Ray Kurzweil: el Gilgamesh del siglo XXI. Autor: Gabriel Andrade
Ray Kurzweil es uno
de esos personajes por los cuales tengo tremenda simpatía y admiración; pero al
final, siento lástima por ellos, pues terminan por coquetear con ideas
megalómanas que, me temo, no podrán ser concretadas. Su obra pasará a la
historia como un artefacto de grandes proporciones y un diseño muy elaborado,
pero mayormente inútil.
Kurzweil es célebre
por su indiscutible y extraordinaria inteligencia: inventó una máquina que
reconoce textos y los lee en voz alta, de forma tal que los invidentes puedan
tener acceso a la información contenida en los libros. Y, en los últimos años,
se ha dedicado a hacer predicciones sobre el futuro de la tecnología. Mientras
que algunos tecnófobos ven con preocupación algunas de las tecnologías
anticipadas por Kurzweil, él más bien es un entusiasta de ellas, y no tiene la
menor perturbación ética de que la frontera entre máquinas y humanos
desaparezca. Él desea convertirse en un robot.
La lista de
predicciones hechas por Kurzweil es enorme (¡Wikipedia le dedica una extensa
página sólo a sus predicciones!). Pero, aquella que él más anhela es la
inmortalidad a través del proceso de uploading:
diseñar una máquina que emule el cerebro de las personas, de forma tal que
cuando la gente muera, tenga una “copia de respaldo” en el ordenador, y de esa
forma pueda continuar viviendo.
Kurzweil ha tocado
este tema en varios de sus libros, pero ha sido expresado de forma muy emotiva
en el filme El hombre trascendente,
de Barry Ptolemy. En ese documental, Kurzweil recuerda con nostalgia la vida de
su padre (quien tuvo una muerte prematura), y se traza el proyecto de resucitar
a su padre a través del uploading.
Es relativamente
fácil comprender cómo podría ser posible asegurar la inmortalidad de quienes
estén aún vivos en el momento en que se perfeccione la tecnología del uploading, pero es más complicado
entender cómo se podría resucitar a quienes ya han muerto. Pero, Kurzweil tiene
la respuesta: es posible recoger todos los datos que dejó su padre
(fotografías, libros, tarjetas, piezas musicales compuestas, testimonios de
otra gente, etc.), y así, una máquina podría hacer una emulación tal, que al
final, resultaría indistinguible del padre de Kurzweil. De hecho, la película Her explora esta posibilidad: un
ordenador logra recrear al filósofo Alan Watts sobre la base de sus libros, al
punto de que se convierte en una personalidad que interactúa (incluso, podemos
presumir que la interacción es erótica) con la protagonista de la película, un
sistema operativo de informática con voz femenina. Con este dato, he quedado aliviado
de saber que todos esos tweets, breves mensajes en Facebook y artículos que
escribo en el blog, podrían servir para reconstruir mi personalidad después de
mi muerte, y así, estar más cerca de asegurar mi inmortalidad.
Pero, me temo que
Kurzweil es el Gilgamesh del siglo XXI: heroicamente busca la inmortalidad,
pero no la conseguirá. Kurzweil asegura que la primera persona inmortal ya ha nacido,
y que para el año 2045, habremos alcanzado aquello que él llama la “singularidad”,
a saber, un desarrollo tecnológico asombroso que incluye la inmortalidad.
Hay dos problemas
básicos con las ideas de Kurzweil, uno más grave que el otro. El primero, el
menos grave, es que sus ideas resultan demasiado optimistas y, hasta cierto
punto, sensacionalistas. Kurzweil hace anuncios espectaculares que podrían
tener alguna posibilidad de cumplirse en un futuro lejano, pero no en el corto
o mediano plazo. Frente a esto, Kurzweil postula que debemos pensar en términos
exponenciales, pues así ha crecido la tecnología. No había mayor diferencia
tecnológica entre el siglo XVII a.C. y el siglo XV a.C. Pero, hay mucha
diferencia tecnológica entre la década de 1970 y la de 2010. Esto es ilustrativo,
señala Kurzweil, de lo que él llama la “ley de rendimientos acelerados”, y así,
en cuestión de apenas treinta años, la tecnología habrá crecido
exponencialmente, y se cumplirán las predicciones hechas por Kurzweil.
