Meditaciones filosóficas sobre la «violencia machista» (al margen de lo políticamente correcto)
Por José María Agüera Lorente
Leo sobre la muerte de la niña de nombre Alicia, fallecida hace unos días en Vitoria. Me sobrecoge: diecisiete meses; un hombre la arrojó por una ventana después de abusar sexualmente de ella. Ese mismo hombre agredió a la madre de la pequeña, que quiso arrebatársela al descubrir lo que le estaba haciendo a su hija. La mujer declaró ante la Ertzaintza que conoció al detenido la misma noche del suceso. Pocas manifestaciones cabe imaginar de mayor pureza que esta de lo que queremos expresar cuando pronunciamos la palabra horror.
Leo también sobre las reacciones a que da lugar el suceso. Se convocan concentraciones a las que acuden cientos de personas «para mostrar su hartazgo -se dice- ante la violencia machista». En ellas son portadas pancartas en las que se lee «solidaridad feminista frente a los ataques sexistas»; ¿será que se entiende como la mejor forma de enfrentarse a esas cornadas del sinsentido?
Son etiquetas frecuentemente aplicadas a esa clase de hechos violentos en los que la víctima es una mujer: «violencia machista» o «violencia de género». Diríase casi que se ha constituido ya en uno de esos tópicos fijos en la producción de noticias por parte de los medios de información. La ley que ofrece el marco legal dentro del cual se adoptan y aplican los procedimientos mediante los que se trata de prevenir y combatir tan terribles sucesos es la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género (sí, así, con mayúsculas; véase el BOE). También lo es, pues, en el dominio de la política, donde es tema significado (suelen utilizar la palabra «sensible») que ningún prócer debe soslayar para condenarlo «sin paliativos», prometiendo «tolerancia cero» con toda la contundencia que le proporcione su competencia oratoria. Hace unos días sin ir más lejos la presidenta de la Junta de Andalucía, la señora doña Susana Díaz, pedía en declaraciones públicas recogidas por una radio un «pacto de estado contra la violencia machista» para impedir que nacer mujer no sea causa de una mayor probabilidad de ser víctima de un asesinato (¿no es esto lo que los juristas llaman populismo punitivo?).
Por esa funesta manía de pensar con la que disfrutamos los que tenemos esta vergonzante afición a la filosofía quiero exponer aquí algunas reflexiones sobre lo que un significativo contingente de creadores de opinión llaman «violencia machista», declarando de antemano con convicción socrática el «sólo sé que no sé nada», que es el modo de reconocer la perplejidad que en gran medida mueve al genuino filosofar. Lo hago consciente del riesgo que supone hacerlo abandonando el abrigo que confiere el lenguaje de lo políticamente correcto, al optar por seguir la solitaria senda del librepensamiento por la que transitamos entre el escepticismo activo y la honestidad intelectual que nos compromete con la búsqueda esforzada de la verdad. Vamos, que no tengo claro que hechos como el tan atroz al que me he referido al inicio de estas líneas sea un caso de violencia machista. ¿Sabemos de veras que lo es o quienes así lo denominan no hacen más que repetir lo que ya se tiene comúnmente por sabido?
En efecto, no es baladí la cuestión de cómo denominamos a las cosas. El lenguaje nos permite etiquetarlas, identificarlas, colocarlas en situación respecto de otras estableciendo jerarquías de índole ontológico, gnoseológico y axiológico, predisponiéndonos en un sentido u otro ante ellas. Todo nuestro mundo, que siempre se concibe desde una perspectiva humana, se estructura sobre una malla lingüística que impregna el conjunto de las cosas que en ella se asienta de una inmanente dimensión semántica. Por eso es importante acertar en la asignación de las palabras con las que nombramos las cosas y los hechos que constituyen la realidad; sabiendo, además, que la palabra introduce en lo real algo que no está allí.
