El valor ético de la compasión (o de fotografías y sentimientos)
José María Agüera Lorente
Para aquellos que no lo sepan la
película se cataloga dentro del género de la ciencia ficción, aunque es
reconocido su sincretismo cinematográfico al contener elementos de cine negro
entre otros. La historia que cuenta está inspirada en una novela de Philip K.
Dick, el fallecido escritor de ficción que ha proporcionado ideas para otras
películas de más o menos éxito (Minority
report entre ellas, del divo Steven Spielberg). Transcurre en Los Ángeles
del año 2019 (lo que es el tiempo: la odisea en el espacio ya quedó
cronológicamente superada después de 2001, y la cinta de la que hablamos
sufrirá lo mismo dentro de nada). Al margen de otros aspectos presentes en la
obra la mar de interesantes de los que no viene al caso hablar, se describe un
mundo lo suficientemente avanzado en las biotecnologías como para existir
empresas capaces de fabricar seres
“virtualmente idénticos” a los humanos y hacer un buen negocio vendiéndolos
como esclavos al servicio de los genuinos humanos. En efecto, la pesadilla de
Frankenstein remozada, una nueva forma de expresión del mito de Prometeo, el
ser humano disputándole a Dios el monopolio de la creación de vida. Pero no es por
aquí por donde quiero discurrir en este texto.
El caso es que esos seres, llamados
replicantes –por replicar tan bien a
los humanos–, tienen prohibido mezclarse con los seres humanos. Sin embargo,
algunos de ellos se saltan la norma y se escapan para confundirse con la
humanidad y tratar de llevar una vida normal.
¿Hay forma de detectarlos en tal caso? Sí; mediante un test que ciertos
policías aplican a los sospechosos basado en el examen de sus respuestas
emocionales a ciertas situaciones hipotéticas que se les plantean. La muestra
de empatía, de compasión, es clave. Se asume en la historia que los humanos
somos capaces de sentir compasión, porque somos
humanos.
Martha C. Nussbaum, la filósofa
norteamericana galardonada con el premio Príncipe de Asturias hace un par de
años, le dedica páginas muy brillantes al mencionado sentimiento en su libro Paisajes del pensamiento. La inteligencia de
las emociones, un grueso volumen en el que su autora trata de convencernos
de que la emoción es una función de las facultades cognitivas, del pensamiento,
tesis que, en principio y a falta de un más fino examen, parece verosímil a la
luz de las conclusiones extraídas por el neurocientífico Antonio Damasio a
partir de las evidencias encontradas en el transcurso de sus prolijas
investigaciones neurológicas (muy recomendable a este respecto la lectura de
sus libros, especialmente El error de
Descartes y En busca de Spinoza).
Afirma la señora Nussbaum en la publicación
mencionada: “El reconocimiento de la afinidad en la vulnerabilidad es,
entonces, un requisito epistémico muy frecuente y casi indispensable para que
los seres humanos se compadezcan… la mayoría de las veces extendemos nuestra
simpatía basándonos en la existencia de una vulnerabilidad compartida ante el
dolor. Pensamos qué horrible sería sufrir un dolor así y sin esperanza alguna
de cambiarlo”. Más adelante dirá que ese pensamiento “promueve la selección de
principios que elevan los niveles mínimos de la sociedad”. Aquí pone la autora
de esta frase un punto y aparte, quedando implícito que está referida a los
niveles mínimos de exigencia ética. Desde luego que la filósofa norteamericana
no es la primera en fijarse en el valor ético de la compasión. Ya lo hizo el
cascarrabias de Arthur Shopenhauer, el cual asigna a la compasión nada menos
que el fundamento de la moral, ya que ella es la única que excluye el egoísmo
como motivación de la conducta. La compasión, en efecto, según el antagonista
de Hegel, se ejerce en la experiencia de sufrimiento y carencia del otro; en
convertir el sufrimiento del otro en mi
sufrimiento. Para él era “el gran misterio de la ética”.
Esto es lo que los replicantes de Blade Runner, en teoría, no podían hacer, porque no eran auténticos
seres humanos, es decir, no estaban dotados de las capacidades cognitivas que –a
decir de Nussbaum– permiten pensar en el otro compasivamente. Pero en la
película se muestra que esos seres, verdaderamente ingenuos, pueden ir
desarrollando, con el acaecer de las experiencias, una primitiva capacidad
afectiva que cultivan mediante la colección de fotografías con las que hacen
tangibles sus vínculos emocionales, al tiempo que van pergeñando el entramado
de su propia identidad. Cosa al parecer muy humana, si aceptamos los argumentos
del multifacético Jason Silva, autor del canal de Youtube llamado Shots of awe,
donde explora el significado filosófico de las innovaciones tecnológicas más
punteras. Para él Instagram –ya saben:
el programa que permite compartir fotos y maquillarlas– es la herramienta con la que diseñar
nuestra propia memoria futura, lo que nos permitiría proyectar desde el momento
presente cómo queremos recordar emocionalmente lo que vamos viviendo a cada
instante. ¿Puede la fotografía también alcanzar dimensión ética a través de la
compasión, y así motivar una conducta sin egoísmo, como apuntaba el viejo
Schopenhauer?