Ciertamente, ha
habido un crecimiento acelerado de la tecnología en las últimas décadas, y
podríamos incluso considerar que ese crecimiento es exponencial. Pero, no hay
garantía de que ese crecimiento no se detenga en algún momento. A la “ley de
rendimientos acelerados” de Kurzweil, podemos oponer otra ley, la de los “rendimientos
decrecientes”, según la cual, a medida que pase el tiempo, quizás pueda seguir
habiendo aumento en la tecnología, pero no al mismo ritmo con que lo hubo al
inicio. Ciertamente ahora vivimos una explosión tecnológica, pero erraríamos en
asumir que esa explosión será acelerada, o incluso, constante, durante las
próximas décadas.
El problema más
grave es el de la identidad. Aún asumiendo que se consiga perfeccionar la tecnología
del uploading, no es nada claro que
eso sería una forma de inmortalidad. En primer lugar, habría que discutir si
siquiera podría considerarse que una máquina podría tener personalidad propia
(célebremente, por ejemplo, el filósofo John Searle ha postulado que, aun si
una máquina diere la impresión de tener personalidad, eso no sería suficiente
para atribuirle conciencia).
Pero, aun si
aceptáremos que la máquina sí es consciente, habría que discutir si esa máquina
es la misma persona que se pretende
emular. Kurzweil quedaría complacido de interactuar con una máquina que emula a
su padre, pero debería hacerse la pregunta: ¿sería realmente su padre? Pareciera
que no: es una copia, pero no es idéntico a la persona original. Pues,
perfectamente podrían generarse varias copias, y si esas copias no son
idénticas entre sí (cada copia sería una persona distinta), entonces tampoco
serían idénticas a la persona original. Y, en ese sentido, el proyecto de
Kurzweil no ofrecería inmortalidad propiamente, sino apenas una emulación. Eso,
me temo, no es suficiente para el común de nosotros: no deseamos que una copia
siga viviendo en nuestro nombre, antes bien, ¡queremos continuar nuestra propia
existencia!
En el filme El hombre trascendente, un
neurocientífico que confiesa ser un cristiano practicante, postula que Kurzweil
está equivocado, pues debemos buscar la inmortalidad a través de la religión, y
no de la ciencia. Ciertamente, las promesas de Kurzweil son parecidas a las de
la religión. Pero, me temo, las promesas de la religión tampoco están libres de
dificultades, pues enfrentan el mismo problema de la identidad: ¿cómo puede
afirmarse que el cuerpo resucitado es el mismo que el cuerpo original, si no
hay una continuidad espacial y temporal? En el Juicio Final, pareciera que Dios
estará premiando o castigando a una réplica de cada uno de nosotros, pero no a
nosotros mismos.
Al final de El hombre trascendente, Kurzweil postula
una frase (muy parecida a una que el gran Arthur Clarke también hizo célebre)
muy evocadora: “¿Existe Dios? Pues, aún no”. La frase sugiere la idea (que
Arthur Clarke sí hizo explícita) de que, quizás nuestra misión en la tierra no
sea adorar a Dios, sino crearlo. Yo estoy de acuerdo con ese mandato, pero me
temo que el camino que Kurzweil postula para conseguir la inmortalidad no es el
que nos asegurará el estatuto divino, precisamente por el problema de la
identidad. Me parece que una forma más razonable de alcanzar la inmortalidad
evadiendo este problema, consiste en las estrategias para detener el
envejecimiento, tal como han sido postuladas por Aubrey De Grey.
Esa hipótesis da lugar a una curiosa paradoja sobre quién eres tú: http://abordodelottoneurath.blogspot.com.es/2013/01/que-le-corten-la-cabeza.html
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