y entonces ya no hay marcha atrás.
El irracionalismo apocalíptico guarda en sus entrañas el veneno de la profecía autocumplida arrojando a la humanidad al pozo ciego de un futuro con cuenta atrás. Diríase que la historia ha llegado a su punto final, no por haber alcanzado la tierra prometida de la democracia liberal –Fukuyama dixit–, sino por la incapacidad del ser humano de imaginar itinerarios alternativos y recorrerlos.
Para escapar de las sombras de esa caverna platónica y retornarnos a la condición de videntes capaces de atisbar horizontes a los que dirigirse en los que reconozcamos las más nobles metas que también han guiado a los individuos de nuestra especie, nada mejor que volver a la historia, y constatar que la idea que de ella se tiene es determinante para hacer el presente. Es la única manera de escapar al insano hechizo del apocalipsis, a la embriagadora inercia del tiempo que se agota.
La historia nace como el intento de preservar lo que nació por obra de los hombres, como estableció Heródoto, el reconocido como su fundador, hace dos mil quinientos años; por la misma época en que la filosofía, de la mano de Sócrates, bajó de las esferas celestes y traspasó las fronteras de lo natural para ocuparse del reino de lo humano, de la palabra, de la moral, de la educación, de la política. Así la acción del hombre se torna irremediablemente reflexiva. Crece la consciencia tanto individual como colectiva, y con ella la libertad y su problemática. Se afronta la realidad del mundo humano, pero sin desprenderse del todo del mito. La idea griega de historia carecía de perspectiva y era pobre su acervo de hechos sobre el que ejercer el análisis requerido para extraer todas sus enseñanzas sobre la condición humana. Luego sobrevino lo que la autora británica Catherine Nixey denomina «la era de la penumbra», que da título a su libro de publicación reciente. Durante los siglos IV, V y VI, con la descomposición del Imperio Romano, el vacío de poder que deja en los distintos territorios a los que daba unidad de civilización a pesar de la existencia de una gran diversidad de pueblos, lo llena el cristianismo, el cual provoca una mutación de la atmósfera mental. La idea de historia se teologiza, queda contaminada con la idea de providencia. Dios irrumpe en ella teniendo la última palabra sobre las acciones de los agentes humanos. Ningún símbolo plasma mejor esta noción que la cruz bajo cuyo brazo horizontal aparecen las letras griegas alfa y omega, principio de la creación divina y fin de la misma decretado por la providencia cuando el eterno hacedor así lo quiera. Se introduce un componente de dirección en la idea de historia, eso sí, al margen de la voluntad humana. Agustín de Hipona (354-430), uno de los padres de la Iglesia, inserto en la tradición de los ilustres con el apodo de Doctor de la Gracia, condensó esa idea en su noción de Ciudad de Dios, expresión que da título a una de sus obras, escrita en el contexto de la inminente extinción de Roma como unidad política. Desde su perspectiva cristiana la historia es resultado de la lucha de la ciudad de Dios y de la pagana, compuesta la primera por todos los creyentes y la segunda por los que no creen, y que representan el bien y el mal respectivamente. Este planteamiento de confrontación es consciente e intencionado y se deja ver en el mismo título completo de la obra, que en latín es De civitate Dei contra paganos. El final no puede ser otro que el triunfo de la Ciudad de Dios, una vez que Dios en el apocalipsis distinga a los que durante la vida terrenal han vivido mezclados. Su concepción de la historia conlleva la unidad de destino trascendental en la salvación (de los cristianos, eso sí).
