«Agrupémonos todos...»: globalización, identidad y política
Por José María Agüera Lorente
En un texto que publiqué en este mismo blog hace más de un mes reflexionaba sobre lo que Mario Bunge ha llamado «la derechización de la política». Recordaba elementos de la coyuntura política internacional que demostraban que su apreciación no era meramente subjetiva, y que tenía sustento en los hechos objetivos (léase aquí). En estos días, sin ir más lejos, cruzamos los dedos para que Marie Le Pen no gane las elecciones francesas. Repito lo que entonces escribí –estando de acuerdo en lo esencial con lo que ha publicado J. L. Ferreira sobre la socialdemocracia–: malos tiempos para la izquierda en general y para la socialdemocracia en particular.
En ese aludido texto sugería como hipótesis explicativa de este desvanecimiento de la izquierda, la vigencia de un nuevo paradigma ideológico, cuyo advenimiento cabe atribuir –al menos en parte– a la profecía autocumplida del final de la historia, la cual parece haber sido asumida como propia por el pensamiento político de signo progresista. Ahora quiero reparar en otro ingrediente aportado por lo acontecido en las últimas décadas y que compite en el ecosistema de la opinión pública por convertirse en factor determinante de las preocupaciones y las decisiones políticas que ha de tomar la ciudadanía de los países democráticos en la actualidad. Me refiero a la cuestión de la identidad.
Hay señales de un tiempo a esta parte que evidencian que la susodicha cuestión se ha visto exacerbada como reacción al proceso de globalización. Éste conlleva una cierta abstracción, aligeramiento y estandarización de los elementos que aspiran a mercantilizarse para así entrar en el circuito veloz de la aldea global. En este proceso las identidades corren el riesgo de diluirse, pues su peso simbólico es incompatible con la aceleración que exige el susodicho proceso. En esta línea iba el diagnóstico que exponía el escritor Vicente Verdú en un artículo publicado hace veinte años, en el que, tras identificar la globalización con el imperio de las marcas multinacionales, sentenciaba: «Pero la marca no es, en realidad, nada o casi nada; los pueblos son cada vez más iguales, adoptan el mismo sistema capitalista, los mismos valores, se fijan las mismas metas; sus características las normaliza cualquier estadística del Banco Mundial o cualquier otro organismo superior de cálculo omnipotente». Así, todos los rasgos que deberían marcar las diferencias se tornan homologables, lo que conlleva el ocaso de la especificidad. El título del artículo era, precisamente, «El fin de la identidad».
No es mal diagnóstico de lo que ciertamente es un efecto colateral de la globalización. Ahora bien, desde la publicación del texto de Vicente Verdú cabe reconocer la existencia de una deriva que, a modo de reacción a lo expuesto, diríase que pretende resucitar las identidades en peligro de extinción. Hace año y medio publicaba el periodista John Carlin un artículo en el que se planteaba la siguiente pregunta: «¿Qué tienen en común Podemos en España, el nuevo laborismo de Jeremy Corbin en Reino Unido, el Frente Nacional en Francia, el independentismo catalán y el Estado Islámico?». La respuesta ya la habría dado Jeremy Barber, un profesor de Ciencias Políticas, en un libro publicado allá por 1995 bajo el título de «Yihad versus Mcmundo» (mismo título del artículo), en el que identifica al tribalismo como la fuerza que, junto con la globalización, estaría remodelando el mundo desde hace décadas. Todos los antes mencionados en la pregunta son formas de expresión de una rebelión contra el «capitalismo cosmopolita», cuyo único dios es el mercado; la tangible y dolorida carne de la tribu contra el insensible y etéreo fantasma del capital. Barber se muestra muy seguro –a decir de Carlin– respecto del vínculo causal que existe entre los polos que componen este vínculo dialéctico, ya que ambos se retroalimentan mutuamente.
Prueba de este potente movimiento de acción y reacción es la actual tensión disgregadora a la que se halla sometida la Unión Europea como institución democrática mundial, de la que el tan mediáticamente sobado «Brexit» es traumática manifestación, y que ejemplifica muy bien el poder de atracción política del polo identitario (léase aquí para más detalle). Todo ello sería consecuencia del carácter antidemocrático de las instituciones financieras y de la corrupción de las instituciones políticas. Así lo perciben muchos ciudadanos, que padecen una sensación de incertidumbre, indefensión, soledad y temor, y que creen que con la vuelta al Estado-nación tradicional sus problemas pueden tener solución. Paradójicamente, mientras que hoy por hoy la integración de los países que conforman la UE se tiene por potencialmente peligrosa para la identidad nacional y cultural de cada país miembro, se valora como necesidad innegociable la integración de las minorías inmigrantes –con la consiguiente merma de sus respectivas identidades– en la atmósfera cultural dominante en cada una de las comunidades políticas que componen Europa.
