No hieras mis sentimientos (¿son criticables los afectos?)

Por José María Agüera Lorente

«No existe en filosofía un asunto más elegante que la especulación de las diferentes causas y efectos de las pasiones tranquilas y violentas». (David Hume: Tratado de la naturaleza humana)
«La actividad más importante que un ser humano puede lograr es aprender para entender, porque entender es ser libre». (Baruch de Spinoza: Ética demostrada según el orden geométrico)

Hace unos meses escribí un texto al calor de los acontecimientos en Cataluña de octubre del año pasado que titulé Democracia romántica, democracia ilustrada. En él confrontaba –no de manera sistemática, tengo que reconocer– dos maneras de vivir la democracia, a saber: una, la ilustrada, desde la normatividad de la razón; la otra, la romántica, desde la espontaneidad veleidosa de la sentimentalidad. La primera apela a la responsabilidad del ciudadano como referente a la hora de encajar su voluntad personal en el complejo sistema de las acciones políticas, la segunda cree en la voluntad popular que se manifiesta en las movilizaciones colectivas y en las urnas, ambas dos poseedoras de un poder legitimador que hace palidecer la fría autoridad de instituciones y leyes, carentes de la empatía hacia el Volkgeist, hacia el sentir de las gentes. 
En opinión del profesor Manuel Arias Maldonado, en el corazón de lo que yo llamo democracia romántica está lo que él denomina democracia sentimental. Resumiendo su idea, en ella manda el sentimiento. La tensión existente entre el ideal de ser racional y el agente real principalmente motivado por sus emociones que somos según las últimas aportaciones tanto desde las ciencias sociales como desde la neurociencia cognitiva, se resuelve en la democracia romántica (o sentimental) a favor del segundo.
En los albores de la configuración del paradigma de la modernidad, en el que la autonomía del individuo se convierte en tema central, la susodicha tensión ya se esbozó a través de la filosofía de figuras tan señeras como René Descartes y David Hume, exponentes de dos visiones del alma humana en las que las relaciones entre emoción y razón son difícilmente compatibles tanto desde el punto de vista teórico como desde el práctico; la del racionalista presenta un yo que se define como una sustancia que permanece idéntica a sí misma al margen del proceloso devenir psíquico, mientras que la del empirista lo reduce a las funciones cognitivas y los estados mentales que se suceden en el dinámico flujo de la conciencia. No profundizaré en la cuestión del yo y la conciencia, que merece reflexión propia por su más que probada enjundia metafísica, pero remarquemos que, en lo que toca a la teoría de la acción, el cartesiano y el humeano son dos modelos de sujeto que dan lugar a dos correspondientes modelos de agente bien diferentes. El primero supone un ente director, que es la razón, verdadera piedra de toque de la autonomía del individuo; el segundo reconoce en las pulsiones afectivas el principio motivador de la conducta que arrastra a la razón en la ejecución de la misma.
Hoy sabemos que la idea del individuo como sujeto racional es eso, una idea; con algo de mito en tanto en cuanto hay quien todavía es presa de lo que Edgar Morin llamaba «la autoidolatría del hombre que se admira en la ramplona imagen de su propia racionalidad». En este sentido el error de Descartes, que es el tema recurrente del libro del neurocientífico Antonio Damasio titulado precisamente El error de Descartes, consiste no sólo en la apuesta por el dualismo psicofísico sino también en el encumbramiento de una racionalidad pura e idealizada al margen de toda afectividad. La prueba –para mí definitiva– de lo errado de esa concepción nos llega del mundo de la economía, en el que, si se quiere ser congruente con los hechos, se ha de aceptar sin más remedio que el sujeto racional no es más que un modelo ideal que puede ser útil como recurso hipotético según parece demostrar la reciente crisis financiera global.
Hay que contar con los sentimientos, ciertamente. El ya fallecido psiquiatra Carlos Castilla del Pino en su Teoría de los sentimientos establecía que «los sentimientos son algo de lo que se vale el sujeto, merced a lo cual apetece de los objetos (y de sí mismo), se interesa por ellos (para hacerlos suyos o alejarlos de sí) y, en consecuencia, se hace en el mundo, en la realidad psicosocial». Seguramente por eso, o más bien por cierta impronta humeana, definía Bertrand Russell la vida buena como «la inspirada por el amor y la guiada por el conocimiento» (léase su ensayo al respecto en su libro Por qué no soy cristiano). Dice el filósofo, en congruencia con la tesis del psiquiatra, que el amor es más importante que el conocimiento, ya que otorga el impulso que se requiere para desear conocer. La misma filosofía en su propia plasmación nominal contiene el reconocimiento de lo dicho, pues es amor o deseo de saber lo que hace de ella algo vivo.
