Ingreso mínimo vital, trabajo e ideología
Y no lleven dinero ni provisiones para el camino. Tampoco lleven bastón ni otro par de zapatos, ni otra muda de ropa. Porque todo el que trabaja tiene derecho a ser alimentado. (Evangelio de Mateo, 10)
Por José María Agüera Lorente
En 1932 Bertrand Russell escribió Elogio de la ociosidad, un ensayo que para cualquier economista ortodoxo de hoy no pasaría de la categoría de panfleto plagado de ingenuas pretensiones imposibles. En él, en su característico estilo ágil y desenvuelto, el filósofo británico desarrolla la siguiente tesis: «Creo que se ha trabajado demasiado en el mundo, que la creencia de que el trabajo es una virtud ha causado enormes daños y que lo que hay que predicar en los países industriales modernos es algo completamente distinto de lo que siempre se ha predicado» (p. 11). Sostiene que la fe en las virtudes del trabajo obstaculiza el verdadero camino que lleva a la felicidad y la prosperidad, el cual pasa por una reducción organizada de aquél. Esa fe sustenta todo un paradigma moral que ampara un estado de cosas en el que caben palmarias injusticias como es el hecho de que la ociosidad de unos privilegiados sea posible gracias a la laboriosidad de otros. «La moral del trabajo es la moral de los esclavos –afirma Russell–, y el mundo moderno no tiene necesidad de esclavitud» (p. 16). Su razonamiento es que, merced al desarrollo tecnológico, lo lógico es que el progreso incluyese una disminución de la jornada laboral. Lo justo es la distribución del tiempo de ocio, el cual ya no supone un menoscabo para la civilización. Lo insensato es mantener una estructura económica en la que unos trabajan mucho y otros no pueden por la escasez de empleo y se ven abocados a vivir en la miseria. Esa insensatez se torna lo normal cuando el trabajo ha dejado de ser el medio para convertirse en el fin.Hoy en día podría decirse que la moral del trabajo es un elemento indiscutible del aparato valorativo de nuestra sociedad a través del cual, y de manera inconsciente casi siempre, los individuos juzgamos la realidad en la que nos hallamos inmersos y también la construimos. Es ideología.
Byung-Chul Han es uno de los filósofos que actualmente más ha aportado para revelar esa ideología, para hacerla patente. Si antaño tenía el poder de influir en nuestros modos de vida merced a su categoría moral, hoy el poder se lo confiere su fundamento económico neoliberal y un modelo de felicidad que parece exigir de cada uno el máximo rendimiento en todo (sobre esta cuestión ya existen textos de reciente aparición como Happycracia y Felicidad tóxica).
En su ensayo de hace siete años titulado En el enjambre, el pensador de origen surcoreano sostiene que «hoy cada uno se explota a sí mismo, y se figura que vive en la libertad. El actual sujeto del rendimiento es actor y víctima a la vez» (p. 31). A su juicio, el imperio capitalista global de nuestros días funciona según la lógica de la propia explotación, mucho más eficiente que la explotación por parte de otro. Se trata de la explotación sin dominación, que va tramposamente unida al sentimiento de libertad.
Un patético exponente de ese sujeto del rendimiento lo encontramos en la película del británico Ken Loach estrenada el año pasado bajo el título de Sorry, we missed you; una más que forma parte de una obra cinematográfica coherente por la intencionalidad política que inspira todas sus realizaciones. En este caso, el protagonista de la historia que se nos cuenta es Ricky Turner, un padre de familia trabajador en torno a los cuarenta años de edad que trata de sacar adelante a su familia junto a su mujer, que también trabaja, haciendo todo lo posible para superar sus dificultades económicas agravadas a partir de la crisis de 2008.
El filme se inicia con una entrevista que le puede dar a Ricky la oportunidad de acceder a un nuevo empleo en el cual tiene puestas todas sus esperanzas de prosperar. El trabajo consiste en repartir paquetes con una furgoneta. Transcribo a continuación lo esencial de la conversación que mantienen su empleador y él:
«Ricky: He hecho de todo, lo que se te ocurra, sobre todo, en la construcción: preparación de terrenos, desagües, excavaciones, delimitaciones, hormigón, tejados, suelos, pavimentos, señalizaciones, fontanería, carpintería. Incluso he excavado tumbas; he hecho de todo.
