Democracia participativa vs. democracia deliberativa (Andrés Carmona)
Muchas veces he visto identificadas
las expresiones “democracia participativa”
y “democrativa deliberativa”. Yo
mismo las uso indistintamente porque presupongo esa identidad. Sin embargo, me
parece que siendo riguroso eso no es exacto. La democracia deliberativa es
participativa, pero no pasa igual a la inversa necesariamente: una democracia
puede ser participativa sin ser deliberativa. La diferencia es importante, pues
bajo la cobertura de la democracia participativa se puede colar un modelo liberal de democracia distinto del
modelo de democracia republicana en
el que consiste la deliberativa. Y más en este contexto político actual en el
que la exigencia de profundizar la democracia, y sobrepasar la puramente
representativa hacia otra participativa, ha dejado de ser una excentricidad
(así se lo consideraba antes) de fuerzas políticas como Izquierda Unida, para
pasar a ser punto de consenso en el que todos los partidos están de acuerdo (por
lo menos los partidos más progresistas o a la izquierda del PP). Democracia
interna en los partidos, listas abiertas, primarias, empoderamiento ciudadano,
etc., aparecen en el discurso de casi todos los partidos. Filosóficamente,
podría decirse que hay un cierto giro desde el modelo liberal-representativo
hacia otro más republicano-participativo en el sentido de la democracia
deliberativa. Pero podría ser una ilusión (y además interesada) y que se
estuviera imponiendo un modelo de democracia liberal-participativa (que
sustituyera al liberal-representativo, pero liberal al fin y al cabo), y no
otro republicano-deliberativo.
Aquí vamos a centramos en los dos
modelos políticos individualistas por considerarlos más modernos y avanzados
que los comunitaristas, que se nos antojan pervivencias de modelos más antiguos
(como los estamentos del antiguo régimen). La consideración del individuo como
sujeto político autónomo la tomamos aquí como un punto de partida. La cuestión
está, entonces, en el tipo de participación de ese individuo en el Estado. Tenemos
así dos modelos básicos: el liberal y el republicano.
El modelo del liberalismo es el de democracia representativa.
Uno de sus teóricos sería Schumpeter (1984). Para los liberales, la auténtica
libertad es la libertad negativa o
libertad de, es decir, que no haya
impedimentos, especialmente del Estado, para que cada individuo pueda dedicarse
a sus asuntos privados. Su modelo de Estado es un Estado mínimo, escasamente intervencionista, que se limita a
garantizar la seguridad interna y externa y poco más. Para casi todo lo demás,
se abstiene en pro de la sociedad civil para que ella se autorregule.
Especialmente en los asuntos económicos. Su modelo de autorregulación es el
mercado. Para que eso sea así, el Estado debe exigir de la ciudadanía lo menos
posible, tanto económicamente (reduciendo los impuestos al mínimo) como
políticamente. Si el Estado exige a la ciudadanía elevados impuestos,
interfiere en sus decisiones económicas y les confisca una parte de su
propiedad. Si el Estado obliga a una excesiva participación política, también
interfiere limitando la libertad de los individuos de dedicarse a sus propios
asuntos en vez de ocuparse de la política. La solución está en un Estado tan
reducido que legisle lo menos posible y que restrinja la participación política
a la elección periódica de los representantes políticos. Representantes
entendidos como meros gestores técnicos de lo político, y no tanto como
partidos con proyectos políticos e ideológicos distintos que impliquen grandes
transformaciones socio-políticas. Se asume que los políticos son técnicos
encargados de hacer las leyes, no ideólogos para la transformación social. La
ideología de los políticos se sobreentiende común o compartida entre todos
ellos (la ideología liberal) y sus diferencias son técnicas: de pericia o
eficiencia. Por eso los partidos en el sistema liberal tienden a ser
prácticamente iguales y a distinguirse tanto como se puede distinguir un
panadero de otro panadero o un carpintero de otro carpintero. Lo que acaba
reduciendo el pluralismo político al bipartidismo y la alternancia. Por eso el
modelo de participación política resultante es el de la elección periódica para
desentenderse mientras tanto entre una y otra. El votante “contrata” (vota) los
servicios de un partido para que le “preste un servicio” (la gestión de lo
público) y al cierto tiempo revisa su contrato para ver si lo renueva o
contrata a otro de la competencia. El modelo político es el mismo que el del
mercado económico: los partidos son la oferta y la ciudadanía la demanda. El
interés ciudadano por participar más en este modelo es casi nulo: tanto como el
interés que podemos tener en participar con el panadero para hacer pan. Lo que
queremos de un panadero es que haga buenos panes, no ayudarle nosotros a
hacerlo. El liberal no quiere participar él en política, sino votar a los
políticos para que sean ellos los que lo hagan bien por él, y mientras
dedicarse a sus cosas, que es en lo que consiste la libertad para él.
