Política, moral, retórica y «Brexit»




 Por José María Agüera Lorente


Manejar la opinión pública en las contiendas políticas es una actividad normal. El arte o técnica dirigida a ello es lo que desde tiempo inmemorial se conoce como retórica. En la Atenas que alumbró la democracia hace dos mil quinientos años la retórica era prácticamente el único modo de ejercer la política. O eras capaz de hablar en público o, de lo contrario, quedabas multiplicado por cero –en terminología del reputado filósofo Bart Simpson– a efectos de la actividad política. Por eso prosperaron los famosos sofistas, esos antagonistas del bueno de Sócrates tal como aparecen dramáticamente en la historia de la filosofía que estudia cualquier bachiller. Ellos eran los profesionales del discurso, que confeccionaban muchas veces por encargo para quienes, llegado el caso, habían de acusar o defenderse personalmente ante los tribunales, los cuales no eran profesionales. El dominio de la retórica en un momento determinado podía salvar la vida del ciudadano –que se lo digan a Sócrates si no– y siempre constituía recurso de primera mano para quien quisiera hacer carrera política. Porque en la democracia ateniense el pueblo decidía, pero decidía lo que proponía el orador más persuasivo. Este era el principal camino para convertirse en un ciudadano influyente. Por todo ello se entiende muy bien que se llegase a confundir retórica y política (el propio término griego retor se usaba indistintamente para significar orador y político).
Es comprensible, entonces, que en su diálogo Gorgias (nombre de uno de los más destacados sofistas) Platón ataque a la democracia a través de la retórica. La ataca porque para el filósofo ateniense la actividad política está de suyo inscrita en el ámbito de la moral. Es el instrumento mediante el que realizar una moral social por la que cultivar la virtud individual, ya que para Platón la moral del individuo está inextricablemente unida a la moral de la sociedad. Todo esto seguramente fue lo que llevó al filósofo neoplatónico Olimpiodoro a tener muy claro que en el diálogo platónico en cuestión sólo existe un objetivo que él definió así: «discutir sobre los principios morales que nos conducen al bienestar político». La conexión entre retórica (política) y moral queda claramente evidenciada en la siguiente pregunta que le arroja Sócrates al sofista Calicles:
Sigamos; ¿y qué es, a nuestro juicio, la retórica que se dirige al pueblo ateniense y a los pueblos de otras ciudades, a los hombres libres? ¿Piensas tú que los oradores hablan siempre para el mayor bien, tendiendo a que los ciudadanos se hagan mejores por sus discursos, o que también estos oradores se dirigen a complacer a los ciudadanos y, descuidando por su interés particular el interés público, se comportan con lo pueblos como con niños, intentando solamente agradarlos, sin preocuparse para nada de si, por ello, les hacen mejores o peores?
Es difícil encontrar un texto en el que quede plasmada de forma canónica la esencia de la demagogia, donde moral y política divergen, lo que para Platón es inaceptable, pero que nosotros, ciudadanos de la moderna democracia liberal, parece ser que asumimos. Otra cosa es que la controversia filosófica representada por la confrontación entre Sócrates (Platón) y Calicles en el diálogo Gorgias se de ya por zanjada.


