¿Por qué hablamos de 'Dios' cuando queremos decir 'técnico en gestión de fincas'?

La presentación, hace cosa de cinco años, del libro de Stephen Hawking -en colaboración con Leonard Mlodinow- "El gran designio", desató (o volvió a desatar, mejor dicho) la caja de los truenos teístas y ateístas. En esta ocasión, al menos, el ámbito de la discusión se situó en la cosmología y en los orígenes del universo. Y es algo que cabe agradecer. Sobre todo porque el pugilato entre fervientes creyentes y fervientes increyentes en canchas emocionalmente inestables, como cuando se polemiza sobre el "sentido" del mal en el mundo o sobre el sufrimiento humano, no aportan nada realmente interesante a la discusión sobre la existencia de Dios. Una discusión sobre la pertinencia del concepto 'Dios' como factor explicativo en las condiciones límite del Big Bang nos traslada, sin embargo, a terrenos intelectualmente más placenteros y menos pasionales. O al menos, así debería ser. El tono de algunas de las críticas a la afirmación del profesor Hawking sobre la no pertinencia de Dios en las ecuaciones cosmológicas parece indicar, por el contrario, que razón y pasión están más imbricadas de lo que deberían.

Hawking no dice, en realidad, nada que no haya apuntado en otros libros suyos, en especial en el celebérrimo y tal vez sobrevalorado "Historia del tiempo"; sobrevalorado en lo que hace a su claridad expositiva, que no en cuanto a su contenido. Cuando al final de esa obra menciona 'la mente de Dios', se está haciendo un uso claramente metafórico de esa figura. Se trata de un recurso que muchos científicos, en especial físicos 'de las profundidades' (cosmología y mecánica cuántica) y matemáticos platónicos, utilizan con profusión. También existe un entrañable grafiti conceptual, el del 'ojo de Dios', acuñado por Hilary Putnam, que suelen utilizar algunos filósofos para situar ciertos problemas epistemológicos o morales desde una perspectiva totalmente exterior, desde la ubicación de un observador plenipotenciario. Y nadie discute sobre si el divino hacedor usa o no gafas. No merece la pena detenerse más en estos particulares.

Lo que llama la atención es, precisamente, el uso y mención del concepto 'Dios' cuando se tratan estas cuestiones teóricas de la física profunda. Entiendo que muchos científicos se vean afectados por el estro poético a la hora de mentar a Dios; al fin y al cabo, son muchos años de judeocristianismo a cuestas, y hay vicios que no desaparecen de la noche a la mañana.  Pero, ¿tiene sentido polemizar sobre estos asuntos, más allá de las estrategias comerciales que mueven los hilos de estas contiendas? A veces 'Dios' -la noción- tiene la utilidad heurística de un punching ball contra el que ejercitar la musculatura argumental de unos y otros. Como ejercicio filosófico, lo encuentro interesante: soy un ferviente admirador de la profundidad y espesura intelectual y emocional de la idea de Dios. Sin embargo, me parece que el uso reiterado que suele hacerse de este concepto en obras serias de divulgación científica tiende a distraer la atención de las cuestiones reamente importantes. Si lo que queremos es descubrir las causas últimas del surgimiento del universo, o al menos ofrecer explicaciones completas y coherentes de este hecho, tratemos de echar mano de los conocimientos ciertos disponibles y de las hipótesis más prometedoras e intentemos definir las características generales que debería tener una explicación completa de este tipo. Que no es poco. Yendo hacia atrás en el espaciotiempo, más allá de esos famosos tres primeros minutos del universo de Steven Weinberg, ¿deben incluir las características generales de esa explicación total aspectos relacionados con la existencia de un ente divino intencional, volitivo y personal, por ejemplo (por citar tres características relevantes que los actuales monoteísmos no se cansan de destacar)?  A juzgar por lo que sabemos hasta la fecha -y sabemos mucho-, no lo parece.