El modelo republicano es totalmente distinto. Su idea de libertad es la
libertad positiva o libertad para. Los liberales lo critican como
modelo de la libertad de los antiguos, al que le contraponen el suyo como
libertad de los modernos, en expresión de Benjamin Constant (2002). El modelo
asambleario está tomado de la Atenas clásica o la República romana. Se basa en
una concepción de la libertad como participación en la política, en los asuntos
públicos o res publica (cosa pública).
El individuo libre era precisamente el que podía dedicarse a la política, en
tanto que podía desentenderse de los demás asuntos (en la antigüedad eso era
posible, sobre todo, por la institución de la esclavitud, que liberaba a los
hombres libres del trabajo manual y doméstico). De hecho, esa participación
política era una virtud, y evitarla se calificaba con el despectivo ἰδιώτης (idiōtēs), de donde deriva “idiota” y que
significa “quien se ocupa solo de sus cosas y no de la políticas o asuntos públicos”.
En un sentido más moderno, el republicanismo
ha sido recogido en el pensamiento de Rousseau y del ala jacobina de la
Revolución francesa. La idea básica, también de tradición clásica, es la de
evitar cualquier intermediación entre el individuo y el Estado. Esto implica el
rechazo tanto de los grupos de presión como de cualquier otro grupo concebido
en función de intereses particulares. Ese rechazo se justifica por la voluntad general o el bien común. Para el republicanismo,
existe una voluntad general o bien común que es el objetivo de la política. La
participación política de la ciudadanía lo que busca es lograr ese bien común o
voluntad general. No se trata de la voluntad de la mayoría, sino de aquello que
es bueno para todos, y que solo puede concebirse dejando de lado la voluntad
particular. Ese bien común es lo que distinguía, en Aristóteles, las formas
políticas legítimas (monarquía, aristocracia o democracia) de sus
degeneraciones (tiranía, oligarquía y demagogia). Por tanto, el individuo
participa como tal individuo en la asamblea procurando el bien común. Y no
tiene sentido agruparse con otros para obtener ventajas particulares en la
asamblea, es más, eso sería prostituir el espíritu de la asamblea.
El problema del republicanismo es
cómo establecer o descubrir esa voluntad general, que repetimos, no es lo mismo
que voluntad mayoritaria. Hace falta, entonces, un intérprete de esa voluntad
general. En principio, es la propia asamblea, pero dado que la asamblea a veces
puede ser tomada por grupos de presión o por demagogos, a veces se impone la
razón de Estado. Es por ahí por donde el republicanismo puede degenerar,
paradójicamente, en autoritarismos justificados en la voluntad general. El
terror jacobino coge ese camino. De ahí las críticas liberales al
republicanismo por metafísico: el liberalismo niega el bien común o voluntad
general y solo admite el bien particular de cada uno y su libre voluntad
individual. Por lo que, para el liberalismo, no tiene sentido ninguna
deliberación ni mecanismo para lograr el bien común (que no existe) sino que lo
que hay que hacer es buscar reglas meramente procedimentales para que cada uno
busque su propio bien particular molestando lo menos posible a los demás. En
vez de deliberación, para el
liberalismo se impone la negociación
entre voluntades particulares dentro del modelo del mercado: cada uno, buscando
su bien particular, acaban generando entre todos el óptimo de producción y
distribución (la mano invisible de Adam Smith).
