Sin vergüenza (o de emociones y política)
«No sé si vivo en un país serio lleno de personas tristes o en un país triste repleto de personas serias». (Javier Pérez Andújar en el programa A Vivir que son dos días de la Cadena SER)
En textos pasados publicados aquí y allá he mostrado mi visión crítica sobre los efectos que un exceso de emotividad puede causar en el ámbito de la vida pública. De acuerdo con un digamos modelo de concepción ilustrada de la democracia entiendo que se debe procurar abordar las cuestiones y conflictos políticos al nivel que sea según un enfoque racional, el cual –en principio– debiera facilitar el diálogo y el consenso en el que basar las soluciones que buscamos y los proyectos que contribuyan a una mejor convivencia. Ahora bien, esto no me impide asumir la obviedad de que el ser humano es, por naturaleza, emocional, pues los afectos son imprescindibles estados de nuestra psique a través de los cuales evaluamos las diversas situaciones por las que nos hace atravesar la multitud de avatares que la vida nos presenta; asimismo no se puede soslayar la evidencia del enorme poder de las emociones para impulsar la acción de los individuos que las experimentan. Esa su tendencia intrínseca a la acción –en ciertos afectos más que en otros– está implícita en la propia etimología que parcialmente comparten emoción y motivación que las vincula al movimiento (motus), o sea, a la acción.
Quiere decirse que hay que contar con las emociones para lo bueno y para lo malo; hay que saber reconocerlas, valorarlas en lo que tienen de vínculo primordial con la vida y en lo que pueden suponer de lupa distorsionadora de nuestra percepción y juicio respecto de la realidad. No se puede pretender desde un racionalismo simplificador y trasnochado que uno puede colocarse más allá de la afectividad, porque ésta, al final, opera sobre nosotros lo reconozcamos o no. El balance entre la emotividad y la racionalidad es irrenunciable si se quiere gozar de una vida inteligente, es decir, una vida buena, y sospecho que es un componente integrante de eso que desde la filosofía práctica ha sido siempre un ideal: la sabiduría.
¿Puede ocurrir que falle el juicio en su vertiente racional a la hora de la toma de decisiones que da origen a muchas de nuestras acciones? Claro que sí; y entonces la emoción tiene que acudir a rescatarnos del error en que podríamos incurrir. En la película de 2015 titulada Irrational man –que por cierto comenté en este mismo blog, y que merece más– Woody Allen nos pone magistralmente ante el hecho de una desorientación de la razón que conduce al personaje –un profesor de filosofía nada menos, es decir, un señor intelectualmente sofisticado– a cometer un asesinato. Cuando reconoce su culpa ante una alumna que lo admira, ésta admite que no tiene forma lógica de demostrarle por qué está mal lo que ha hecho, pues efectivamente el sujeto que ha eliminado era un mal bicho por lo que el crimen que ha cometido se podría considerar una buena obra. Al justificarse el homicida diciendo que matar a ese hombre «era lo más razonable» ella le replica: «no puedo rebatir tus argumentos, pero no tengo que pensar en nada, porque siento que eso no está bien». En efecto, cualquiera ha tenido la ocasión de experimentar ese sentimiento del que brota la expresión «eso no está bien». Este sintagma marca una valiosísima frontera moral, siempre revisable ciertamente, siempre objeto de crítica y hasta de controversia, sobre todo en sociedades tan dinámicas como las nuestras actuales en las que las veloces innovaciones tecnológicas nos colocan ante novedosas opciones cuya valoración seguramente no se puede realizar aplicando sin más los esquemas morales tradicionales. De todos modos, en muchas de las ocasiones en las que esas cuatro palabras son pronunciadas –no sabría decir si las más o las menos– lo que las respalda es un sentimiento o conjunto de sentimientos, no razones; compasión, culpa o vergüenza sustentan una valoración que se precisa inmediata y poderosa capaz de conducirnos a proceder moralmente. No son argumentos, pero tienen un indudable valor práctico y son imprescindibles en toda sociedad si se quiere que sus individuos puedan identificar, sin necesidad de tener que confeccionar una tesis doctoral sobre ética, esos principios cuyo seguimiento mayoritario mantiene en buen nivel sus mínimos éticos. Son las que Jon Elster, en su libro Tuercas y tornillos, llama «emociones intensamente sociales» y a las que atribuye «un rol importante en la operación de las normas sociales». Son ellas las que en primera instancia previenen contra el riesgo de impunidad ante conductas lesivas contra el bien común. Tras la vergüenza y la culpa está el temor a la punición, a la mirada de los otros que solidariamente constituyen la comunidad moral. Como Elster señala certeramente: «Las emociones importan porque nos conmueven y perturban y porque mediante sus vínculos con las normas morales estabilizan la vida social».