No se piense que esta idea de historia, ciertamente fundacional de la Patrística, perdió su vigencia con el transcurrir de los siglos. Ni mucho menos; fue determinante para configurar el pensamiento cristiano respecto de otras cuestiones centrales a la hora de configurar la mentalidad humana según la cual obraban nuestros antepasados. Así, en la época en la que dominaba la filosofía escolástica, cuyo teórico principal fue Tomás de Aquino (1224-1274), –alias «Doctor Angélico»–, la tal idea mantenía su influencia sobre aspectos del pensamiento tan decisivos como la propia concepción del conocimiento, y particularmente de sus posibles logros. Aunque sea un personaje de ficción, el monje dominico Jorge el Venerable de la película El nombre de la rosa (1986) –cuya historia protagonizada por monjes envueltos en una trama detectivesca, se sitúa en los inicios de la Baja Edad Media– expresa magníficamente bien los efectos sobre el paradigma epistemológico cristiano con estas palabras:«Retornemos a lo que siempre fue y siempre debe ser el oficio de esta abadía: la preservación del conocimiento. “Preservación”, he dicho, no “búsqueda”; porque no hay progreso en la historia del conocimiento, sino una continua y sublime recapitulación».
También hay consecuencias, claro está, en lo que respecta al orden político, de prolongado alcance en el tiempo (y que, por cierto, nos tocan de cerca a los sufridos españoles). Recuérdese si no este mensaje de su Ilustrísima el cardenal Isidro Gomá en su instrucción a los diocesanos en fecha tan señalada como lo fue noviembre de 1936: «Los hombres se mueven y Dios los dirige. Su voluntad triunfa de todas las armas, y ante la diplomacia de sus inescrutables designios sobre el mundo humano son castillo de naipes todos los proyectos y combinaciones de las cancillerías». Si verdaderamente se cree que esta aseveración es correcta poca fe se puede tener en la política para transformar las condiciones de vida de las personas a fin de ofrecerles la oportunidad de alcanzar una existencia digna. Todo se halla en manos de la providencia divina.
La Edad Moderna constituye una nueva etapa histórica porque supone un punto de inflexión decisivo en el devenir de la humanidad, y no sólo de la así llamada civilización occidental. Se distingue del Medievo por la atmósfera mental que se transforma durante este periodo histórico dando lugar a un complejo paradigma cultural al que solemos denominar modernidad. A lo largo de su desarrollo la idea de historia muta, especialmente con la Ilustración. El giro copernicano que da pie a la revolución científica tiene su réplica en la filosofía otorgando entidad particularmente a la filosofía de la historia. La nueva idea de historia que se conforma inspirará al hombre moderno dirigiendo sus pasos hacia un horizonte en el que cabe la mirada utópica.
Entre los artífices de esta nueva perspectiva histórica (que es histórica y que es de la historia) está de los primeros el filósofo inglés Francis Bacon (1526-1626). Su principal obra, de título Novum Organum, es toda una objeción a la autoridad omnímoda de Aristóteles, encumbrado como tal por los filósofos escolásticos, así como a la idolatría de la tradición, que paraliza la innovación del conocimiento. Pero es en la otra gran obra de este a mi juicio poco (re)conocido pensador, La Nueva Atlántida, seguramente la primera utopía científicotecnológica, donde tiene su cuna la idea moderna de la historia. En su núcleo está el conocimiento como motor del progreso cuando se convierte en instrumento de la acción de los hombres que así se reconocen liberados de la férula de la providencia. Bacon otorga a las ciencias un papel bienhechor, pues su fin no es otro que –sentencia– «dotar a la vida humana de nuevas invenciones y riquezas». El filósofo ya no se confunde con el teólogo como era habitual en el pensamiento medieval; volverá a ser el progenitor de la ciencia. El horizonte queda despejado para que se haga posible la revolución de ideas que dará pie al nacimiento de la ciencia moderna, la cual se convertirá en competidora de la religión a la hora de incidir –para bien y para mal– en el devenir de la historia de la humanidad entera. Esta nueva mentalidad que Bacon representa incluye entre sus innovadoras propuestas la de que la felicidad en la Tierra es un fin a perseguir por sí mismo, una meta que debe alcanzarse mediante la cooperación de la humanidad en su conjunto. La incipiente ciencia nacerá como una empresa universal y cosmopolita.
