Ada Lovelace o el valor de las ideas

Por José María Agüera Lorente

En  la película La herencia del viento (Inherit the wind, Stanley Kramer, 1960), todo un clásico del cine norteamericano, se narra el famoso «juicio del mono»; ya saben: el juicio celebrado contra John Scopes, un profesor de secundaria estadounidense, por enseñar en sus clases la teoría de la evolución. En 1925, año en que se vio el caso en los tribunales del estado de Tennessee, estaba prohibido por su ordenamiento jurídico «la enseñanza de cualquier teoría que niegue la historia de la Divina Creación del hombre tal como se encuentra explicada en la Biblia, y reemplazarla por la enseñanza de que el hombre desciende de un orden de animales inferiores» (Butler Act). Fue un caso que alcanzó notable repercusión mediática en su momento, y que treinta años después inspiró un texto dramático sobre el que se basa la película mencionada. En ella se enfrentan dos grandes de la pantalla hollywoodiense: Spencer Tracy, en el papel del abogado defensor Henry Drummond, y Fredric March, quien interpreta al responsable de la acusación, Mathew Harrison Brady. El primero, paladín de la libertad de pensamiento; el segundo, acérrimo opositor a ella por considerar que atenta contra los sagrados valores de la religión cristiana.
El filme es excelente por muchos motivos de orden artístico, empezando por la exhibición de maestría interpretativa de sus dos protagonistas. Además, plantea cuestiones de indudable calado filosófico  entre las cuales no es la menor la sempiterna tensión entre la inteligencia humana y el oscurantismo en el que se enroca la tradición que siempre ve el progreso del conocimiento como amenaza. Es esta pugna -ya se sabe- una constante de la historia del pensamiento, reconocible en hechos suficientemente glosados en sus anales, donde se da constantemente el choque entre el talento intelectual y el poder sancionador de las creencias; ¿hay que traer a la memoria, acaso, a Sócrates, a Hipatia, a Pedro Abelardo, a Giordano Bruno, a Baruch de Spinoza, a Charles Darwin...?

En La herencia del viento hay un momento que tengo por mi predilecto. Tiene lugar en una de las sesiones del juicio, cuando toma la palabra el ya veterano abogado defensor, y con vehemencia manifiesta su admiración por las capacidades de la razón humana, construyendo uno de los más inspirados y hermosos panegíricos del ideal de progreso construido sobre el conocimiento. La situación que refleja es la del interrogatorio al fundamentalista Brady, que persigue la sentencia condenatoria para el díscolo profesor. Su abogado le aprieta las tuercas en el estrado a su contrincante en el juicio, el cual, acorralado dialécticamente, estalla: «¿Es posible que haya algo sagrado para los reconocidos agnósticos?», a lo que contesta Henry Drummond (Spencer Tracy): «Sí; la inteligencia del individuo. En una mente infantil que es capaz de aprenderse la tabla de multiplicar hay más santidad que en todos sus gritos de amén, bendito sea y hosanna. Una idea es un monumento muy superior a una catedral, y los progresos en los conocimientos del hombre es un milagro mayor que el de convertir a los diablos en serpientes o el de separar las aguas... El poder de nuestra mente para razonar, ¿qué otro mérito tenemos?».
Probablemente estas sean algunas de las líneas más brillantemente escritas en un guión cinematográfico, preñadas de esa luz intelectual y también moral por cuanto insuflan una alegre confianza en el futuro de la humanidad, muy acorde con el espíritu de la Ilustración, que, en un momento histórico que marca un antes y un después, expresa la toma de conciencia de que el destino no es un camino trazado por una instancia ajena a nosotros mismos -llámese azar o divinidad-, sino el devenir de circunstancias en las que el ser humano puede incidir, siendo su más efectivo modo de hacerlo el conocimiento.
Habría mucho que decir sobre esas palabras, pronunciadas por un personaje que quizá podría definirse como un optimista racional. No obstante, yo quiero referirme en este modesto texto a una de sus frases, a saber: «una idea es un monumento muy superior a una catedral». Y quiero hacerlo porque el 10 de diciembre pasado caí en la cuenta de que se cumplía el bicentenario del nacimiento de una de esas inteligencias que nos regaló uno de esos templos en los que, en lugar de arroparse la fe para mayor gloria de la divinidad, crece el saber de nuestra especie y su condición prometeica para la mejor vida terrena de la humanidad. Me refiero a la matemática y escritora conocida como Ada Lovelace, nacida en Londres el 10 de diciembre de 1815 como Augusta Ada Byron, luego Augusta Ada King, condesa de Lovelace, tras su matrimonio con William King, octavo barón de King. 
Han acertado si se les ha pasado por la cabeza relacionarla con el poeta romántico George Gordon Byron -alias Lord Byron-. Fue su padre, el cual tuvo otros hijos fuera del matrimonio, siendo ella su única hija legal; pero él la abandonó al separarse de su esposa, la baronesa Anna Isabella Noel Byron, al mes de nacer Ada. Nunca conocería a su padre. Su madre le guardaría un eterno rencor al poeta, lo que dramáticamente explica que tratara desde muy pronto que su hija se pareciese lo menos posible a su progenitor. De modo que, siendo lo habitual en aquel entonces (recordemos que nuestra protagonista nació a comienzos del siglo XIX) que las niñas bien fuesen educadas en destrezas relativas a las relaciones sociales y las responsabilidades domésticas que habrían de asumir al alcanzar su condición -considerada natural entonces- de esposas y madres, la futura condesa de Lovelace fue desde muy pequeñita animada por su despechada progenitora a explorar el mundo de las matemáticas y la lógica. Y resultó que la niña valía.
Fue precisamente su notable talento matemático el que la llevó a conocer a Charles Babbage, profesor lucasiano de matemáticas en la universidad de Cambridge, quien quedó admirado por la capacidad analítica de aquella muchacha, lo que se evidenció en la forma como la bautizó para el mundo  matemático: the enchantress of numbers («la encantadora de números»). Andaba el hombre por entonces enredado en la elaboración de un modelo teórico mediante el que definir una máquina analítica capaz de ejecutar programas y, por tanto, realizar cualquier tipo de cálculo. Este proyecto entusiasmó desde el principio a la joven, que llegó a publicar en 1843 una serie de influyentes notas sobre la máquina de Babbage -la cual, dicho sea de paso, no llegó a materializarse por falta de financiación-, y que firmó con sólo sus iniciales por miedo a la censura que pudiera acarrearle el ser mujer (para que luego digan los agoreros filoapocalípticos que no ha habido progreso moral si comparamos con la situación actual de nuestras investigadoras). El punto de partida fue la traducción que le encargó el profesor de Cambridge de un texto del matemático italiano Luigi Menabrea precisamente sobre la máquina analítica.
Máquina analítica en el Science Museum de Londres

