La ciencia en España: mi ciencia es más grande que la tuya. ¿Importa el tamaño en una ciencia madura?
Miguel Ángel Quintanilla, en este editorial
del diario 'Público' de hace ya unos años, ha identificado cuatro características que el
sistema científico español debería tener para alcanzar su plena madurez.
Estas características serían las siguientes: grandes dimensiones, autogobierno organizativo, estabilidad presupuestaria e implicación y participación social.
No deja de ser interesante el perfil que, según Quintanilla, debe tener
una ciencia para que pueda catalogarse como madura. Creo sin embargo
que esta caracterización contiene elementos contradictorios.
Me explico: la alusión a una
ciencia "a lo grande" es deudora de la constatación de una tendencia al
gigantismo en la actividad científica desde finales de la Segunda Guerra
Mundial. Este sobredimensionamiento ha atravesado desde entonces, grosso modo, dos fases, tal y como señala Javier Echeverría en su interesante libro La revolución tecnocientífica (Fondo de Cultura Económica, 2003). Una primera fase es la llamada 'Macrociencia' (Big Science
en inglés), caracterizada por la enorme aportación financiera y la
estrecha regulación organizativa por parte de los estados nacionales
(especialmente Estados Unidos) y por la persecución de fines no
necesariamente económicos: un ejemplo lo tenemos en el archiconocido
'proyecto Manhattan', aunque también pueden mencionarse los proyectos de
construcción del radar o de los grandes aceleradores de partículas. Una
segunda fase es la conocida como 'Tecnociencia', y supone un cambio de
tendencia con respecto a la fase anterior: ahora la financiación corre
en lo fundamental a cargo de grandes corporaciones empresariales
privadas y los fines perseguidos son principal, aunque no únicamente, de
índole económica. Tenemos como ejemplos las ciclópeas investigaciones
sobre el genoma y la genética molecular, los proyectos de producción y
comercialización de fármacos o los desarrollos informáticos.
Aunque no pretendo extenderme sobre este particular -en este artículo
del propio Echeverría se resumen de una forma clara los contenidos de
su libro- me gustaría llamar la atención sobre el contraste evidente
entre la aspiración de Quintanilla a una ciencia de grandes dimensiones y
la pretensión simultánea de autogobierno organizativo por parte de la
propia ciencia. Son, me parece, dos términos antitéticos: una ciencia de
escala con autonomía funcional y estructural no deja de ser, me temo,
un simple oxímoron. Echeverría ilustra muy bien este punto al mencionar,
en su libro, la pluralidad de valores que informan la praxis
investigadora en la Big Science y en la Tecnociencia: valores
epistémicos, económicos, militares, jurídicos, sociales y otros más. Y
todos estos sistemas de valores no son más que los mascarones de proa de
otros tantos sistemas de intereses, que entretejen una red de
funcionamiento en la que los científicos, su praxis, metodología y fines
epistémicos sólo son una de las piezas del inmenso engranaje de la
producción de ciencia. Cabría decir, en este contexto, que 'la ciencia
es algo demasiado serio como para dejarla en manos de los científicos'.
Por otro lado, el cuarto desiderátum -el de la participación e implicación social de la ciencia como condición de una ciencia madura- no deja de ser también contradictorio con los dos primeros postulados, el del sobredimensionamiento y el de la autoorganización. ¿Puede la tecnociencia, dadas sus características, aspirar a una interacción con el cuerpo social con efectos retroalimentativos sin perder su propia naturaleza (financiación privada, intereses particulares, secretismo metodológico, búsqueda de beneficios económicos)? Al mismo tiempo, ¿puede una ciencia autoorganizada y con plena autonomía funcional mostrarse permeable a las inquietudes, sugerencias y críticas procedentes del ágora (y no me refiero al mundo político o institucional, sino al más genuino mundo de los agentes y factores sociales que operan 'a pie de calle')?
Last but no least, problemas
de contradicción interna y problemas, también, de completitud en la
propuesta de Quintanilla. Este autor no menciona un apartado que resulta
fundamental en la identificación de toda ciencia madura: hablo de los
mecanismos de control de calidad de la producción científica y de los
dispositivos metodológicos e institucionales de detección, prevención y
corrección del fraude científico, un problema cada vez más preocupante
en la industria del conocimiento. El libro Anatomía del fraude científico,
de Horace Freeland Judson (Crítica-Drakontos, 2006) desarrolla este
tema con gran profusión de detalles. La conclusión a la que parece
llegar Judson es la de la insuficiencia de los mecanismos de control
interno de la actividad científica para combatir el fraude científico.
En definitiva, aportación
interesante, pero discutible, la de Miguel Ángel Quintanilla. En lo que
sí tiene razón este autor es en la afirmación de que la ciencia española
está aún lejos de alcanzar la madurez, si definimos ésta de acuerdo con
los postulados anteriores. Tal y como puede verse en los sucesivos Informes COTEC sobre ciencia e innovación en España, la universidad española es la institución que genera y soporta el mayor porcentaje de producción científica en nuestro país, a gran distancia del sector sanitario, el CSIC y la empresa privada. Si uno piensa en
macroproyectos científicos, en autonomía organizativa o en estabilidad
presupuestaria no está pensando, precisamente, en las universidades
españolas. O sea, que algo falla.
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