Así arribamos al momento en el que se da el punto de inflexión que consolida la idea de historia, es decir, el momento en el que el intelectual europeo convierte en tema de examen crítico la historia misma como hecho humano: el conocido como Siglo de las Luces. Porque la apuesta más radical de la Ilustración fue, más allá de la innegable promoción del pensamiento científico, la conquista para el reino de la racionalidad del espacio moral, social, jurídico, económico, artístico y literario, lo que incluye a la propia historia. La perspectiva ilustrada se desarrollará a partir de la premisa de que lo histórico no es lo contrario de lo racional; conforma una unidad epistémica según un enfoque inmanentista, ni sobrenatural, ni suprahistórico.
El primero en aplicar esa mirada científica a la historia, aún no iniciado el Siglo de las Luces, es el filósofo francés Pierre Bayle (1647-1706). Su Diccionario histórico y crítico de 1695 es el producto de quien está convencido de que la historia ha de ser conocida a través de sus hechos, por lo que hay que exigirse el máximo rigor científico a la hora de estudiarla. Ello se traduce en el ejercicio de una crítica implacable de lo tradicional, buscando lagunas y contradicciones, con exactitud e incluyendo, por supuesto, la crítica de las fuentes históricas. El imperativo ético que guía la tarea del historiador –sostiene Bayle– es la exclusiva fidelidad a la verdad, nunca a la tribu; exigencia que en los tiempos que corren es muy necesario tener bien presente a tenor de la frivolidad con la que se esgrime la historia para ganar polémicas (léase aquí para muestra).
Será ya cuando la Ilustración se halle alcanzando su apogeo que una de sus figuras más relevantes alumbrará para la cultura una filosofía de la historia propiamente dicha. El mérito cabe atribuirlo a Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu (1689-1755), quien en su El espíritu de las leyes de 1748 intenta por primera vez la fundamentación de una filosofía de la historia. Su tesis en esta obra señera del pensamiento ilustrado es que existen unas leyes que gobiernan la historia, no el azar o la providencia. Tal como él nos lo dejó escrito: «Varias cosas gobiernan a los hombres: el clima, la religión, las leyes, las máximas de gobierno, los ejemplos históricos, la moral y las costumbres, de todo lo cual resulta un espíritu general». Aquí mismo está el germen epistemológico de las ciencias sociales. Respecto de la finalidad de la historia Montesquieu la define como una meta universal para toda la humanidad consistente en el establecimiento de un orden que sea comparable en rigor y seguridad al de las leyes naturales, y que permita al ser humano crear libremente el futuro adecuado para él. Para ello el instrumento imprescindible es el conocimiento de los principios y leyes que permiten comprender el devenir de todas las naciones.
¿A dónde nos conduce ese devenir? Esta pregunta tiene su respuesta en una obra de título larguísimo, a saber: Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones y sobre los principales hechos de la Historia, desde Carlomagno hasta la muerte de Luis XIII, de 1756. Su autor fue François-Marie Arouet, más conocido como Voltaire (1694-1778), el filósofo de la sonrisa (pues esbozando una discreta sonrisa se le ve en la mayoría de imágenes que de él disponemos). Semblante el suyo que deja traslucir su pensamiento, impregnado de un optimismo que tiene su raíz en la prudente confianza que le inspira la humanidad. Por eso en las páginas del libro aludido se plasma la visión de la historia como progreso de la civilización humana, entendida desde una perspectiva cosmopolita. Ese optimismo se justifica porque la razón universal es parte intrínseca del ser humano. Cabe esperar razonablemente que los prejuicios terminen por desaparecer de la mente de los gobernantes. Hermosas palabras estas de Voltaire que avalan lo recién expuesto: «la razón universal subsiste pese a todas las pasiones que la combaten, pese a todos los tiranos que la ahogarían en sangre, pese a todos los impostores que quisieran aniquilarla mediante la superstición».
