Post-verdad, transparencia y personalizacion en internet
Por José María Agüera Lorente
«La tecnología sigue progresando hacia un poder cada vez mayor, ya sea para el bien o para la destrucción. ¿Cuál es la fuente de todos estos problemas? La fuente es básicamente el pensamiento» (David Bohm: Sobre el diálogo)
«Lo que nos mete en problemas no es lo que no sabemos, sino lo que creemos con certeza y no sabemos». (Mark Twain, cita tomada de la película La gran apuesta)
En el último texto publicado por mí en este blog abordé la post-verdad desde una perspectiva filosófica. Vine a sostener en él que la post-verdad es la versión remozada y tuneada del posmoderno debilitamiento de la noción de verdad por el que, en definitiva -se admita o no-, se abraza el relativismo más absoluto -valga la paradoja- y de facto se renuncia al conocimiento.
He aquí un asunto en el que se pone a prueba la fe en el progreso, y lo que se pregunta el mencionado Eli Pariser es si la web ha supuesto un avance en la senda ética señalada por Clifford o, por el contrario, se camina, sobre todo en el ámbito de las redes sociales, hacia la implantación de procedimientos algorítmicos que, sin que nos demos cuenta, nos conducen a encerrarnos en esos mundos privados en los que nuestras creencias se retroalimentan en un ensimismado bucle de información filtrada según el perfil de preferencias confeccionado con el permanente rastreo de nuestros intereses inferidos a partir de nuestro continuo devenir por internet. Sin nuestro control, la red se hace con un cuadro de la personalidad de cada uno de nosotros que nos es opaco y que determina qué llega a nuestro conocimiento y qué no. Dicho contundentemente por el activista norteamericano: «Por definición, un mundo construido sobre la base de lo que nos resulta familiar es un mundo en el que no hay nada que aprender. Si la personalización es demasiado específica, esta puede impedir que entremos en contacto con experiencias alucinantes y aniquiladoras de prejuicios, así como con ideas que cambien nuestra forma de pensar con respecto al mundo y a nosotros mismos».
El filtro burbuja (filter bubble en el inglés original) desdibuja el ágora que debe tener su sitio en el mundo personal de cada ciudadano de las democracias contemporáneas. Ese es el lugar en el que, aplicando el criterio de la intersubjetividad, estamos en disposición de acceder a la realidad. La nueva generación de filtros de la información de internet, sin embargo, observan las cosas que parecen gustar a cada cual y a las personas que se le parecen, y a partir de ellas extrapolan. En palabras de Pariser: «Son máquinas de predicción cuyo objetivo es crear y perfeccionar constantemente una teoría acerca de quién eres, lo que harás y lo que desearás a continuación». Conlleva un determinismo informativo que implica una merma de nuestra libertad al cercenar opciones y, por ende, nuestra capacidad para elegir cómo queremos vivir. La personalización algorítmica que, en esencia, es el filtro burbuja, es la interfaz que se coloca entre cada uno de nosotros y la realidad, por lo que su poder de sesgo sobre ésta es considerable. Y ese sesgo va en la línea de reforzar nuestros gustos, nuestras creencias, aquello que complace y refuerza nuestra egocéntrica visión de las cosas excluyendo todo lo que potencialmente nos podría servir para contrastarla y falsarla, aunque nos cueste un disgusto. Pero lo que es más grave: nos puede hacer incurrir en la ilusión de que todo lo que nos muestra la pantalla es todo lo que hay al hurtársenos un aspecto primordial de la realidad cuando se busca conocerla, a saber, lo que no sabemos. Como aquellos prisioneros de la caverna platónica, creyentes de que la realidad se reducía a las sombras que se proyectaban en su pared, el homo internauta sería también ignorante de su ignorancia. Este es, en fin, el escenario perfecto para que se instale el reino de la post-verdad, pues -como sostiene el filósofo Byung-Chul Han en La sociedad de la transparencia (de las mismas fechas que el texto de Pariser)-: «Transparencia y verdad no son idénticas. Esta última es una negatividad en cuanto se pone e impone declarando falso todo lo otro. Más información o una acumulación de información por sí sola no es ninguna verdad».