Pudiera parecerlo si aceptamos sin más la tesis de André Comte-Sponville recogida en el capítulo dedicado a la política de su libro Invitación a la filosofía, donde afirma que aquélla «es el arte de tomar el poder, de controlarlo y utilizarlo». El filósofo francés quiere ser realista en su toma de posición respecto de la relación entre política y moral, no perdiendo de vista en ningún momento las enseñanzas derivadas de la historia. No somos ángeles. Sería ingenuo y torpe contar con que nos vamos a comportar como clones socráticos. Además, la política tiene que ver con la gestión de intereses: los nacionales, los económicos, los de clase... La moral tiene más bien como base el desinterés promotor de la generosidad que tendría que fluir del reconocimiento de la común condición humana. La política ha de explotar el egoísmo humano para convertirlo en algo útil para el bienestar común. Si la generosidad es la virtud moral, la solidaridad es la virtud política propia del egoísmo inteligente. Recurramos a la elocuencia de Comte-Sponville:
Ser solidario es defender los intereses del otro, ciertamente, pero porque éstos son también –directa o indirectamente– los míos. Actuando en su favor actúo también en el mío: porque tenemos los mismos enemigos o los mismos intereses, porque estamos expuestos a los mismos peligros o a los mismos ataques.
Por su parte, Mario Bunge nos presenta en su libro Filosofía política un enfoque distinto acerca de las relaciones entre política y moral, el cual se podría decir deudor de la perspectiva socrática. Para el pensador de origen argentino la moral es un aspecto intrínseco al diseño de las políticas dado que éstas se diseñan en aras a alcanzar un bien para algunos o para todos. Lo que no nos libra del conflicto porque:
no hay una filosofía moral universalmente aceptada, por la obvia razón de que toda sociedad moderna está dividida en diversos grupos sociales con intereses y tradiciones en conflicto.
En la actualidad todo esto que aquí estamos sólo presentando en su complejidad problemática ha de analizarse necesariamente a escala global. Y los dos planteamientos que hemos contrapuesto –a saber: el que desconecta política y moral y el que las concibe conexas– se hallan erizados de multitud de cuestiones con derivaciones éticas, antropológicas, sociales, económicas, gnoseológicas. Como evidencia cualquier paseo nostálgico por los diálogos platónicos.
Por eso el dichoso Brexit no deja de ser un inesperado regalo que la historia nos otorga para comprobar qué puede ocurrir cuando ciertos intereses grupales se imponen al egoísmo inteligente; cuando la retórica expulsa del debate las razones y, echando a un lado el análisis ecuánime de los hechos, da rienda suelta a la manipulación de las pasiones, devolviendo así al ciudadano a su condición preilustrada de menor de edad; qué ocurre, en fin, cuando los agentes de la actividad política renuncian a otear el horizonte moral a la hora de tomar sus decisiones.
Atentos.

Comentarios

  1. Puntualizaciones. El texto sólo habla de democracia directa, rara en las democracias liberales contemporáneas donde prima la democracia representativa. Dos, el adversario político tiene su propia postura moral cuyo terreno de discusión no es la plaza pública, no es la democracia sino la academia. Tres, la democracia tiene que ser un sistema razonablemente amoral porque si no lo fuera la sucesión sería imposible. Cuatro, sinceramente creo que sin tener en cuenta algunas de las críticas posmodernas es imposible un correcto entendimiento de la democracia. Modernidad cansada, tardía, transmodermidad... con el nombre que sea pero no la razón ilustrada. Sin fundamentos de legitimidad, con soberanías compartidas, con el conflicto y la pluralidad como motores de eficiencia, el pensamiento ilustrado se atasca.

    Nota. Antes de que alguien piense en Suiza, recordar que hace dos años se votó en referéndum a favor de limitar el libre tránsito de ciudadanos comunitarios, aún no se ha implantado porque supondría la inmediata respuesta de la UE: tampoco mercancías ni capitales. Los suizos tardan un mes en implantar lo votado en referéndum.

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    1. Creo que, aun asumiendo la pertinencia de sus puntualizaciones, la cuestión central que yo quería plantear en el texto mantiene su relevancia: ¿qué relación ha de promoverse entre retórica y política desde el punto de vista de la promoción del bien común? Claro, podemos ponernos en plan nihilistas éticos y negar el sentido de todo discurso que se plantee la pregunta de qué nos hace mejores y qué peores. Pero, ¿adónde nos conduce esto en el devenir histórico?

