Breve alegato contra la neutralidad axiológia de la ciencia (Manuel Corroza)

La ciencia no es axiológicamente neutra. La ciencia está cargada de valores, que la constituyen de manera substancial. Afirmar que la ciencia es axiológicamente neutra sólo tiene sentido en el supuesto de que la definamos únicamente como un conjunto cerrado de teorías, enunciados y proposiciones aléticas, esto es, un conjunto de contenidos con valor de verdad. Pero este supuesto remite a una concepción platónica e idealista de la ciencia, esto es, a considerar a la ciencia como un eidos trascendente e inmutable, que habita en el reino platónico de las verdades intangibles y permanentes. O bien remite a una noción puramente formal de la ciencia, como una estructura algebraica compuesta por un conjunto M de enunciados y proposiciones y una relación de deducción lógica que operaría entre aquéllos como una relación de orden, es decir, 〈 M,〉.

Fue quizás Robert Merton, en su obra de referencia The Normative Structure of Science (1942)  el primero en abordar la axiología de la ciencia y en definir los conjuntos de valores que informan la actividad científica y la producción de teorías científicas. Estos valores, que configuran el ethos de la ciencia, son los siguientes: universalidad (todos los científicos deben contribuir al progreso de la ciencia, sin que importe su nacionalidad, etnia, género o cualquier otro factor de identificación cultural), desinterés (la actividad científica debe regirse por la máxima del incremento del conocimiento científico, dejando de lado cualquier pretensión de beneficio personal), comunismo epistémico (el conocimiento científico debe ser público y estar igualmente disponible para todos los miembros de la comunidad científica) y escepticismo organizado (todas las pretensiones de verdad enarboladas por los científicos deben estar sometidas a un estudio metodológicamente crítico, y no deben ser aceptadas en razón del principio de autoridad o por otras razones epistémicamente deficientes). Se trata, entonces, de valores políticos (universalidad), éticos (desinterés), organizativos (comunismo epistémico) y epistémicos y operativos (escepticismo organizado).

Javier Echeverría, en su libro Ciencia y valores (2002) propone una axiología formalizada de la ciencia, entendida ésta como actividad humana. Su sugerencia se inspira en la formalización fregeana del lenguaje en funciones y argumentos, y en este contexto define las llamadas funciones axiológicas, funciones no saturadas en el sentido de Frege: según Echeverría, un valor no sería una propiedad objetiva del objeto, ni una estimación subjetiva del sujeto, sino el resultado de aplicar una función axiológica a una o varias variables axiológicas. En definitiva, y de acuerdo con esta tesis, un valor sería equivalente a un enunciado axiológico. Este autor describe también un conjunto de doce subsistemas de valores que informan la labor del científico: valores epistémicos, éticos, operacionales, metodológicos, y otros.

También Mario Bunge sostiene, en Ética, ciencia y técnica (1996), la existencia de una axiológica, que afecta al procedimiento científico, aunque no a sus contenidos finales. Para Bunge, los valores presentes en el quehacer de la ciencia son entidades relacionales que conectan individuos con objetivos científicos. Como él mismo afirma en el segundo capítulo de su libro:

"(...) es cierto que la descripción, la teorización, la explicación y la predicción científicas son ajenas a la valuación y a la normatividad; en una palabra, el contenido del conocimiento científico es axiológica y éticamente neutral. Pero ¿acaso la ciencia se agota en su contenido? ¿Acaso la descripción, teorización, explicación y predicción científicas no están sujetas, a su vez, a valuaciones y normas? La ciencia es un organismo dinámico compuesto no solamente de proposiciones sino también de propuestas y de actos guiados por criterios, reglas o normas mediante los cuales los investigadores científicos procuran satisfacer ciertos desiderata (verdad, claridad, universalidad, etc.). Y algunos de los criterios que se emplean en ciencia son claramente normativos: dicen lo que debe hacerse para conseguir determinados fines; y algunos de los actos que el científico realiza qua
científico son actos de valoración, que a veces expresa explícitamente, como ocurre cuando coteja hipótesis rivales".

Visto lo cual, la tesis de la neutralidad axiologica de la ciencia remite a un ideal inalcanzable, porque la ciencia siempre está incrementando y modificando sus contenidos. Pero incluso si aceptáramos esta visión estática y platónico-formal de la ciencia, ésta resultaría ser axiológicamente no neutra. ¿Por qué? Porque las teorías científicas están formuladas en un lenguaje semiformalizado que es deudor del lenguaje de las matemáticas (“las matemáticas son el lenguaje de la naturaleza”, como diría Galileo). Y el lenguaje de las matemáticas es, a su vez, deudor del lenguaje de la lógica de proposiciones y de la lógica de predicados de primer orden y de orden superior, así como del lenguaje conjuntista. Y todos estos lenguajes son portadores de valores tácitos y preferencias ontológicas que a veces no resultan evidentes.