Quiero reparar ahora en la vergüenza, a la que el mencionado autor le dedica suculentas páginas en otro libro suyo repleto de sutilezas que lleva por título Alquimias de la mente. En él esa emoción social que es la vergüenza se disecciona certeramente a mi modesto entender, señalándose que lo que la despierta es algo que normalmente genera en otras personas el desprecio, el escarnio o el aislamiento. Quiere decirse que, de alguna manera, se requiere la presencia de los otros –explícita o implícita– para que esa emoción brote (también valdría imaginarse expuesto a los otros para experimentarla). Cito de nuevo a Elster, certero y sin dejar lugar a dudas: «En el caso de la vergüenza, existe una conexión causal entre lo que otras personas realmente sienten y lo que el agente siente». En cuanto a la tendencia de acción asociada a esta emoción, «el impulso inmediato es el de esconderse, huir, achicarse –cualquier otra cosa para evitar ser visto–. Si uno no puede huir el suicido puede ser la única solución». Ahora bien, siendo esta la tendencia automática o primaria, reconoce el filósofo noruego –y con él yo creo que todos aquellos con la suficiente experiencia moral– que caben otras reacciones como el intento de reconstruirse o mejorarse a uno mismo. A veces, la vergüenza puede desencadenar una conducta agresiva, como forma de recuperar el equilibrio de condiciones del agente respecto de los otros; es decir, como señala Bernard Williams citado en el susodicho libro: «Humillando a otra persona, uno puede intentar defensivamente reparar y, comparativamente, incrementar el sentido de valía personal hecho añicos». Igual que cuando un animal se ve atrapado, atacaremos sin más remedio al no existir escapatoria posible, aunque el primer impulso siempre sea salir corriendo.
Estos días estamos siendo testigos los ciudadanos de este país del enésimo episodio de palmaria inmoralidad que se representa en el escenario político. Nosotros, espectadores atónitos y perplejos, vemos cómo una persona que está al frente de una institución pública de gobierno regional miente descaradamente, sin el más mínimo indicio de sonrojo. Es verdad que, cumpliendo con la tendencia de acción primaria propia de la vergüenza que señala Elster, la señora Cristina Cifuentes estuvo desaparecida y muda durante algunos días; quizá llegó a sentir vergüenza, pero ya lleva bastantes días durante los cuales su conducta es una contundente prueba de lo atinado del análisis de Williams, cuando advierte de que quien ha sido cazado en su nuda deshonestidad puede muy bien reaccionar con el ataque. En el caso de la interfecta, dirigido contra la prensa digital, la oposición política, y todo ello acompañado de una estrategia retórica que tiene por finalidad culpar únicamente a la Universidad Rey Juan Carlos de todo lo que huele mal en relación su archifamoso máster.
Pero ¿y si en verdad no siente vergüenza ninguna? Recordemos que –Elster dixit– en el caso de esta emoción la causa de que la señora Cifuentes pueda sentirla reside en qué sienten realmente otras personas respecto de lo que ella ha hecho. He aquí la clave a mi juicio. Basta con oír las declaraciones de sus compañeros de partido y ver el abrazo con el que le ha obsequiado el jefe del mismo en la fiesta que celebran todos este fin de semana en Sevilla para saber lo que siente realmente esa gente que ella tiene como grupo de referencia. No ha lugar, pues, a la vergüenza.
Ello tiene un coste para la ciudadanía de este país en términos de debilitamiento de los límites morales y, por ende, de pérdida de estabilidad, pues –recordemos– son los vínculos entre las emociones como la vergüenza y el cumplimiento de las normas los que otorgan estabilidad a nuestra vida social, ahorrándonos entre otras cosas conflictos que nos quitan fuerzas para entregarnos a los proyectos que nos mejoran.
Nuestro ínclito Presidente del Gobierno, que siente que el asunto del dichoso máster de la señora Cifuentes representa una «polémica bastante estéril», asegura cada vez que tiene oportunidad que España es un país serio, lo que tengo por incompatible con ser una sociedad sin vergüenza; ¿o sí?