Por otro lado y al mismo tiempo, los inmigrantes provenientes –por obra y gracia de la globalización– del ámbito cultural musulmán pasan de un mundo de valores muy fijos y sólidamente jerarquizados a otro occidental que para ellos carece de identidades comprensibles. No es raro entre ellos, pues, un cierto desconcierto ante las libertades europeas, el relativismo moral, la igualdad de género, el hedonismo... Desconcierto que el salafismo aprovecha para captar a los menesterosos de referentes identitarios fuertes que un marco religioso rígido nunca falla en proporcionar. Esa menesterosidad se agudiza en el caso de los hijos y nietos de esos inmigrantes que, en muchos casos, son fácilmente captados por quienes tienen un discurso bien trabado que les proporciona una identidad capaz de calmar su angustia existencial. De esta forma, la identidad se convierte para todos, «propios» y «extraños», en un tema central en torno al que gira directa o indirectamente el debate político.
Los procesos expuestos retroalimentan y se ven retroalimentados por esa incertidumbre que embarga a gran parte de los –llamémosles– europeos autóctonos. Sociólogos como Ulrich Beck y Anthony Giddens han escrito extensamente sobre el acelerado ritmo del cambio social en las sociedades tardomodernas; sin embargo, es Richard Sennett quien habla abiertamente de una crisis de carácter en su obra titulada «La corrosión del carácter: las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo». Otro efecto de la globalización que atenta precisamente contra el sentido de identidad del ciudadano. En efecto, según argumenta este sociólogo, en la vieja economía cabía un compromiso sostenido, predecible y habitualmente vitalicio con un puesto de trabajo, que constituía en gran medida el núcleo definitorio de la identidad del individuo, y que definía significativamente su ideología e intereses políticos. Sin embargo, el trabajo en la era de la globalización es fragmentado, inseguro, estresante e impredecible. Así lo manda el capitalismo flexible que ha establecido como principio la negación del largo plazo, con la consiguiente destrucción de una de las bases tradicionales de formación de identidades sustentadoras. Ello genera inevitablemente un malestar existencial por cuanto desaparece un lugar donde afianzar un significado para la vida, pues ese trabajo era fuente de estatus, dignidad y desarrollo personal. Sennett ve a la población activa cada vez más perdida, carente de una estructura sólida de relaciones sociales que sirvan de núcleo para una identidad social sustentadora.
No puede ser, entonces, la clase social –como lo fue durante más de un siglo– el ancla que sujete el sentido de identidad del ciudadano cuando éste se ve sometido a los inmisericordes embates de la globalización. Se diría que sólo se avistan en el horizonte los aparentes puertos seguros de la religión y la nación, y no, desde luego, el «agrupémonos todos en la lucha final; el género humano es la internacional» de la utopía emancipadora de la izquierda; tenida ahora por más utópica que nunca. Ésta no puede por menos que hallarse desorientada, desdibujado su mensaje histórico en un contexto de choque de civilizaciones, en el que la lucha ya no es de clases ni por la justicia universal que trasciende los muros de las fronteras. Muy al contrario, hoy son bastantes los peticionarios entre la ciudadanía europea que reclaman a sus gobiernos que levanten los muros, en especial los «perdedores» de la globalización. Así se fomenta la práctica de la hipocresía institucional y se impulsa medidas que chocan con el Estado de Derecho, agreden los valores en los que se basa y también su compromiso con los derechos humanos más elementales.
El ideal de la emancipación se dirime en nuestros días contra una estructura supranacional, ya sea el Reino Unido de la Gran Bretaña frente a la Unión Europea o Cataluña frente a España. Es el reflejo tribal el que se activa ante el alienígena que –igual que en esas películas terroríficas de invasiones de ultracuerpos– nos quiere arrebatar nuestro sacrosanto espíritu de comunidad, con el que cada uno se siente identificado. Es también, inconscientemente, una pelea metafísica de esencias. Así, no es de extrañar que en las elecciones a la presidencia de la República Francesa los asuntos sobre los cuales decide el voto ciudadano tienen que ver con la protección de la identidad nacional y del mercado local. El abandono de Francia de la Unión Europea no es ya tabú, sino todo lo contrario: está en la agenda política, siendo la tradicional derecha política la que más rédito electoral puede obtener dado que en su discurso nunca han estado del todo ausentes unas gotas de identidad nacional y de rechazo a los de fuera. Tampoco es rara la apelación a la religión, de facto refugio sacralizador del ser de los pueblos. Hoy por hoy, para muchos de los europeos –sea cual sea su credo religioso o político–, la ideología es la identidad.
Prueba de este potente movimiento de acción y reacción es la actual tensión disgregadora a la que se halla sometida la Unión Europea como institución democrática mundial, de la que el tan mediáticamente sobado «Brexit» es traumática manifestación, y que ejemplifica muy bien el poder de atracción política del polo identitario (léase aquí para más detalle). Todo ello sería consecuencia del carácter antidemocrático de las instituciones financieras y de la corrupción de las instituciones políticas. Así lo perciben muchos ciudadanos, que padecen una sensación de incertidumbre, indefensión, soledad y temor, y que creen que con la vuelta al Estado-nación tradicional sus problemas pueden tener solución. Paradójicamente, mientras que hoy por hoy la integración de los países que conforman la UE se tiene por potencialmente peligrosa para la identidad nacional y cultural de cada país miembro, se valora como necesidad innegociable la integración de las minorías inmigrantes –con la consiguiente merma de sus respectivas identidades– en la atmósfera cultural dominante en cada una de las comunidades políticas que componen Europa.
