Meditaciones de un votante desencantado
José María Agüera
Lorente
Contempla el votante desencantado
en su paseo improvisado las calles, rincones
y paredes de su ciudad. No están limpias. No lo pueden estar casi nunca. Se
juntan el hambre con las ganas de comer: la escasez de personal del servicio de
limpieza y una ciudadanía de natural tolerante con los hábitos incívicos. Ahí
están las pintadas. Se detiene ante una de ellas con aspecto de reciente: <<a los niños, cuentos; a
los hombres elecciones>>. Ah, es verdad -cae de repente el votante
desencantado-, que estamos en año de elecciones. Y a ese desánimo, que de un
tiempo a esta parte se le ha vuelto crónico, siente que se le añade un
invisible manto de fatal desesperanza. Entiende muy bien el aforismo urbano;
más allá de su gamberra apariencia se le antoja una sentencia lúcida e
imposible de refutar en su esencia. Las elecciones como cuentos para una
ciudadanía que, contra todo criterio
racional, se empeña en votar en cada convocatoria de sufragio, a pesar de
asistir al obsceno espectáculo de las campañas que preludian la apertura de los
colegios electorales. Éstos son igual que sumideros por los que se pierden las
expectativas de ciudadanos cada vez más escépticos, más cercanos al estado de
esa ley psicológica que condena a la apatía a todo sujeto que comprueba una y
otra vez que sus esfuerzos por conformar las circunstancias en las que se
desenvuelve su vida son ineficaces, porque por encima de su voluntad y de su
inteligencia el destino seguirá el trazado de unos rígidos raíles forjados por
fuerzas indiferentes al veredicto de la mayoría de los electores. En este punto
no puede el votante desencantado evitar pensar en los últimos acontecimientos
políticos que en el contexto europeo protagoniza Grecia, convertida en un país incapacitado que
transita de una punta a otra del continente en humillante actitud de pedigüeño;
¿no es degradante para quienes –ironías de la historia– alumbraron la idea de
la democracia? A todo esto no quiere pensar que el trato que recibe la nación
helena es una demostración de poder de quienes en sus carnes quieren lograr un
efecto ejemplarizante que disuada a otros votantes europeos a los que puedan
tentar ciertas ínfulas de rebeldía (¿o debería reconocer sin más el chantaje
del miedo, sentimiento invencible con el que se desactiva toda pulsión de
libertad?).
Recuerda el votante
desencantado, pues tiene ya suficiente
edad para que su memoria pueda ofrecerle perspectiva histórica, las primeras
elecciones en las que participó hace un par largo de décadas, cuando tenía todo
el sentido hablar de ideales, y el sentimiento que motivaba a ir a las urnas
era el de la ilusión. Se sobrentendía que la política era una actividad
transformadora a partir de las ideas. Hoy palpa el miedo en muchos de sus
conciudadanos; los mismos que identifican a los políticos con meros gestores,
cuya tarea consiste en administrar el país como se administra una empresa, y en
la cual los ideales no son sino un lastre del que más vale librarse dado que no
cotizan en bolsa y ponen en serio riesgo la esforzada contención de los índices
de la prima de riesgo. Aquí se las podría dar de ingenioso y hacer el chiste
–si no tuviera maldita la gracia– de que algunos (demasiados) de nuestros
próceres son todos fieles acólitos de Marx, de Groucho Marx… Ya saben: yo tengo
mis principios, pero si no les gustan tengo otros (burdo paragmatismo). Lo que
no impide que, en la práctica, muestren una escasa sensibilidad hacia el
principio de la laicidad en el sentido profundo de lo que es: una forma
racional de mantener las creencias y principios propios conservando siempre una
sana dosis de escepticismo que impida
que prosperen los fanatismos, no sólo religiosos, sino también políticos.
Quiere decirse que lo mismo atenta contra ese principio imprescindible para la
convivencia cívica y democrática las idolatrías de lo trascendente propias de
las religiones, como las de lo inmanente, sean las que tienen por objeto el
libre mercado o las identidades nacionales.