Una vida puramente racional sería tan sosa. La salsa de la vida son los sentimientos, porque un sujeto sin sentimientos sería un sujeto sin conflicto, es decir, un ser apático, que no estaría activamente en la realidad, ya que nuestra relación con ella es esencialmente conflictiva a lomos de un pertinaz deseo, unas veces de apropiación de esa realidad, otras de rechazo; todo lo cual lleva al individuo a modificarla en ocasiones y hasta a destruirla. «Por eso –concluye Castilla del Pino–, al ser el sujeto una "máquina" de desear objetos, su relación con la realidad es necesariamente conflictiva: quiere lo que no tiene; y si lo tiene, teme perderlo. Además de verse obligado a contar con lo que no desea tener».
Eso incluye a los demás, porque la realidad incluye a los demás. Y los demás pueden no sentir lo que nosotros hacia determinados objetos como la patria o nuestra fe religiosa o el equipo de nuestros amores. A este respecto parece ser que existe un derecho a que a uno no le hieran sus sentimientos, como hay desde hace tiempo ese absurdo lema según el cual todas las opiniones son respetables. Cada cual tiene derecho a pensar lo que quiera, y se le tiene que respetar; congruentemente, cada cual tiene derecho a sus sentimientos, y que se respeten, lo que suele incluir para muchos que no se  hieran. Esto último muy coherente a mi parecer con la idiosincrasia propia de la democracia romántica. En verdad, si hay una necesidad de que se respeten las opiniones de todo el mundo es porque argumentar razonablemente en contra de ellas se tiene ya por equivalente a herir los sentimientos de quien las sostiene. Ahora bien, ¿son todos los sentimientos respetables? ¿Deben y pueden los sentimientos de cada cual quedar al margen de toda crítica? ¿Hay acaso sentimientos de algunos que, por su estatus especial, deben quedar a salvo de cualquier expresión que pueda herirlos?
Forma parte constitutiva de nuestra tradición intelectual la idea de que el ámbito de la afectividad queda al margen de la operatividad de la razón. Los sentimientos son, desde esta perspectiva aún vigente en gran medida, el reino de la irracionalidad, oscuras pulsiones imposibles de educar y en las que no se debe confiar. En el Tratado de la naturaleza humana (1739), David Hume, refiriéndose a la lucha entre razón y sentimientos escribió lo siguiente: «La filosofía puede solamente explicar los más grandes y notables sucesos de esta lucha, pero debe abandonar las más nimias y delicadas revoluciones, por depender de principios demasiado sutiles para su comprensión».
Sin embargo, los filósofos, los psicólogos y más recientemente los neurocientíficos y los economistas no han dejado de perseverar en la búsqueda de una mejor comprensión de los mecanismos de nuestra afectividad. Un brillante exponente de esta última hornada de estudiosos de la afectividad humana es el neurocientífico Antonio Damasio. El libro en el que se recoge lo sustancial de sus investigaciones en torno a la neurobiología de la emoción y los sentimientos tiene el significativo título de En busca de Spinoza; un texto que representa la vanguardia del conocimiento científico  en dicha materia, pero que conecta con la tradición filosófica a través de la figura del filósofo judío, autor de la Ética demostrada según el orden geométrico (1677), cuyas tercera y cuarta partes están dedicadas a los afectos. Para Damasio los sentimientos son percepciones, y no hay percepción neutra desde el punto de vista emocional. El sentimiento tiñe de valor la realidad que a su través se conoce evaluada y así constituye una base para la toma de decisiones. Son una poderosa indicación de lo que nos importa que implica una determinada percepción de la realidad –aunque no necesariamente comprensión de la misma– siempre desde el polo egocéntrico del deseo propio (expresión de lo que Spinoza denominó conatus) y en continua tensión dialéctica con las creencias que llamamos valores (¿sentimos todos los valores que pensamos?).