De hecho las matemáticas, en la actualidad, están fundamentadas sobre la lógica proposicional y de predicados axiomatizada por Russell y Whitehead, sobre la axiomatización de la aritmética de Peano y sobre la teoría de conjuntos formulada por Cantor y axiomatizada, entre otros, por Zermelo y Fraenkel, con la adición del a veces problemático axioma de elección. Y estos fundamentos, a su vez, son el resultado de elecciones basadas en valores y en preferencias.

Por tanto, ni siquiera las matemáticas, las más exactas de las ciencias, son axiológicamente neutras. En el último tercio del siglo XIX y en el primer tercio del siglo XX se desarrolló una febril labor de búsqueda de los fundamentos de la matemática. En este escenario intelectual presentaron sus credenciales al menos cuatro escuelas de pensamiento o, por mejor decir, cuatro formas de contemplar la naturaleza de las matemáticas: el platonismo de Cantor, el logicismo de Russell y Whitehead, el formalismo de Hilbert y el intuicionismo constructivista de Brouwer y Heyting.

Uno de los principales ejes de discusión pivotaba en torno a la naturaleza de los constructos matemáticos. Así, los platónicos sostienen que las entidades matemáticas existen idealmente en una realidad superior e inmutable, de modo que la única obligación de los axiomas matemáticos es postular la existencia de estas entidades (por ejemplo, los conjuntos infinitos o los ordinales y cardinales transfinitos). Por el contrario, los intuicionistas afirman que todo concepto matemático debe ser construido, y que no puede postularse ningún concepto del que no pueda ofrecerse un método de elaboración. Por esta razón, los platónicos defienden la existencia de conjuntos infinitos actuales (colecciones de infinitos elementos tomadas como totalidades acabadas y disponibles para servr al razonamiento matemátco) en tanto que los intuicionistas sólo están dispuestos a aceptar el infinito potencial (es decir, el infinito cuyos elementos se van construyendo paso a paso a través de mecanismos bien establecidos). Por poner un ejemplo, un matematico platónico consideraría el conjunto de los números naturales (también el de los enteros, racionales, reales o complejos) como un objeto conceptual cuyos elementos estarían perfectamente definidos desde el primer momento; Tal era la postura de Cantor. Sin embargo, un matemático intucionista, como Brouwer, no admitiría la existencia acabada de tales entidades, sino únicamente una colección finita de objetos matemáticos iniciales, básicos e inanalizables (dados de forma directa a la intuición) y un procedimiento mecánico e iterativo para la construcción, a partir de ellos, de los siguientes elementos, en un proceso algorítmico que nunca terminaría, pero que no daría por supuesta la existencia de los componentes que aún no hubiesen sido "fabricados".

El formalismo de Hilbert, por otro lado, considera que la actividad matemática consiste en la manipulación de signos físicos de acuerdo con unas reglas sintácticas coherentes y bien establecidas que no den lugar a contradicciones formales y que sean capaces de dar cuenta de todas las construcciones sintacticamente correctas concebibles. Hilber, por tanto, no contemplaba la posibilidad de una semántica matemática, es decir, de un sistema de relaciones que pusiera en correspondencia los signos escritos con objetos conceptuales que actuaran como referentes. Por tanto, el formalismo descartaba la posibilidad de una matemática simbólica. Los signos hilbertianos tanto podían referirse a triángulos equilateros como a mesas o a sillas. Sin duda, esta neutralidad semántica es el resultado de una preferencia sustentada en criterios de valoración que no son ni necesarios ni universales.

En cuanto al logicismo de Russell y Whitehead, se trataba de una propuesta metodológica que pretendió en su momento hacer derivar toda la matemática de la lógica formal, fundamentalmente de la logica proposicional y de la lógica de predicados de primer y segundo orden. En honor a estos autores, hay que decir que casi lo consiguieron en su monumental obra Principia Mathematica (1919-1913). En cualquier caso, los famosos teoremas de incompletitud de Gödel (1931) -cuya importancia teórica es indudable, pero cuyo alcance práctico en la investigación matemática cotidiana es muy reducido- dieron al traste con esta ambiciosa pretensión.

Al final, el intuicionismo perdió fuerza, entre otras cosas porque los valores que sustentaban esta doctrina (rechazo de la estipulación no constructiva de conceptos matemáticos y del infinito actual) la hacían heurísticamente poco productiva. En efecto, los intuicionistas negaban la validez del principio lógico del tercio excluso y de la prueba por reducción al absurdo, en razón del principio de que sólo puede demostrarse la existencia de objetos conceptuales que puedan ser construidos de acuerdo con un procedimiento previamente establecido. Esta actitud hubiera perjudicado seriamente el potencial creativo de las matemáticas, que trabajan operativamente mucho mejor sobre la base de axiomas estipulativos y conjuntos infinitos.

