El partido impopular: En defensa de los partidos (Andrés Carmona)




Hans Jonas es uno de los principales filósofos ecologistas, conocido principalmente por su “principio de responsabilidad”. Pero otra idea suya menos conocida es su propuesta de una “dictadura benévola” ecologista. Su razonamiento es el siguiente. Las consecuencias de los problemas ecológicos son a largo plazo, y las soluciones deben serlo también. Sin embargo, la democracia liberal-representativa es “cortoplacista”: se mueve en el intervalo de elecciones cada muy pocos años, con lo cual, el margen de acción de un gobierno se limita a los cuatro años de mandato entre elección y elección. Los intereses de los electores también son cortoplacistas: ningún partido gana unas elecciones prometiendo beneficios a largo plazo a costa de sacrificios a corto plazo. Sin embargo, eso es precisamente lo que requieren las políticas ecológicas: sacrificios a corto plazo para evitar problemas ecológicos a largo plazo. Las consecuencias del consumismo, el derroche energético, etc., solo se manifiestan mucho después (incluso generaciones después) en forma de cambio climático, contaminación, falta de recursos, etc. Ahora bien, “a largo plazo, todos calvos”, y en un contexto electoral, si los demás partidos prometen beneficios aquí y ahora despreocupándose de lo que pase después, los partidos ecologistas nunca podrán ganar unas elecciones. Y aunque las ganaran, no podrían llevar a cabo sus políticas porque los sacrificios a los que someterían a la población (en forma de austeridad, impuestos ecológicos, etc.), no darían sus resultados pues el electorado no volvería a votarlos la próxima vez, y el siguiente gobierno revertiría todas sus medidas y no darían sus frutos. La conclusión, para Jonas, es una dictadura “benévola” en el sentido de un gobierno de “sabios ecologistas”, podríamos decir, que gobernarían dictatorialmente para poder realizar sus políticas durante el tiempo necesario, aún en contra de la voluntad de la población, pero por su propio bien y supervivencia ecológica. Una especie de gobierno “platónico” pero en ecologista. De hecho, Hans Jonas confió en un principio en que tal vez algo así pudiera realizarse en los países comunistas, pero se decepcionó al comprobar que las preocupaciones de esos países no iban por ahí precisamente.


Lo que Jonas planteaba era ciertamente impopular, y es que el ecologismo es impopular. La mayoría de la población no quiere consumir menos sino más, no quiere ir en transporte público ni bicicleta sino en su propio coche, no se conforma con una casa sino que quiere otra más grande y además un piso en la playa, y si el piso está en la misma arena para poder salir desde la puerta al mismo mar pues mucho mejor. La mayoría no quiere usar la ropa todo lo que pueda sino renovar armario a golpe de moda, y muchos consideran que “necesitan” decenas de zapatos para las decenas de ocasiones distintas: estos para ir al trabajo, estos para estar en casa, estos para salir el fin de semana, estos para ir de boda, estos para visitar a los suegros, estos para llevar a los niños al colegio, estos para salir a pasear, estos porque es lunes, estos porque es un día par, estos porque combinan con el pantalón, estos que combinan con la camisa…

Si un partido ecologista quiere ganar unas elecciones debe convencer a la sociedad de sus ideas y principios y transformar a la propia sociedad. Los partidos ecologistas van contramarea, nadan contra corriente. Sin embargo, no quiero hablar de ecología en este texto. Quiero centrarme en esta última idea: que los partidos pueden tener ideas o principios distintos y aún opuestos a los de la mayoría de la sociedad. Y la tesis que voy a mantener es que deben tener esos principios, independientemente de que sean o no mayoritarios en la sociedad, porque si no lo son, su objetivo debe ser transformar la sociedad para que acaben siéndolos. Hace unos años esto hubiera sido una obviedad, pero en los últimos tiempos decir esto es revolucionario, sobre todo desde que los nuevos partidos o partidos emergentes han puesto de moda el toyotismo marxista: partidos-oferta hechos a la medida del ciudadano-consumidor y con unos principios que, “si no le gustan, tenemos otros” (marxismo de Groucho, claro, no el de Karl).