Si dejamos atrás la verdad -la embajadora intersubjetiva de la realidad- y socialmente abrazamos la post-verdad regresaremos a esa etapa infantil en la que el niño vive en su mundo de fantasía de espaldas a la realidad. Jean Piaget, en sus investigaciones sobre el desarrollo de la inteligencia, constató que lo que hacia que el infante abandonara sus confortables reductos íntimos y sustituyera la evidencia privada por la intersubjetiva es la necesidad de relacionarse con los demás. El filtro burbuja proporciona un entorno de máximo confort, pues reduce el contacto con los otros, los que no piensan como nosotros; o limita las opciones de exponernos a lo que nos contradice y/o contraría, colocándonos así muy cerca del solipsismo. ¿Quién va a querer salir a la plaza, a exponerse a la intemperie y a la petición de explicaciones de los vecinos cuando se encuentra tan a gusto en su propia casa donde no le falta de nada?
El trabajo de la verdad -¡que cuesta trabajo!- es una tarea colectiva, expuesta permanentemente al contraste con la realidad y al diálogo con los otros que no piensan lo que uno. Así se ha construido la civilización en la que vivimos, basada no en logros materiales, sino en el conocimiento. Si ahora todo se acaba reduciendo a expresarse uno mismo es probable que olvidemos toda la infraestructura pública que apoya esta clase de expresión; y que perdamos de vista nuestros problemas comunes, si bien ellos no desparecerán por ensalmo. Recurro de nuevo a Byung-Chul Han, que lo ve muy claro: «Los social media y los motores de búsqueda personalizados erigen en la red un absoluto espacio cercano en el que está eliminado el afuera. Allí nos encontramos solamente a nosotros mismos y a nuestros semejantes». La consecuencia es la «privatización del mundo» por desintegración de la esfera pública al mostrársele al individuo únicamente -y en el mejor de los casos- la sección que le gusta de lo que compone la realidad.
El libro de Eli Pariser nos recuerda que una vigorosa ciudadanía exige el permanente contacto con la realidad (toda) para lo que es imperativo evitar que la confinen en un «bucle infinito de autoadulación» sobre los particulares intereses de cada cual. La tecnología de la información y la comunicación -como toda eficiente prótesis creada para potenciar nuestras capacidades naturales- debiera servir para mejorar nuestra inteligencia; no para atrofiarla formando «cámaras de eco» (echo chambers) -en expresión del matemático Andrew Odlyzco-, en las que cada grupo refuerza sus particulares visiones sesgadas, escogiendo qué se acepta como verdad, amplificando los prejuicios de cada cual y blindándole ante las preguntas incómodas (paradigmática a este respecto la reciente entrevista de la periodista Pepa Bueno a Oriol Junqueras, vicepresidente de la Generalitat). Ello disuelve la conciencia pública, crítica, al imposibilitar el diálogo en democracia, medio esencial por el que un público disperso, móvil y diverso -máxime en nuestras actuales sociedades multiculturales- puede ir más allá de sus intereses personales para reconocerse una comunidad; e imposibilitándolo abona el humus social para la germinación de facciones y la siembra de fanatismos. Además, deja el camino expedito para que quienes ostentan el poder lo hagan libres del necesario control (léase aquí). Como dice una vez más Byung-Chul Han en el texto mencionado: «La pérdida de la esfera pública deja un vacío en el que se derraman intimidades y cosas privadas. En lugar de lo público se introduce la publicación de la persona. La esfera pública se convierte con ello en un lugar de exposición. Se aleja cada vez más del espacio de la acción común». La suplantación de la verdad por la transparencia, latente en el discurso de la post-verdad, es el refugio infantil, al que más arriba aludíamos, en el que uno evita la responsabilidad de dar razones públicamente de lo que sostiene y de asumir lo que de ello se deriva. Es complementaria del pseudodemocrático aserto según el cual todas las opiniones son respetables (o «cada cual tiene derecho a pensar lo que quiera») y que en la práctica torna estéril el imprescindible y precioso diálogo.
Interesantisimo articulo. Me gustaria remitirte al manifiesto publicado en www.rauljimenezsastre.com que finaliza diciendo la tecnologia es la droga de diseño del hombre global.
ResponderEliminarun saludo
Gracias. Por supuesto estoy muy interesado en leer el tal manifiesto. Visitaré la página que indicas.
EliminarUn saludo