Si bien es cierto que los desarrollos matemáticos anteriores no se habían ocupado particularmente de estas cuestiones de fundamentación, y que habían optado de forma implícita por un sano pragmatismo metodológico -lo cual nos devuelve otra vez a la cuestión de los valores y las preferencias- cabe preguntarse qué hubiera pasado si, colocando los bueyes delante del carro, la discusión sobre los fundamentos hubiese precedido a la investigación matemática práctica y si la perspectiva intuicionista hubiese triunfado. A final se terminó eligiendo (afortunadamente) la axiomatización que mejor servía a los intereses del desarrollo creativo de las disciplinas matemáticas, aunque sin duda el debate sobre los fundamentos estaba lejos de impresionar a los matemáticos de campo y es poco probable que hubiese incidido en sus modos cotidianos de investigación.
Como se ve de nuevo, cuestión de valores. En este caso, de valores epistémicos, pero también de valores filosóficos: recuérdese el platonismo de Cantor y Gödel y la matriz lógico-positivista del logicismo de Russell.

Es decir, incluso el propio lenguaje matemático de las proposiciones científicas, consideradas como un conjunto bien definido en una acepción platónica o algebraica de “ciencia”, está transido de valores, que informan las preferencias y la elección entre sistemas axiomáticos distintos e incluso la postulación entre unos u otros axiomas.

Podrían mencionarse, para terminar y cambiando de tercio, otros ejemplos en los que los valores religiosos de ilustres científicos influyeron en la formulación de sus modelos teóricos, como es el caso de Newton o Kepler. También sería pertinente mencionar la aportación de la teología natural británica al desarrollo de la historia natural en los siglos XVIII y XIX o la influencia del hábito de la clasificación dicotómica en la sistemática linneana: sobre esto último tiene Stephen Jay Gould un interesante libro de lectura muy recomendable, titulado Érase una vez el zorro y el erizo (2004).

Y es que la ciencia no es tal conjunto eidético de teorías, enunciados y proposiciones. Esta definición sólo recoge uno de los componentes de una auténtica descripción de la ciencia. La ciencia es, por supuesto, una actividad humana, y por lo tanto es una actividad cultural (en el sentido amplio del término “cultural”) sometida a valores y preferencias. La ciencia no es sólo el corpus de conocimientos registrados en un momento determinado en revistas científicas, libros de textos, ponencias de congresos, libros de divulgación, páginas web o notas de laboratorio. Este es únicamente el “resultado” de la ciencia, y no la ciencia misma. Por “ciencia” cabe entender todo un entramado de personas, actividades pautadas, instituciones de investigación y de enseñanza, instrumentos, conjuntos de publicaciones, normativas y reglamentos de funcionamiento, experimentos y, aquí sí, resultados. La ciencia, en tanto actividad científica, puede ser objeto de estudio de la axiología y de la praxiología. Estas disciplinas estudian los valores y las prácticas que aparecen en el desarrollo de toda actividad protagonizada por comunidades de sujetos intencionales.

Lo cual no tiene nada que ver con el excelente producto epistémico que la ciencia nos ofrece, ni con una visión relativista o posmoderna del conocimiento científico. En absoluto. Los contenidos de la ciencia, el corpus de teorías, enunciados y proposiciones científicas constituyen, sin duda, una aproximación fiable y crecientemente exacta de la realidad. No es eso lo que se está discutiendo. Afirmar que la ciencia no es axiológicamente neutra no implica, en modo alguno, abrir las puertas a concepciones anticientíficas o relativistas.

Por último, y a modo de corolario, compartimos esta pertinente reflexión de Mario Bunge, convertido en nuestro distinguido epiloguista:

"En resumen: el lenguaje de la ciencia contiene oraciones valorativas. No puede prescindirse de ellas al nivel pragmático porque en toda acción reflexiva —y la investigación científica lo es en alto grado— se dan relaciones de fines a medios. Y no podemos prescindir de los juicios de valor al nivel metacientífico porque a este nivel comparamos entre sí procedimientos y teorías, y damos normas a las que deseamos que se ajusten los objetos comparados. La dicotomía hecho/valor no existe, pues, en el caso de la ciencia; lo que refuerza la tesis de que la estimación del valor es un problema de conocimiento siempre que sea una estimación fundada".

Comentarios

  1. El párrafo final de Mario Bunge me ha traído a la cabeza a John Searle y su falacia de la falacia naturalista.

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