En el modelo de democracia de mercado, a los partidos les pasa lo que a las empresas: están sometidos a la “soberanía” del ciudadano-consumidor. De ahí que, si el partido se empeña en defender unos principios, la competencia (los otros partidos) se pueden llevar los votos. Quedan dos opciones: o intentan transformar la demanda (convencer a la ciudadanía de que los principios del partido son los mejores) o adaptarse a la demanda (cambiar los principios y hacer lo que diga el consumidor-ciudadano). El problema es que el consumidor-ciudadano puede querer productos contrarios a los principios del partido, por seguir con el ejemplo anterior, antiecológicos: ¿y si la ciudadanía lo que quiere es tener tres casas, cuatro coches, gastar mucha energía, producir residuos y le da igual si dentro de cien años la temperatura global sube o baja o se queda estable? Pongamos un ejemplo: imaginemos a un partido ecologista que hiciera su programa electoral de forma abierta a la ciudadanía (ahora está de moda todo lo que es “abierto”). Y que lo hiciera en alguno de los 13 municipios que querían que el Almacén Temporal Centralizado (ATC) de residuos nucleares se instalara en ellos. Es más que probable que la votación popular resultara a favor de la instalación del ATC. ¿Tendría que incluir un partido ecologista la reivindicación de un “cementerio nuclear” en su programa electoral? O pensemos que ese mismo partido elaborara ese “programa abierto” en Vandellós o Trillo, porque posiblemente tendrían que incluir en su programa el mantenimiento de las centrales nucleares. O el partido pacifista que hiciera su programa en Rota: a lo mejor tenía que prometer el mantenimiento de la base militar y decir “OTAN casi no, bases fuera menos de Rota”. O si un partido animalista hiciera su programa abierto en Tordesillas: ¿incluiría el Toro de la Vega como reivindicación popular?

Se plantea entonces un dilema del tipo esencia versus existencia: el partido debe elegir entre ser fiel a sus principios pero dejar de existir (por falta de votos) o seguir existiendo a costa de perder su esencia (dejar de ser ecologista, o pacifista o lo que sea el caso). Otra alternativa sería la “dictadura benévola” de Jonas, pero es que la propia expresión parece un oxímoron en toda regla. Es entonces cuando llega el toyotismo marxista: existir siempre pero siendo en cada momento lo que haga falta: ayer anticapitalista, hoy socialdemócrata, mañana liberal, pasado conservador, al otro ecologista, más adelante lo mismo leninista, quien sabe si algún día fascista… Lo importante es lograr el poder, sea como sea, y para eso se renuncia a principios e ideales elevados o se rebajan a ambigüedades que son como no decir nada. Así, se pueden ir adaptando los principios a la demanda. Incluso se visualiza en el nombre del partido: se busca uno que no venga a decir nada. Los partidos tradicionales tienen nombres que remiten a unas ideas o principios más o menos definidos o que forman un ideario o lo matizan: Partido Comunista, Partido Socialista Obrero, Partido Liberal, Partido Verde… A veces, incluso luchaban por mostrar esos principios en competencia con otros: Partido Comunista de España, Partido Comunista de los Pueblos de España, Partido Comunista Marxista-Leninista, Liga Comunista Revolucionaria, Unidad Comunista, etc. Sin embargo, ahora el nombre no dice nada: Podemos (¿el qué podemos?), Ciudadanos (¿qué ciudadanos?). Lo que está en consonancia con su rechazo a ubicarse ideológicamente: ni de izquierda ni de derechas, transversales…

La diferencia también se nota en la misma forma de organizarse y funcionar. Los partidos tradicionales cuentan con militantes, aquellos que comparten la ideología del partido y colaboran afiliándose al mismo. Su objetivo es extender sus ideas e influencia en la sociedad, conscientes de que los demás (los que no son del partido) no comparten todavía esas ideas. Los nuevos partidos utilizan otras fórmulas, por ejemplo la de los inscritos, que no comporta ni siquiera una cuota, o las asambleas abiertas, en las que pueden participar hasta los militantes de partidos distintos, o las primarias abiertas, donde cualquiera puede colocar a los candidatos. Es como si el partido dijera: “Venid, decidnos qué tenemos que pensar”. Se coloca así el carro delante de los bueyes: en vez de elaborar un ideario y organizarse para conseguirlo, primero se hace el partido y después se le ponen las ideas (por supuesto, a gusto del consumidor en cada momento). Es como si un grupo de personas hicieran una asociación y el primer día se dijeran: “Bueno, y para qué nos hemos asociado?”, cuando lo lógico es que personas que coinciden en ciertas ideas decidan asociarse para poder defenderlas o extenderlas mejor.

