Esto no es Europa
José María Agüera
Lorente
<<Rusia no está en Europa.
Nunca lo estuvo>>. Así, sin saludo ni despedida, sin cariño, fue la
respuesta que obtuve de la embajada rusa a una consulta que le hice en relación
con la solicitud del visado que requería mi visita turística a San Petersburgo .
Dejando a un lado la forma de la
contestación –asaz expresiva por sí
misma– su contenido me dejó estupefacto. Sí, ya sabía yo de la extensión
inabarcable de los antiguos dominios de los zares, que hasta prácticamente un
siglo incluían a Finlandia por el oeste y que por el este se pierden en lo más
profundo de Asia, lo que le ha llevado a rozarse con Japón o China, no siempre
afectuosamente. Pero también tenía claro que el drama de la historia europea
siempre se había representado con el concurso
del gigante del este; y que la cultura lo había plasmado en multitud de
creaciones entre las que me parece una muestra indiscutible Guerra y Paz (1869) de León Tolstói,
donde se recoge vívidamente la dialéctica entre las potencias europeas –Rusia
incluida– sobre el campo de batalla que tantas veces ha sido Europa.
Con la estupefacción vino la
interrogación, que fue a poner su foco sobre una de esas creencias cuyo
contenido uno da por supuesto. Esas creencias de las que hablaba Ortega y
Gasset en su ensayo titulado Ideas y
creencias constituyen, en efecto, el subsuelo de la vida sobre el que cada
cual hace la suya. De ellas no somos conscientes, a decir del filósofo, porque
en ellas estamos, hasta que la propia vida, en uno de sus imprevisibles giros,
nos coloca en el estado de consciencia que conlleva su examen crítico. Y el
episodio del visado me colocó a mí ante la cuestión de qué puñetas queremos
decir cuando nombramos Europa, una palabra constantemente pronunciada en los
medios, escrita en multitud de textos que a diario se publican, presente como
objeto de investigación histórica, cultural, económica, sociológica, etc., en
innumerables ensayos y estudios de organismos oficiales. Una de esas palabras
preñada de un universo simbólico inaprehensible en su complejidad que, sin
embargo y al acabar convirtiéndose en fetiche, hace posible la ilusión de una entidad
simple.
¿Podemos demarcarla
territorialmente? Lo hacemos de hecho mediante la convención política, y por la
fuerza pretendemos convertirla en fortaleza inexpugnable luchando con pocos
escrúpulos humanitarios contra la migración exterior. Análogamente a como puedo
decir quién soy yo señalando el cuerpo propio, la cuestión de la identidad de Europa
se puede despachar señalando ese trozo del mapamundi plasmado en los billetes
de euro. Pero, de igual forma que la experiencia íntima nos dice que el yo no
se reduce a un organismo, la honestidad intelectual nos dice que identificar
Europa con un territorio es una respuesta simple a algo que exige una más
profunda reflexión, y que involucra dimensiones que trascienden la geografía, tales
como las de la civilización, la religión o la política. Por no mencionar las
vinculaciones de distinta índole que existen entre Europa y ese mito que en
ocasiones se usa para justificar el choque de civilizaciones, y que se ha dado
en llamar <<mundo occidental>> u <<Occidente>> sin más. Éste es, sin duda, hijo de Europa, resultado
de la semilla de la modernidad, esparcida allende las costas del continente
europeo. Es una idea que encontramos en el libro de Georges Corm, intelectual
de origen libanés, titulado Europa y el
mito de Occidente, expresada así: <<Occidente hijo de Europa, pero
que se convierte también en el padre protector de ésta, mientras que la
modernidad es el Espíritu Santo que sopla sobre el mundo>>. El espíritu
de la modernidad que se ha encarnado en el proceso de secularización y el
librepensamiento, en los derechos humanos como principios éticos universales y
en la ciencia como ideal de conocimiento.
