Idea de historia: posmodernidad, cosmopolitismo y laicidad
«Y la historia no es patrimonio de ninguna tribu, sino de toda la humanidad, de toda criatura sintiente con el poder de la razón y el impulso de perseverar en su ser.» (Steven Pinker: En defensa de la Ilustración)
Por José María Agüera Lorente
¿No les ha ocurrido nunca: discutir sobre un acontecimiento histórico y tropezarse con el supuesto de que la historia es un relato construido al margen de la verdad, impermeable a todo afán de objetividad o siquiera de verosimilitud? A un servidor le ha pasado en más de una ocasión. No me considero poseedor de una gran cultura histórica, pero tengo cierto conocimiento de hechos relevantes que siempre es requerido cuando uno quiere emitir un jucio ecuánime sobre lo que en el presente nos pasa. Sin embargo, la idea de que la historia es más bien retórica del relato campea por sus respetos en el ágora que así ha quedado cubierta de un espeso humus bien abonado para la siembra de la dichosa posverdad. De este modo –pongamos por caso– un genocida dictador puede pasar por un iluminado salvador de un pueblo que, de no ser por él, sin duda iba a terminar sumido en el caos más absoluto; y una guerra civil causada por un levantamiento militar contra el orden legalmente constituido también puede verse como un enfrentamiento en igualdad de condiciones entre dos bandos igualmente legitimados para ganar. Y vaya usted a saber la verdad, pues cada cual cuenta la historia según su punto de vista. A partir de aquí cualquiera puede, sin sonrojarse, incurrir en anacronismos, ensalzar naciones inexistentes o atribuir rasgos identitarios en realidad exógenos ante un auditorio en su mayor parte carente de una vigorosa idea de historia que le prevenga de los ataques manipuladores de la posverdad; y muy a menudo hay un público bien dispuesto a otorgarle su aquiescencia.
¿Cómo es posible que se haya echado a perder una idea de historia costosamente elaborada durante el Siglo de las Luces sustentada en el supuesto de que hay una verdad que debe ser investigada, conocida y respetada, al margen de intereses tribales, que constituye uno de los pilares fundamentales del progreso de la humanidad?
En el borde mismo de la luz que arrojó la Ilustración sobre el conocimiento de nuestro pasado se perfila el contraste de un pensamiento que señala los límites de la razón. Traiga el lector a su memoria ese sugerente grabado del genial Francisco de Goya y Lucientes conocido por el título de El sueño de la razón produce monstruos de 1799, simbólico año de expiración del Siglo de las Luces. ¿Cómo interpretarlo? Una búsqueda a través de internet no arroja un resultado que nos permita concluir en una clave hermenéutica precisa: ¿es el desfallecimiento de la razón la causa de que se liberen los delirios de la sinrazón? ¿O está en la esencia misma de la razón el germen de la desgracia?
En los inicios del convulso siglo XIX, la Ilustración torna su idiosincrática crítica contra sí misma. Exponente de ello es la inmortal obra de Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo, por primera vez publicada en 1818 (léase mi artículo a propósito de su bicentenario). La autora es una casi adolescente capaz de una conducta que es expresión de quien ha sido criada en el librepensamiento por unos progenitores dignos de ser reconocidos como conspicuos representantes de la ilustración inglesa, el filósofo político William Godwin y la filósofa feminista Mary Wollstonecraft. Su novela es en su quintaesencia una reflexión despiadadamente crítica de la noción de progreso que encierra en su entraña la idea de historia de la Ilustración. ¿A dónde nos conduce el afán desmedido de conocimiento? ¿Por qué brumosos caminos nos lleva la razón ensalzada por la Ilustración, que peca de soberbia al no respetar el misterio de lo sagrado? ¿Qué inciertos horizontes alumbra el fuego del moderno Prometeo?