Estas aportaciones de las mentes que alumbraron el Siglo de las Luces son las que conformaron una conciencia universal que podía servir de referencia a toda la humanidad y que la dotaba de un sentido emancipador por encima de tribales inercias fatalistas. Si esa idea de historia costosamente elaborada aún tiene capacidad de inspirarnos frente a los retos globales de la actualidad es asunto que dejaremos para una próxima ocasión.
Para escapar de las sombras de esa caverna platónica y retornarnos a la condición de videntes capaces de atisbar horizontes a los que dirigirse en los que reconozcamos las más nobles metas que también han guiado a los individuos de nuestra especie, nada mejor que volver a la historia, y constatar que la idea que de ella se tiene es determinante para hacer el presente. Es la única manera de escapar al insano hechizo del apocalipsis, a la embriagadora inercia del tiempo que se agota.
La historia nace como el intento de preservar lo que nació por obra de los hombres, como estableció Heródoto, el reconocido como su fundador, hace dos mil quinientos años; por la misma época en que la filosofía, de la mano de Sócrates, bajó de las esferas celestes y traspasó las fronteras de lo natural para ocuparse del reino de lo humano, de la palabra, de la moral, de la educación, de la política. Así la acción del hombre se torna irremediablemente reflexiva. Crece la consciencia tanto individual como colectiva, y con ella la libertad y su problemática. Se afronta la realidad del mundo humano, pero sin desprenderse del todo del mito. La idea griega de historia carecía de perspectiva y era pobre su acervo de hechos sobre el que ejercer el análisis requerido para extraer todas sus enseñanzas sobre la condición humana. Luego sobrevino lo que la autora británica Catherine Nixey denomina «la era de la penumbra», que da título a su libro de publicación reciente. Durante los siglos IV, V y VI, con la descomposición del Imperio Romano, el vacío de poder que deja en los distintos territorios a los que daba unidad de civilización a pesar de la existencia de una gran diversidad de pueblos, lo llena el cristianismo, el cual provoca una mutación de la atmósfera mental. La idea de historia se teologiza, queda contaminada con la idea de providencia. Dios irrumpe en ella teniendo la última palabra sobre las acciones de los agentes humanos. Ningún símbolo plasma mejor esta noción que la cruz bajo cuyo brazo horizontal aparecen las letras griegas alfa y omega, principio de la creación divina y fin de la misma decretado por la providencia cuando el eterno hacedor así lo quiera. Se introduce un componente de dirección en la idea de historia, eso sí, al margen de la voluntad humana. Agustín de Hipona (354-430), uno de los padres de la Iglesia, inserto en la tradición de los ilustres con el apodo de Doctor de la Gracia, condensó esa idea en su noción de Ciudad de Dios, expresión que da título a una de sus obras, escrita en el contexto de la inminente extinción de Roma como unidad política. Desde su perspectiva cristiana la historia es resultado de la lucha de la ciudad de Dios y de la pagana, compuesta la primera por todos los creyentes y la segunda por los que no creen, y que representan el bien y el mal respectivamente. Este planteamiento de confrontación es consciente e intencionado y se deja ver en el mismo título completo de la obra, que en latín es De civitate Dei contra paganos. El final no puede ser otro que el triunfo de la Ciudad de Dios, una vez que Dios en el apocalipsis distinga a los que durante la vida terrenal han vivido mezclados. Su concepción de la historia conlleva la unidad de destino trascendental en la salvación (de los cristianos, eso sí).
No se piense que esta idea de historia, ciertamente fundacional de la Patrística, perdió su vigencia con el transcurrir de los siglos. Ni mucho menos; fue determinante para configurar el pensamiento cristiano respecto de otras cuestiones centrales a la hora de configurar la mentalidad humana según la cual obraban nuestros antepasados. Así, en la época en la que dominaba la filosofía escolástica, cuyo teórico principal fue Tomás de Aquino (1224-1274), –alias «Doctor Angélico»–, la tal idea mantenía su influencia sobre aspectos del pensamiento tan decisivos como la propia concepción del conocimiento, y particularmente de sus posibles logros. Aunque sea un personaje de ficción, el monje dominico Jorge el Venerable de la película El nombre de la rosa (1986) –cuya historia protagonizada por monjes envueltos en una trama detectivesca, se sitúa en los inicios de la Baja Edad Media– expresa magníficamente bien los efectos sobre el paradigma epistemológico cristiano con estas palabras:«Retornemos a lo que siempre fue y siempre debe ser el oficio de esta abadía: la preservación del conocimiento. “Preservación”, he dicho, no “búsqueda”; porque no hay progreso en la historia del conocimiento, sino una continua y sublime recapitulación».