En esas notas encontramos un verdadero semillero de ideas que, vistas desde hoy, bien pueden ser consideradas un punto de inflexión en el camino hacia nuestro actual mundo, inconcebible sin las ciencias y tecnologías de la computación. Definió conceptos como el de bucle y subrutina, siendo la primera persona en describir un lenguaje de programación, con posibilidades generales que iban más allá del mero cálculo matemático, como lo demuestran estas palabras suyas extraídas de las susodichas notas: «esta máquina puede hacer cualquier cosa que sepamos cómo ordenarle que la ejecute». Esta idea, además, lleva implícita una nueva perspectiva sobre la mente que permite vislumbrar la senda que conduce hasta las actuales neurociencias cognitivas, que requieren el aporte de tres áreas igualmente relevantes en su campo de investigación: la neurociencia, la psicología cognitiva y las ciencias de la computación. Éstas últimas son las directas beneficiarias de las ideas originales de Ada Lovelace.
Ella fue una de esas extraordinarias personalidades cuya pasión por el conocimiento les permite trascender intelectualmente los límites naturales de toda existencia humana. Recordándola se me hace evidente la necesidad de no perder de vista el valor de las ideas en el conocimiento, la no siempre reconocida importancia de la labor de teorización en el proceso de la investigación. Quizá -ojalá- me equivoque cuando creo ver indicios preocupantes en los estereotipos culturales compartidos por los ciudadanos legos en ciencias, que espontáneamente muestran aprecio únicamente por las manifestaciones técnicas de los conocimientos teóricos, ignorando mayoritariamente éstos últimos y no sintiéndose atraídos por su comprensión; lo que tiene su reflejo en el ámbito docente cuando tropiezo a cada poco con manifestaciones pedagógicas que valoran el aprendizaje práctico despreciando el teórico, es decir, el de ideas. Son éstas, sin embargo, como demuestra el caso de las aportaciones de Ada Lovelace, las que nos permiten comprender la realidad y explicarla. Porque la posibilidad del conocimiento presupone el postulado de que la realidad es pensable, y puede ser pensada en la medida en que se torna aprehensible para nuestra mente a través de las ideas por ella concebidas. Así, por ejemplo, la realidad de la vida es la que es desde que es, pero desde la peligrosa idea de Darwin, que provoca el «juicio del mono», a saber, la idea de la evolución de las especies, la entendemos y explicamos mejor que antes de que el naturalista inglés hiciera pública su teoría en 1859. 
Una idea, en fin, es la manifestación del esfuerzo de la mente humana por aprehender la verdadera esencia de la realidad; algo de alguna forma vivo mientras sea pensada, es decir, examinada y reexaminada a la luz racional de otras ideas y de su conexión con los hechos y con las opciones de acción que sobre ellos abre al materializarse, llegado el caso, en medios técnicos que, indefectiblemente, transforman nuestro mundo, así como a nosotros mismos.
Es lo que hizo Ada Lovelace, la mujer que por primera vez en la historia se llamó a sí misma analista, concepto inexistente hasta el momento. Claro que también gustaba de que se la considerase «científica poetisa» y «metafísica». Quién sabe si una romántica en el fondo -como cabe sospechar del hecho de que yace enterrada junto a su padre por expreso deseo suyo y para eterna mortificación de su madre-. 

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