Democracia romántica, democracia ilustrada
«Si el estado democrático renuncia al sostenimiento de una legalidad igualadora los débiles se quedan a merced de los fuertes y los bárbaros o los brutos o los corruptos prevalecen sobre las personas honradas, las personas que por ser pacíficas carecen de recursos o agresividad para defenderse por su cuenta». (Antonio Muñoz Molina: Todo lo que era sólido)
En estos tiempos de desazón que en este nuestro país vivimos uno anda lampando por hallar refuerzo a los puntales de su inteligencia, tratando a toda costa de evitar la intoxicación de su pensamiento diariamente expuesto a nocivas aserciones –que no argumentos, pues éstos no lucen como deberían– que ofuscan el entendimiento. A todas horas se pronuncian por doquier palabras que tendrían que inspirar seguridad. Términos «democracia» o «libertad», sin embargo, restallan como látigos en una atmósfera cargada a más no poder de falacias y sentimientos espurios. Nada significa lo que debiera y a cada pronunciamiento de la opinión pública el racional sentido de lo que se dice pierde fuerza. Se nos arrebató la dicha de la serenidad. Aquí la democracia es incapaz de cumplir con su principal función, ya parece que olvidada de tanto que se le exige por parte de unos y de otros. Porque la democracia es el medio no el fin; es para que podamos vivir tranquilos; para que podamos amar, trabajar, crear, gozar, en fin, de la dicha de vivir. Pero, insisto, se nos ha olvidado y ya estamos en guerra, porque hay quien la quiere utópica, la quiere abrazada por el pueblo y por el pueblo permanentemente administrada, lo que a la fuerza conlleva nocivas consecuencias para la libertad de los ciudadanos de carne y hueso. Diríase que se añora la libertad de los antiguos de la que habló Benjamin Constant en su Discurso de la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos de 1819. Ve el filósofo francés, al que le tocó navegar por procelosas aguas de la historia de su país, un peligro en la confusión de ambas nociones de libertad. La de los antiguos es la libertad que otorga la participación directa de los ciudadanos en la toma de decisiones políticas, pero a costa de la mengua de esa otra libertad que consiste «en el goce de la independencia privada». Es la primera la de la democracia romántica y apasionada, la asamblearia, la de las manifestaciones de fuerza cuantitativa de las masas callejeras, las cuales legitiman su poder mediante la toma del ágora. La acéfala democracia de la nación con el pecho abierto y el corazón en las manos. Su ser viviente no es el yo concreto de los individuos, que –como Ortega y Gasset nos advirtiera ha tiempo– se realiza (es decir, se hace real) en la briega continua con sus circunstancias. No, él no es el protagonista de la historia; el pueblo y sólo el pueblo tiene derechos en la democracia romántica y a ellos son supeditados los de las personas. A decidir, se dice. El pueblo, un animal metafísico con alma de entelequia tiene la voluntad. Así la palabra trasciende la realidad concreta y supera el límite de la otredad y –como el ser de Parménides– es uno e ingénito; igual que Dios, y en esto la política se acerca a la religión. El pueblo es «buena gente» –como le he oído decir con oronda autocomplacencia a un político refiriéndose al pueblo catalán– y por ello todo lo que hace es intrínsecamente santo. La representación parlamentaria y la ley son bridas que sujetan su buena voluntad, los síntomas de la esclerosis de una democracia formal que mancilla el ideal de la democracia perfecta, que es pura expresión de la buena voluntad del pueblo. ¡Ay, utopía de la bruta ilusión! Utopía ayuna de conocimiento, que desprecia los hechos, que infantilmente no tolera la frustración que a sus creyentes provoca que no todos piensen igual (peor para ellos, descarriados corderos), que quieren la encarnación de la democracia ideal aquí en la tierra. Muchos nos conformaríamos con el seguimiento de la racionalidad, que es también de naturaleza ideal, la cual toma cuerpo en forma de normas; como la democracia cuando es ilustrada y se practica metódicamente; la plasmación material de esa práctica son sus instituciones, como sus leyes, garantes de la libertad de todos, también de las minorías que no deben sufrir en ningún caso el abuso de las mayorías, puesto