Todas las religiones proclaman la necesidad de Dios -en ello les va el negocio, claro- como factótum explicativo. Esto incluye, supongo, tanto el ámbito de lo humano como el de la realidad física. Dios es necesario para entender por qué sufren los inocentes, pero también lo es para explicar por qué existen los gorrioncillos del campo o por qué los icneumónidos son unos bichos tan desagradables que traen de cabeza a los estudiosos de la teología natural. Es decir, las religiones no pueden abdicar de sus pretensiones explicativas sobre la realidad física última del universo. Pero esto también lo hace la ciencia ¿o no? Y sin embargo, pese a sus querencias totalizadoras, la religión (utilizo el singular para referirme al fenómeno en su generalidad histórica y conceptual, más allá de tipologías) no ha hecho sino retroceder hasta los márgenes de la explicación física. Allá quedaron aquellos buenos tiempos en los que las gotas de lluvia eran los orines de Zeus y las tormentas eléctricas eran fruto de la dispepsia divina ¿Y qué pensar del espacio como el 'sensorio de Dios', tal y como afirmaba el supersticioso Isaac Newton? Ahora, por desgracia, 'Dios' ha sido apartado a empellones de los meollos explicativos por el método científico y ha quedado relegado al papel de simple portero del inmueble cósmico; es el que nos abre -y quizás nos cierra- la puerta de acceso al cosmos. De dueño del inmueble a simple técnico en gestión de fincas. Eso sí que es una carrera.
 

Se nos dice que 'de la nada nada puede surgir' y que antes (sic) del Big Bang debía haber algo que explicara esa gran explosión primigenia. Dejando aparte lo aburdo que es hablar de 'antes' del comienzo del tiempo, estos prejuicios, montados sobre el terror epistémico a 'la nada' (sea eso lo que sea), no tienen fuerza lógica suficiente como para constituirse en el antecedente de una relación de consecuencia de la que se derive la conclusión que los teístas desean: 'debe haber algo en lugar de nada' (sea eso lo que sea que signifique). El lenguaje es un trabajador muy eficiente en la formulación de nuestros pensamientos, pero no se le puede pedir que estire sus prestaciones hasta el infinito. La 'nada' no existe, luego no puede haber 'algo' en lugar de la nada. Empezó a haber 'algo', probablemente, hace unos catorce mil millones de años. Y nuestro portero cósmico forma ya parte de ese 'algo', siquiera como exhalación del pensamiento o suspiro del corazón.

Dios habita en los márgenes de la explicación, en los callejones oscuros de la racionalidad y el conocimiento. Uno puede pensar que no es poca cosa, ser portero del universo, el portador de las llaves de la cerradura del Big Bang. Vale, pero ¿es necesario el portero para explicar por qué existe la casa y por qué es como es? ¿Es el portero el constructor del edificio? ¿Le pediríamos a él los planos de la construcción para hacer reformas? Involuntariamente, los propios monoteísmos han ido aceptando este papel para su más lograda criatura -entiéndase, la idea de 'Dios'- tras ir perdiendo cada vez más puntos en los sucesivos touché que la ciencia les ha ido propinando en este singular combate de esgrima.  Parece que, visto lo visto, las religiones van a tener que conformarse con este nuevo perfil laboral para su protegido. A la vista de todo esto, ¿merece la pena levantar polémicas como la protagonizada por el profesor Hawking y sus detractores, si queremos ir más allá de lo que no es sino una sabia táctica de mercadotecnia?

Aún puede ser peor para el teísmo más recalcitrante. En la permanente negociación del convenio colectivo sobre la ontología del cosmos pueden perder su utilidad algunos entrañables y viejos amueblamientos y algunos oficios casi gremiales a los que los habitantes de la casa -nosotros- terminan por no encontrar ninguna utilidad. Por ejemplo: ¿es necesario un portero para la finca, cuando podemos sustituirlo por un telefonillo de última generación?

En ello estamos, diría yo.

Manuel Corroza.

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