Con todo lo inútil que es para tantos la filosofía, su adevertencia sobre lo delicado que es el asunto del nombrar viene de bien antiguo. Empezando por el viejo Sócrates, verdadero virtuoso del diálogo mediante el cual pone en evidencia, entre otras cosas, el error de creer que porque podemos nombrar algo sabemos lo que es. El filósofo no debe olvidar nunca la diferencia que siempre se da en lo real respecto a su nombre so pena de caer en ese «fetichismo del lenguaje» del que, sin embargo, Nietzsche acusó vehementemente a la tradición filosófica cuyo germen sitúa en el pensamiento del filósofo ateniense y su discípulo. Aquí subyace, en definitiva, una limitación trágica del ser humano, condenado a nombrar lo que es con la palabra que, al identificarlo, no termina de aprehenderlo; pero que es la única forma de encarnar el concepto que la mente elabora producto de la abstracción, y que es el recurso necesario del que hemos de servirnos para conocer la realidad. Ahora bien, el nominalismo –cuya primera semilla seguramente plantó Heráclito, pero que alcanza su madurez con la polémica medieval de los universales– nos advierte del error que supone otorgar entidad a las esencias con el mismo estatus ontológico que a los individuos concretos, siendo aquéllas en verdad meros artefactos conceptuales, por muy imprescindibles que sean, para poder pensar (condición necesaria para conocer) lo que es.
El caso es, sin embargo, que a pesar de esta vieja advertencia filosófica la modernidad no tuvo más remedio que constatar que el lenguaje, en cierta medida, era campo abonado para el prejuicio y, en tanto que así fuese, podía ser un obstáculo para el conocimiento. Fue Francis Bacon quien denunció ese vicio, para él crónico, en su Novum Organum, obra publicada en 1620 con el atinado subtítulo de Indicaciones relativas a la interpretación de la naturaleza. En ella el filósofo inglés aboga por una nueva concepción del conocimiento científico que lo libere definitivamente del pesado lastre de la tradición filosófica escolástica. Para ello considera imperativo deshacerse de los prejuicios que obstaculizan las nuevas ideas. Entre ellos reconoce una clase a la que denomina «idola fori» (ídolos de la plaza pública), que son los que se originan por el contacto entre los hombres y derivan casi siempre del lenguaje. Causan un auténtico reino de la confusión, pues llegan a utilizar conceptos ilusorios para cosas inexistentes. «Cuando los conceptos faltan, los suplen oportunamente las palabras», denuncia Bacon.
Por esa funesta manía de pensar con la que disfrutamos los que tenemos esta vergonzante afición a la filosofía quiero exponer aquí algunas reflexiones sobre lo que un significativo contingente de creadores de opinión llaman «violencia machista», declarando de antemano con convicción socrática el «sólo sé que no sé nada», que es el modo de reconocer la perplejidad que en gran medida mueve al genuino filosofar. Lo hago consciente del riesgo que supone hacerlo abandonando el abrigo que confiere el lenguaje de lo políticamente correcto, al optar por seguir la solitaria senda del librepensamiento por la que transitamos entre el escepticismo activo y la honestidad intelectual que nos compromete con la búsqueda esforzada de la verdad. Vamos, que no tengo claro que hechos como el tan atroz al que me he referido al inicio de estas líneas sea un caso de violencia machista. ¿Sabemos de veras que lo es o quienes así lo denominan no hacen más que repetir lo que ya se tiene comúnmente por sabido?
En efecto, no es baladí la cuestión de cómo denominamos a las cosas. El lenguaje nos permite etiquetarlas, identificarlas, colocarlas en situación respecto de otras estableciendo jerarquías de índole ontológico, gnoseológico y axiológico, predisponiéndonos en un sentido u otro ante ellas. Todo nuestro mundo, que siempre se concibe desde una perspectiva humana, se estructura sobre una malla lingüística que impregna el conjunto de las cosas que en ella se asienta de una inmanente dimensión semántica. Por eso es importante acertar en la asignación de las palabras con las que nombramos las cosas y los hechos que constituyen la realidad; sabiendo, además, que la palabra introduce en lo real algo que no está allí.
