Del oficio de enseñar

–Dígame, ¿por qué quiere enseñar? ¿Sólo para ganarse la vida? ¿Es que esta ocupación es más sencilla que otra? ¿Es su vocación acaso?
–No, de ningún modo. Yo quiero crear, casi todos queremos crear algo... Y he creído que ayudando a formar mentes jóvenes y a moldear nuevas vidas, al enseñar, estaría creando.
(Diálogo de la película The blackboard jungle, dirigida por Richard Brooks en 1955).

El veterano profesor soltó la tiza. Había sido su última clase. Se sentó en una silla y como si fuese uno de sus alumnos desnortados se quedó mirándola. Esta vez, por ser la última, había querido usar el oscuro lienzo mineral en vez de la pantalla milagro de la electrónica y la informática, en la que, desde algunos años ya, proyectaba todo lo que le servía para enseñar. Mirando a ambos espacios en los que se trataba de representar intuitivamente los conceptos no pudo evitar pensar en lo que había cambiado su oficio en las más de tres décadas que habían transcurrido desde que él empezó a ejercerlo. Y qué docta ignorancia la de quienes piensan que sigue igual desde hace siglos. Como aquel político que se las daba de progre y que escribió un artículo afirmando que él entraba en un aula ahora y se encontraba con lo mismo que en el siglo XIX. El cambio quedaba plasmado en ese contraste material entre la tradicional pizarra y la sofisticada pizarra digital. El cambio de una sociedad entera que, de hallarse asentada en términos académicos en el libro ha pasado en apenas una década a sustentarse sobre los contenidos del mundo digital. De la palabra a la representación virtual. El cambio del rol docente: de profesor como fuente de sabiduría a educador al servicio de la institución familiar y de las mutantes necesidades sociales y económicas.

El veterano profesor había sido arrastrado ineluctablemente por la marea tecnológica y, manoteando a veces a ciegas, consiguió mantenerse a flote. Hace tiempo que abandonó el libro de texto por considerarlo una herramienta obsoleta y asumió los nuevos medios electrónicos en lo que podían serle de utilidad; pero siempre se resistió a renunciar a la primacía de la palabra. En su fuero interno conservaba la fe en ella, en su capacidad para transformar al ser humano, para hacerlo humano. Temía el avance de una posible epidemia mental que embotase los entendimientos y los hiciese insensibles al lenguaje de la cultura, en el que creía desde que tenía uso de razón: la verdad, el bien, la belleza, la tríada clásica que podía hacer que la vida del ser humano se elevase por encima de un mero relato contado por un idiota lleno de palabrería y frenesí carente de sentido –como dejó escrito el clásico hace siglos–. 

Tomó su teléfono móvil. Usó su cámara para captar una instantánea de su última pizarra, en la que blanco sobre negro quedaba plasmada la quintaesencia de su postrera clase. Quiso acordarse de la primera que impartió. Acudieron retazos sueltos a su memoria, imágenes sin un claro orden cronológico. Imposible reproducir mentalmente esa fotografía del novato profesor que fue. Al menos, el final quedará fijado gracias a la imagen digital –se consoló–, aunque quién sabe lo que ocurrirá en este tramo final de su vida, cuando la identidad se desintegra como consecuencia del inexorable proceso de envejecimiento. Si al menos la memoria se mantuviera recia… Parte fundamental de su oficio, ahora que lo piensa, a pesar de la mala prensa que tiene en ciertos sectores de los más recalcitrantes iconoclastas de la didáctica. Lo que ha hecho prosperar a esta especie nuestra ha sido sin duda su capacidad de generación de ideas, pero también su poder de comunicarlas y conservarlas mediante la escritura y el libro. La memoria es ingrediente esencial del sentido, y el ser humano es el animal en busca siempre de sentido. 

Sin embargo, en lo que a él atañe, puede que sea mejor olvidar, se plantea el veterano profesor. Mejor no saber cómo era aquel joven profesor. Mejor no saber si ha aprendido el oficio, o si tenía talento para enseñar y lo perdió por el camino a base de rutinas y protocolos. Eso sí: no puede olvidar el desánimo siempre al acecho en un trabajo tan poco vistoso para el espectáculo en un mundo entregado a él. Cree que esto lo puede decir con certeza: no basta la palabra ni el conocimiento para que a uno le presten atención. Y sin lograr la atención del discípulo enseñar se hace imposible. El mensaje no llega a quien no está dispuesto a recibirlo. Sostiene el veterano profesor a este respecto que ese talento que él desconoce si tuvo alguna vez se percibe en aquellos capaces de seducir, de atraer sobre sí la atención de los demás. Él ha conocido profesores carismáticos, seductores, inspiradores, con talento. Pero no se tiene por uno de ellos; tampoco admite que eso sea suficiente para enseñar. ¿Cómo catalogarse a sí mismo, entonces, en este juicio sumarísimo al que se está sometiendo meditabundo ante su última pizarra? Juzga que para ser justo consigo mismo tendría que definirse como un aprendiz del oficio. 

«Oficio» viene del latín officium (gracias memoria, gracias palabras). Para los antiguos romanos el sentimiento de deber era un componente esencial de su significado, que también incluía las obligaciones de los hombres para con la sociedad a la que pertenecen. La idea estaba en un texto de Cicerón en el que venía a decir que no hemos nacido para nosotros únicamente, sino que una parte la debemos a nuestra patria, otra a nuestros padres y otra a los amigos; así pues, y conforme a esta revelación etimológica del término, todo ser humano tiene por primordial oficio (obligación) ser útil a sus semejantes. 