Por otro lado y al mismo tiempo, los inmigrantes provenientes –por obra y gracia de la globalización– del ámbito cultural musulmán pasan de un mundo de valores muy fijos y sólidamente jerarquizados a otro occidental que para ellos carece de identidades comprensibles. No es raro entre ellos, pues, un cierto desconcierto ante las libertades europeas, el relativismo moral, la igualdad de género, el hedonismo... Desconcierto que el salafismo aprovecha para captar a los menesterosos de referentes identitarios fuertes que un marco religioso rígido nunca falla en proporcionar. Esa menesterosidad se agudiza en el caso de los hijos y nietos de esos inmigrantes que, en muchos casos, son fácilmente captados por quienes tienen un discurso bien trabado que les proporciona una identidad capaz de calmar su angustia existencial. De esta forma, la identidad se convierte para todos, «propios» y «extraños», en un tema central en torno al que gira directa o indirectamente el debate político.
Los procesos expuestos retroalimentan y se ven retroalimentados por esa incertidumbre que embarga a gran parte de los –llamémosles– europeos autóctonos. Sociólogos como Ulrich Beck y Anthony Giddens han escrito extensamente sobre el acelerado ritmo del cambio social en las sociedades tardomodernas; sin embargo, es Richard Sennett quien habla abiertamente de una crisis de carácter en su obra titulada «La corrosión del carácter: las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo». Otro efecto de la globalización que atenta precisamente contra el sentido de identidad del ciudadano. En efecto, según argumenta este sociólogo, en la vieja economía cabía un compromiso sostenido, predecible y habitualmente vitalicio con un puesto de trabajo, que constituía en gran medida el núcleo definitorio de la identidad del individuo, y que definía significativamente su ideología e intereses políticos. Sin embargo, el trabajo en la era de la globalización es fragmentado, inseguro, estresante e impredecible. Así lo manda el capitalismo flexible que ha establecido como principio la negación del largo plazo, con la consiguiente destrucción de una de las bases tradicionales de formación de identidades sustentadoras. Ello genera inevitablemente un malestar existencial por cuanto desaparece un lugar donde afianzar un significado para la vida, pues ese trabajo era fuente de estatus, dignidad y desarrollo personal. Sennett ve a la población activa cada vez más perdida, carente de una estructura sólida de relaciones sociales que sirvan de núcleo para una identidad social sustentadora.
No puede ser, entonces, la clase social –como lo fue durante más de un siglo– el ancla que sujete el sentido de identidad del ciudadano cuando éste se ve sometido a los inmisericordes embates de la globalización. Se diría que sólo se avistan en el horizonte los aparentes puertos seguros de la religión y la nación, y no, desde luego, el «agrupémonos todos en la lucha final; el género humano es la internacional» de la utopía emancipadora de la izquierda; tenida ahora por más utópica que nunca. Ésta no puede por menos que hallarse desorientada, desdibujado su mensaje histórico en un contexto de choque de civilizaciones, en el que la lucha ya no es de clases ni por la justicia universal que trasciende los muros de las fronteras. Muy al contrario, hoy son bastantes los peticionarios entre la ciudadanía europea que reclaman a sus gobiernos que levanten los muros, en especial los «perdedores» de la globalización. Así se fomenta la práctica de la hipocresía institucional y se impulsa medidas que chocan con el Estado de Derecho, agreden los valores en los que se basa y también su compromiso con los derechos humanos más elementales.
El ideal de la emancipación se dirime en nuestros días contra una estructura supranacional, ya sea el Reino Unido de la Gran Bretaña frente a la Unión Europea o Cataluña frente a España. Es el reflejo tribal el que se activa ante el alienígena que –igual que en esas películas terroríficas de invasiones de ultracuerpos– nos quiere arrebatar nuestro sacrosanto espíritu de comunidad, con el que cada uno se siente identificado. Es también, inconscientemente, una pelea metafísica de esencias. Así, no es de extrañar que en las elecciones a la presidencia de la República Francesa los asuntos sobre los cuales decide el voto ciudadano tienen que ver con la protección de la identidad nacional y del mercado local. El abandono de Francia de la Unión Europea no es ya tabú, sino todo lo contrario: está en la agenda política, siendo la tradicional derecha política la que más rédito electoral puede obtener dado que en su discurso nunca han estado del todo ausentes unas gotas de identidad nacional y de rechazo a los de fuera. Tampoco es rara la apelación a la religión, de facto refugio sacralizador del ser de los pueblos. Hoy por hoy, para muchos de los europeos –sea cual sea su credo religioso o político–, la ideología es la identidad.
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