En textos que escribiera Mary Shelley hace dos siglos se apunta ya la crítica a la razón ilustrada que hallamos filosóficamente elaborada en Diléctica de la Ilustración, originariamente escrita en 1944 por Theodor Adorno y Max Horkheimer. En esta obra encontramos la denuncia de una modernidad fundamentada en el concepto ilustrado de razón, el cual encierra en sí necesariamente un afán de dominio sobre la naturaleza y el ser humano. En esta cita se contiene el espíritu de la crítica de Adorno y Horkheimer: «La Ilustración, en el más amplio sentido de pensamiento en continuo progreso, ha perseguido desde siempre el objetivo de liberar a los hombres del miedo y constituirlos en señores, pero la tierra enteramente ilustrada resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad». Es la desoladora mirada de quienes han sido testigos de los más terribles acontecimientos que jalonaron el siglo XX, y que revelaron como mera ingenuidad la confianza que puso la Ilustración en el progreso como elemento consustancial a la historia (piénsese en la idea de historia de Voltaire, por ejemplo). Será Horkheimer quien, un par de años después en su Crítica de la razón instrumental,
volverá a la carga contra la idea de progreso por considerar que los
avances técnicos conducen irremediablemente a la deshumanización, y categorizará un modo de ejercer la racionalidad que reduce la verdad al éxito de la idea, la teoría a plan para la acción y la razón a mero instrumento, o sea, a cálculo de los medios sin valoración crítica de los fines. La declaración del final de la historia en los estertores del siglo pasado podría considerarse el triunfo global de la razón instrumental, por cuanto supone el reconocimiento definitivo de la validez de un paradigma político-económico en el que se precisa un pensamiento orientado a la selección de los medios idóneos para su efectiva y completa realización; de ningún modo para la utopía. El final de la historia equivaldría al fallecimiento de la razón crítica.
A partir de aquí, la principal función de la razón tal como la concibiera la Ilustración, es decir, la función emancipadora, queda en la práctica desactivada, desconectada de la indagación de la verdad y agnóstica en cuanto a la idea de historia se refiere. La posmodernidad es el descrédito de la historia, ya que a sus ojos todo relato (no otra cosa es la historia según propone) es sospechoso y relativo. El progreso es un mito eurocentrista que se reduce al éxito de la razón instrumental, fantasma al que todos creen ver encarnado en los logros de la tecnología, pero que en verdad es la prueba irrefutable del fracaso de la Ilustración, pues lo ocurrido desde el Siglo de las Luces es la constatación de la imposibilidad de lograr el ideal de la fraternidad humana plena de dicha sobre la faz de la Tierra. Cuando Nietzsche –el heraldo de la posmodernidad para muchos– declaró la muerte de Dios dinamitó la idea ilustrada de historia, se rió de su ideal de progreso impulsado por la razón, «esa vieja hembra engañadora» a decir del filósofo alemán. Pero entonces la política queda desposeída de su poder para transformar la realidad y ya sólo le es permitido gestionar lo dado. Al triunfo de la razón instrumental le corresponde la política administradora para cuyo ejercicio no es menester ni el compromiso ético ni el conocimiento de la realidad. Eso sí, el mantenimiento del poder en democracia exigirá el dominio del discurso, el marcar tendencia en el flujo de la opinión pública, sobrevolando el plano material e histórico de los hechos. Como dejó escrito Vicente Verdú en un artículo de hace veinte años titulado ¿Es real lo real?: «Lo que sucede en nuestro entorno se parece menos a una bien ligada concatenación de factores históricos que al panorama de una sala donde se proyectan de modo simultáneo y sobre diferentes paneles un repertorio de vídeos heterogéneos, tal como hacen, buscando aturdir, en los pabellones de cualquiera Expo. Ni entre las imágenes de una y otra pantalla existe conexión alguna ni en la consideración del conjunto se afianza, mediante la información, ninguna idea totalizadora. Más bien esa provisión de informaciones conduce a un efecto de irrealidad o de una nueva realidad que podrá pervivir independientemente, liberada de cualquier referencia, propagándose autónomamente en otras seudorealidades del mismo gen, en suplantación de lo existente». Es decir, que el discurso –sea de imágenes y/o palabras– queda desvinculado de la ética de la verdad y al margen de la lógica histórica. Es el nuevo universo que ya ha suplantado al de las acciones y sus consecuencias reales, conformado por la nuda retórica de la posverdad y el mandamiento hipócrita según el cual todas las opiniones son respetables.