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    2. Perdón, quería mostrar que la pregunta es muy relevante en la democracia directa o deliberativa pero irrelevante en las democracias liberales representativas contemporáneas. No porque esta sea nihilista sino porque es, porque tiene que ser, razonablemente amoral. De hecho, la evolución de la democracia se puede ver como un intento de llevar la pregunta a la irrelevancia. Por eso la democracia contemporánea crea poderes y contrapoderes, rigidez y elasticidad, soberanía popular e instituciones independientes, inventa pueblos con distintos ritmos: el pueblo constituyente cuya voluntad perdura en el tiempo, el pueblo que vota en ciclos de cuatro años y el pueblo que se manifiesta en la calle cuya voluntad es casi instantánea, irreflexiva y emocional. Es un sistema de tensiones y conflictos entre todos inherentemente insatisfactorio que funciona bien a medio plazo. En definitiva, no importa que alguno de los actores falle, el sistema nos asegura que no haya demasiadas sorpresas. Sacrificamos la genialidad, la satisfacción inmediata y la corrección por mediocridad, recompensa diferida y aceptabilidad. En la democracia directa no hay pausa, ni contrapoderes, ni limites, ni equilibrios. Por eso la abandonamos. No funciona.

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    3. No comparto su confianza en que el sistema nos asegura que no haya demasiadas sorpresas. Últimamente las ha habido y gordas. Ahora que ha salido a la palestra mediática el informe Chilcot sobre la entrada de Reino Unido en la guerra de Irak se me hace cuesta arriba asumir esa amoralidad razonable de nuestras democracias liberales representativas. La honestidad es una virtud (moral) que se le debe exigir a todo representante político.

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  2. ¿Honesto en el sentido de valores personales (ética de los valores) u honesto en el sentido de los valores de su cargo (ética de la responsabilidad)? ¿Mentir o no mentir por el bien de su país? Lo bueno de la democracia representativa es que se pueden personalizar las culpas pero Blair contó con apoyo del Parlamento y fue reelegido por los electores británicos (aunque no terminó su mandato). También se puede ver desde el punto de vista del derecho internacional. Iniciaron una guerra sin cobertura ONU y contra buena parte de su opinión pública, cosa que en mi opinión, nunca hubieran hecho de no existir el precedente de Bosnia, con una intervención de la OTAN sin apoyo ONU (aunque sí con la presión de la opinión pública). Complejo tema.
    En lo que nos atañe, estoy de acuerdo en que se le puede exigir honestidad a un representante público pero mejor poner contrapoderes porque seguramente no lo será o, al menos, no más que el resto del mundo (de hecho,posiblemente menos). Nada de esto nos garantiza decisiones de las que no nos arrepintamos, lo único que nos garantiza es que el sistema democrático seguirá funcionando eficientemente y mejorando mediante ensayo y error. Mucho mejor que hacerlo depender de la honestidad o de la capacidad de tomar decisiones correctas de una o de miles de personas. Es mejor limitar y distribuir el poder que elegir personas honestas para tenerlo.¿Cómo saber que son honestas y cómo harán para ser elegidas? ¿Decir la verdad? ¿Convencer al electorado con hechos y razonamientos? ¿Quién les votaría?

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    1. José María Agüera Lorente12 de julio de 2016, 5:06

      Su perspectiva de la democracia es razonable en tanto que pragmática. Pero yo no puedo evitar considerar la dimensión ética de la misma, por cuanto entiendo que el debate es uno de sus componentes constitutivos. Quiero decir que sin el debate la democracia es como uno de esos animales disecados,con brillo en su apariencia, pero muerta. Para la vida de la democracia el debate ciudadano ha de aspirar siempre a la inteligencia, y ésta, insisto, exige honestidad, pues de lo contrario acabamos asumiendo (cosa que está ocurriendo ya) que todos mienten, con lo que el debate se desconecta de la realidad, perdiéndose de vista los auténticos problemas que hay que afrontar y careciendo de criterio para poder juzgar cuáles son los medios adecuados mediante los que afrontar sus posibles soluciones.
      Como ilustración de lo dicho le recomiendo el visionado de una breve secuencia de una serie norteamericana muy interesante. He aquí el enlace:https://www.youtube.com/watch?v=ZauVHaXmfGA

