Dolencias laicas en la escuela

Por José María Agüera Lorente

Hay que felicitarse por contar en este blog con alquien como Andrés Carmona Campo, buen conocedor y fino analista de todas las cuestiones relativas al tema de la laicidad. Campo difícil y minado de controversias, cuyo tratamiento exige un juicio sereno y sólidamente fundamentado en razones con el que afrontar los huracanes pasionales que soplan desde puntos de vista menos ecuánimes.
Su última aportación en torno a los distingos entre espacio público formal e informal es de gran utilidad a efectos de ordenar criterios mediante los que dirimir conflictos que afectan a la necesaria neutralidad del Estado que de verdad quiera ser democrático, respecto de las manifestaciones de las creencias religiosas. Impecable esa distinción entre espacio privado y público, y dentro de éste último, entre espacio público formal e informal. 
Conforme a esta tipificación teórica, acierta de pleno Andrés Carmona en catalogar la escuela como espacio público formal. E igualmente lo hace en su reconocimiento de lo complicado del caso de la escuela. Yo fui consciente de ello hace ya bastantes años, cuando me vi salpicado como profesor por el conflicto generado por una alumna de bachillerato musulmana que llevaba velo en clase. El suceso ocurrió en el recreo, cuando sus compañeras le pidieron que les mostrara su pelo. No sé si esa petición venía motivada por una morbosa curiosidad adolescente o por simples ganas de chinchar a la joven de religión islámica. El caso es que ella, ante la insistencia imparable de las otras, accedió; eso sí, bajo la condición de que una de las chicas impidiera, apostada en la puerta, que cualquier varón pudiera entrar en el aula. De esta manera, todo quedaría entre mujeres y la alumna musulmana no quebrantaría lo que ella tenía por  mandato coránico. El caso es que uno de mis alumnos llegó en ese delicado momento a clase a por su sabroso bocata, que su madre le había preparado con todo mimo para que el pobre no llegase desfallecido al final de la interminable jornada escolar. Por supuesto, la cancerbera de turno junto con otras estudiantes le impidió la entrada justificándolo en el sagrado destape que estaba teniendo lugar en el interior del aula, a lo que el otro reaccionó colérico por no  encontrar sentido ni justificación a la prohibición de su entrada. Claro que esto se podría haber evitado si las estudiantes se hubiesen ido a los aseos de las chicas para satisfacer sus ganas de ver ese cabello oculto que quizá revelase a sus ojos el raro brillo de lo prohibido. Pero, ¿tenía derecho el alumno a entrar a su aula a por su apreciado aperitivo? Y si lo tenía, ¿tenía derecho a acudir a un profesor (supuesta autoridad en ese espacio) para exigirle que actuase con el fin de que se hiciese efectivo su derecho? Y si acudía a él, ¿estaba éste obligado a actuar para que el alumno pudiera entrar en su clase?
Otro caso mucho más reciente ocurrido a una profesora de un instituto de secundaria público de Andalucía. En una clase de historia de un curso de la ESO (recordemos: educación secundaria obligatoria) la docente anuncia a su alumnado el inminente visionado de un documental sobre la figura de Mahoma. Un alumno levanta en ese instante la mano: «profesora, yo no puedo ver esa película». «¿Por qué?», inquiere la promotora de la actividad, cuya realización, por cierto, había sido comunicada a los estudiantes con antelación. Explicación del discente objetor: «porque mi padre le ha consultado al imán y dice que un musulmán no puede ver imágenes de Mahoma». ¿Qué debe hacer la profesora? ¿Ha de obligarle a ver el documental como recurso didáctico que es de uso común en las clases de hoy en día, dado que se trata de un alumno que cursa unas enseñanzas oficiales y obligatorias de un Estado democrático? Ahora bien, ¿no se arriesga de este modo a que la acusen de un delito de ofensa contra los sentimientos religiosos tal como contempla nuestro Código Penal (¡Santa Rita Maestre, Dios nos libre!)?
Pero no sólo de conflictos relacionados con las creencias religiosas sufre nuestra escuela. Le puedo ofrecer al lector otro sabroso ejemplo que no tropieza con cuitas de fe sino con otras de índole digamos ideológica. Este caso me lo ha proporcionado una compañera de un instituto en el que un padre se negó en redondo a que su hijo, alumno de la ESO del centro, tomara parte en los actos de celebración del día de Andalucía, que se conmemora, religiosamente, en todos los centros de la referida comunidad autónoma  en las fechas previas al 28 de febrero, siempre festivo por la razón aducida. De nuevo conflicto de autoridades: la paterna –contraria por los visto a la exaltación de la identidad andaluzaversus la educativa, que ha convertido en parte del curriculum escolar la noción de patria andaluza.