En una de las viñetas publicadas en la prensa por «El Roto» –seudónimo del dibujante Andrés Rábago García– aparece un niño que carga a la espalda con su mochila de escolar. El autor le adjudica la siguiente declaración: «En mi colegio, en vez de historia, damos tribu». La frase sintetiza a la perfección lo que hasta aquí me he esforzado por exponer y da explicación de por qué la posverdad está especialmente ligada al populismo nacionalista. De esta manera, ignorando las aportaciones de la Ilustración sobre la idea de historia tornamos a su teologización, al tiempo que se somete al mismo proceso degenerativo a la política, tan ocupada en la guerra del discurso que apenas incide en las condiciones materiales de vida, las cuales quedan sujetas en la práctica al determinante juego algorítmico de la economía financiera global.
En su ensayo de 2017 titulado Nueva ilustración radical, la filósofa Marina Garcés afirma que nos ha tocado vivir la «catástrofe del tiempo»; que hemos pasado de la condición posmoderna a la «condición póstuma». El futuro de la humanidad no existe, pues se vive en un permanente «hasta cuándo»: hasta cuándo me durará el trabajo, hasta cuándo resistirá el hielo de los polos, hasta cuándo el crecimiento económico... Es el apocalipsis de la inminencia. Mientras, queremos distraernos en un presente de rutilante progreso tecnológico, olvidados de la historia, instalados en un tiempo que no va a ninguna parte. Para Marina Garcés es el síndrome consecuencia del desprestigio del proyecto ilustrado: «la guerra antiilustrada legitima un régimen social, cultural y político basado en la credulidad voluntaria»; pero según ella tal desprestigio es consecuencia de la confusión entre ilustración y modernidad. Ésta se ha desplegado históricamente en la expansión del capitalismo a través del colonialismo. Sin embargo, el espíritu de la ilustración radical queda intacto, el de la crítica como instrumento de emancipación y de mejora de la humanidad por sí misma. Ello exige un combate cotidiano contra la credulidad voluntaria desde el reconocimiento de los propios límites; también, por supuesto, los de la razón si queremos que no acabe produciendo monstruos. La crítica es –en palabras de la mencionada filósofa– «este examen necesario, sobre la palabra de los otros y, especialmente, sobre el pensamiento propio». Así en efecto –recordemos a Pierre Bayle– empezamos a tener una idea de historia; y por ella creímos posible tomar las riendas de nuestro destino. ¿Cuál es la inconsciente propuesta actual: dejarnos llevar hacia el apocalipsis de la inminencia?
Pienso que el proyecto de una nueva ilustración radical es la propuesta consciente, es decir, la única que asume la objetiva realidad de nuestra existencia, la única que puede devolvernos una idea de historia, es decir, una vivencia del tiempo surgida de la experiencia del esfuerzo de la humanidad por mejorar las condiciones materiales de vida. No acepto la idea de que el progreso sea un mito. Es historia, eso sí, una historia inconclusa que para proseguir requiere de ciertas convicciones que Steven Pinker expresa de la mejor manera en su En defensa de la Ilustración: «la vida es mejor que la muerte, la salud es mejor que la enfermedad, la abundancia es mejor que la penuria, la libertad es mejor que la coerción, la felicidad es mejor que el sufrimiento y el conocimiento es mejor que la superstición y la ignorancia».
Es un imperativo de supervivencia que los vínculos entre seres humanos dejen de ser de naturaleza tribal y pasen a obtener su fuerza de la conciencia de la semejanza fundamental que todo miembro de nuestra especie comparte esencialmente. Esta es la raíz del cosmopolitismo, que a mi entender será algo real únicamente si se respeta la condición de la laicidad. Yuval Harari, en su último éxito editorial titulado 21 lecciones para el siglo XXI, concreta esta idea: «Las sociedades e instituciones laicas se complacen en reconocer estos vínculos y en recibir con los brazos abiertos a judíos, a cristianos, a musulmanes y a hindúes religiosos, siempre que cuando el código laico entre en conflicto con la doctrina religiosa, esta última ceda el paso…Hay muchísimos científicos judíos, ambientalistas cristianos, musulmanes feministas e hindúes activistas por los derechos humanos. Si son leales a la verdad científica, a la compasión, a la igualdad y a la libertad, son miembros de pleno derecho del mundo laico.»