Se pregunta entonces el votante
desencantado qué sentido tiene el grotesco espectáculo de las campañas
electorales, cuya contemplación le hace plantearse seriamente si no se habrá
extinguido hasta el más mínimo hálito de sana vergüenza del alma de nuestros
políticos. ¿Para qué se financian turbiamente los partidos y derrochan a manos
llenas las subvenciones que reciben del erario público? ¿Para poner en pie esas
concentraciones pseudocívicas llamadas mítines, donde los oradores hablan a los
asistentes como si fueran oligofrénicos, con el mismo tono de voz que los
dignísimos subastadores de pescado no tienen más remedio que adoptar para
vender su mercancía en la lonja? ¿Para inundar los espacios públicos con
carteles en los que se reproducen rostros mil y una veces vistos en el hipermercado de las pantallas, rostros retocados y
adornados con los innumerables afeites del artificio mediático, de modo que
comunican de todo menos honestidad? Recursos propagandísticos todos que podían
tener sentido hace décadas en sociedades iletradas y carentes de medios de
comunicación potentes, pero que en la era de internet han caído en palmaria
obsolescencia. ¿Y dónde están los programas de los partidos, dónde sus proyectos
explicados al detalle más allá de esas declaraciones de intenciones de trazo
grueso que son sus eslóganes?; ¿cuáles son los argumentos con los que los
defienden expuestos públicamente al escrutinio de los especialistas neutrales?;
¿para cuándo debates rigurosos y racionales entre los candidatos a salvo de
trapacerías y falacias, en lugar de los simulacros televisados de la misma
patética naturaleza que esos espectáculos de lucha libre en los que los combatientes
gesticulan histriónicamente, aparentan golpearse con gran aparato gimnástico,
pero en ningún momento pretenden de verdad hacerse daño? ¿Tienen miedo a
exponerse en cualquiera de las ágoras de que dispone nuestra sociedad a las
preguntas directas y sin censura que les puedan plantear aquéllos a los que
dicen servir? ¿Es que no crece esta democracia? ¿Acaso sufre una de esas
enfermedades raras de naturaleza degenerativa que, conforme pasa el tiempo, en
vez de ganar en vigor el organismo que la padece, se anquilosa y atrofia
aproximándose asintóticamente hasta un estado similar al de las momias? Quizá
seamos nosotros, los votantes mismos, el virus que carcome su sistema
inmunitario. Es posible que no tengamos el temple preciso para ser implacables
con quienes nos defraudan. Puede que nuestra inteligencia se halle ofuscada por
el interés particular y cortoplacista, o por la irracional fidelidad al grupo y
a su líder, y que nuestro buen juicio haya fenecido a causa de la agresión
inmisericorde de las burdas mentiras convertidas en verdad por la machacona
repetición mediática. Y así –merced al triunfo implacable de la neolengua de la política institucional
que hemos hecho nuestra de forma inconscientemente cómplice– las
manifestaciones ciudadanas han devenido en revoluciones, y éstas en actos
terroristas, al tiempo que cualquier brote de pensamiento utópico es sinónimo
de anatema.
Abrumado por sus reflexiones en
cascada el votante desencantado dirige sus pasos hacia el bar más cercano,
donde poder anestesiar su conciencia de elector con los espirituosos vapores de
cualquier mejunje alcohólico. Apresurado el paso y al volver la última esquina
para alcanzar su destino, le para en seco un nuevo dardo aforístico rotulado en
la pared: <<vota a nadie; nadie lo hará mejor>>.
Tiene la fuerte tentación el
votante desencantado de pensar que hay más probabilidades de hallar destellos
de lucidez en las mugrientas fachadas de su ciudad que en muchos foros
políticos, en los que la mediocridad impera y todo atisbo de inteligencia es
mero espejismo.
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