También hay consecuencias, claro está, en lo que respecta al orden político, de prolongado alcance en el tiempo (y que, por cierto, nos tocan de cerca a los sufridos españoles). Recuérdese si no este mensaje de su Ilustrísima el cardenal Isidro Gomá en su instrucción a los diocesanos en fecha tan señalada como lo fue noviembre de 1936: «Los hombres se mueven y Dios los dirige. Su voluntad triunfa de todas las armas, y ante la diplomacia de sus inescrutables designios sobre el mundo humano son castillo de naipes todos los proyectos y combinaciones de las cancillerías». Si verdaderamente se cree que esta aseveración es correcta poca fe se puede tener en la política para transformar las condiciones de vida de las personas a fin de ofrecerles la oportunidad de alcanzar una existencia digna. Todo se halla en manos de la providencia divina.
La Edad Moderna constituye una nueva etapa histórica porque supone un punto de inflexión decisivo en el devenir de la humanidad, y no sólo de la así llamada civilización occidental. Se distingue del Medievo por la atmósfera mental que se transforma durante este periodo histórico dando lugar a un complejo paradigma cultural al que solemos denominar modernidad. A lo largo de su desarrollo la idea de historia muta, especialmente con la Ilustración. El giro copernicano que da pie a la revolución científica tiene su réplica en la filosofía otorgando entidad particularmente a la filosofía de la historia. La nueva idea de historia que se conforma inspirará al hombre moderno dirigiendo sus pasos hacia un horizonte en el que cabe la mirada utópica.
Entre los artífices de esta nueva perspectiva histórica (que es histórica y que es de la historia) está de los primeros el filósofo inglés Francis Bacon (1526-1626). Su principal obra, de título Novum Organum, es toda una objeción a la autoridad omnímoda de Aristóteles, encumbrado como tal por los filósofos escolásticos, así como a la idolatría de la tradición, que paraliza la innovación del conocimiento. Pero es en la otra gran obra de este a mi juicio poco (re)conocido pensador, La Nueva Atlántida, seguramente la primera utopía científicotecnológica, donde tiene su cuna la idea moderna de la historia. En su núcleo está el conocimiento como motor del progreso cuando se convierte en instrumento de la acción de los hombres que así se reconocen liberados de la férula de la providencia. Bacon otorga a las ciencias un papel bienhechor, pues su fin no es otro que –sentencia– «dotar a la vida humana de nuevas invenciones y riquezas». El filósofo ya no se confunde con el teólogo como era habitual en el pensamiento medieval; volverá a ser el progenitor de la ciencia. El horizonte queda despejado para que se haga posible la revolución de ideas que dará pie al nacimiento de la ciencia moderna, la cual se convertirá en competidora de la religión a la hora de incidir –para bien y para mal– en el devenir de la historia de la humanidad entera. Esta nueva mentalidad que Bacon representa incluye entre sus innovadoras propuestas la de que la felicidad en la Tierra es un fin a perseguir por sí mismo, una meta que debe alcanzarse mediante la cooperación de la humanidad en su conjunto. La incipiente ciencia nacerá como una empresa universal y cosmopolita.