Por José María Agüera Lorente
En textos pasados publicados aquí y allá he mostrado mi visión crítica sobre los efectos que un exceso de emotividad puede causar en el ámbito de la vida pública. De acuerdo con un digamos modelo de concepción ilustrada de la democracia entiendo que se debe procurar abordar las cuestiones y conflictos políticos al nivel que sea según un enfoque racional, el cual –en principio– debiera facilitar el diálogo y el consenso en el que basar las soluciones que buscamos y los proyectos que contribuyan a una mejor convivencia. Ahora bien, esto no me impide asumir la obviedad de que el ser humano es, por naturaleza, emocional, pues los afectos son imprescindibles estados de nuestra psique a través de los cuales evaluamos las diversas situaciones por las que nos hace atravesar la multitud de avatares que la vida nos presenta; asimismo no se puede soslayar la evidencia del enorme poder de las emociones para impulsar la acción de los individuos que las experimentan. Esa su tendencia intrínseca a la acción –en ciertos afectos más que en otros– está implícita en la propia etimología que parcialmente comparten emoción y motivación que las vincula al movimiento (motus), o sea, a la acción.
Quiere decirse que hay que contar con las emociones para lo bueno y para lo malo; hay que saber reconocerlas, valorarlas en lo que tienen de vínculo primordial con la vida y en lo que pueden suponer de lupa distorsionadora de nuestra percepción y juicio respecto de la realidad. No se puede pretender desde un racionalismo simplificador y trasnochado que uno puede colocarse más allá de la afectividad, porque ésta, al final, opera sobre nosotros lo reconozcamos o no. El balance entre la emotividad y la racionalidad es irrenunciable si se quiere gozar de una vida inteligente, es decir, una vida buena, y sospecho que es un componente integrante de eso que desde la filosofía práctica ha sido siempre un ideal: la sabiduría.
¿Puede ocurrir que falle el juicio en su vertiente racional a la hora de la toma de decisiones que da origen a muchas de nuestras acciones? Claro que sí; y entonces la emoción tiene que acudir a rescatarnos del error en que podríamos incurrir. En la película de 2015 titulada Irrational man –que por cierto comenté en este mismo blog, y que merece más– Woody Allen nos pone magistralmente ante el hecho de una desorientación de la razón que conduce al personaje –un profesor de filosofía nada menos, es decir, un señor intelectualmente sofisticado– a cometer un asesinato. Cuando reconoce su culpa ante una alumna que lo admira, ésta admite que no tiene forma lógica de demostrarle por qué está mal lo que ha hecho, pues efectivamente el sujeto que ha eliminado era un mal bicho por lo que el crimen que ha cometido se podría considerar una buena obra. Al justificarse el homicida diciendo que matar a ese hombre «era lo más razonable» ella le replica: «no puedo rebatir tus argumentos, pero no tengo que pensar en nada, porque siento que eso no está bien». En efecto, cualquiera ha tenido la ocasión de experimentar ese sentimiento del que brota la expresión «eso no está bien». Este sintagma marca una valiosísima frontera moral, siempre revisable ciertamente, siempre objeto de crítica y hasta de controversia, sobre todo en sociedades tan dinámicas como las nuestras actuales en las que las veloces innovaciones tecnológicas nos colocan ante novedosas opciones cuya valoración seguramente no se puede realizar aplicando sin más los esquemas morales tradicionales. De todos modos, en muchas de las ocasiones en las que esas cuatro palabras son pronunciadas –no sabría decir si las más o las menos– lo que las respalda es un sentimiento o conjunto de sentimientos, no razones; compasión, culpa o vergüenza sustentan una valoración que se precisa inmediata y poderosa capaz de conducirnos a proceder moralmente. No son argumentos, pero tienen un indudable valor práctico y son imprescindibles en toda sociedad si se quiere que sus individuos puedan identificar, sin necesidad de tener que confeccionar una tesis doctoral sobre ética, esos principios cuyo seguimiento mayoritario mantiene en buen nivel sus mínimos éticos. Son las que Jon Elster, en su libro Tuercas y tornillos, llama «emociones intensamente sociales» y a las que atribuye «un rol importante en la operación de las normas sociales». Son ellas las que en primera instancia previenen contra el riesgo de impunidad ante conductas lesivas contra el bien común. Tras la vergüenza y la culpa está el temor a la punición, a la mirada de los otros que solidariamente constituyen la comunidad moral. Como Elster señala certeramente: «Las emociones importan porque nos conmueven y perturban y porque mediante sus vínculos con las normas morales estabilizan la vida social».