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    2. Las utopías pueden permitirse no ser pragmáticas porque tienen detrás razones muy convincentes, la necesidad de «un hombre nuevo» y un historial de fracasos. La continuidad de la democracia depende de su éxito aquí y ahora con los ciudadanos que hay, en este sentido, no le queda otra que ser pragmática y, para mantenerla (legitimarla) y mejorarla debe comprenderse pragmáticamente.
      No veo cómo puede surgir la inteligencia del debate público, por los sesgos irracionales, los escasos incentivos para informarse, el dominio de los dogmáticos, las apelaciones emocionales, la inoportunidad del consenso, la necesidad de pluralismo y conflicto. Tampoco puede nacer en un parlamento donde los representantes deben conjugar intereses propios, de sus votantes y de país, solo puede nacer en instituciones independientes no sometidas a vaivenes electorales y con el tiempo necesario para pensar. El debate público sirve para crear (literalmente) opinión pública pero la democracia deliberativa solo sirve como ideal regulativa (y bien lejos). Tiene que ser plural, no racional ni inteligente ni honesto porque las sociedades son plurales pero no son ni racionales ni inteligentes.
      La democracia no tiene dimensión moral porque vive del pluralismo y del conflicto, si la tuviera, «los malos» no tendrían cabida ni posibilidad de gobernar. El final de la democracia.
      En cuanto al vídeo, romanticismo democrático. ¿Cuántas personas votaban a esos grandes hombres? ¿Cómo sabían que eran grandes hombres? Si eran tan grandes ¿Por qué sustituirlos? ¿Para qué seguir votando? Elijamos un gran hombre y hagamos que tenga el poder vitalicio. «Gran hombre» para los libros de historia, ahora estamos en una democracia post-factual, los hechos no convencen a nadie y son demasiado complejos para entenderlos, aceptamos el compromiso tácito de que nos mienten y nos dejamos engañar. Luego la culpa es de quien dirige, no de quien acepta ser engañado. Y no funciona tan mal.

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  3. ¿Y cuál es el criterio,entonces, para juzgar si la democracia funciona bien o mal?

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    1. Pues hay un montón de índices de calidad democrática y otro buen montón de idealismos democráticos. Irrelevante. Giovanni Sartori dice que es más fácil saber lo que la democracia debería ser que entender lo que puede ser. De qué es capaz y cuáles son sus límites. Con una peculiaridad anti-utopista, si forzamos los límites para acercarnos al ideal nos cargamos las posibilidades. (Esto tiene derivaciones muy interesantes que no vienen al caso). En lo que nos atañe, esto quiere decir que no podemos tener un criterio de optimidad y por tanto, creo, tampoco de buen funcionamiento. Sólo de malo. Tampoco creo que se pueda hablar de criterio sino de señales de alerta, algunas las conocemos por experiencia, otras por reflexión, algunas afectan a la forma, otras a los equilibrio, a las funciones... Ya sabe, la cita de Ralph Dahrendorf una vez más.

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  4. Creo que le puede interesar, es de Victor Lapuente "Mentiras auténticas" http://www.caffereggio.net/2016/07/26/mentiras-autenticas-de-victor-lapuente-gine-en-el-pais/

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  5. Cierto que no hay una moralidad absoluta por la que deba regirse la democracia, pero que su sistema interno de balances y contrapesos no es infalible lo demuestran casos como el nazismo, por ejemplo. La demagogia ha hecho daños irreparables al progreso de los paises incluso con democracias representativas. El cuerpo social lo que debería es tener más educación y sabiduría para identificar esas amenazas y eludirlas; ahí es donde me pongo socrático. ;-)

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