Así arribamos al momento en el que se da el punto de inflexión que consolida la idea de historia, es decir, el momento en el que el intelectual europeo convierte en tema de examen crítico la historia misma como hecho humano: el conocido como Siglo de las Luces. Porque la apuesta más radical de la Ilustración fue, más allá de la innegable promoción del pensamiento científico, la conquista para el reino de la racionalidad del espacio moral, social, jurídico, económico, artístico y literario, lo que incluye a la propia historia. La perspectiva ilustrada se desarrollará a partir de la premisa de que lo histórico no es lo contrario de lo racional; conforma una unidad epistémica según un enfoque inmanentista, ni sobrenatural, ni suprahistórico.
El primero en aplicar esa mirada científica a la historia, aún no iniciado el Siglo de las Luces, es el filósofo francés Pierre Bayle (1647-1706). Su Diccionario histórico y crítico de 1695 es el producto de quien está convencido de que la historia ha de ser conocida a través de sus hechos, por lo que hay que exigirse el máximo rigor científico a la hora de estudiarla. Ello se traduce en el ejercicio de una crítica implacable de lo tradicional, buscando lagunas y contradicciones, con exactitud e incluyendo, por supuesto, la crítica de las fuentes históricas. El imperativo ético que guía la tarea del historiador –sostiene Bayle– es la exclusiva fidelidad a la verdad, nunca a la tribu; exigencia que en los tiempos que corren es muy necesario tener bien presente a tenor de la frivolidad con la que se esgrime la historia para ganar polémicas (léase aquí para muestra).
Será ya cuando la Ilustración se halle alcanzando su apogeo que una de sus figuras más relevantes alumbrará para la cultura una filosofía de la historia propiamente dicha. El mérito cabe atribuirlo a Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu (1689-1755), quien en su El espíritu de las leyes de 1748 intenta por primera vez la fundamentación de una filosofía de la historia. Su tesis en esta obra señera del pensamiento ilustrado es que existen unas leyes que gobiernan la historia, no el azar o la providencia. Tal como él nos lo dejó escrito: «Varias cosas gobiernan a los hombres: el clima, la religión, las leyes, las máximas de gobierno, los ejemplos históricos, la moral y las costumbres, de todo lo cual resulta un espíritu general». Aquí mismo está el germen epistemológico de las ciencias sociales. Respecto de la finalidad de la historia Montesquieu la define como una meta universal para toda la humanidad consistente en el establecimiento de un orden que sea comparable en rigor y seguridad al de las leyes naturales, y que permita al ser humano crear libremente el futuro adecuado para él. Para ello el instrumento imprescindible es el conocimiento de los principios y leyes que permiten comprender el devenir de todas las naciones.
¿A dónde nos conduce ese devenir? Esta pregunta tiene su respuesta en una obra de título larguísimo, a saber: Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones y sobre los principales hechos de la Historia, desde Carlomagno hasta la muerte de Luis XIII, de 1756. Su autor fue François-Marie Arouet, más conocido como Voltaire (1694-1778), el filósofo de la sonrisa (pues esbozando una discreta sonrisa se le ve en la mayoría de imágenes que de él disponemos). Semblante el suyo que deja traslucir su pensamiento, impregnado de un optimismo que tiene su raíz en la prudente confianza que le inspira la humanidad. Por eso en las páginas del libro aludido se plasma la visión de la historia como progreso de la civilización humana, entendida desde una perspectiva cosmopolita. Ese optimismo se justifica porque la razón universal es parte intrínseca del ser humano. Cabe esperar razonablemente que los prejuicios terminen por desaparecer de la mente de los gobernantes. Hermosas palabras estas de Voltaire que avalan lo recién expuesto: «la razón universal subsiste pese a todas las pasiones que la combaten, pese a todos los tiranos que la ahogarían en sangre, pese a todos los impostores que quisieran aniquilarla mediante la superstición».
Estas aportaciones de las mentes que alumbraron el Siglo de las Luces son las que conformaron una conciencia universal que podía servir de referencia a toda la humanidad y que la dotaba de un sentido emancipador por encima de tribales inercias fatalistas. Si esa idea de historia costosamente elaborada aún tiene capacidad de inspirarnos frente a los retos globales de la actualidad es asunto que dejaremos para una próxima ocasión.
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