Esbozo del delirio nacionalista por José María Agüera Lorente



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José María Agüera Lorente


<<Si el delirio es una creencia de origen patológico, la creencia es un delirio de origen cultural>>.[1]


Leer a los clásicos puede ser una experiencia tan gozosa como mortificante. Uno siente que bebe de las fuentes de una sabiduría bien aposentada y suficientemente contrastada a lo largo del tiempo, en cuyo transcurso ha habido ocasiones de sobras para convalidar la importancia de una obra a la que se otorga la categoría de excelente. La lectura de un clásico parece garantizar nuestra entrada en ese excelso universo iluminado por el bien, la belleza y la verdad, nos redime momentáneamente de nuestra mediocridad y nos permite reconciliarnos con la humanidad al menos durante el tiempo que dure su efecto.
Ahora bien, precisamente la intemporalidad, que parece ser idiosincrasia en el clásico, nos enfrenta a una desasosegante evidencia: la propia idiosincrasia del ser humano; quiere decirse que si tienen sentido en la actualidad textos escritos hace décadas o siglos o milenios es porque hay elementos definitorios del mundo humano que trascienden los contextos históricos, componiendo una real urdimbre crónica que hunde sus raíces en lo que somos por naturaleza. De aquí que no sea gratuita la inquietud ante el hecho probable de que haya en nuestra esencia específica taras morales e intelectuales que no tengan arreglo por mucho que progrese el conocimiento.
Toda esta reflexión trata de explicitar lo que uno siente, por ejemplo, cuando lee a Bertrand Russell y se encuentra en su ensayo Esbozo del disparate intelectual, publicado hace ya más de medio siglo, con frases como las siguientes:<<…hemos llegado a un punto en que la loa a la racionalidad se considera como señal de que un hombre es un viejo oscurantista, lamentable superviviente de una era pasada>>[2]; <<la política está gobernada mayormente por perogrulladas sentenciosas exentas de verdad>>[3]. ¿No es desalentador?
Y, sin embargo, rendirse no es una opción. La estupidez y el oscurantismo en el universo humano parecen compartir con la entropía en el cosmos físico su intrínseca espontaneidad; si no encuentran oposición tienden a dominarlo todo. Seguramente tiene razón el filósofo Giancarlo Livraghi cuando sostiene la tesis de que la estupidez es la fuerza más destructiva de toda la evolución humana. Según él, no se puede eliminar totalmente, pero no es invencible. Y la forma de evitar –o, al menos, reducir– sus terribles efectos es conocerla y comprenderla[4]. Nos agarraremos a este clavo ardiendo.
Está claro que una de las preocupaciones principales en esta tarea de contención de daños de la estupidez reside en procurar que quienes ejerzan el poder –da lo mismo a qué escala– sean personas inteligentes. Porque –como explica el autor– <<la estupidez de cada ser humano tomado de forma independiente constituye en sí misma un problema suficientemente grande, con todo tipo de consecuencias que no siempre es fácil de identificar. Pero el panorama varía cuando tomamos en consideración la estupidez de las personas que tienen “poder”;  esto es, el control sobre el destino de otras gentes>>[5]. En tal caso el perjuicio alcanza una magnitud superior.