Cosmopolitismo y laicidad constituyen dos elementos que han conformado una idea de historia de la que es un componente significativo el progreso, que en tanto que horizonte motivador del comportamiento humano ha demostrado innegablemente su capacidad transformadora sobre la vida de mujeres y hombres (son los efectos positivos de la profecía autocumplida). Como lo expresa Steven Pinker difícilmente se puede decir mejor: «Esta historia heroica no es un mito más. Los mitos son ficciones, pero esta historia es verdadera; verdadera hasta donde alcanza nuestro conocimiento, que es la única verdad que podemos tener. La creemos porque tenemos «razones» para creerla. Conforme avance nuestro conocimiento podremos ver qué partes de la historia continúan siendo ciertas y cuáles se revelan falsas, como cualquiera de ellas podría ser o llegar a ser».
A partir de aquí, la principal función de la razón tal como la concibiera la Ilustración, es decir, la función emancipadora, queda en la práctica desactivada, desconectada de la indagación de la verdad y agnóstica en cuanto a la idea de historia se refiere. La posmodernidad es el descrédito de la historia, ya que a sus ojos todo relato (no otra cosa es la historia según propone) es sospechoso y relativo. El progreso es un mito eurocentrista que se reduce al éxito de la razón instrumental, fantasma al que todos creen ver encarnado en los logros de la tecnología, pero que en verdad es la prueba irrefutable del fracaso de la Ilustración, pues lo ocurrido desde el Siglo de las Luces es la constatación de la imposibilidad de lograr el ideal de la fraternidad humana plena de dicha sobre la faz de la Tierra. Cuando Nietzsche –el heraldo de la posmodernidad para muchos– declaró la muerte de Dios dinamitó la idea ilustrada de historia, se rió de su ideal de progreso impulsado por la razón, «esa vieja hembra engañadora» a decir del filósofo alemán. Pero entonces la política queda desposeída de su poder para transformar la realidad y ya sólo le es permitido gestionar lo dado. Al triunfo de la razón instrumental le corresponde la política administradora para cuyo ejercicio no es menester ni el compromiso ético ni el conocimiento de la realidad. Eso sí, el mantenimiento del poder en democracia exigirá el dominio del discurso, el marcar tendencia en el flujo de la opinión pública, sobrevolando el plano material e histórico de los hechos. Como dejó escrito Vicente Verdú en un artículo de hace veinte años titulado ¿Es real lo real?: «Lo que sucede en nuestro entorno se parece menos a una bien ligada concatenación de factores históricos que al panorama de una sala donde se proyectan de modo simultáneo y sobre diferentes paneles un repertorio de vídeos heterogéneos, tal como hacen, buscando aturdir, en los pabellones de cualquiera Expo. Ni entre las imágenes de una y otra pantalla existe conexión alguna ni en la consideración del conjunto se afianza, mediante la información, ninguna idea totalizadora. Más bien esa provisión de informaciones conduce a un efecto de irrealidad o de una nueva realidad que podrá pervivir independientemente, liberada de cualquier referencia, propagándose autónomamente en otras seudorealidades del mismo gen, en suplantación de lo existente». Es decir, que el discurso –sea de imágenes y/o palabras– queda desvinculado de la ética de la verdad y al margen de la lógica histórica. Es el nuevo universo que ya ha suplantado al de las acciones y sus consecuencias reales, conformado por la nuda retórica de la posverdad y el mandamiento hipócrita según el cual todas las opiniones son respetables.
En una de las viñetas publicadas en la prensa por «El Roto» –seudónimo del dibujante Andrés Rábago García– aparece un niño que carga a la espalda con su mochila de escolar. El autor le adjudica la siguiente declaración: «En mi colegio, en vez de historia, damos tribu». La frase sintetiza a la perfección lo que hasta aquí me he esforzado por exponer y da explicación de por qué la posverdad está especialmente ligada al populismo nacionalista. De esta manera, ignorando las aportaciones de la Ilustración sobre la idea de historia tornamos a su teologización, al tiempo que se somete al mismo proceso degenerativo a la política, tan ocupada en la guerra del discurso que apenas incide en las condiciones materiales de vida, las cuales quedan sujetas en la práctica al determinante juego algorítmico de la economía financiera global.