Con todo lo inútil que es para tantos la filosofía, su adevertencia sobre lo delicado que es el asunto del nombrar viene de bien antiguo. Empezando por el viejo Sócrates, verdadero virtuoso del diálogo mediante el cual pone en evidencia, entre otras cosas, el error de creer que porque podemos nombrar algo sabemos lo que es. El filósofo no debe olvidar nunca la diferencia que siempre se da en lo real respecto a su nombre so pena de caer en ese «fetichismo del lenguaje» del que, sin embargo, Nietzsche acusó vehementemente a la tradición filosófica cuyo germen sitúa en el pensamiento del filósofo ateniense y su discípulo. Aquí subyace, en definitiva, una limitación trágica del ser humano, condenado a nombrar lo que es con la palabra que, al identificarlo, no termina de aprehenderlo; pero que es la única forma de encarnar el concepto que la mente elabora producto de la abstracción, y que es el recurso necesario del que hemos de servirnos para conocer la realidad. Ahora bien, el nominalismo –cuya primera semilla seguramente plantó Heráclito, pero que alcanza su madurez con la polémica medieval de los universales– nos advierte del error que supone otorgar entidad a las esencias con el mismo estatus ontológico que a los individuos concretos, siendo aquéllas en verdad meros artefactos conceptuales, por muy imprescindibles que sean, para poder pensar (condición necesaria para conocer) lo que es.
El caso es, sin embargo, que a pesar de esta vieja advertencia filosófica la modernidad no tuvo más remedio que constatar que el lenguaje, en cierta medida, era campo abonado para el prejuicio y, en tanto que así fuese, podía ser un obstáculo para el conocimiento. Fue Francis Bacon quien denunció ese vicio, para él crónico, en su Novum Organum, obra publicada en 1620 con el atinado subtítulo de Indicaciones relativas a la interpretación de la naturaleza. En ella el filósofo inglés aboga por una nueva concepción del conocimiento científico que lo libere definitivamente del pesado lastre de la tradición filosófica escolástica. Para ello considera imperativo deshacerse de los prejuicios que obstaculizan las nuevas ideas. Entre ellos reconoce una clase a la que denomina «idola fori» (ídolos de la plaza pública), que son los que se originan por el contacto entre los hombres y derivan casi siempre del lenguaje. Causan un auténtico reino de la confusión, pues llegan a utilizar conceptos ilusorios para cosas inexistentes. «Cuando los conceptos faltan, los suplen oportunamente las palabras», denuncia Bacon.
Por otro lado, no hay que pasar por alto la dimensión práctica del lenguaje a la que la filosofía también le ha otorgado su porción de atención, desde Gorgias a J. L. Austin. Como explicó éste último en una serie de conferencias recogidas en el libro Cómo hacer cosas con palabras (1962), siempre que decimos algo hacemos algo. Cada vez que se dice en el foro mediático que una mujer ha muerto «víctima de la violencia machista», no nos limitamos sin más a describir un hecho acontecido, sino que emitimos un juicio sobre él con la consiguiente carga valorativa. Como advierte certeramente mi buen amigo y colega Fidel Muñoz Villafranca:
Ahora bien, si nos detenemos a pensar el rato suficiente y reparamos en el significado de esas palabras no podemos sino admitir que no decimos lo mismo del hecho al que nos referimos si lo denominamos «violencia de género», «violencia machista» o «crimen pasional». Con esta última denominación se reconoce el carácter punible del acto que se califica, pero se sostiene su alto componente de impulsividad, lo que puede llevar a entender que al autor del crimen fue la pasión la que le obnubiló el juicio y le bloqueó la voluntad, determinándole a cometerlo. Es evidente que hay aquí margen para aplicar el atenuante desde la comprensión y hasta la compasión. El caso paradigmático de esa clase de actos nos lo ofrece la literatura de modo sublime merced al genio de William Shakespeare –coetáneo, por cierto, del citado Bacon–, que supo plasmar hace cuatro siglos, con dolorosa intensidad, el lado trágico del amor mediante el personaje de Otelo, el celoso moro de Venecia. En el modo cómo juzgamos su conducta podemos constatar de qué manera decisiva inciden las categorías que apliquemos y hasta qué punto estamos interpretando correctamente los hechos; de modo que, según la lente categorial que se les aplique, el verdugo de Desdémona puede aparecer como una atormentada alma corroída por la celotipia («el monstruo de ojos verdes que ultraja la carne de la que se alimenta», a decir del literato inglés) o un recalcitrante machista capaz de ejercer el máximo grado de violencia contra su amada con tal de que no escape a su control. Si hacemos un sencillo experimento imaginativo y trasladamos el caso de Otelo a nuestra actual sociedad postfeminista no cabe duda de que veríamos su nombre y el de Desdémona publicados en todos los medios como los protagonistas de un nuevo caso de –claro que sí– «violencia machista», entrando así en el mismo saco categorial que el de la niña de nombre Alicia y su madre, siendo como éste causa de manifestaciones sociales, mediáticas y políticas que identificarán el machismo como la causa motivadora de ambas atrocidades.
