Sobre la verdadera España y la historia
España se constituye en un Estado social y democrático de derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la igualdad y el pluralismo político. (Artículo 1.1 de la Constitución Española de 1978)
Por José María Agüera Lorente
No ha sido premeditado, sino por casualidad que me hallo en estas fechas inmerso en la lectura de un libro que adquirí hace un año, nada más enterarme de su publicación, lo que no impidió que cuando alcanzara a comprarlo ya fuese por la cuarta edición. El libro en cuestión es ¿Quién quiso la Guerra Civil? Historia de una conspiración, editado por Crítica. Su autor es Ángel Viñas Martín, polifacético hombre donde los haya; funcionario, economista, diplomático, amén de historiador.
Recalco la coordenada temporal de esta lectura, porque comienzo a escribir este texto el 16 de julio, siendo así que el relato de los acontecimientos que se exponen en la citada obra culmina en el mismo mes de 1936, cuando se pone en marcha el glorioso alzamiento nacional contra la legítima y democrática Segunda República, con todos sus defectos y horrores si se quiere, pero legítima. El mes de julio, desde luego, tiene su significación histórica ya de principio con su propia denominación, la cual se debe a que es el mes en el que vino al mundo y a la historia Cayo Julio César, magno personaje cuya vida terminó de la forma tan sangrienta que de sobras es conocida.
En el caso de la historia de este país nuestro, ese julio de hace justamente ochenta y cuatro años también marca el inicio de un hecho que supone el derramamiento de la sangre de cientos de miles de personas y el sufrimiento de millones, aún vinculadas vitalmente a todos los que formamos parte actualmente de esto que llamamos España.
Ya digo que no buscaba yo que coincidiera la fecha con la lectura del susodicho libro, y menos tenía pensado empezar a escribir este artículo dos días antes del infausto dieciocho de julio, una fecha que tanto ha cambiado en su significado para mí desde mi niñez a la actualidad. Hace prácticamente medio siglo, en vida aún del ínclito Caudillo patrio, tal día era festivo, jornada de cobro de la paga extraordinaria de verano, que entonces era denominada por todos «paga del dieciocho de julio». Un día que solía ser completo de playa, con sandías refrescándose en la orilla de la mar y tinto de verano y refrescos para la chiquillada.
Simplemente me apetecía leer algo de historia. Si alguien me ha leído en alguna otra ocasión quizá se haya tropezado con textos en los que destaco la relevancia del conocimiento histórico a la hora de apuntalar el cuerpo teórico de las ciencias sociales y humanas con una vigorosa base empírica. Lo he escrito antes: lo que es tan difícil hacer en las ciencias referidas, es decir, experimentar y recoger datos de esos experimentos, la historia nos lo proporciona. Este recurso a la historia por su valor epistémico lo vengo observando últimamente en el ámbito de la Economía –disciplina que habitualmente peca de un exceso de abstracción matemática–, como se puede constatar en la obra del famoso economista francés Thomas Piketty (lo comprobamos en sus libros El capital en el siglo XXI y Capital e ideología).
Un conocimiento suficiente de la historia es imprescindible si se quiere forjar un pensamiento robusto a la par que saludablemente crítico. Pero es muy cierto que hacer historia, generar ese conocimiento riguroso y objetivo sobre los hechos pasados es una tarea de una alta exigencia intelectual, empezando por una alta exigencia de honestidad intelectual. Sin duda el distanciamiento, la separación emocional, el escepticismo, así como el reconocimiento de los sesgos ideológicos, no sólo ajenos, sino sobre todo propios, son todos elementos necesarios para el trabajo historiográfico, aunque nunca suficientes. Creo que hay que ser muy modesto a la hora de establecer las verdades de la historia en el sentido de asumir que el territorio epistémico que le es propio incluye amplias regiones en la que lo máximo a lo que aspirar es la verosimilitud. Lo que no justifica en ningún caso la renuncia a establecer los hechos o a ocultarlos cuando no convienen a la hora de construir la narración que más interese en cada caso. Bien supo reflejar George Orwell en su 1984 la relevancia política de forjar a conveniencia el relato de los hechos acaecidos (sobre este tema en la actualidad, léase mi artículo La disputa por el relato de la COVID-19). Ni la posverdad, ni las fake news, ni los «hechos alternativos» son nada nuevo bajo el sol.
Nuestra guerra civil es un lamentable exponente en ocasiones de ello. En el libro mencionado de Ángel Viñas encuentra uno de continuo alusiones a la polémica política, a las antitéticas versiones de muchos acontecimientos que se dan desde visiones ideológicas contrapuestas. Ello trae consigo para muchos el descrédito de la historia, un escepticismo de corte nihilista que me temo ha calado en las generaciones horneadas intelectualmente al calor de la posmodernidad, y que uno observa en preocupantes proporciones en las aulas y fuera de ellas. En gran medida es por culpa de un sistema educativo que parece temeroso de tratar en el currículum de historia aquellos hechos que marcaron traumáticamente a varias generaciones, y a cuyo conocimiento no se debe renunciar si se quiere comprender cabalmente nuestro presente. Insistir en lo contrario es tan cobarde como torpe.
Desde una perspectiva filosófica, es decir, del análisis crítico de las ideas que conforman la cosmovisión del ser humano en cada momento y del sistema de valores que orientan su juicio, la historia contribuye a indagar en las consecuencias que se derivan de la asunción de según qué conceptos. Siguiendo el ideal normativo de la razón el filósofo debe sobreponerse al coste psíquico que acarrea la búsqueda de la verdad, rompiendo si es menester con las creencias más queridas.
La lectura de la citada obra de Ángel Viñas me lleva a fijar mi atención –no por primera vez– en una idea que considero enormemente dañina por las consecuencias vitales que produce. Cuando en el libro se refiere al fatídico asesinato del líder derechista José Calvo Sotelo acaecido el 13 de julio de 1936, su autor refleja algunas de las expresiones de aquellos prohombres de la misma cuerda ideológica del finado que, junto a él, ya llevaban tiempo conspirando para acabar con la República, para lo cual iniciaron años antes conversaciones secretas con la Italia fascista. Es el caso de Antonio Goicoechea Cosculluela, destacado dirigente del partido Renovación Española del que fuera número uno el dramáticamente fallecido. Cuando su entierro, el 14 de julio de aquel nefasto 1936, el mencionado Goicoechea –quien según Viñas ya había hecho saber a Benito Mussolini que el golpe sería el 18– se conjuró ante el cadáver de su camarada para cumplimentar «una triple labor: imitar tu ejemplo, vengar tu muerte, salvar a España» (citado en p. 284). Por su parte, José María Pemán y Pemartín, escritor que se había señalado políticamente por defender la dictadura de Miguel Primo de Rivera y que en aquellos años convulsos mutó a ídolo intelectual de las derechas, escribió un artículo que se acabaría publicando en el ABC sevillano en el que decía refiriéndose al asesinato de Calvo Sotelo: «España, la verdadera España