En el caso de los nacionalismos –en mi opinión– nos hallamos ante un indudable exponente de ese poder de la estupidez, que no ha encontrado la debida oposición  desde el análisis racional desapasionado en los foros de debate adecuados para, al menos, desactivar el discurso legitimador de quienes hacen del así llamado hecho diferencial el leitmotiv de sus vindicaciones políticas. Lo más seguro es que con esa resistencia intelectual no detengamos el deterioro de la práctica política. En ella da la impresión de que pocas veces rige la racionalidad, como lo demuestra la existencia de partidos nacionalistas ¡de izquierdas![6]; aquí queda demostrada  muy bien la certeza de la sentencia antes citada de Russell, pues quien trata de someterse al criterio racional corre el riesgo cierto de ser acusado de no respetar la identidad y los sentimientos de la nación tal o cual. De este modo, habría que reconocer un ámbito de debate en el que el juicio de la razón, que es el que debe regir en todas las discusiones de orden político, queda en suspenso, igual que en las cuestiones de orden religioso[7], en las que las creencias de cada fe gozan de una especie de estatus de excepcionalidad que las protege de cualquier agresión racionalista[8]. La clave para esta anomalía gnoseológica –a juicio de Roberto Augusto, autor de El nacionalismo ¡vaya timo! consistiría en la trascendencia que prometen  tanto el concepto de Dios como el de nación, los cuales dotan de sentido a la existencia individual frente al pavoroso absurdo de la muerte[9]. Eso sí: a cambio se paga el precio de que la estupidez prevalezca sobre la inteligencia.
Aplicando, precisamente, la inteligencia a los nacionalismos podemos detectar los fallos del discurso que los justifican; empezando por el que a mi modo de ver es el fundamental: el error categorial que se aloja en lo profundo de su arquitectura conceptual, y que por lo mismo ni se atisba en la refriega política pública, tan temerosa de abandonar la superficie de las creencias y opiniones, que lucen tan bien bajo el fulgente sol igualador que es en nuestros días el dogma del respeto indiscriminado a todas ellas (sin importar demasiado los avales de la razón)[10]. Ciertamente es el fallo principal, puesto que es de orden lógico, y acceder a la realidad desde la incongruencia lógica pone muy difícil alcanzar el premio de la verdad, ya de por sí tan arduo.
Así define el filósofo Jesús Mosterín el susodicho error: <<El error categorial consiste precisamente en confundir las categorías, en usar un concepto fuera de su campo de aplicación, en traspasar las fronteras del sentido y caer en el sinsentido>>[11]. Para este autor es evidente que <<decir que un territorio o una nación tienen lengua o religión es un sinsentido semántico, un error categorial>>[12], dado que únicamente pueden tener una lengua o creencias de una determinada confesión las entidades capaces de almacenar la información (rasgos culturales o memes, como diría Richard Dawkins) que posibilita el habla y las manifestaciones de fe, es decir, entidades con cerebro dotado de suficiente memoria. En esta clase de error se basa la política lingüística catalana, que lo tiene, sin embargo, por principio evidente, tal como lo recoge Roberto Augusto: <<La lengua no pertenece a los ciudadanos que residen en Cataluña, sino a “Cataluña”, convertida en un ente dotado de existencia propia al margen de las personas. Este ente, cuyo acceso privilegiado parece ser patrimonio de los nacionalistas, posee un atributo definitorio: la lengua catalana>>[13]. Se replicará que las naciones poseen memoria, una memoria colectiva; pero ésta consiste en un acervo de memes