En el campo de la psicología se abrió un prometedor frente de estudio en torno a la inteligencia afectiva. Quizá la obra que lo dio a conocer al gran público fue Inteligencia emocional (1995) de Daniel Goleman, en el que se exponía el concepto psicológico, que incluye –dicho de forma sintética– el autocontrol, la persistencia en el esfuerzo y la habilidad para motivarse a uno mismo. En la misma línea cabe situar la noción de ego resilience de Jack Block. La vieja idea de sabiduría, de tan noble pero venida a menos tradición filosófica, la ha recuperado Robert Sternberg; en ella incluye la integración del sentimiento y el conocimiento. Seguramente, José Ortega y Gasset no le haría ascos a todas estas aportaciones que hemos repasado sumariamente, no siendo descabellado considerar que pudieran tener cabida en su concepto de razón vital, la que nos permite conocer el universo –según palabras del propio filósofo extraídas de El tema de nuestro tiempo– «impregnado de vida, es decir, visto, amado, odiado, sufrido y gozado». En la misma línea sitúo a la filósofa norteamericana Martha C. Nussbaum por poner el foco sobre el componente cognitivo de las emociones, situándolas en la esfera del pensamiento y asimilándolas al juicio de la razón. Cito sus palabras de Paisajes del pensamiento (2001): «el juicio es un elemento constitutivo de la emoción (...). La razón aquí se mueve, acepta, rehúsa; puede desplazarse rápida o lentamente, o bien hacerlo de manera directa o con vacilaciones».
De todo lo anterior se infiere que no hay justificación para renunciar a la comprensión de nuestras emociones; y que, como en el caso de las opiniones, tampoco hay por qué no exigir las razones de ellas, sobre todo teniendo en cuenta su gran poder motivador al ser fuerzas impulsoras de acciones que pueden tener importantes consecuencias no únicamente para los que las sienten. Téngase en consideración que los sentimientos  y los sistemas de creencias se hallan intrínsecamente vinculados por un bucle psíquico de retroalimentación; que la situación real que puede suscitar un determinado afecto se puede ver impregnada ella misma de emotividad desde las creencias en las que el sujeto está. En el sentimiento, como en la opinión puede anidar el error. El fenómeno psíquico de la disonancia cognitiva, señalado por primera vez en 1957 por Leon Festinger, conlleva el reconocimiento de la fuerza del susodicho bucle, así como la existencia del componente afectivo de las actitudes, que tienen su sustento en un sistema de creencias. Uno puede tomar conciencia de que se equivoca sintiendo lo que siente; experiencia clave para una plena vivencia de la propia libertad.
No hieras mis sentimientos puede equivaler a no te metas con mis creencias. Entonces proteger institucionalmente determinados sentimientos no es sino proteger determinadas creencias. Cuando se condena –pudiendo llegar incluso a la sentencia judicial– a alguien por expresiones más o menos artísticas y/o humorísticas respecto de símbolos religiosos (desde las caricaturas de Charlie Hebdo, pasando por el montaje fotográfico del joven de Jaén hasta las vírgenes de una drag queen carnavalesca) por considerar que se hiere determinados sentimientos se incurre en discriminación hacia otros; por ejemplo, los de miles de ciudadanos a los que la administración niega permisos y colaboración para hallar los restos de sus familiares asesinados a causa de la brutal y sistemática represión franquista. Diríase, entonces que, de modo escasamente razonable, se institucionaliza una categoría de sentimientos que es lícito herir, mientras que otros no. Los primeros serían parte de lo sagrado. Lo sagrado se delimita mediante las creencias perlocutivas, es decir, aquellas cuyos efectos sobre la realidad provienen del simple hecho de ser proclamadas o negadas (algo es pecado cuando la instancia competente afirma que lo es: integrismo perlocutivo); su territorio se reconoce porque en él está proscrito hacer chistes, pues lo sacro –que no se reduce a lo religioso– es intocable, no se deja sobar  por el examen crítico. ¿Y acaso no es el humor uno de los modos de expresión de la inteligencia emocional a cuyo través puede la razón conmover y tornar pensables los afectos?
Terreno, en fin, ricamente abonado para el fanatismo es lo sagrado. Sentimiento que emponzoña el alma y enturbia el juicio de realidad, único cauce a nuestra disposición a través del cual podemos tomar decisiones sensatas. Por nuestros afectos podemos ser manipulados sin ser conscientes de ello. Se precisa de la crítica de los sentimientos –aunque en ocasiones conlleve herirlos sin remedio– si se desea salvaguardar la propia libertad, que exige el conocimiento de los hilos internos que accionan los resortes de nuestro espíritu.

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