La prueba la tenemos en esa
fotografía de un niño en una playa de Turquía publicada hace un par de semanas
que ha conmovido la conciencia moral de muchos ciudadanos europeos, y que ha
provocado un cambio de actitud notable de parte de algunos importantes líderes de
la Unión. Ella ha hecho pensar sobre ese movimiento de refugiados, que se
percibía más bien como un problema molesto, en el sentido en el que Nussbaum
habla de pensamiento como conjunto de capacidades cognitivas que incluyen las
emociones, particularmente la compasión. En efecto, nos dice la filósofa: “La
compasión tiene, pues, tres elementos cognitivos: el juicio de la magnitud (a alguien le ha ocurrido algo
malo y grave); el juicio del inmerecimiento
(esa persona no ha provocado su propio sufrimiento); y un juicio eudaimonista (esa persona o esa criatura
es un elemento valioso en mi esquema de objetivos y planes, y un fin en sí
mismo cuyo bien debe ser promovido)”. Todos ellos se activaron evidentemente
ante la contemplación de la lacerante imagen citada. Ahora bien, siendo innegables
la magnitud de la desgracia así como irrefutable el inmerecimiento del dolor
causado es el juicio eudaimonista el que está equivocado la mayor parte de las
veces –“y casi siempre de forma
dramática”, nos advierte la autora–. Y, en efecto, así parece en el caso que
hemos mencionado. Diríase que la imaginación empática se quiebra ante la
controversia ideológica sobre hasta qué punto otros seres humanos deben ser
incluidos dentro del círculo de aquellos que merecen nuestro interés respecto
de lo que les pase. Así, hay concepciones éticas, ya sean religiosas o
seculares, que animan a las personas a ampliar sus esferas de interés más allá
de los límites que abarca la moral cálida de la proximidad; a trascender las
fronteras de raza, clase, religión o, incluso, de nacionalidad. Por contra,
también nos encontramos con el fomento de actitudes en sentido contrario que
conducen a una restricción de los intereses de los ciudadanos, y de preferencia
por los miembros de su propia religión o de su grupo y, a menudo, a despreciar
y rechazar a ciertos otros grupos. Si no, ¿cómo entender el proceder de países
europeos que tienen memoria histórica de lo que es encontrarse en la terrible situación
en la que se hallan los que ahora buscan refugio y que, sin embargo, no parecen
compadecerse de ellos a juzgar por su conducta insolidaria?
Para no estar al albur de las
inspiraciones ideológicas en un sentido moral u otro, o de la percepción de
estímulos –como la mencionada fotografía– que nos hagan pensar de forma
compasiva parece preciso fijar ese pensamiento en la praxis política,
plasmándolo en un cuerpo de leyes que asuman los tres elementos cognitivos
enunciados más arriba. Porque podemos plantar cara a ese relativismo que parece
imposibilitar un juicio sobre la legitimidad moral de un determinado proceder
político ateniéndonos al universalismo ético que propugna Mario Bunge en su
libro, tan completo como incisivo, titulado Filosofía
Política, y que conlleva una ética humanista, es decir, antropocéntrica, no
teocéntrica, constituida por normas universales. Lo que es incompatible con el
localismo ético; el cual es parte integrante tanto del relativismo ético como
de las ideologías tribales, que –como no puede ser de otro modo– anulan el
juicio eudaimonista definido por Nussbaum y, por ende, desactiva la compasión
como motivación, pues se piensa que quien sufre ese grave daño de modo
inmerecido, no obstante, no es un elemento valioso en mi esquema de objetivos y
planes, ni consecuentemente un fin en sí mismo cuyo bien debe ser promovido, ya
que no es miembro de mi tribu, nación, credo, raza…
Casi al final de Blade Runner hay una secuencia estremecedora
en la que el replicante líder, el único
superviviente de los suyos, consciente de que ya no puede eludir su muerte
inminente, salva la vida del humano que trataba de ejecutarlo. Próximo a su propio
fin se compadece de su verdugo porque, en ese preciso instante agónico, conoce
el fundamento de la esencial fraternidad que hace de la humanidad una realidad
que trasciende cualquier ficción tribal, y que no es otra que la preciosa
fragilidad de la misma vida, nuestra mortalidad (consciente). Es la plasmación
del supremo principio moral humanista –al que el maestro Bunge denomina “agatonismo”–,
que no es vivir y dejar vivir, sino vivir y ayudar a vivir.
He aprovechado para ver Blade Runner de nuevo, (la primera versión, nunca he querido ver otra) y veo otra interpretación. Batty, al morir, se convierte en más que humano. Durante la película nos hablan de sus súper capacidades, inteligencia, rapidez, fuerza... pero no es humano. Estoy de acuerdo en que adquiere la humanidad pero, al adquirirla, la supera. Se convierte en un héroe, en más que humano. Su último monólogo así nos lo indica también "He visto cosas que vosotros no creeríais...", nos enfrenta con espacios infinitos y experiencias vedadas al hombre. Sin embargo, creo que el post olvida que hay otro androide que se humaniza: Rachel. Lo hace a través de la intimidad, del amor, del reconocimiento de otro humano. Y se comporta como un humano, huye con la persona que ama, miedo, amor, esperanza. Todo más modesto y más real.
ResponderEliminarMe parecen muy pertinentes tus observaciones. Ni que decir tiene que la película -como creo que apunto en el texto- tiene varias derivas filosóficas a cual más prometedora desde el punto de vista reflexivo. No obstante, Batty, en lo que apuntas se podría decir, al modo de Nietzsche, que es humano, demasiado humano, y en cuanto tal se autotrasciende al tiempo que remarca en es monólogo final su yo singular pero efímero, lo que es definitorio de la propia condición humana.
EliminarGracias por tu aportación.