conformado a lo largo de una historia por una serie innumerable de individuos que han extendido sus memorias personales en soportes artificiales (los libros, verbigracia) trascendiendo –de verdad– los límites cognitivos de sus cortezas cerebrales. En todo caso, son los seres humanos los que recuerdan, los que otorgan significados a las cosas dotando de sentido sus existencias como miembros de un colectivo. Si admitimos como válida la afirmación de que las naciones piensan y tienen derechos, entonces incurrimos de nuevo en el error categorial al atribuir propiedades al sistema entero que corresponden sólo a sus componentes (los ciudadanos). Es indiscutible, no obstante,  que –como dice José Antonio Marina–, <<pensamos a partir de una cultura>>[14]; precisamente es por ello  que hay que poner mucho cuidado en la dieta con la que nutrimos nuestros intelectos, para lo que se hace indispensable el enfoque escéptico que nos permita indagar sobre los poderes de influencia del grupo y sus contenidos culturales.
Ahora bien, el hecho insoslayable es que los nacionalismos, a pesar de su tan poco sólida base teórica, constituyen fuerzas de un enorme poder movilizador según testimonia la historia. Ese poder no es de origen racional, sino que proviene de nuestra psique más primitiva. De nuevo coinciden con las religiones en esto, pues el mecanismo explicativo es el mismo a decir de Jesús Mosterín, y hunde sus raíces en las primeras relaciones cognitivas y afectivas del niño, que no  comprende lo inanimado y lo abstracto. En origen, pues, la base evolutiva sobre la que se construye el pensamiento del adulto es de naturaleza animista y personalista; por eso –como tan certeramente advierte el filósofo ya mencionado– <<la tendencia animista o personalista puede permanecer soterradamente en nosotros como una tendencia residual, espontánea y cargada de emotividad. El animismo (o personalización de lo inanimado e impersonal) se aplica tanto a las fuerzas de la naturaleza, tratadas como dioses, como a las abstracciones sociales, tratadas como personas, como los nacionalistas hacen con las naciones>>[15].
Pues bien, en esto consiste en esencia lo que Russell llamaba facultad mitogenética[16]. La nación es uno de sus productos, híbrido de frivolidad lógica y primitivismo psíquico que también cuenta con una importante dimensión cultural. Y como todo producto cultural tiene fecha de nacimiento por mucho que su halo mítico pueda tener un potente efecto obnubilador sobre el sentido histórico que siempre ha de permanecer activo en todo asunto de esta índole. El mismo Roberto Augusto reconoce la enorme relevancia de la historia en la definición del concepto de nación, advirtiendo al hilo de su análisis de la aportación de Ernest Renan a la ideología: <<Los cimientos de una comunidad no deben fundamentarse nunca en el olvido, en el rechazo del conocimiento de que en el pasado existían diferentes pueblos a los que el devenir y, en muchas ocasiones, el azar histórico ha ido uniendo hasta formar una única sociedad. Que la base de la memoria colectiva sea la falsedad, que los recuerdos de una nación no se correspondan con lo realmente acaecido sino con un relato selectivo y, por tanto, manipulador, es construir unos cimientos basados en la mentira. Pienso que conocer la historia de manera veraz y ajustada a los hechos no va, en ningún caso, en contra de la unidad de un país, siempre que esos conocimientos no se utilicen para dividir y para enfrentar>>[17].