Por mi parte, sin embargo, tengo que confesar que, al analizar la conducta de nuestro trágico personaje de ficción –de una innegable verosimilitud, no obstante–, me cuesta trabajo reconocer el machismo como el motivo detonante de su conducta homicida; tampoco lo veo como la variable causal relevante en el otro crimen realmente ocurrido en Vitoria hace unos días. ¿Se puede sostener en base a los hechos que ese hombre causó daño a la niña y a su madre por mor de su supuesta mentalidad machista? ¿No es más verosímil la explicación de que su abominable crimen fue a causa de su pulsión paidófila y a la reacción desquiciada que provocó el ser descubierto llevándola a la práctica? ¿Cuánto hay de sesgo ideológico en la definición de estos hechos como «violencia machista» o de simple disimulo de la ignorancia sobre sus verdaderas causas?
«Aquí hay un terreno abonado para el abuso del lenguaje, un abuso que tiene graves consecuencias porque propende a considerar a los hombres y a las mujeres como meros casos de clases generales, atribuyendo a esas clases ciertas características estereotipadas (como "agresor potencial" y "víctima potencial") que pueden enredar artificialmente y envenenar las relaciones habituales entre las personas (que son -no se olvide-, ante todo, individuos)».Digamos que en la expresión que nos ocupa hay una tesis implícita de sentido muy distinto a la contenida en la ya añeja fórmula de «crimen pasional», que se aplicaba en aquellos truculentos diarios de sucesos a los episodios que ahora pasan a ser etiquetados como «violencia machista»; y nótese que esta expresión le está ganando la partida ya a la que da nombre a la ley arriba referida (invito a los escépticos a explorar someramente en internet), y que era la de «violencia de género», la cual, por cierto, sigue siendo la preferida por las instituciones oficiales a tenor de la terminología que encontramos en sus webs.
Ahora bien, si nos detenemos a pensar el rato suficiente y reparamos en el significado de esas palabras no podemos sino admitir que no decimos lo mismo del hecho al que nos referimos si lo denominamos «violencia de género», «violencia machista» o «crimen pasional». Con esta última denominación se reconoce el carácter punible del acto que se califica, pero se sostiene su alto componente de impulsividad, lo que puede llevar a entender que al autor del crimen fue la pasión la que le obnubiló el juicio y le bloqueó la voluntad, determinándole a cometerlo. Es evidente que hay aquí margen para aplicar el atenuante desde la comprensión y hasta la compasión. El caso paradigmático de esa clase de actos nos lo ofrece la literatura de modo sublime merced al genio de William Shakespeare –coetáneo, por cierto, del citado Bacon–, que supo plasmar hace cuatro siglos, con dolorosa intensidad, el lado trágico del amor mediante el personaje de Otelo, el celoso moro de Venecia. En el modo cómo juzgamos su conducta podemos constatar de qué manera decisiva inciden las categorías que apliquemos y hasta qué punto estamos interpretando correctamente los hechos; de modo que, según la lente categorial que se les aplique, el verdugo de Desdémona puede aparecer como una atormentada alma corroída por la celotipia («el monstruo de ojos verdes que ultraja la carne de la que se alimenta», a decir del literato inglés) o un recalcitrante machista capaz de ejercer el máximo grado de violencia contra su amada con tal de que no escape a su control. Si hacemos un sencillo experimento imaginativo y trasladamos el caso de Otelo a nuestra actual sociedad postfeminista no cabe duda de que veríamos su nombre y el de Desdémona publicados en todos los medios como los protagonistas de un nuevo caso de –claro que sí– «violencia machista», entrando así en el mismo saco categorial que el de la niña de nombre Alicia y su madre, siendo como éste causa de manifestaciones sociales, mediáticas y políticas que identificarán el machismo como la causa motivadora de ambas atrocidades.