El problema del liberalismo es que
agudiza la desigualdad social y económica y genera fuertes problemas de
fragmentación y descohesión social y política. Para evitarlo, se hace necesaria
la res publica, la cosa pública con
la que todos nos identificamos como bien común o voluntad general. Ahora bien,
una res publica que no sea tan
absorbente como la antigua, que no exija a un ciudadano que participe de la
política a tiempo completo, y que no derive en formas autoritarias de
interpretación de la voluntad general. El republicanismo
moderno (por ejemplo, Philip Pettit: 1999) apunta en esa línea. Para eso,
toma un concepto de libertad como no
dominación, distinto tanto de la libertad negativa como de la positiva. No
se trata de mera no interferencia, sino de prohibición de toda interferencia
arbitraria. No de cualquier
interferencia, sino tan solo de las arbitrarias.
En eso se distingue del liberalismo. Para el liberal, toda interferencia en la
voluntad particular de un individuo es reprobable. Por ejemplo, una ley que
establezca un salario mínimo y que limite así la libertad contractual de
empresario y obrero para negociar el salario entre ellos únicamente. Para el
republicanismo, una interferencia es arbitraria si sitúa al individuo en
situación de dominación, es decir, en una situación en la que el dominador
puede interferir a su antojo en la voluntad del dominado. El modelo es el del
amo y el esclavo: en cualquier momento, el amo puede interferir en la vida el
esclavo sin que este pueda hacer nada para evitarlo. Pero una interferencia no
será arbitraria si, precisamente, lo que busca es evitar la dominación, es decir,
impedir que uno pueda dominar a otro. Por ejemplo, esa misma ley de salario
mínimo. Efectivamente, el Estado interfiere con ella en la voluntad del
empresario (que seguramente quiera ofrecer un salario más bajo al obrero) pero lo
hace para garantizar la libertad como no dominación del obrero, ya que, dada la
desigualdad económica entre obrero y empresario, el obrero podría ceder al
chantaje del hambre y aceptar un salario de miseria antes que no cobrar nada. De
esta forma, el Estado garantiza que la negociación salarial entre empresario y
obrero no se realizará en condiciones de dominación de una parte sobre la otra,
que podría abusar de su posición de fuerza.
El bien común deviene, así, en las instituciones que garantizan esa
libertad como no dominación. Así como mecanismos para evitar que sea el propio
Estado el que se convierta en dominador él mismo. Lo que requiere de ciudadanos
comprometidos en vigilar que esas instituciones funcionen debidamente con su
participación política. No se trata de una participación extenuante ni a tiempo
completo (como la antigua), pero sí la suficiente para evitar la dominación. Una
participación que exige de los individuos una virtud republicana que les lleve precisamente a participar. Lo que
implica mecanismos de participación ágiles y adecuados para facilitarla y
fomentarla.
El republicanismo no impide ni
denigra la búsqueda del bien particular y la dedicación a los asuntos privados,
es más, lo protege. Ahora bien, en el republicanismo, la mejor forma de
protegerlo es, precisamente, con la participación política. Tampoco reniega de
la representación política, pero sí que la complementa y contrapesa con medidas
de participación política activa de la ciudadanía, no solo votando cada cierto
tiempo. Lo que implica un espacio
público de debate, discusión y deliberación política más allá de los
parlamentos al uso, y que impida, a su vez, el dirigismo que pudiera derivarse
de algún partido de iluminados o demagogos que se arrogara la voz del pueblo o
la correcta interpretación de la voluntad general.
La clave republicana está en el
aspecto deliberativo de esa
participación política. Aceptar la noción de un bien común supone que la política
no se reduce a negociación. Se entiende que es posible el acuerdo sobre el bien
común y la formación de la voluntad general en base a una deliberación
racional. La diferencia es importante. La deliberación supone que los
individuos que deliberan no buscan ganar el debate, sino lograr entre todos un
consenso o acuerdo basado en razones. Un consenso que difícilmente coincidirá
con la opinión inicial de ninguno de ellos, pues ese consenso será una especie
de síntesis dialéctica de todas las posiciones iniciales. Eso exige del
ciudadano una virtud cívica muy
importante: la virtud de saber deliberar o debatir. Al empezar la deliberación,
cada uno irá con su opinión particular y la defenderá racionalmente ante los
demás, pero abierto a aceptar las razones de los otros si son convincentes. Al
final, cada uno habrá dejado de lado su propia postura inicial para estar de
acuerdo en una nueva posición común que es la de todos. Por lo menos en teoría.