Nos viene bien la mirada
extranjera de este profesor de la universidad Saint-Joseph de Beirut para hacer
visible la estofa mítica que obnubila la percepción del ente Europa a quienes nos
reconocemos sus hijos. Él la detecta sin dudarlo cuando repasa su historia y no
encuentra ese <<continuum mental>> –dice– que constituya el corazón
de la civilización occidental, diferente al de cualquier otra. Porque, en
efecto, la historia de Europa está plagada de rupturas, fragmentaciones, movilidad.
La estabilidad no ha sido un rasgo específico del devenir de sus comunidades
políticas, traspasadas de tensiones religiosas y nacionales, sometidas de
continuo a guerras sin número, a redefiniciones de fronteras, que, en el último
siglo por cierto, se han dado de manera notable con las dos guerras mundiales,
pero también tras éstas con la reunificación de Alemania, la descomposición de
la URSS, la guerra de los Balcanes…
Hemos de afrontar la verdad de
nuestra historia por mucho que nos complazca una <<mitideología>>
–como la llama Georges Corm– que nos regala un relato narcisista del que,
paradójicamente, Europa queda presa e incluso fagocitada al tener su sentido
último en la justificación del ser de Occidente (<<el mundo
libre>>, decían voces demasiado ingenuas o simplemente cínicas), y, por
ende, del de Oriente y la consiguiente confrontación de civilizaciones. Ese
relato satisface la necesidad que todo pueblo tiene de identificación de sus
raíces, de pureza y nobleza en sus orígenes. En el caso de Occidente forma
parte de esa visión el mito histórico de la Grecia clásica, inmaculada cuna de
nuestra civilización, donde sus fundadores trazaron con su sangre la línea roja
que Oriente no debe atravesar. Pero no se olvide que toda ideología
tradicional, religiosa o secular, padece la misma dolencia a decir de Mario
Bunge: el simplismo. En palabras suyas que encontramos en su libro Filosofía política: <<La
simplicidad las hace atractivas y peligrosas a la vez, puesto que la realidad
es más compleja que cualquier teoría>>, y muy útiles para los fanáticos,
esto es, los extremistas intolerantes, los cuales se caracterizan por dividir
la humanidad en amigos y enemigos.
Como en la novela de Robert Louis
Stevenson, El extraño caso del Dr. Jekyll
y el Sr. Hyde (1886), donde la ficción sirve de vehículo para reflexionar
sobre la esencia moral del ser humano, Europa, a juzgar por su historia, posee un
alma dual. Thánatos y Eros, las dos pulsiones reconocidas por Sigmund
Freud en la psique humana, y que a escala colectiva tienen su correspondencia
respectiva con la barbarie y la civilización. Diríase que, como el Dr. Jekyll
en la novela, Europa quiso librarse de sus pulsiones bárbaras con la modernidad
y su maduración, que no fue otra que la Ilustración, cuando toma consciencia
del valor de la libertad para hacer la historia y romper con el padecimiento de
su fatalidad. Cosa decisiva también en la conformación de la identidad propia;
no sólo qué genes son los que definen mi ser, sino quién quiero ser desde la
consciencia de que la historia, como las biografías, se va haciendo con las
acciones de sus sujetos. Aquí seguramente radica la mayor aportación del
pensamiento europeo al legado universal de la humanidad: en los conceptos de
libertad, igualdad y fraternidad, que requieren un activismo político
incompatible con el conformismo de quien entiende su identidad como esencia
inalterable. Sobre ellos cabe fundamentar una ética universalizable siempre y
cuando se conjure el peligro cierto que implica el narcisismo occidentalista en
contacto con el cual los mencionados conceptos se diluyen. Frente a ellos, pero
suplantándolos y desactivándolos como referentes de la acción política en el
contexto de la comunidad internacional, nos tropezamos continuamente con los
<<intereses de Occidente>>, <<auténtica nebulosa de
inconfesables intereses materiales de redes más o menos ocultas que se adjudica
la virtud de los “valores” morales y democráticos, más recientemente
calificados de “judeocristianos” conforme al aire de los tiempos>>, en expresión
de Georges Corm.