Por mi parte, sin embargo, tengo que confesar que, al analizar la conducta de nuestro trágico personaje de ficción –de una innegable verosimilitud, no obstante–, me cuesta trabajo reconocer el machismo como el motivo detonante de su conducta homicida; tampoco lo veo como la variable causal relevante en el otro crimen realmente ocurrido en Vitoria hace unos días. ¿Se puede sostener en base a los hechos que ese hombre causó daño a la niña y a su madre por mor de su supuesta mentalidad machista? ¿No es más verosímil la explicación de que su abominable crimen fue a causa de su pulsión paidófila y a la reacción desquiciada que provocó el ser descubierto llevándola a la práctica? ¿Cuánto hay de sesgo ideológico en la definición de estos hechos como «violencia machista» o de simple disimulo de la ignorancia sobre sus verdaderas causas?
Creía que lo políticamente correcto ahora era decir que la pederastia, la violencia doméstica, los celos, las agresiones a homosexuales... eran productos del heteropatriarcado y el neoliberalismo que se retroalimentan. Cosas distintas pero una misma fuente.
ResponderEliminarGracias por su comentario, aunque no sé si lo entiendo correctamente; ¿quiere decir que todas esas conductas abominables son efecto del heteropatriarcado (¿existe un homopatriarcado?), o del neoliberalismo?
EliminarEn cualquier caso, podemos seguir reflexionando sobre el asunto a partir de un texto próximo que quiero publicar en este mismo blog.
Gracias por responder y aclaro. No daba mi opinión, me refería a que la corrección política de hoy exige culpar al heteropatriarcado de cualquier violencia ejercida por un varón (violencia doméstica, pederastia, guerras, prejuicios contra los homosexuales...) y/o relacionarlo con el neoliberalismo como dos sistemas de opresión. Pongo ejemplos: el libro Neoliberalismo Sexual (El Mito de la Libre Elección), de la filósofa Ana de Miguel. La obra ofrece, desde el feminismo de la igualdad, un análisis de las actuales sinergias entre dos sistemas sociales de opresión, el capitalista y el patriarcal. Puede ver un resumen aquí http://ladyaguafiestington.blogspot.com.es/?m=1
ResponderEliminarO Ramón Cotarelo en un post de El blog de Palinuro titulado "Delicias del patriarcado: mujeres, niños" de 14 de febrero que puede ver aquí http://cotarelo.blogspot.com.es/2016/02/delicias-del-patriarcado-mujeres-ninos.html?m=1
Le agradezco los enlaces que me ofrece para informarme sobre ese sistema de opresión que une el heteropatriarcado (le confieso que me tiene fascinado la palabra)y el neoliberalismo. Nada más de agradecer que alguien te de la posibilidad de contrastar las ideas propias con perspectivas ajenas.En cuanto disponga del momento visitaré las webs que me indica tan amablemente.
EliminarDe acuerdo con usted pero creo necesario advertirle de que las discusiones donde sale la palabra "heteropatriarcado" rara vez son agradables y educadas. Un último enlace donde se incluye el amor romántico http://www.agitacion.org/?p=305
ResponderEliminarAhora ya puede tener íntegra una visión políticamente correcta.
Muchas gracias por tan pertinentes recomendaciones. Le indico un enlace de una réplica a mi texto escrita por una compañera (desde una perspectiva digamos feminista moderada)en un blog a la que sigue mi respuesta, por si le interesa:https://bibliotecalbc.wordpress.com/2016/02/18/galgos-o-podencos/
EliminarGracias, sí me interesa por el tema y por el tono. Secundariamente, también me interesa porque soy partidario de hacer un seguimiento de los resultados de las políticas públicas, cosa que nunca se hace. Creo que se ha bailado algún espacio en el link. Pongo el correcto. https://bibliotecalbc.wordpress.com/2016/02/18/galgos-o-podencos/#comments
EliminarEl link es correcto y yo me he pasado de listo. Perdón
EliminarNo tiene importancia: le añado otro a un texto anómalo en el buen sentido del término, con enlaces a análisis de datos sobre el tema muy bien contextualizados que van en la línea del seguimiento de los resultados de las políticas públicas que le interesa: https://medium.com/@martinidemar/contra-la-generalizaci%C3%B3n-del-g%C3%A9nero-6c994a7af615#.ctsa2q5es
EliminarGracias. Creo que es la primera conversación sobre el tema de la que no quiero huir.
EliminarExcelente artículo.
ResponderEliminarMuchas gracias por tener a bien leerlo.
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