En la práctica es mucho más difícil, pero debe ser el ideal a conseguir. Por lo
menos debe servirnos para extraer la siguiente regla práctica: si en un debate
sales pensando lo mismo que pensabas cuando entraste, eso es que no has estado
en un debate.
La deliberación presupone que hay
base suficiente para el acuerdo basado en las razones y el entendimiento. Por
eso es incompatible con el absolutismo y el relativismo. El absolutista no tiene nada que deliberar
ni debatir porque ya (cree que) tiene la razón absoluta. Solo le queda predicar
y que los demás le hagan caso. El relativista
tampoco tiene nada que debatir porque no admite ningún tipo de universales o
razones que puedan ser la base del consenso. Para él, cada uno tiene su propia
verdad aunque sea totalmente contradictoria con las verdades de los demás. Como
mucho, el relativista expone su opinión y ni siquiera necesita sustentarla con
razones: le basta con que es su opinión y como tal ya es verdadera para él solo
porque es suya. Es más, se ofende si se le piden razones y responde con frases
estúpidas del tipo: “Cada uno tiene su opinión y la mía es tan respetable como
las demás”. Estúpido porque no se da cuenta de que una opinión no es respetable
por ser una opinión, sino que su respetabilidad depende de las pruebas, razones
o argumentos que la fundamenten. Claro que, para él, eso es irrelevante.
El liberalismo viene a incorporar
parte de relativismo: no existe el bien común verdadero para todos sino solamente
el bien particular de cada uno que es totalmente verdadero para él mismo. La única
forma de acuerdo posible es entonces el mercado o la negociación, pero no tiene
sentido el acuerdo basado en razones porque no hay ningún bien común sobre el
que razonar. En contraste con lo decíamos antes, para el liberal-relativista,
lo importante en un debate no es construir un consenso entre todos sino lograr
que su opinión particular gane en el debate sobre las opiniones de los demás. Es
un modelo de competencia, no de cooperación. El ciudadano liberal no necesita
la virtud cívica, no necesita deliberar.
Uno de los problemas en la
configuración de la participación política a la que estamos asistiendo hoy día
es que falta ese elemento deliberativo. Se está haciendo mucho hincapié en la
participación directa de la ciudadanía pero sobre un modelo inconfesadamente
liberal. En realidad, no estamos asistiendo a un giro republicano de la
política sino a una profundización del modelo liberal. Lo que estamos viendo a
través de muchos de los partidos políticos que ahora mismo hacen bandera de la
democracia participativa es una mera adaptación de la política a las
estrategias del mercado. Más concretamente, al marketing. La producción en serie típica del siglo XX ha
evolucionado en el siglo XXI al capitalismo de producción personalizada y
adaptada a la demanda. Las empresas toman nota de la demanda para ofrecer lo
que esta exige. Para el liberalismo, eso es la soberanía del consumidor, que
con su demanda obliga a las empresas a producir unas u otras mercancías. En su
vertiente política, el modelo de mercado se inserta en los partidos políticos
de tal forma que estos procuran adaptarse a la demanda política de la
ciudadanía. Lo que implica que la ciudadanía no delibera sino que simplemente opina.
En los modelos de listas abiertas, por ejemplo, no se delibera cuál es el mejor
candidato, sino que solo se opina cuál gusta más a la ciudadanía. De ahí que
los partidos no procuren los mejores candidatos sino los que sean más del gusto
de la opinión mayoritaria. Como normalmente serán los más conocidos, de ahí que
la televisión se esté convirtiendo en la plataforma de lanzamiento de políticos
y hasta partidos enteros.