Ay, parece que el de la escuela es un espacio público formal, pero un tanto peculiar, donde se trata de moldear ¿al ciudadano, al futuro productor que el mercado requiere, al hijo cuyos progenitores depositan en la escuela para que se les eduque según los cánones que ellos tienen por correctos? Delicado asunto este de educar –como ya advertía en mi último artículo– donde confluyen intereses políticos, preocupaciones familiares, desvelos de futuro y exigencias académicas, y no precisamente con resultados siempre armoniosos. Diríase que en el fondo existe una soterrada pugna por ver quien instala antes y con mayor firmeza (así será para siempre) el programa de sus creencias en la enormemente plástica por tierna corteza cerebral de niños y adolescentes. Sin duda subyace aquí el supuesto del que ni siquera somos conscientes pues nadie lo discute de que el alma por así decir de los menores es propiedad privada de sus padres, de modo que éstos tienen completa libertad para hacer con ella lo que consideren oportuno. Por eso –congruentemente el Estado ha de garantizar la libertad de elección de los padres del centro educativo donde lo inscriben, de ahí los conciertos con los centros privados. Sobre este asunto algo discurría el nada recatado Richard Dawkins en su libro El espejismo de Dios, cuando decía observar una cierta inconsecuencia en el hecho de que las autoridades públicas pudieran arrebatarle su vástago a los progenitores que no atendían adecuadamente sus necesidades poniendo en riesgo su salud, pero nada hubiera que objetar a que lo sometiesen a adoctrinamiento religioso e ideológico, sembrando así posiblemente la semilla del fanatismo, la intolerancia y demás actitudes riesgosas para el cuidado de la convivencia en la comunidad política. A este respecto la postura del viejo Platón en la República era tajante: la prole no es propiedad privada de las familias, y ha de ser educada por el Estado, pues son miembros constitutivos del mismo y a su orden armónico han de contribuir. No sabemos, por cierto, el grado de platonismo de las autoridades noruegas que, según noticia publicada en noviembre del año pasado, enviaron a sus agentes de protección juvenil a que literalmente le quitaran a dos de sus cinco hijos al muy cristiano matrimonio Bodnariu. La razón que se les dio para justificar tan dolorosa acción: el gobierno los encontraba culpables de «radicalismo cristiano y adoctrinamiento». Según la información publicada el gobierno actuó a instancia del director de la escuela de los niños, el cual se quejó a los servicios de protección infantil porque los padres de las criaturas eran fanáticos cristianos y su creencia de que Dios castiga el pecado «crea una discapacidad en los niños».
En todos estos ejemplos subyace un conflicto de autoridad no dirimido en el contexto escolar, pues ¿quién manda en el aula? El profesor se dirá. Pero ¿sigue siendo él  el que manda si surge el conflicto de creencias? ¿Qué ocurre cuando en filosofía o en ciencias o en historia cuestiones calientes desde el punto de vista ideológico o de la fe son abordadas y generan el escozor de conciencia de los progenitores de los menores? ¿Ha de detenerse ahí el profesor y no tratar de convencer mediante razones lógicas y evidencias objetivas? 