Enseñar es un oficio. Como todo oficio requiere su tiempo aprenderlo, cosa que a menudo se olvida en un mundo como el actual en el que parece que todo se contagia de premura. Un oficio que nunca se termina de aprender, porque se ejerce sobre el más complejo de los objetos, el mismísimo ser humano, enfrentado a diario a su insondable misterio, a las incógnitas que presenta la identidad de cada individuo. Lo aprende el profesor expuesto ante sus discípulos en la soledad del aula, un espacio entre cuatro paredes donde no cabe hueco en el que refugiarse, denso espacio cargado de todo aquello con lo que la comunidad social impregna los maleables espíritus de los jóvenes de los que siempre puede surgir una pregunta desconcertante o el desafío insolente a la autoridad del maestro. Una clase es un acto de comunicación que cuando va bien se convierte en comunión cultural, frágil latido del corazón de la civilización, que es su conocimiento. Empatía, equidad, respeto no pueden quedar nunca al margen. Lo contrario a todo esto nos arroja en brazos de la barbarie. He aquí el gran triunfo del profesor que hace su trabajo, el que sin alarde alcanza, casi sin ser él mismo consciente ni apreciarlo en lo que vale, con cada clase que imparte: mantener a raya la barbarie. 

Recela este veterano profesor, a punto ya de hacer efectiva su condición de jubilado, de la etiqueta de educador, que parece haberse impuesto institucionalmente, sustituyendo la esencia del oficio de enseñar por el de educar, confiriéndole una connotación moral que él ha vivido como una carga que ha sobrellevado con incomodidad en la última etapa de su vida laboral. «Educar», del latín ducere, guiar; ¿guiar hacia dónde? ¿Hacia donde dicen los padres, que se ven a sí mismos como los principales educadores de sus hijos, y en tanto que tales con autoconferido derecho a supervisar la labor de los docentes? ¿O hacia donde dictan los responsables políticos cuyo criterio a menudo se halla intoxicado por la ideología sectaria, situada en las antípodas de la virtud cívica? 

Quizá por eso en las últimas décadas se ha multiplicado el número de circulares, decretos, normativas y protocolos que atosigan al profesorado y lo reducen a la condición de menor de edad incapaz por sí mismo y desde su pericia profesional de desenvolverse competentemente ante los problemas propios del desempeño de su tarea; permanentemente menesteroso de tutela, por tanto. Se trata así de sustituir su juicio experimentado por las directrices provenientes de instancias ajenas al oficio, en cuya práctica, por otro lado, ha de darse la libertad necesaria para que quien lo ejerce no sea presa de la alienación, la cual necesariamente devalúa la realización de cualquier actividad. Diríase que ahora todos saben cómo enseñar (o educar) –progenitores, gurús de la innovación pedagógica, políticos…– salvo los docentes, percibidos socialmente como un anquilosado cuerpo institucional, anacrónico y aburrido, incapaz de ejercer su labor con probidad y eficiencia. Al profesor que sabe su oficio nadie de los que dictan la política educativa le presta atención. Pocos parecen apreciar su conocimiento, única fuente legítima de su autoridad. En ocasiones, hasta llega a ser sospechoso de pervertir a los jóvenes con ideas que pueden desafiar aquellas creencias cultivadas con celo en el sacrosanto seno familiar, donde se procura retener la exclusividad del poder moral sobre la prole ¡Pero si este es el gran aporte de la escuela, mantener viva el ágora donde cada cual acude en su condición de miembro de una comunidad que debe estar por encima de sectarismos implantados por las diversas instancias abastecedoras de prejuicios! El profesor ha de procurar para sus discípulos la dignidad que al ser humano le confieren el conocimiento y la reflexión. 

El profesor jubilado en ciernes pone fin a sus cavilaciones. Abandona el aula en la que ha impartido su última clase con una sensación de liberación. Se libera de un personaje que le ha acompañado durante demasiado tiempo y que le ha suplantado a él cada vez que entraba en una clase y cerraba la puerta. Ya no se verá más expuesto, ya no consumirá su ánimo en lograr captar la atención de quien halla distracción en cualquier cosa menos en su palabra. Ya no tendrá que justificarse ante quienes desconfían de su oficio, los mismos que desde su óptica burocrática contemplan el arte de enseñar como una actividad reducible a un conjunto de protocolos. Quisiera no ser él para mirarse desde fuera y así saber si se va dignamente. Pero eso es imposible. 

Al fin, dice adiós a sus compañeros. Recoge algunas cosas y deja otras. Otro ocupará su lugar. Cuando sale por la puerta del instituto, lee por enésima vez la pintada que en el muro exterior se mantiene extrañamente intacta curso tras curso: «sistema de enseñanza, enseñanza del sistema». El profesor recién jubilado ya no enseñará más.

Comentarios

  1. Tomar el último recuerdo y marcharse...A algunos les hacen despedida cuando son buenas personas. De otros, los mamones, cansones, y sapos, se alegran que se vayan. Todo trabajo tienenun principio y un fin...Y a veces, se sale por la misma puerta que entró.

    Al salir, algunos guardarán nostalgia, y volverán. Otros eludirán el momento en que les toque regresar...

    ResponderEliminar

Publicar un comentario