Quiero reparar ahora en la vergüenza, a la que el mencionado autor le dedica suculentas páginas en otro libro suyo repleto de sutilezas que lleva por título Alquimias de la mente. En él esa emoción social que es la vergüenza se disecciona certeramente a mi modesto entender, señalándose que lo que la despierta es algo que normalmente genera en otras personas el desprecio, el escarnio o el aislamiento. Quiere decirse que, de alguna manera, se requiere la presencia de los otros –explícita o implícita– para que esa emoción brote (también valdría imaginarse expuesto a los otros para experimentarla). Cito de nuevo a Elster, certero y sin dejar lugar a dudas: «En el caso de la vergüenza, existe una conexión causal entre lo que otras personas realmente sienten y lo que el agente siente». En cuanto a la tendencia de acción asociada a esta emoción, «el impulso inmediato es el de esconderse, huir, achicarse –cualquier otra cosa para evitar ser visto–. Si uno no puede huir el suicido puede ser la única solución». Ahora bien, siendo esta la tendencia automática o primaria, reconoce el filósofo noruego –y con él yo creo que todos aquellos con la suficiente experiencia moral– que caben otras reacciones como el intento de reconstruirse o mejorarse a uno mismo. A veces, la vergüenza puede desencadenar una conducta agresiva, como forma de recuperar el equilibrio de condiciones del agente respecto de los otros; es decir, como señala Bernard Williams citado en el susodicho libro: «Humillando a otra persona, uno puede intentar defensivamente reparar y, comparativamente, incrementar el sentido de valía personal hecho añicos». Igual que cuando un animal se ve atrapado, atacaremos sin más remedio al no existir escapatoria posible, aunque el primer impulso siempre sea salir corriendo.
Estos días estamos siendo testigos los ciudadanos de este país del enésimo episodio de palmaria inmoralidad que se representa en el escenario político. Nosotros, espectadores atónitos y perplejos, vemos cómo una persona que está al frente de una institución pública de gobierno regional miente descaradamente, sin el más mínimo indicio de sonrojo. Es verdad que, cumpliendo con la tendencia de acción primaria propia de la vergüenza que señala Elster, la señora Cristina Cifuentes estuvo desaparecida y muda durante algunos días; quizá llegó a sentir vergüenza, pero ya lleva bastantes días durante los cuales su conducta es una contundente prueba de lo atinado del análisis de Williams, cuando advierte de que quien ha sido cazado en su nuda deshonestidad puede muy bien reaccionar con el ataque. En el caso de la interfecta, dirigido contra la prensa digital, la oposición política, y todo ello acompañado de una estrategia retórica que tiene por finalidad culpar únicamente a la Universidad Rey Juan Carlos de todo lo que huele mal en relación su archifamoso máster.
Pero ¿y si en verdad no siente vergüenza ninguna? Recordemos que –Elster dixit– en el caso de esta emoción la causa de que la señora Cifuentes pueda sentirla reside en qué sienten realmente otras personas respecto de lo que ella ha hecho. He aquí la clave a mi juicio. Basta con oír las declaraciones de sus compañeros de partido y ver el abrazo con el que le ha obsequiado el jefe del mismo en la fiesta que celebran todos este fin de semana en Sevilla para saber lo que siente realmente esa gente que ella tiene como grupo de referencia. No ha lugar, pues, a la vergüenza.
Ello tiene un coste para la ciudadanía de este país en términos de debilitamiento de los límites morales y, por ende, de pérdida de estabilidad, pues –recordemos– son los vínculos entre las emociones como la vergüenza y el cumplimiento de las normas los que otorgan estabilidad a nuestra vida social, ahorrándonos entre otras cosas conflictos que nos quitan fuerzas para entregarnos a los proyectos que nos mejoran.
Nuestro ínclito Presidente del Gobierno, que siente que el asunto del dichoso máster de la señora Cifuentes representa una «polémica bastante estéril», asegura cada vez que tiene oportunidad que España es un país serio, lo que tengo por incompatible con ser una sociedad sin vergüenza; ¿o sí?
Comentarios
Publicar un comentario