En este punto no puedo evitar que me venga al pensamiento el ensayo de Bertrand Russell titulado Las funciones de un maestro. Aquí el magistral filósofo reflexiona sobre el valor de la docencia en el Estado moderno y democrático, e incide especialmente en la situación del que ejerce ese oficio. El texto de por sí merecería un comentario detallado y extenso, pues a pesar de que fue escrito hace casi un siglo no ha perdido un ápice de su interés. Entre sus líneas nos podemos encontrar con ideas tan inspiradoras como esta: 
Un sentimiento de independencia intelectual es esencial para el adecuado cumplimiento de las funciones del maestro, puesto que su tarea es inculcar todo lo que pueda de conocimiento y razonabilidad en el proceso de formar la opinión pública.
No se puede expresar más certeramente, y responde sin ambages a la última pregunta enunciada: es deber del profesor combatir las creencias que no se justifiquen por el conocimiento y buenas razones. Ahora bien, cuando el premio nobel abunda en la situación actual del profesor como trabajador que proporciona un servicio público da de pleno en la diana al advertir que:
el maestro se ha convertido, en la gran mayoría de los casos, en un funcionario obligado a cumplir con el mandato de hombres que no tienen su instrucción, que no poseen experiencia alguna en tratar con los jóvenes y cuya única actitud hacia la educación es la del propagandista. No resulta muy fácil que, en esas circunstancias, los maestros puedan desempeñar las funciones para las cuales están especialmente dotados.
Y más adelante: 
Su virtud profesional debe consistir en una disposición para ser justo con todas las partes, y en un esfuerzo para elevarse, por encima de las controversias, a una región de desapasionada investigación científica. Si existen personas para quienes los resultados de esa investigación resultan inconvenientes, tiene que protegérsele contra el resentimiento de éstas, a menos que pueda probarse que el maestro se ha prestado a una propaganda deshonesta por medio de la difusión de falsedades demostrables.
El ámbito académico, en sus distintos estamentos, desde la escuela, pasando por el instituto hasta llegar a la universidad, da la impresión de estar desprotegido, expuesto en mayor medida que antes a una especie de contaminación ideológica que tiene un cierto efecto debilitador en su base de conocimiento. Y así se puede encontrar uno con personas con formación superior capaces de defender seriamente que el tratamiento para el sida del chamán de la aldea africana de turno puede ser tan efectivo como el tratamiento con retrovirales, o vicerrectorados universitarios que sufragan cursos de pseudociencias; y entonces, ¿por qué el profesor va a saber más que la mamá o su hijo? (Y no digamos cuando entramos en debates en torno a la llamada educación en valores donde es lugar común que todo es «muy» relativo). La autoridad del docente es su conocimiento, y si éste se pone en cuestión desde la mera creencia u opinión –que todas son respetables conforme al dogma de lo políticamente correcto, la educación se convierte en un campo de batalla abierto a las furias de las mil y una ideologías y confesiones que pugnan por enseñorearse de él a la menor ocasión que se les tolera.
Fernando Savater publicó hace ya veinte años (¡cómo pasa el tiempo! Y qué deprimente resulta comprobar que no paramos de darle vueltas a lo mismo) un artículo titulado Dolencias laicas en el que con sus característica claridad decía atinadamente:
El integrismo que fomenta enfrentamientos y hasta persecuciones, empujando a conculcar derechos ajenos en nombre de principios propios, no es perversión exclusiva de ciertas ideologías sino una manera morbosa de vivir cualquiera de ellas. Se trata, en suma muy apretada, de saber separar llegado el caso la obligación que nos compromete civilmente con los demás de la adhesión hacia ciertas ideas y valores que consideramos sumamente importantes pero que sabemos no universalmente compartidas... y dar primacía a la primera sobre la segunda.
Se trata de la actitud laica, imprescindible para la convivencia democrática; que, por tanto, ha de formar parte esencial de la educación instituida para nuestros menores, los ciudadanos en ciernes; que ha de cultivar en ellos «un relativo desapego ocasional hacia nuestras creencias predilectas, la capacidad escéptica de defenderlas», en palabras de nuevo del filósofo español. Para lo que el docente ha de ser la autoridad en el espacio público formal de la escuela, la cual tiene que ser –claro está– laica.

Comentarios

  1. Dos consideraciones que creo que complican más todo el asunto. Una, que el alma de los niños (afortunada expresión) no sea propiedad de los padres no quiere decir que lo sea del Estado o que éste vaya a educar mejor a los niños. Dos, si el Estado quisiera garantizar la libre elección de centro y pensara que los niños son de los padres, la enseñanza sería liberalizada y privatizada y habría algún tipo de cheque escolar.
    En los ayuntamientos ningún político renuncia a Urbanismo ni en un gobierno a educación.

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    1. Consideraciones ambas muy atinadas. No pretendía yo agotar con este textito asunto tan complejo a la par que espinoso. Por supuesto que la educación es asunto político de máximo interés para los que se dedican a la cosa pública. La primera prueba dramática de ello quizá fuese el juicio y condena de Sócrates por los efectos políticos que tenía su actividad filosófica intrínsecamente ligada a la educación ciudadana.
      Gracias por su atención.

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