que cualquiera de nosotros es minoría en algún respecto. ¿Infalible? No, porque es humana, demasiado humana. De aquí que toda precaución es poca contra los excesos en política. Y que nos sea necesario el Estado de Derecho el cual, reconociendo la evidencia de la diversidad y la pluralidad de opciones, se funda no obstante en la universalidad de lo humano. Ésta se plasma políticamente en la condición de ciudadano de todos y cada uno de sus integrantes. Ellos son los que sustentan el sentido político de la comunidad, y no al revés. Sus respectivas identidades individuales son las que conforman el espacio de convivencia y al relacionarse se crean mutuamente, no la ficticia identidad uniforme del pueblo o nación, supuesto demos sujeto único de decisión. Claro que la retórica de la democracia ilustrada puede no ser tan inspiradora, seguramente nada épica, más amiga de la argumentación que de la sentimentalidad mitogenética que se retroalimenta en su interminable bucle de delirio. Eso no quiere decir que no valore las emociones, pero eso sí siempre vinculadas a los elementos cognitivos, para evitar que puedan mutar en agentes corrosivos de la convivencia; postula la mayoría de edad –en el sentido kantiano de ilustración– de todos aquellos a los que ampara políticamente al tiempo que les exige un ejercicio responsable de su libertad ciudadana. Entre sus principios figura el de la igualdad, que tiene su contenido político sólo en la abstracción de identidades que es la ciudadanía. La romántica concepción de la democracia sin embargo, no puede pasar por alto el elemento de la identidad que aglutina a los sujetos en el ser que los trasciende, y que para ella es el pueblo. Para alimentar su espíritu es imperativo succionar el alma de cada uno de los individuos, anular toda voluntad que no esté dirigida por el propósito del bien común que cualquier ser humano no puede dejar de reconocer que es idéntico para todos. Bendito, pues, el héroe abnegado, tan querido de la democracia romántica, pues es capaz de sufrir persecución por ser fiel a los ideales trascendentes. Mártires inspiradores para la masa fraternal de correligionarios, depositarios de la quintaesencia moral de la democracia que se entrega fervorosamente al proselitismo y al fanatismo, fracaso cognitivo éste que eleva la creencia de la que se está convencido a verdad que ha de ser defendida a toda costa frente a las doctrinas falsas; el convencimiento del colectivo sustituye a la fundamentación universal de modo que queda expedito el camino hacia la imposición tiránica de esa (supuesta) verdad sagrada, porque los demócratas inmaduros creen que en política vale todo lo que la mayoría quiera. Consecuentemente esta clase de democracia no se halla cómoda con el respeto de las formas, que se sienten –aquí siempre se trata de sentir– como intolerables constricciones a la voluntad general, como imposiciones de una legalidad siempre despótica que se quisiera complaciente con el capricho de las masas iluminadas. Vibra con la desmesura en ese estado inconsciente en que la ética se puede confundir con la estética. Por ello nunca habrá seguridad respecto de la estabilidad de las instituciones, siempre sujetas en esta democracia adolescente a una permanente revisión dictada al albur no de procedimientos reglados, sino de juveniles pronunciamientos. Porque en estas democracias románticas la mirada y el juicio ciudadano siempre son juveniles, espontáneos, impregnados como están de una crónica ansia renovadora que exigirá de todos una continua atención de los asuntos públicos; y así no habrá certeza de paz en la que instalarse para, simplemente, vivir cada cual su vida. Despreciado el conocimiento de la historia y la naturaleza humanas que tan importante es en una democracia ilustrada se cree fervientemente en los inicios adánicos confiados en una idea de humanidad angelical que no se compadece con los hechos del pasado. Cámbieselos si es menester con tal que encaje con el relato épico que justifica el destino señalado por el dedo trascendente de la historia. ¿Quién necesita la memoria cuando se cuenta con el poder de la buena voluntad del pueblo? ¿Para qué un contrato social si se está plenamente convencido de a dónde se dirige la voluntad general? ¿Qué delito va a ser, entonces, romper consensos y lealtades?