Empleador: ¿Por qué lo dejaste?
Ricky: Bueno, siempre tienes a alguien en la chepa. Después de inviernos helándote las pelotas en las obras, pues eso, te hartas.
Empleador: ¿Qué me dices de la jardinería?
Ricky: Me gustaba mucho. (...) Me gusta trabajar, pero los compañeros eran unos cabrones que no daban ni golpe. Por eso prefiero trabajar solo. ¡Ser mi propio jefe!
Empleador: ¿Has cobrado el paro?
Ricky: Nunca. No, tengo mi dignidad. Antes paso hambre.
Empleador: Suenas a gloria Ricky. Henry no se equivoca, eres de los nuestros. Dejemos las cosas claras desde el principio: no te contratamos, tú te incorporas. Nos gusta eso de la incorporación. No trabajas para nosotros, sino con nosotros. No repartes para nosotros, realizas un servicio. No tienes un contrato per se, no tienes objetivos. Respetas los estándares de entrega. No cobras un salario, sino honorarios. ¿Está claro?
Ricky: Sí, sí, suena bien, por mí vale, sí.
Empleador: No fichas, estás disponible. Serás un conductor franquiciado con vehículo propio y dueño de tu destino. Están los perdedores y están los luchadores. ¿Cómo lo ves?
Ricky: Llevo esperando una oportunidad así desde siempre.
Empleador: Una cosa más antes de firmar el contrato de franquicia, ¿tienes vehículo propio o te lo alquilamos?
Ricky: Déjame hablarlo con Henry.
Empleador: Ya me dirás, aquí, todo lo decides tú.»
Este diálogo –escrito por el guionista escocés Paul Laverty– presenta un retrato tan certero como verosímil de un aspecto de nuestra realidad social que encuentra su materialización en la situación de millones de personas, sobre todo, en las grandes ciudades. Al mismo tiempo, contiene las claves ideológicas que contribuyen al mantenimiento de un estado de cosas que convierte la vida de muchas personas en una experiencia transida de incertidumbre y angustia; el precio que al parecer hay que pagar si el individuo quiere sentirse libre. De hecho, se entiende que esa es la principal motivación de Ricky cuando dice «siempre tienes a alguien en la chepa» y «ser mi propio jefe». La oportunidad que se le ofrece y que reconoce estar esperando desde hace tiempo consiste en ser él mismo quien se obligue a trabajar, sin contrato, aparentemente sin condiciones, «incorporándose» libremente a algo que pierde su entidad de empresa para ser una especie de plataforma sujeta al rendimiento del trabajador, el cual, de esta forma, pierde su identidad de clase, pues es uno de ellos, un emprendedor al que una moral del esfuerzo insufla el ímpetu competitivo necesario para que él solo juegue a la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo («aquí, todo lo decides tú», asevera el empleador). A lo largo de la película veremos a este personaje trabajar durante jornadas interminables en condiciones indignas, poniendo el riesgo incluso el bienestar afectivo de su familia por emular el ideal del individuo que con su solo trabajo y sin ayuda de nadie alcanza la cumbre del éxito (es muy significativo que el personaje considere una merma de dignidad el recibir la prestación por desempleo).
Al trabajador se le otorga el estatus ficticio de empresario de sí mismo, de propietario de su propia fuerza de trabajo, de profesional liberal (Ricky no recibirá un salario por su trabajo, sino «honorarios», igual que un abogado o un asesor financiero). El fenómeno es una versión actual de la alienación, noción madurada por la filosofía alemana decimonónica, congruente con el origen de su tratamiento filosófico por parte de Hegel, y que nace con su concepto de «conciencia infeliz», para él equivalente a «el alma enajenada». Ciertamente se podría decir que la transacción entre Ricky y su empleador consiste esencialmente en la venta de su alma. El premio es la «libertad», pero el precio es su vida.
En la descarnada historia que nos narra Ken Loach son representados los efectos de una forma de percibir y pensar la propia existencia que Zygmunt Bauman denominó «ideología de la privatización» en su libro El arte de la vida. La película plasma contundentemente las expectativas que dicha ideología «pretende despertar –en palabras del filósofo polaco-británico