En su ensayo de 2017 titulado Nueva ilustración radical, la filósofa Marina Garcés afirma que nos ha tocado vivir la «catástrofe del tiempo»; que hemos pasado de la condición posmoderna a la «condición póstuma». El futuro de la humanidad no existe, pues se vive en un permanente «hasta cuándo»: hasta cuándo me durará el trabajo, hasta cuándo resistirá el hielo de los polos, hasta cuándo el crecimiento económico... Es el apocalipsis de la inminencia. Mientras, queremos distraernos en un presente de rutilante progreso tecnológico, olvidados de la historia, instalados en un tiempo que no va a ninguna parte. Para Marina Garcés es el síndrome consecuencia del desprestigio del proyecto ilustrado: «la guerra antiilustrada legitima un régimen social, cultural y político basado en la credulidad voluntaria»; pero según ella tal desprestigio es consecuencia de la confusión entre ilustración y modernidad. Ésta se ha desplegado históricamente en la expansión del capitalismo a través del colonialismo. Sin embargo, el espíritu de la ilustración radical queda intacto, el de la crítica como instrumento de emancipación y de mejora de la humanidad por sí misma. Ello exige un combate cotidiano contra la credulidad voluntaria desde el reconocimiento de los propios límites; también, por supuesto, los de la razón si queremos que no acabe produciendo monstruos. La crítica es –en palabras de la mencionada filósofa– «este examen necesario, sobre la palabra de los otros y, especialmente, sobre el pensamiento propio». Así en efecto –recordemos a Pierre Bayle– empezamos a tener una idea de historia; y por ella creímos posible tomar las riendas de nuestro destino. ¿Cuál es la inconsciente propuesta actual: dejarnos llevar hacia el apocalipsis de la inminencia?
Pienso que el proyecto de una nueva ilustración radical es la propuesta consciente, es decir, la única que asume la objetiva realidad de nuestra existencia, la única que puede devolvernos una idea de historia, es decir, una vivencia del tiempo surgida de la experiencia del esfuerzo de la humanidad por mejorar las condiciones materiales de vida. No acepto la idea de que el progreso sea un mito. Es historia, eso sí, una historia inconclusa que para proseguir requiere de ciertas convicciones que Steven Pinker expresa de la mejor manera en su En defensa de la Ilustración: «la vida es mejor que la muerte, la salud es mejor que la enfermedad, la abundancia es mejor que la penuria, la libertad es mejor que la coerción, la felicidad es mejor que el sufrimiento y el conocimiento es mejor que la superstición y la ignorancia».
Es un imperativo de supervivencia que los vínculos entre seres humanos dejen de ser de naturaleza tribal y pasen a obtener su fuerza de la conciencia de la semejanza fundamental que todo miembro de nuestra especie comparte esencialmente. Esta es la raíz del cosmopolitismo, que a mi entender será algo real únicamente si se respeta la condición de la laicidad. Yuval Harari, en su último éxito editorial titulado 21 lecciones para el siglo XXI, concreta esta idea: «Las sociedades e instituciones laicas se complacen en reconocer estos vínculos y en recibir con los brazos abiertos a judíos, a cristianos, a musulmanes y a hindúes religiosos, siempre que cuando el código laico entre en conflicto con la doctrina religiosa, esta última ceda el paso…Hay muchísimos científicos judíos, ambientalistas cristianos, musulmanes feministas e hindúes activistas por los derechos humanos. Si son leales a la verdad científica, a la compasión, a la igualdad y a la libertad, son miembros de pleno derecho del mundo laico.»
Cosmopolitismo y laicidad constituyen dos elementos que han conformado una idea de historia de la que es un componente significativo el progreso, que en tanto que horizonte motivador del comportamiento humano ha demostrado innegablemente su capacidad transformadora sobre la vida de mujeres y hombres (son los efectos positivos de la profecía autocumplida). Como lo expresa Steven Pinker difícilmente se puede decir mejor: «Esta historia heroica no es un mito más. Los mitos son ficciones, pero esta historia es verdadera; verdadera hasta donde alcanza nuestro conocimiento, que es la única verdad que podemos tener. La creemos porque tenemos «razones» para creerla. Conforme avance nuestro conocimiento podremos ver qué partes de la historia continúan siendo ciertas y cuáles se revelan falsas, como cualquiera de ellas podría ser o llegar a ser».
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