Para analizar, por cierto, el tema desde la perspectiva histórica ha venido recientemente a ofrecernos las claves necesarias Javier López Facal, profesor del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, que ha publicado a tal efecto el libro titulado Breve historia cultural de los nacionalismos europeos[18]. Libros como este son muy necesarios en el contexto cultural actual en el que se da la paradoja que expresaba tan bien el dibujante El Roto en una de sus  viñetas publicadas en el diario El País, en la que dos personajes ante una pantalla de televisión opaca sentencian: <<lo malo que tiene esta edad de oro de la información y la comunicación es que no hay manera de saber lo que pasa>>[19]. En efecto, además del torrente informativo que nos arrastra a diario, llevando nuestra atención en vertiginosa cabalgada de un asunto a otro, es menester un tiempo mínimo en condiciones de sosiego para aplicar nuestra capacidad analítica y así componer el juicio de realidad preciso para establecer la verdad de los hechos. A ello contribuye precisamente el citado libro del profesor López Facal que, en esencia, ofrece un recorrido genealógico en clave cultural de los nacionalismos europeos desde su infancia en la segunda mitad del siglo XVIII, pasando por su desarrollo a lo largo del siglo XIX, hasta la actualidad[20]. No es por antojo que el autor titula el primer capítulo de su obra <<En el principio era el mito>>[21], pues en él se ve que coincide con todo lo ya expuesto más arriba, ofreciéndonos a lo largo de sus páginas testimonio del alumbramiento de la ideología nacionalista. Niega rotundamente el profesor López Facal que el árbol genealógico de todas y cada una de las naciones hunda sus raíces en el brumoso humus de la así llamada noche de los tiempos; no hay aurora ancestral ni esencia ultrahistórica. El Volksgeist o espíritu del pueblo, que expresa esa esencia que permanecería inmutable a pesar del incesante devenir histórico, no es sino un invento de  Johann Gottfried von Herder a mediados del siglo XVIII; de este modo se tiene el molde conceptual necesario para conformar rígida y definitivamente la identidad de todos y cada uno de los pueblos que, de este modo, hallan la justificación moral requerida para exigir y defender sus derechos, incluso mediante el recurso a las armas. Las guerras, que antes eran entre monarcas, a partir de ahora lo serán entre naciones, en defensa de su derecho a ser independientes e íntegras en su plasmación política.
A lo largo de este magnífico libro, conciso y sazonado de irónico humor sin renunciar por ello al rigor, se nos cuenta cómo se construyeron las diversas patrias. Nada en este proceso merece desperdicio, pero por destacar alguna de las claves genéticas de las naciones, he aquí un párrafo que considero relevante: <<La invención de las naciones ha solido ser obra de urbanitas más o menos cultos: intelectuales, escritores, poetas, historiadores, maestros, curas, periodistas y gentes de similares oficios o profesiones. Ocurre que tras una primera fase muy minoritaria en la que la nación era objeto de atención y culto sólo en cenáculos o círculos muy reducidos, se pasa pronto a su extensión a sectores amplios de la ciudadanía, hasta alcanzar el carácter de movimiento de masas que acabará adquiriendo en todas partes y en todos los casos>>[22]. Esto es innegable por la propia experiencia del Estado español de las autonomías: que los nacionalismos engordan gracias al nutriente vigorizante del adoctrinamiento.
Reconociendo, no obstante, que el nacionalismo pudo ser útil en un momento histórico dado, en el que había que dar con una fuerza aglutinadora de voluntades capaz de llevar a los individuos a la culminación exitosa de empresas colectivas en pos de objetivos beneficiosos (derechos, libertades, mejoras materiales), en el mundo actual es un anacronismo que ya ha probado suficientemente su letal poder destructor (esas guerras del siglo XX, guerras de naciones); una prótesis ideológica obsoleta que impide el camino hacia un horizonte histórico muy diferente del que alumbró su nacimiento. Ya el escritor Vicente Verdú hace casi dos décadas supo sintetizar muy bien el sentido real en la  actualidad de la cuestión identitaria: <<De hecho, cuando hoy una colectividad vindica su identidad y tanto cuanto más empeño pone, más carga económica esconde en su pugna. Desde los catalanes a los checos, el deseo de ser reconocidos como diferentes se relaciona con el deseo de ganar valor en los intercambios. Si todas las marcas fueran iguales bajarían inmediatamente de precio y de valor. Si hay café para todos se devalúa la importancia del nombre y su ventaja. Pero la marca no es, en realidad, nada o casi nada; los pueblos son cada vez más iguales, adoptan el mismo sistema capitalista, los mismos valores, se fijan casi las mismas metas; sus características las normaliza cualquier estadística del Banco Mundial o cualquier otro organismo superior de cálculo omnipotente>>[23]. Por todo ello propone Roberto Augusto que hay que exigirle al Estado de hoy que <<todo no gire en torno a la cuestión identitaria y que no tenga una concepción excluyente y estática de la misma>>[24], al tiempo que augura el debilitamiento progresivo y general de los nacionalismos en el contexto de la ineluctable globalización[25].
En consecuencia, desde el escepticismo que exige la honestidad intelectual, hemos de ofrecer a la ciudadanía la oportunidad de tomar conciencia del delirio en el que consisten los nacionalismos. Como en su día lo expresó lúcidamente William Clifford, un matemático y erudito de Cambridge del siglo XIX: <<si un hombre con creencias que le enseñaron en la infancia o que asimiló más tarde, es fiel a ellas y desestima todas las dudas que se plantea él mismo al respecto, elude adrede la lectura de libros y la compañía de personas que las cuestionan o las analizan, y considera impías las preguntas que no pueden responderse fácilmente sin poner aquéllas en entredicho, la vida de ese hombre es un pecado continuo contra la humanidad>>[26]. Y es la humanidad siempre, antes que las naciones.  