El problema es la ingenuidad de ese
modelo ultraliberal. Sus resultados pueden observarse en la programación de los
diferentes canales de televisión. Las diferentes cadenas ofrecen distintos
programas televisivos, y es la ciudadanía en forma de audiencia la que hace de
demanda. Las televisiones simplemente se adaptan a la demanda: los programas
con más audiencia triunfan y se copian de unas cadenas a otras, y los que
tienen menos demanda desaparecen (exactamente igual que la producción de
mercancías en el mercado capitalista). El resultado son programas como Gran Hermano y similares. Y el grave
problema político es acabar en una política de Gran Hermano, y no nos referimos al de 1984 sino al de la televisión. Partidos y políticos adaptados a los
votantes-consumidores que solo ofrecen lo que ellos opinan sin el filtro de la
deliberación. Lo que pasa es que, igual que el telespectador demanda Gran Hermano, el ciudadano sin virtud cívica
puede demandar pena de muerte, expulsión de los extranjeros o cosas
contradictorias como bajar impuestos y, al mismo tiempo, aumentar gasto social
y más servicios públicos gratuitos. Opiniones absurdas que no pasarían el
filtro de la deliberación, que es precisamente lo que falta.
El meollo de la cuestión está en esa
falta de deliberación. Al deliberar, es cuando el ciudadano puede percibir sus
propios prejuicios, errores o absurdos, así como sus aciertos. La participación
política directa sin deliberación previa es puro mercado capitalista. El
consumidor demanda lo que le apetece, pero la ciudadanía debe deliberar antes
de decidir: no es lo mismo consumidor
(mercado) que ciudadano (política). Es
esa deliberación la que filtra la voluntad particular para lograr la voluntad
general. Es la contraposición dialógica de opiniones, argumentos, pruebas,
críticas… lo que lleva a formarse la voluntad general. Y para eso hace falta un
espacio público adecuado para que la participación política se desenvuelva ahí
en ese debate. No se trata de un debate sobre si tal candidato es más guapo o
si atrae más votos, se trata de un diálogo político, de una deliberación en
base a razones. No es una mera
contraposición de opiniones o gustos, sino un diálogo en busca de acuerdos
racionales. Y para eso hace falta que haya razones que presentarse y
enfrentarse en ese diálogo. Razones que son las que deben aportar los partidos
y los ciudadanos. Partidos fuertes, pero fuertes en cuanto a su ideología,
ideológicamente fuertes, con unas ideas, principios y valores firmes con los
que enfrentarse en el ágora de la política. Partidos que busquen convencer y
ser convencidos, pero no adaptarse automáticamente a la demanda u opinión
mayoritaria. Partidos con vocación de transformar no solo las cosas sino las
conciencias, y ser transformados, en base a las razones y argumentos de sus
principios y valores; que busquen el asentimiento racional de la ciudadanía y
asentir a las razones de ella, en diálogo con ella. Y no partidos que se
adapten a la demanda tal cual, sin cuestionarla. Un auténtico partido debe
estar dispuesto a decirle “No” a ciertas demandas de la ciudadanía por motivos
de principios políticos: no a expulsar inmigrantes, no a reducir impuestos, no
a mantener crucifijos en las aulas…, o a decir “Sí” a ciertas propuestas aunque
no sean populares: a la República, a la interrupción del embarazo o a la
eutanasia, por ejemplo.
Lamentablemente, tantas listas
abiertas, primarias y no sé qué propuestas más de ese tipo no van precisamente
en esa línea de construir res publica,
sino de asentar con más fuerza la política a la ideología del mercado. Si no
hacemos algo, dentro de poco, los partidos inscribirán la famosa frase de
Groucho Marx en las puertas de sus sedes físicas o virtuales: “Estos son mis
principios, pero si no le gustan, tengo otros”.
Andrés Carmona Campo. Licenciado
en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un
Instituto de Enseñanza Secundaria.
Bibliografía:
CONSTANT, Benjamin
(2002). Sobre el espíritu de la
conquista. Sobre la libertad en los antiguos y en los modernos. Madrid:
Tecnos.
PETTIT, Philip (1999). Republicanismo: Una teoría sobre la libertad
y el gobierno. Barcelona: Paidós.
SCHUMPETER, J.A (1984). Capitalismo, socialismo y democracia.
Barcelona: Folio.
Y...tras leer esta entrada. ¿A quién voto yo??? :_(
ResponderEliminarAndrés, moltes felicitats per l'article és fantàsticament aclaridor.
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