Por José María Agüera Lorente
En estos tiempos de desazón que en este nuestro país vivimos uno anda lampando por hallar refuerzo a los puntales de su inteligencia, tratando a toda costa de evitar la intoxicación de su pensamiento diariamente expuesto a nocivas aserciones –que no argumentos, pues éstos no lucen como deberían– que ofuscan el entendimiento. A todas horas se pronuncian por doquier palabras que tendrían que inspirar seguridad. Términos «democracia» o «libertad», sin embargo, restallan como látigos en una atmósfera cargada a más no poder de falacias y sentimientos espurios. Nada significa lo que debiera y a cada pronunciamiento de la opinión pública el racional sentido de lo que se dice pierde fuerza. Se nos arrebató la dicha de la serenidad. Aquí la democracia es incapaz de cumplir con su principal función, ya parece que olvidada de tanto que se le exige por parte de unos y de otros. Porque la democracia es el medio no el fin; es para que podamos vivir tranquilos; para que podamos amar, trabajar, crear, gozar, en fin, de la dicha de vivir. Pero, insisto, se nos ha olvidado y ya estamos en guerra, porque hay quien la quiere utópica, la quiere abrazada por el pueblo y por el pueblo permanentemente administrada, lo que a la fuerza conlleva nocivas consecuencias para la libertad de los ciudadanos de carne y hueso. Diríase que se añora la libertad de los antiguos de la que habló Benjamin Constant en su Discurso de la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos de 1819. Ve el filósofo francés, al que le tocó navegar por procelosas aguas de la historia de su país, un peligro en la confusión de ambas nociones de libertad. La de los antiguos es la libertad que otorga la participación directa de los ciudadanos en la toma de decisiones políticas, pero a costa de la mengua de esa otra libertad que consiste «en el goce de la independencia privada». Es la primera la de la democracia romántica y apasionada, la asamblearia, la de las manifestaciones de fuerza cuantitativa de las masas callejeras, las cuales legitiman su poder mediante la toma del ágora. La acéfala democracia de la nación con el pecho abierto y el corazón en las manos. Su ser viviente no es el yo concreto de los individuos, que –como Ortega y Gasset nos advirtiera ha tiempo– se realiza (es decir, se hace real) en la briega continua con sus circunstancias. No, él no es el protagonista de la historia; el pueblo y sólo el pueblo tiene derechos en la democracia romántica y a ellos son supeditados los de las personas. A decidir, se dice. El pueblo, un animal metafísico con alma de entelequia tiene la voluntad. Así la palabra trasciende la realidad concreta y supera el límite de la otredad y –como el ser de Parménides– es uno e ingénito; igual que Dios, y en esto la política se acerca a la religión. El pueblo es «buena gente» –como le he oído decir con oronda autocomplacencia a un político refiriéndose al pueblo catalán– y por ello todo lo que hace es intrínsecamente santo. La representación parlamentaria y la ley son bridas que sujetan su buena voluntad, los síntomas de la esclerosis de una democracia formal que mancilla el ideal de la democracia perfecta, que es pura expresión de la buena voluntad del pueblo. ¡Ay, utopía de la bruta ilusión! Utopía ayuna de conocimiento, que desprecia los hechos, que infantilmente no tolera la frustración que a sus creyentes provoca que no todos piensen igual (peor para ellos, descarriados corderos), que quieren la encarnación de la democracia ideal aquí en la tierra. Muchos nos conformaríamos con el seguimiento de la racionalidad, que es también de naturaleza ideal, la cual toma cuerpo en forma de normas; como la democracia cuando es ilustrada y se practica metódicamente; la plasmación material de esa práctica son sus instituciones, como sus leyes, garantes de la libertad de todos, también de las minorías que no deben sufrir en ningún caso el abuso de las mayorías, puesto que cualquiera de nosotros es minoría en algún respecto. ¿Infalible? No, porque es humana, demasiado humana. De aquí que toda precaución es poca contra los excesos en política. Y que nos sea necesario el Estado de Derecho el cual, reconociendo la evidencia de la diversidad y la pluralidad de opciones, se funda no obstante en la universalidad de lo humano. Ésta se plasma políticamente