[1] GARCÍA DE HARO, FERNANDO: El secuestro de la mente, Espasa Calpe, Madrid, 2006, p. 82
[2] RUSSELL, BERTRAND: <<Esbozo del disparate intelectual>>, en Ensayos impopulares, Edhasa, Barcelona, 2003, p. 133.
[3] Ibidem, p. 169. Recuérdese que Sir Bertrand Russell no sólo fue un crítico teórico de la práctica política de su tiempo, sino también un activo defensor de principios que le llevaron en 1916 a ser apartado de la docencia y a la cárcel por su oposición a la Gran Guerra, la cual –como se sabe– tuvo en los nacionalismos una de sus causas principales.
[4] Véase LIVRAGHI, GIANCARLO: El poder de la estupidez. Crítica. Barcelona, 2010.
[5] Ibidem, p. 62.
[6] Léase a este respecto  el clarificador artículo del sociólogo Mariano Fernández Enguita titulado ¿Es congruente ser nacionalista de izquierdas?, publicado en el diario El País con fecha 10 de marzo de 2004.
[7] Véase HARRIS, SAM: El fin de la fe. Religión, terror y el futuro de la razón. Paradigma. Madrid, 2007.
[8] Este hecho diferencial nos lo encontramos defendido por un científico de prestigio como Stephen Jay Gould en su polémico libro Ciencia versus religión. Un falso conflicto. Crítica. Barcelona, 2012.
[9] Véase AUGUSTO, ROBERTO: El nacionalismo ¡vaya timo! La decadencia de una ideología. Editorial Laetoli. Pamplona, 2012, pp. 74 y 75.
[10] Véase FERNANDO SAVATER: Opiniones respetables, publicado en El País el 2 de julio de 1994.
[11] MOSTERÍN, JESÚS: La cultura de la libertad. Espasa Calpe. Madrid, 2008, p. 137.
[12] Ibidem.
[13] AUGUSTO, ROBERTO, o.c., p. 56
[14] MARINA, JOSÉ ANTONIO: Las culturas fracasadas. Anagrama. Barcelona, 2010, p. 16.
[15] MOSTERÍN, JESÚS, o. c., p. 138. Sobre las múltiples trampas cognitivas que tienen su causa en nuestra propia estructura psíquica puede leerse SUTHERLAND, STUART: Irracionalidad. El enemigo interior. Alianza editorial, Madrid, 1996.
[16] Véase RUSSELL, BERTRAND, o.c., p.160.
[17] AUGUSTO, ROBERTO: o.c., p. 45.
[18] LÓPEZ FACAL, JAVIER: Breve historia cultural de los nacionalismos europeos. Los libros de la catarata. Madrid, 2013.
[19] Publicado en El País el 27 de noviembre de 2010.
[20] Véase LÓPEZ FACAL, JAVIER, o.c., p. 17 y ss.
[21] Ibidem.
[22] LÓPEZ FACAL, JAVIER, o.c., p.63.
[23] VERDÚ, VICENTE: El fin de la identidad. Publicado en el diario El País el 1 de mayo de 1997.
[24] AUGUSTO, ROBERTO: o.c., p. 67. Cf. SAVATER, FERNANDO: Pugna de identidades, artículo publicado en el diario El País el 14 de abril de 2009.
[25] Véase AUGUSTO, ROBERTO, o.c., p. 77 y ss.
[26] Citado en BLACKBURN, SIMON: La verdad. Crítica. Barcelona, 2006, p.28.

Comentarios

  1. ¿No hay un delirio similar en creer en la humanidad como algo real?

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    1. ¿Acaso no tenemos razones objetivas perfectamente falsables para identificar un conjunto de individuos pertenencientes a una especie animal con un genoma ya definido, el del ser humano? ¿Cuáles son los criterios obejtivos (intersubjetivamente falsables) para identificdar la nación X o Y?

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    2. No creo que aquí humanidad sea sinónimo de especie humana. Poner el límite para formar comunidad en un 0,5% 0,10% o en un 1,5% de diferencia en el material genético es arbitrario.

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  2. Excelente. Quiero dejar esta frase de Schopenhauer que considero muy acertada.
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