Estos nuevos partidos se basan en el “mito de la ciudadanía”, en la idea falsa de que existe la ciudadanía, cuando lo que realmente existen son los ciudadanos particulares, que no es lo mismo: en este caso, es el bosque el que no deja ver cada uno de los árboles. No estamos hablando sino de una versión actualizada del problema de los universales. Estos partidos se proponen como la voz de la ciudadanía, lo que la ciudadanía quiere, lo que la ciudadanía demanda. Pero la ciudadanía ni habla, ni quiere ni demanda porque no existe. Es una pura ficción. Útil para algunas cosas pero un grave error si se la sustantiviza y se la toma como algo realmente existente. Unos ciudadanos dicen unas cosas, otros otras, unos quieren unas cosas y otros otras contrarias. No existe la ciudadanía como algo unitario, con una sola voz y voluntad. Y por eso tienen sentido los partidos. Fijémonos en la raíz de la palabra: los partidos remiten a las partes de la sociedad. Un partido representa a una parte de la sociedad, normalmente en contra de otra: ejemplo clásico, el proletariado y la burguesía (los partidos obreros y los partidos liberales), pero también los partidos ecologistas representan a la parte social concienciada con el medio ambiente y en contra de la no concienciada. Bien es cierto que los partidos aspiran a la universalidad, a representar a todos. En el marxismo (ahora sí el de Karl) el proletariado es la clase universal que, al socializar la producción, acaba con las clases sociales al proletarizar a la burguesía, y en ese sentido el partido obrero, al representar a una parte de la sociedad (el proletariado) contra otra (la burguesía) en realidad representa a toda la sociedad (porque representa el fin al que se dirige: el comunismo sin clases sociales). En cierto modo el partido ecologista también aspira a universalizar la conciencia ecológica. Pero el caso es que estos partidos no dan por supuesta ya la universalidad, sino que aspiran a construirla, a transformar la sociedad en función de ese fin que buscan como objetivo. De hecho, en el marxismo se habla de la necesidad de que el proletariado tome “conciencia de clase”. Sin embargo, los nuevos partidos ya dan por supuesta la unidad de la ciudadanía. No aspiran a construirla en base a unos principios porque asumen que la ciudadanía ya está de acuerdo en lo que quiere, que ya tiene “conciencia de ciudadanía”. Y para ellos, la ciudadanía es como los clientes de un bar: siempre tienen razón. De ahí su obsesión por las asambleas, la apertura y votarlo todo. Rechazan de entrada la crítica al consumidor-ciudadano porque este siempre tiene razón: lo único que queda es hacerle caso y adaptarse a él, sin caer en la cuenta de que el consumidor-ciudadano puede querer cosas como expulsar a los inmigrantes o consumir hasta acabar con todos los recursos del planeta, o que puede querer cosas contradictorias al mismo tiempo.

Pero se trata de un error. Como decíamos, no existe la ciudadanía como un todo, sino diferentes ciudadanos con ideas, pensamientos y reivindicaciones dispares e incluso contradictorias las de unos respecto de las de los otros. Simplificando: si en una sociedad unos piensan A y otros B, es imposible representar a todos al mismo tiempo (unos quieren nucleares y otros no, unos reivindican subir impuestos y otros bajarlos, unos quieren prohibir las corridas de toros y otros protegerlas…). Por eso hay que reivindicar los partidos impopulares, los partidos con principios que representan a una parte de la sociedad e intentan convencer de esos principios a las otras partes, que tratan de ganarse a las mayorías, que se enfrentan (pacíficamente, dialécticamente) a los partidos con principios contrarios, que en muchos casos luchan contra “el sentido común” o las ideas ambiente o de la mayoría social para lograr transformar esas ideas y no meramente reflejarlas. Los partidos deben atreverse a decir lo que mucha gente no quiere oír, tal como hacían los partidos ecologistas cuando criticaban el modo de vida consumista y aspiraban a transformar la sociedad. Los partidos emergentes son todo lo contrario: miman a la ciudadanía, solo quieren ser sus portavoces, solo son un medio para los fines que la ciudadanía quiera. Bueno, todo eso en principio, en otro texto veremos que no es así: en la realidad, los partidos emergentes no son tan abiertos ni asamblearios como aparentan, solo es una forma de marketing para parecerlo. El ejemplo más claro es Podemos, en cuyas negociaciones sobre pactos postelectorales en Andalucía no han participado sus círculos ni mucho menos toda la ciudadanía de modo abierto, e incluso ha tenido que ir uno de la cúpula de Madrid a tomar las decisiones. Pero esto lo dejamos para otro texto.

Lo anterior no implica que los partidos deban ser dogmáticos, los partidos han de ser abiertos y escuchar a la sociedad, so riesgo de convertirse en sectas. Pero escuchar no es aceptar automáticamente. Se puede escuchar a la sociedad precisamente para comprobar sus errores y planear cómo combatirlos más eficazmente. Por ejemplo, si las ideas racistas, xenófobas u homófobas crecen en la sociedad, el partido impopular debe escucharlo y tenerlo en cuenta, pero no para asumir esas ideas sino para reforzar su críticas hacia ellas yendo contracorriente. Otras veces deberá escuchar para tener en cuenta las críticas al propio partido pues pueden ser acertadas: el partido también puede equivocarse y debe rectificar si es el caso. E incluso debe estar dispuesto a reformarse si hace falta. Pero repetimos: eso no significa adaptarse camaleónicamente a las opiniones mayoritarias o de moda en cada momento. Entre el partido-secta y el toyotismo marxista hay un amplio margen para que se puedan mover los partidos con principios, aunque sean impopulares.

Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.

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