Por este camino Europa mengua en
su protagonismo histórico, pues pierde vigor moral al renunciar a los valores que
ella misma ha convertido en universales, y que pueden ser simultáneamente sus
intereses legítimos al ser posible procurarlos sin impedir que cada cual
satisfaga sus necesidades y aspiraciones básicas. Constituyen seguramente su genotipo
más luminoso concebido en el que quizá es el tramo más brillante de su
genealogía, en la Ilustración, cuando el pensamiento europeo alumbra el derecho
de los seres humanos a vivir bien aquí, en la Tierra, al margen de lo que
puedan ordenar los dogmas escatológicos de la religión. Y, sin embargo,
persistimos en este siglo en mantener el poder determinante de ideologías que,
como nos advierte Mario Bunge en el libro citado, <<son parte del
problema, ya que exigen una fe acrítica>> y <<piden que apartemos
nuestra atención de este mundo… las ideologías dominantes ofrecen soluciones
listas para usar, ideadas con herramientas anticuadas, soluciones que con
frecuencia han sido diseñadas para proteger intereses privados en lugar de a la
humanidad>>. Ideologías de las que actualmente es cautiva la Unión
Europea, que desactivan su capacidad inspiradora más allá de la defensa de los
intereses económicos recogidos en el Consenso de Washington impuesto por el
FMI, el Banco Mundial y la OMC y que se ajustan a los principios ideológicos
del capitalismo de libre mercado, cuyos fundamentos económicos son cuanto menos
polémicos.
En esta coyuntura hay que entender
el proceso de depauperación al que se halla sometida Grecia, el cual la Unión
Europea contempla desde la absoluta fidelidad a la fría lógica de
funcionamiento del sistema financiero global. La timorata política diseñada en
las instituciones comunitarias y en las nacionales de cada país engendra leyes de
turbio fondo ético carentes de una visión que vaya más allá del corto plazo
electoral. Las cuestiones que requieren serios debates sobre la base de un
riguroso conocimiento de las realidades sociales, como es el caso también de la
inmigración, se despachan mediante la aplicación de fórmulas simples deducidas
de supuestos que rara vez son sometidos a examen crítico, cuando no son simples
prejuicios irracionales. No vale aquí echar mano del positivismo jurídico –el
cual parece amparar cierta forma bastante extendida en nuestro entorno de hacer
política– pues, lejos de lo que sostiene,
ni la ley es amoral ni la justicia es lo que la ley vigente estipula, al
margen de consideraciones éticas.
El caso de Grecia, insistamos,
como escribió Joseph Stiglitz recientemente en las páginas de economía del
periódico El País, ha demostrado que
el BCE y los líderes europeos <<únicamente van a realizar miopes
exigencias relativas a políticas electorales>>. La crisis económica, y
particularmente el fiasco heleno, han puesto a prueba la solidaridad europea,
que se ha demostrado muy debilitada, cuando el euro se suponía que la tenía que
fortalecer. Por cierto, el premio Nobel de economía titula su artículo con este
desazonador interrogante: <<¿el último acto de Europa?>>; porque
está muy claro para él que es intrínseco a la actual estructura de la moneda
única, lejos de estimular la convergencia entre los países comprometidos en
ella, promover su divergencia, ya que a medida que el capital y las personas
con talento dejan las economías afectadas por la crisis, estos países se
vuelven menos capaces de pagar sus deudas. Otro síntoma más de que Europa se
diluye en la corriente de una historia en la que ella hace tiempo que dejó de
llevar la iniciativa convertida en vasalla de los señores feudales que gobiernan
Occidente y presa intelectual de su mitideología, que la arrastra al horizonte
de la guerra de civilizaciones. ¿Es que no ha aprendido las lecciones de su
pasado? Como advierte Georges Corm observando el panorama internacional con una
mirada libre del sesgo occidentalista: <<Al otro lado de la frontera
occidental del espíritu no faltan imprecaciones contrarias que denuncian una
nueva cruzada, esta vez judeo-cristiana, un intolerable rebrote de
imperialismo, una nueva impostura democrática que se acicala hipócritamente de
humanismo y derechos humanos. ¿No hay en ello signos precursores de una nueva
agitación?>>.
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