en la condición de ciudadano de todos y cada uno de sus integrantes. Ellos son los que sustentan el sentido político de la comunidad, y no al revés. Sus respectivas identidades individuales son las que conforman el espacio de convivencia y al relacionarse se crean mutuamente, no la ficticia identidad uniforme del pueblo o nación, supuesto demos sujeto único de decisión. Claro que la retórica de la democracia ilustrada puede no ser tan inspiradora, seguramente nada épica, más amiga de la argumentación que de la sentimentalidad mitogenética que se retroalimenta en su interminable bucle de delirio. Eso no quiere decir que no valore las emociones, pero eso sí siempre vinculadas a los elementos cognitivos, para evitar que puedan mutar en agentes corrosivos de la convivencia; postula la mayoría de edad –en el sentido kantiano de ilustración– de todos aquellos a los que ampara políticamente al tiempo que les exige un ejercicio responsable de su libertad ciudadana. Entre sus principios figura el de la igualdad, que tiene su contenido político sólo en la abstracción de identidades que es la ciudadanía. La romántica concepción de la democracia sin embargo, no puede pasar por alto el elemento de la identidad que aglutina a los sujetos en el ser que los trasciende, y que para ella es el pueblo. Para alimentar su espíritu es imperativo succionar el alma de cada uno de los individuos, anular toda voluntad que no esté dirigida por el propósito del bien común que cualquier ser humano no puede dejar de reconocer que es idéntico para todos. Bendito, pues, el héroe abnegado, tan querido de la democracia romántica, pues es capaz de sufrir persecución por ser fiel a los ideales trascendentes. Mártires inspiradores para la masa fraternal de correligionarios, depositarios de la quintaesencia moral de la democracia que se entrega fervorosamente al proselitismo y al fanatismo, fracaso cognitivo éste que eleva la creencia de la que se está convencido a verdad que ha de ser defendida a toda costa frente a las doctrinas falsas; el convencimiento del colectivo sustituye a la fundamentación universal de modo que queda expedito el camino hacia la imposición tiránica de esa (supuesta) verdad sagrada, porque los demócratas inmaduros creen que en política vale todo lo que la mayoría quiera. Consecuentemente esta clase de democracia no se halla cómoda con el respeto de las formas, que se sienten –aquí siempre se trata de sentir– como intolerables constricciones a la voluntad general, como imposiciones de una legalidad siempre despótica que se quisiera complaciente con el capricho de las masas iluminadas. Vibra con la desmesura en ese estado inconsciente en que la ética se puede confundir con la estética. Por ello nunca habrá seguridad respecto de la estabilidad de las instituciones, siempre sujetas en esta democracia adolescente a una permanente revisión dictada al albur no de procedimientos reglados, sino de juveniles pronunciamientos. Porque en estas democracias románticas la mirada y el juicio ciudadano siempre son juveniles, espontáneos, impregnados como están de una crónica ansia renovadora que exigirá de todos una continua atención de los asuntos públicos; y así no habrá certeza de paz en la que instalarse para, simplemente, vivir cada cual su vida. Despreciado el conocimiento de la historia y la naturaleza humanas que tan importante es en una democracia ilustrada se cree fervientemente en los inicios adánicos confiados en una idea de humanidad angelical que no se compadece con los hechos del pasado. Cámbieselos si es menester con tal que encaje con el relato épico que justifica el destino señalado por el dedo trascendente de la historia. ¿Quién necesita la memoria cuando se cuenta con el poder de la buena voluntad del pueblo? ¿Para qué un contrato social si se está plenamente convencido de a dónde se dirige la voluntad general? ¿Qué delito va a ser, entonces, romper consensos y lealtades?
Grandísimo artículo, un dardo en el corazón de la ceguera de quienes han decidido darle la espalda a las enseñanzas de la historia, la ciencia y la cultura humana. En estos tiempos tan oscuros incluso reivindicar la razón parece revolucionario. Felicidades.
ResponderEliminarMuchas gracias por haber leído mi modesto texto y por su comentario.
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